Peón de rey - Pedro Jesús Fernández
Pedro Jesús Fernández
Peón de rey
Título original: Peón de rey
Pedro Jesús Fernández, 1998
Para Belén que lo hizo posible
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INTRODUCCIÓN
Toledo, marzo de 1273
Don Çag levantó la cabeza del manuscrito con lentitud. Tras los muros, el día
tocaba a su fin, pero él no había percibido el transcurso de la tarde. Llevaba más de
seis horas leyendo sin apenas interrupción después de encontrar aquellos papeles
por casualidad, mientras buscaba por toda la casa un documento perdido. De
repente, en una habitación del piso alto, al fondo del cajón de un escritorio
desvencijado, había aparecido un grueso legajo con los cuatro lados sujetos por una
cinta de color ocre. Al sacarlo a la luz, vio que estaba cubierto de un polvo negruzco
mezclado con excrementos de rata. No se oía ningún ruido en la casa y don Çag
limpió con cuidado la suciedad. Intrigado por el hallazgo, desató los nudos y quitó el
cordel, pero no empezó a leer, sino que primero pasó varias páginas para comprobar
su contenido. Con la mano izquierda sobre la superficie de la mesa, fue recorriendo
las líneas de forma precipitada hasta verificar de qué se trataba. Luego buscó un
acomodo más apropiado para poder leer con tranquilidad.
Bueno, ¡ahí estaba! se dijo. Primorosamente caligrafiado con letra diminuta,
en una extraña mezcla de latín, francés y castellano que le hizo sonreír en más de
una ocasión, por fin había encontrado el famoso Informe del maestro Raoul de
Hinault. Conforme fueron pasando los capítulos ante los asombrados ojos de don
Çag, se iban restableciendo los acontecimientos. Leía rápido, pero a veces alguna
escena le obligaba a hacer una pausa y se quedaba parado con los párpados
entreabiertos, recreando los detalles, reconstruyendo a los personajes. Comprobó
con satisfacción que Raoul era buen observador; a través de sus descripciones sentía
palpitar el flujo de las jornadas previas a su vida en común. También observó que
Raoul necesitaba superar su estancia en la corte toledana; se había esforzado para
mostrar la distancia entre las expectativas de su llegada a Castilla y el resultado real
de la visita. Inevitablemente, a don Çag le vino a la memoria una de las coletillas
favoritas de su padre: «Entre los fracasos, cada uno escoge el que menos
compromete su orgullo». En momentos dados, una anécdota o un comentario le
hacían ampliar el punto de enfoque y otras imágenes captaban la atención de don
Çag. Fue así recorriendo, a través de las páginas del manuscrito, el Camino de
Santiago y la situación del Reino de Castilla en aquel año de 1257, tan sólo cinco
después de que fuera coronado rey Alfonso X.
Ahora las cosas son bien diferentes pensó con resignación.
Desde entonces habían transcurrido tres lustros extraños y peligrosos: la
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frustración del sueño imperial, la cuestión de Francia, el problema hereditario
Reflexionaba sobre todo aquello, confuso por la sucesión de dificultades, aunque con
menos inquietud que curiosidad.
Ciertamente se dijo, es irónico hallar ahora este texto. Después de tantos
interrogantes y tanta búsqueda, de tantos esfuerzos baldíos; cuando había creído que
el objeto del encargo real nunca había sido realizado, encontrar este manuscrito no
deja de ser un contrapunto feliz.
Poco a poco su mente se trasladó al pasado y, como suele ocurrir bajo el influjo
del poder de la historia, los acontecimientos distantes, transformados por el
recuerdo, fueron adquiriendo un brillo pulido y suave. Acabó levantando la vista; el
paso del tiempo no le había hecho olvidar al autor del Informe, aquel despistado y
larguirucho francés de mirada perspicaz y aire indolente que tantas veces le había
cautivado.
La visión le decía a menudo Raoul de Hinault es el arte de ver cosas
invisibles, de superar la apariencia de lo real.
Mientras leía el manuscrito, don Çag sintió que la sombra de Raoul, esa sombra
titubeante que se había escabullido durante tantos años, tomaba forma de nuevo. Era
curioso, podía sentir su figura familiar haciéndose presente en la estancia. De hecho,
al terminar con la última página, tuvo la ambigua sensación de haber estado con él
hacía diez minutos, sabiendo al mismo tiempo que habían transcurrido casi quince
años exactos desde su marcha. También se sorprendió al comprobar el poder del
azar.
No puede ser sólo una afortunada coincidencia encontrar, ahora, la huella de
Raoul, medio perdida entre los recovecos de la memoria. Parece pensó con
melancolía que la historia vuelve sus páginas para iluminar los espacios vacíos,
como si quisiera hacer verdad las mismas palabras del Informe
Después de ordenar y anudar escrupulosamente el voluminoso legajo, don Çag se
quedó quieto tratando de dilatar el contacto con el mundo periférico. Frente a él, los
rayos postreros y alargados del sol del atardecer se colaban por la ventana; la
ciudad oscurecía con lentitud, como una tortuga vieja. La penumbra iba invadiendo
el salón. Casi por instinto, como si quisiera llenarse del aire de la tarde, se incorporó
de la silla y abrió la celosía. Fuera, un sol pálido y mortecino bañaba plácidamente
los cigarrales. Abajo, en el patio, dos mujeres acarreaban cántaros de agua y, un
poco más arriba, los gorriones alborotaban buscando hueco para pernoctar en el
limonero y el naranjo. Más allá del jardín, tras el bosque de ropa tendida y terrazas
cúbicas, se veía sobresalir las tejas doradas y calientes bajo los campanarios. De la
plaza cercana venía un son pausado, como una invitación, mezclando músicas de
flautas y panderos con el griterío de los comerciantes. A la derecha, por Oriente,
salía una luna redonda y traslúcida. Pero él estaba muy lejos de percibir el alboroto
de la ciudad de Toledo; ni siquiera fue capaz de sentir la belleza del atardecer.
Permaneció así un rato, en su postura favorita, con los codos apoyados en el alféizar,
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mirando a través del cristal, sin retener ningún objeto en la retina. Volvió a sentarse.
Aún quedaba un poco de infusión fría en la taza y la apuró de un sorbo. Lentamente,
empezó a repasar aquellas inolvidables jornadas y una vez más los recuerdos le
invadieron poco a poco, sin necesidad de hacer el menor esfuerzo de memoria.
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I. EL INFORME
Toledo, agosto de 1257
Mi nombre es Raoul de Hinault y soy de origen bretón. Aunque nací en la ciudad
de Rennes hace ya casi cuarenta y cuatro años, desde que cumplí los dieciocho e
ingresé en la orden de los dominicos, he recorrido tantos caminos y he estado en
tantos lugares que difícilmente puedo sentirme parte integrante de alguno.
Ahora, mientras escribo estas notas, en el mes de agosto del año del Señor de
1257, y contemplo tras los cristales de la ventana la ciudad de Toledo, se abre otra
puerta en mi vida. ¡Toledo
! ¡Qué paisajes tan diferentes de los de mi país, de los de
mi villa natal! Desde aquí puedo contemplar sus tejados y plazas, sus torres, sus
iglesias, sus casas y jardines. Oler el aroma de la jara y de las flores. Escuchar el
rumor sordo que asciende de las calles como la marea y el bullicio de los pájaros que
revolotean por los campanarios y tejados. El conjunto es al tiempo dispar y
extrañamente unitario: de alguna manera todo se funde en la mirada. Quizá sea por el
omnipresente tono pardo, el color del ladrillo que envuelve todo; quizá sea la luz, el
intensísimo fulgor del sol recortando geométricamente cada forma, que había
olvidado desde mi estancia en Sicilia; o tal vez sea por estos días de calor seco,
pegajoso, en los que el aire quema y la ciudad queda semidesierta, mientras en sus
callejas se dibujan las sombras alargadas de los sobrados. Pero si desde mi mirador
los contrastes entre luces y sombras se quiebran de continuo, dando la impresión de
un paisaje pintado y no de una imagen real, desde los arrabales o paseando por sus
callejuelas, la visión es incluso más escenográfica. Toledo impresiona a la vista.
Circundada por el río Tajo, que traza una gran S en la arena, las murallas se levantan
encima, sobre un cerro de tierra roja. Detrás, el caserío se impone sobre el horizonte
como el frontón de un templo griego de dimensiones gigantescas.
Llevo en la ciudad apenas unos días, y en Castilla no más de ocho meses.
Continúo siendo un recién llegado. Hasta ahora he estado descansando, dejándome
llevar, pero esta mañana me encuentro especialmente bien. A pesar del día caluroso,
casi tórrido, ese ambiente queda fuera de los muros y cristales de la casa de mi
anfitrión, Ishaq Ben Salomó Ibn Sadoq más conocido aquí como don Çag de la
Maleha almojarife mayor en la corte del rey de Castilla, Alfonso, décimo de los de
su nombre.
La casa en la que estoy alojado tiene una curiosa disposición. Situada al fondo de
un estrecho callejón llamado adarme, desde fuera su fachada se confunde con las del
resto de la calle, como queriendo pasar inadvertida, pero su interior es el recinto más
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refinado que haya conocido jamás. Ni siquiera las estancias del palacio de Federico II
en Palermo en las que residí durante meses alcanzaban este alarde de comodidad y
buen gusto. Organizada en torno a dos patios en los que el agua discurre
continuamente, al fondo hay un pequeño jardín con una galería de madera cubierta
por un emparrado. Al atardecer resulta muy confortable, pues hay muchos macizos de
flores y árboles que dan una sombra fresca.
Por lo demás, la casa es esencialmente cómoda. Así debe serlo en invierno; en
todo caso, puedo atestiguar su excelente disposición para el verano. El detalle más
sorprendente es el increíble lujo de disponer de un baño en cada piso, con una bañera
o piscina en el centro alimentada por tuberías de agua fría y caliente. El edificio está
asimismo bien construido, con anchos muros, y dentro la temperatura es muy
agradable. En los momentos de mayor calor, desde el mediodía hasta el atardecer,
cada cuarto principal se refresca mediante un ingenioso procedimiento. Sobre las
paredes se ha instalado una estrecha galería de madera de la que penden multitud de
hilos de lino que caen hasta el suelo, de tal forma que vistos desde lejos asemejan una
cortina. Pues bien, estos hilillos son continuamente regados por un sirviente tan
sigiloso que se diría una criatura invisible. Más de una vez me he llevado una
sorpresa al levantar la vista y encontrarle arriba, en la galería, con su cuenco de barro
y su sonrisa tímida, pero ya me he acostumbrado a su permanente ir y venir, hasta el
punto de que, tal como aseguraba mi amable anfitrión, no noto su presencia.
En este ambiente de abandono llevo alojado casi cinco jornadas sin otra
ocupación que pasear por las viejas calles de la ciudad, conversar en alguna de las
animadas veladas que a diario organiza don Çag o leer los libros de su cuidada
biblioteca. No lo esperaba. Ni la misión que me encomendó hace ocho meses Hugo
de Conques, el canciller de la Universidad de París, ni su desarrollo hacían suponer
esta tranquilidad. Y mucho menos tras el primer día en Toledo, cuando tuve que
entrevistarme apresuradamente con Alfonso X, el rey castellano, y la conversación
parecía anticipar acciones inmediatas.
Por eso he decidido reaccionar y poner por escrito mis impresiones. Pero debo ser
sincero, no se trata sólo de una obligación para con mi Universidad o mi rey, también
se me ha insinuado la posibilidad de otro informe para el monarca castellano. Pero,
aun cuando no tuviera estas razones, también lo haría. Necesito ordenar mis ideas,
repasar los acontecimientos desde la distancia y contar con esas reflexiones para
poder elaborar los informes que se esperan de mí. Ya sé que en ocasiones es
conveniente mantener una actitud de cierto fatalismo hacia lo inesperado, esperando
que la vida dé el siguiente paso, pero no va conmigo la ausencia de compromiso. En
realidad, a pesar de mi experiencia, nunca he sabido adoptar una actitud tan neutral
ante los acontecimientos que excluya todo protagonismo. Sí, pondré por escrito mis
experiencias y expectativas del viaje. Quizá así pueda comprender lo que esperan de
mí y acercarme a ese espíritu toledano que, a mi entender, se desprende más de la
imagen de la ciudad que de la ciudad misma. Y para ello, nada mejor que tratar de
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eludir prejuicios previos acerca de informes tan anunciados y tan poco requeridos.
Desconozco lo que me va a pedir el rey de Castilla y, en consecuencia, no puedo
anticipar la copia que me solicitó en París el canciller de la Universidad. ¿Qué sentido
tiene, pues, que imagine sus propósitos? Probablemente sea más inteligente intentar
componer un relato escribiendo a mi libre albedrío, describiendo lo que me ha
interesado y no lo que suponga que puede interesar.
Así pues, esta mañana me he preparado a conciencia. Además, cuento con todos
los elementos a mi favor. Una estancia tranquila, tiempo según parece, incluso
demasiado. Y papel. Un material que hasta ahora he considerado como un extraño
lujo y del que, por increíble que parezca, puedo disponer en abundancia.
Debo comenzar por los últimos días. Si ahora tomo la pluma desde el abandono y
la impotencia de una espera continuada, aguardando ser recibido de nuevo por el rey
de Castilla, yo soy el primer sorprendido. De hecho, cuando llegué a Toledo hace
menos de una semana mi impresión fue la contraria y me aturdió la rapidez con que
parecían sucederse los acontecimientos.
Apenas entré en la ciudad por la puerta de Bisagra fui interpelado por un alférez
de la guardia real, quien, después de averiguar mi identidad, me acompañó a
instalarme en un aposento de palacio cercano a la plaza de Zocodover. No fue preciso
solicitar audiencia al rey para poder informarle del desenlace de la misión. A la
mañana siguiente, al poco de despertar, me indicaron que debía prepararme para ser
recibido durante el transcurso de la jornada.
Justo después del mediodía me condujeron a una pequeña antesala repleta de
cortesanos. Poco a poco, el saloncito quedó desierto y me levanté a dar una vuelta,
bostezando. Me dirigí a la ventana; a través del cristal empañado miré al patio, donde
un vendedor ambulante descargaba su carretón de verduras y frutas. Había extendido
una alfombra raída en el suelo y las iba ordenando a medida que las sacaba de las
bolsas de esparto; las grandes a la derecha, las pequeñas a la izquierda. Luego
comenzó a trasladar los montones hasta las cocinas y se perdió en el tumulto del
Alcázar. Volví a sentarme, los minutos transcurrían con lentitud y me devoraba la
intranquilidad.
Al abrirse la puerta y anunciarse mi nombre me sobresalté. Aturdido, entré en el
Salón Real con paso inseguro. Sólo pude vislumbrar una gran estancia atestada de
dignatarios. Casi inmediatamente después de pronunciarse mi nombre, vi al joven
monarca descender de su trono sonriendo con amplitud y dirigirse hacia mí con los
brazos abiertos. Al observar su silueta a contraluz pude hacerme la primera idea sobre
el hombre que había guiado mis pasos desde que crucé la frontera. Alfonso X era un
hombre joven; no obstante, conforme atravesaba las losas del salón y se iba
acercando, constaté que representaba su verdadera edad: treinta y seis años. Llevaba
el cabello sobre los hombros y la barba recortada en punta, lo que confería a su
semblante, fino de por sí, una apariencia dura y distante. Pero era una falsa
impresión. Cuando se aproximó, la expresión de su cara destilaba cercanía. Los ojos
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estrechos y almendrados, de un azul veraniego, envolvían una mirada muy cálida. Por
lo demás, aunque parecía moverse con despreocupación, sus gestos invitaban al
encuentro. Cruzó la sala con detenimiento, intercambiando saludos y pequeños
comentarios con algún cortesano, complementados con leves apretones en el brazo o
el hombro, que delataban conocer y saber usar el lenguaje del cuerpo.
Querido Raoul dijo al llegar a mi lado. Dejad que os abrace. Tenía tantas
ganas de conoceros y daros en persona las gracias por los servicios que nos habéis
prestado
Confuso, le dejé hacer. Sin abandonar su expresión, el rey también me cogió
afablemente del brazo, y se dio la vuelta para dirigirse a los presentes:
Amigos, os presento al maestro Raoul de Hinault, enviado por Luis, rey de
Francia, para ayudarnos en diversas cuestiones del gobierno del reino. Viene como mi
invitado, por lo que os ruego que le tratéis como a tal cuando os encontréis con él
Después se giró sobre sí mismo y continuó:
Debemos hablar más despacio, maestro Hinault. Tengo muchas esperanzas
depositadas en vos. Y más ahora, después de comprobar vuestra eficacia y discreción,
por las que siempre os estaré agradecido. Pero éste no es el momento adecuado. Ya os
avisaré dirigiéndose a un hombre que se encontraba detrás, en segundo plano, me
dijo: Os presento a mi almojarife mayor, don Çag de la Maleha, en cuya casa os
alojaréis. Esperad allí mis noticias. Hasta entonces, descansad un poco y disfrutad de
la ciudad. Don Çag os aconsejará en todo
Este, con gentileza, me invitó a acompañarle. Era un hombre bajo de estatura, con
grandes bigotes y barba rala de color castaño. De ojos hundidos y penetrantes,
surcados de pequeñas arrugas, su mirada destilaba inteligencia. Sonreía
permanentemente, pero al observarlo con más detenimiento comprobé que se trataba
de una ilusión óptica, resultado de una boca con el labio superior en forma de acento
circunflejo y unos dientes grandes y blancos. Consciente de ello, había ocultado su
defecto dejándose crecer desproporcionadamente el bigote.
Salimos de la estancia en dirección a la puerta. Don Çag se puso en acción de
inmediato. Dio las órdenes oportunas para trasladar mis pertenencias a su casa y se
ofreció para cuanto necesitara.
Al principio, se deshizo en cortesías:
Disculpad a don Alfonso, ahora tiene la mente ocupada en otros asuntos y no
os puede atender debidamente. Tal y como ha dicho, os llamará pronto. Mientras
tanto, seguid su consejo y descansad en mi casa. Creo que no habéis podido hacerlo
desde que entrasteis en Castilla. También conozco el resultado de la misión que os
encomendaron. Permitidme felicitaros
Contesté escueto, a la defensiva, sin querer dar mayores indicaciones:
Sí, la suerte me ha permitido verificar ciertos hechos dudosos
¡Oh!, no os preocupéis, no pretendo obtener de vos ninguna información. Estoy
enterado de todo. Conozco el encargo que os hizo el rey por intermedio del obispo
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Guillermo en Jaca y asimismo me han puesto al tanto de vuestros éxitos en Santiago
de Compostela. ¿Sabéis? Era muy importante para don Alfonso resolver de forma
adecuada este asunto. Estaban en juego muchas cosas. Su afecto por un querido
amigo, la necesidad de frenar el poder de ciertos nobles excesivamente ambiciosos y,
sobre todo, la exigencia de salvaguardar su equidad. Debían conciliarse sus deseos de
intervenir con la imagen de imparcialidad que ha de mantener.
Tras un instante de reflexión, alzó los ojos y continuó:
No, no era fácil. Y, sin embargo, habéis logrado resolver todos los problemas
con prudencia y sagacidad. He oído muchas veces al rey, en ese mismo salón en que
hemos estado, alabar vuestras inteligentes deducciones y, sobre todo, vuestra audacia.
Tomándome del brazo, continuó:
Sin duda, debéis estar cansado de tanto ajetreo
No tanto. Simplemente, he tenido suerte. Creo que elogiáis en exceso mis
acciones contesté, sin querer entrar en el asunto.
Don Çag parecía al corriente de todo y yo no tenía ningún interés en dejar
discurrir la conversación por ese camino. Ni me interesaba repasar hechos conocidos
ni escuchar un rosario de lisonjas intrascendentes. Decidido a cambiar de materia, le
pregunté por sus atribuciones como almojarife mayor, cargo cuyo contenido
desconocía.
Bien, hay varios tipos y categorías respondió mi interlocutor con énfasis.
Por lo general, las funciones de este puesto son la recogida de impuestos, la
administración del patrimonio real y el aprovisionamiento del ejército. En mi caso
añadió con orgullo, como almojarife mayor, estoy al servicio directo del rey y soy
su principal consejero de finanzas.
¿Y cómo habéis llegado a alcanzar tal honor? insistí.
Se trata de una tradición: he sido educado para ello. Mi padre, don Çuleman,
Abulrebia Selomo Ibn Sadoq, fue también almojarife mayor. Sirvió al padre de don
Alfonso, Fernando III, cuya memoria Dios guarde. Pero ahora se ha retirado de todos
los cargos públicos y se dedica a la administración de sus bienes y al cultivo de un
pequeño huerto en el jardín de nuestra casa. Pronto le conoceréis, pues casualmente
acaba de regresar de Carmona y Sevilla.
Poco después llegábamos a la casa de don Çag. Me instalaron en una pequeña
habitación situada en el piso alto, sobre una galería de madera que daba a una calleja
sin tránsito y a un jardín umbrío, repleto de flores. Cuando llegué, mis pertenencias
me aguardaban ordenadas y al lado de la cama había una jarra con agua de limón.
Decidí descansar un rato y, al caer la tarde, me preparé para cenar. En el comedor,
don Çag me presentó a su padre, don Çuleman, y a otros tres invitados, Abraham,
Moshe y don Yehuda Ben Moshe ha-Koken, médicos y astrólogos del rey.
La comida transcurrió sin incidentes, pero a los postres se abrió una cortina al
fondo de la sala y apareció una muchacha de turbadora belleza a preparar las
infusiones. Era apenas una niña y a primera vista su silueta sugería la dulzura e
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inocencia propias de su edad, pero lo cierto es que tanto sus formas como su mirada
tenían la plenitud de una mujer. Ligera como un pajarillo, caminaba sobre unas
chinelas con tal gracia que ni sus pasos parecían hollar el suelo, ni sus manos tocar
los objetos, sino que por el milagroso efecto del roce de sus delicados dedos se
colocaban en su lugar. Por toda vestimenta lucía una larga hulla de tonos azul
turquesa con una pequeña abertura a la altura de los tobillos y su único adorno era
una pulsera de oro con dos serpientes entrelazadas. Sin embargo, parecía más
engalanada que otras damas cubiertas de joyas. Durante el corto tiempo que estuvo en
la habitación, no llegó a levantar la vista prácticamente ninguna vez, pero percibí una
mirada de fuerza irresistible. Después, casi por sorpresa, lanzó un suspiro, pero fue un
desahogo más atribulado que dichoso. Me sentí turbado, como si violara su intimidad,
y cerré los ojos. Cuando volví a abrirlos había desaparecido con tanto sigilo como
llegó. Quedé intrigado, pero no tuve tiempo de más. A mi lado, Moshe me invitaba a
acercarme al extremo del salón.
Acompañando a Moshe, me dejé caer sobre un amplio almohadón. La copiosa
cena, el vino, el agradable aroma a perfume alcanfor, áloe que desprendían las
sirvientas, la atmósfera de la fiesta, me habían sumido en un estado de perezosa
comodidad al que me entregaba de buena gana. Sentado bajo la galería, me situé a la
derecha del grupo, frente a don Çuleman que, atentamente, había cedido el lugar
central a su hijo. El conjunto formaba un semicírculo en torno a un podio enlosado,
en cuyo centro se levantaba un diminuto templete con un surtidor de mármol, que
arrojaba chorros de agua delgados como briznas de hierba. A mi alrededor crecían
palmeras, pequeños naranjos y adelfas en grandes tiestos revestidos de cobre, y
detrás, bajo una pequeña balaustrada, un cuarteto de cuerda interpretaba melodías de
origen árabe sobre una tarima.
El ambiente parecía perfecto para disfrutar del frescor de la noche. Todavía estaba
sorprendido por el contraste entre la indiscreta algarabía de las calles toledanas y la
inteligencia con que las casas se preservaban del exterior. Aisladas, cerradas sobre
sus propias penumbras como un cofre repleto de tesoros ocultos, rara vez aparecían
abiertas siquiera entornadas las celosías y ventanas que daban a la calle. Ese
mismo jardín, desde el exterior, no era sino una tapia de ladrillo visto, una muralla en
la que apenas destacaba el portón claveteado. Pero dentro, no sólo las estancias
proclamaban la riqueza de su mundo interior, sino que el mismo patio era un vergel
escondido, un oasis de paz en el que estaban perfectamente marcados los «lugares de
fresco», invitando a la brisa y la tertulia. Estaba predispuesto a conversar, tanto que,
quizá por esa razón, decidí optar por una prudente actitud de escucha: parecía más
adecuado esperar a ver cómo se desarrollaban las cosas. Había observado que don
Çag era hombre recatado y juicioso, parco en palabras y gestos. Esa mañana, después
de conocerle, quise averiguar algunos datos y le acosé a preguntas, pero, tras
presentarse, respondió con monosílabos, cuando no con movimientos secos de la
cabeza. Al constatar que no servía de nada tratar de apremiarle, decidí que la mejor
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actitud era dejarle elegir el momento de conversar. Si durante el trayecto ya lo había
intuido, tras la cena fue evidente: don Çag dirigía activamente su mente y conversaba
sólo cuando deseaba contar algo. De no ser así, respondía con amabilidad a cualquier
pregunta, pero sus respuestas consistían en simple información, sin invitar a proseguir
charlando.
Durante unos momentos me dediqué a observar a mis interlocutores. Todos iban
vestidos con riqueza y sus trajes contrastaban con mi sencillo hábito dominico. Si
bien los capotes de seda y los bordados parecían rivalizar entre sí, quien más
destacaba era don Çuleman, enfundado en una discreta zihara de algodón blanco.
Con franqueza, estaba inquieto; temía que el vino se me subiera a la cabeza.
Ciertamente, había tomado parte en otras conversaciones con judíos, pero era la
primera vez que vivía en casa de uno de ellos, la primera ocasión en que participaba
en una tertulia de esas características, el único cristiano en medio de un grupo de
hebreos. Sin embargo, para ellos no debía de ser ninguna novedad, y no hicieron la
menor alusión al tema. Hablaban de sus negocios, de los entresijos de la corte,
interrumpiéndose continuamente. En un momento dado, don Çuleman pareció caer en
la cuenta de mi abandono y paró la charla con un ademán autoritario:
Basta ya, amigos. Estamos siendo descorteses con nuestro invitado, que
desconoce nuestras cuitas.
Con una mueca de turbación, abrí las manos para mostrar su falta de importancia.
Don Çuleman, sin darse por vencido, insistió:
Contadnos, maestro Raoul, ¿cuál ha sido vuestra primera impresión de la corte
real?
Le miré de nuevo con expresión de aturdimiento y me apresuré a contestar con
vaguedad, decidido a no convertirme en el protagonista de la reunión. Quería
aprovechar cualquier oportunidad para alterar el rumbo de la tertulia y tratar de
conseguir la información necesaria para situarme. Desde mi llegada a Toledo parecía
como si una mano invisible dirigiera cada uno de mis pasos. Estaba empezando a
encontrarme incómodo. Es difícil expresarlo, pero me sentía excesivamente
condicionado por el desarrollo de la acción y aunque me hubiera gustado tener menos
inquietud que curiosidad, no era así.
Apenas he visto nada dije. Desde que llegué todo ha sucedido tan rápido
que no he tenido tiempo de sacar impresiones. Como sabéis, estuve con el rey esta
misma mañana, pero ya os lo habrá dicho vuestro hijo, permanecí a su lado unos
minutos. Así que poco os puedo contar ni de la corte, ni de Toledo, vuestra ciudad.
Decidí tomar la iniciativa. Parecía el momento adecuado:
Permitidme, sin embargo, que os pregunte yo. Veo que todos trabajáis al
servicio del rey y durante mi peregrinación a Santiago he visto a otros hombres de
vuestra religión integrados en la sociedad. Debéis disculparme, en mi país las cosas
son diferentes. Había oído hablar de vuestro papel, pero no esperaba una
acomodación tan natural
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No os dejéis llevar por las apariencias. Ni estamos tan integrados, ni somos tan
respetados.
¿No? repetí sin poder evitar un cierto tinte irónico.
Don Çuleman sonrió levemente.
No. Os pondré un ejemplo: los judíos debemos pagar impuestos a la Corona y
los concejos. Eso sin mencionar los inevitables diezmos a la Iglesia.
Como los demás vecinos, supongo respondí en el mismo tono.
Así es. Pero además, en Toledo existe una perversa tradición que nos obliga a
contribuir con treinta dineros anuales para construir y mantener la catedral, en
recuerdo de la cantidad por la que vendió Judas a Cristo
¡Ojalá fuera todo! No olvides, padre, las penosas obligaciones derivadas del
Concilio de Letrán, que tarde o temprano deberán acatarse le interrumpió su hijo.
Ni tú exageres le contestó don Çuleman. Ya han transcurrido cincuenta
años desde la celebración del Concilio y nunca nos han exigido cumplirlas. Es más, a
causa de ello, algún rey de Castilla ha tenido problemas con el Papa. No sería muy
justo que encima le reprocháramos su protección, ¿no te parece?
Y dirigiéndose a mí, aclaró:
Por daros sólo dos detalles, ni debemos llevar vestidos distintos, ni pagar
diezmos por las propiedades que adquirimos. Tan sólo hemos de abonar una cuota
anual fija, exactamente la sexta parte de un áureo, por cada miembro de nuestra
comunidad mayor de veinte años.
Sí, había oído que estabais dispensados de las normas del Concilio. Incluso sé
que el papa Gregorio VII amonestó a Alfonso VI por consentir que los judíos
ejercieran cargos públicos con autoridad sobre los cristianos. También me dijeron que
la ciudad se rebeló para defenderos cuando os atacaron los cruzados que acudieron en
1212 a Toledo para participar en la batalla de las Navas de Tolosa.
Cierto convino don Çag. Ésta es una ciudad tolerante y vivimos bien en
ella. Pero, como os dijo mi padre, no creáis que estamos tan integrados.
Hablamos mucho rato de la especial situación de Toledo, donde convivían en
razonable armonía dos minorías religiosas protegidas, los musulmanes y los judíos,
junto a varios grupos cristianos: mozárabes, castellanos, francos y conversos.
Me explicaron que los antiguos reyes de Castilla se habían hecho llamar
«emperadores de las tres religiones», copiando el título de los grandes caudillos del
oriente abasida, imbiratur du-l-millatum.
Tampoco os llaméis a engaño prosiguió Çuleman. Esa actitud tolerante
está motivada por razones de conveniencia.
Le miré con expresión de duda.
La reconquista y la repoblación continuó han obligado a tomar medidas
diferentes a las vuestras. Por ejemplo, para poder cultivar los campos de labor, los
reyes castellanos han permitido y, en ocasiones, pedido a los musulmanes y a las
comunidades judías que continuasen en sus tierras después de la conquista.
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Claro contesté, comprendiendo al fin. No les importaba la conversión,
sino asegurar el territorio, mantener las cosechas, los rebaños y los negocios.
Los reyes son gobernantes prácticos, sobre todo en tiempo de guerra. Nuestra
fe era un problema secundario, tan sólo se nos ha exigido ser fieles súbditos de la
Corona
Don Çuleman finalizó su parlamento narrando una bella historia que deseo
transcribir porque, de alguna manera, ha sido detonante de este mismo relato.
Ya que os interesa nuestra opinión, os contaré algo dijo, dirigiéndose a mí.
De hecho, aclara mejor que cualquier otra información la necesidad de la
convivencia, la armonía que debe presidir la relación entre las tres culturas y las tres
religiones.
Se detuvo y, tras repasar con su penetrante mirada a todo el grupo, hizo una
pequeña pausa antes de comenzar.
Se trata de una parábola que quizá tampoco vosotros conozcáis, queridos
amigos. Ocurrió hace muchos siglos, en un pequeño pueblo de Oriente, donde vivía
un hombre cuyo objeto más preciado era un anillo de valor incalculable. No penséis
que estaba hecho de un metal precioso o tenía incrustados diamantes u otras gemas.
No, se trataba de una sencilla alianza, cuya importancia residía en conseguir para su
portador el secreto poder de volverse agradable a Dios y a los hombres. De hecho,
hacía de su dueño el jefe indiscutible y venerado de toda su casa. Este hombre, que
era sagaz y justo, comprendió la trascendencia de asegurar tal fuente de sabiduría. Por
eso, a su muerte, legó el anillo a su hijo preferido, quien, una vez más, se convirtió en
una persona venerada. Este, a su vez, lo trasmitió al que fue elegido futuro jefe de su
casa. Y así ocurrió sucesivamente, de forma que la alianza fue siempre un símbolo de
aquella familia.
De generación en generación, el anillo fue pasando hasta llegar a manos de un
padre de tres hijos, incapaz de decidir a cuál legarlo, pues amaba a todos por igual.
Pensó en todo tipo de soluciones sin encontrar salida a su problema. Su actitud hacia
los tres hizo que cada uno alimentara fundadas esperanzas de recibir el preciado don.
En consecuencia, le fueron apremiando poco a poco. Le decían:
Debes decidirte pronto, padre. Has de acabar con la zozobra en la que vivimos.
Eso sin mencionar el hecho de que si te ocurriera algo, Dios no lo quiera, podría
originarse un altercado de difícil solución.
Pero él no sabía qué hacer. Durante bastante tiempo siguió posponiendo la
decisión, hasta que al final, a causa del amor que les profesaba, se comportó con
debilidad. Ocurrió así: cometió la imprudencia de prometérselo a cada uno de ellos
por separado. Si bien era consciente de haber tomado una solución temporal, gracias
a este arreglo transcurrieron muchos años en paz. El patriarca dirigía la casa en
armonía y sus descendientes, convencidos de ser los futuros portadores del anillo,
desempeñaban sus funciones sin la menor controversia. Sin embargo, conforme
pasaba el tiempo, el padre se inquietaba, pues sabía que aquella situación debía
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resolverse. Sintiendo próximo su fin, no se le ocurrió mejor arreglo que convocar en
secreto a su vecino, un reputado orfebre, a quien encargó dos anillos semejantes en
todo al primero. El artesano lo hizo tan bien que el mismo padre fue incapaz de
distinguir cuál era el original. Después, hizo venir a sus hijos, por separado y sin
testigos, y les entregó cada una de las copias, diciéndoles:
Hijo mío, te he mandado llamar porque se aproxima la hora de mi muerte y
debemos hablar. Como sabes, mi más preciado tesoro es el anillo de la sabiduría que
mi familia guarda desde tiempos inmemoriales y que te convertirá en el nuevo jefe de
nuestra casa. Hace tiempo te lo prometí y hora es de que lo tengas.
Después de pronunciar estas palabras, se acercaba a una alacena y cogía al azar
una de las tres cajitas de madera taraceada que contenían las réplicas y el original.
Tómalo dijo a cada uno de los hermanos y no lo lleves en tu dedo hasta el
día de mi muerte. Y desde entonces, hazlo sólo en los momentos excepcionales, pues
no es su uso, sino su posesión, la que te dará el poder de convertirte en el rector de
nuestra familia.
Dicho esto, se despedía con gran pompa de cada uno de los tres hermanos. Pocos
días más tarde el patriarca murió dulcemente. Después del entierro, cada uno de los
hijos exhibió con orgullo el signo de la autoridad y se presentó como el elegido.
¡Imaginad su estupor! Fue imposible averiguar cuál era el verdadero anillo. En
consecuencia, los tres hijos pretendieron obtener la dirección de la casa común con
idéntica legitimidad.
Don Çuleman entornó los ojos y viendo que le escuchábamos atentamente, en
espera del desenlace, nos miró con perspicacia. Luego prosiguió:
Aquí finaliza la parábola. Como veis, es muy hermosa. Observo por la
expresión de vuestros rostros que habéis apreciado su enseñanza. Pues, en efecto, de
la misma forma, cristianos, árabes y judíos formamos parte del mismo linaje, estamos
convencidos de profesar la verdadera fe, pero nos vemos imposibilitados de probar a
los demás por qué nuestra doctrina es la auténtica.
Dirigiéndose a mí, concluyó:
Quizá esta historia te ha podido dar la idea de cuál es nuestra sensación como
judíos ante el problema de las creencias; quizá te muestre también cuál es el espíritu
que desearíamos que impregnara esta ciudad.
No conversamos mucho más aquella noche, pero he pasado estos días asimilando
varios conceptos. Lo primero: no puedo permitirme el lujo de dejarme engañar por
las apariencias. Si desde que puse los pies en Toledo las acciones han seguido a las
palabras en una secuencia perfecta, como si cada movimiento hubiera sido
cuidadosamente previsto, los hechos me han obligado a asumir que aquí todo se rige
por lo deliberado y cada paso se mide conscientemente. Y segundo, que a diferencia
de lo que estaba imaginando, la corte castellana exige enormes dotes de paciencia y
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serenidad. También he recordado a menudo las palabras de don Çuleman, y su forma
de hablar cabal e inteligente, amena y exacta. Por lo demás, he decidido seguir el
consejo real y dedicarme a descansar. La prometida entrevista con el rey se está
retrasando; y don Çag, aunque es extremadamente amable, apenas para en la casa
salvo para cenar, ocupado en sus innumerables negocios. En cuanto a don Çuleman,
ha transformado su comportamiento. Si la primera noche habló sin cesar, a partir del
día siguiente, cuando le he dirigido la palabra, ha sido difícil arrancarle algo más de
una sonrisa.
De esta forma, he pasado tres días aburrido, sin poder concentrarme en nada. Se
trata de un estado de ánimo que conozco y me disgusta, aquel en el que el tiempo está
a tu favor y tanto da retrasarte veinte minutos como treinta. Es verdad, tengo todos
los motivos para estar relajado e incluso abandonarme al dulce placer de la
meditación o la lectura, pero no puedo hacerlo; interiormente me encuentro o, por
decir mejor, me encontraba intranquilo. Hace mucho, demasiado tiempo, que partí de
París con un objetivo concreto y todavía no he comenzado el trabajo. Además, el
anunciado encuentro con el rey me tiene en ascuas. ¿Qué quieren de mí? Al fin y al
cabo, por mucho que haya podido sentirme utilizado, la misión que me ha ocupado
durante los últimos siete meses y culminó en Santiago de Compostela surgió por
casualidad y el motivo por el que en apariencia se me requirió todavía no se ha
planteado. ¿A qué aguarda don Alfonso? No logro encajar la rapidez con que me
reclamaron desde que puse mis pies en Toledo y la indiferencia con la que soy tratado
ahora. Sólo sé que es preciso tomar alguna determinación.
Ayer, mientras reflexionaba sobre todo aquello, desconcertado, la imagen
apareció de pronto con nitidez. La clave me la dio el recuerdo de la conversación de
la primera noche, la bella parábola de los anillos. Estaba dando un largo paseo; hacía
calor y erraba sin rumbo fijo, con la única precaución de protegerme del tórrido sol.
Pero eso no era difícil en Toledo, vieja ciudad de sombras, hecha para la explotación
de la penumbra, donde el trazado de la mayoría de las calles está dictado por la
necesidad de jugar al escondite con las estaciones; el sol, el frío, la lluvia, el viento
Sin embargo, quería pensar con tranquilidad; el ambiente jaranero y bullicioso de la
villa no convenía a mis planes. Al salir de la ciudad, cerca de la muralla, enfilé por
una calle que no conocía. Era una calle nueva, sin empedrar aún y con hierbas altas a
lo largo de los zócalos de piedra de las casas. Oscura, en ligero descenso,
desembocaba en una explanada, más allá de la cual, en una difusa e indirecta
claridad, parecía haber un salto en el vacío. Caminando con pasos lentos, vagué un
rato a solas por la explanada y luego me asomé a la hondonada, descubriendo, como
había pensado, el río más abajo. A mis pies se extendía una pequeña pradera. Me
tendí en la hierba y me dormí bajo el sol. Desperté todavía más inquieto, con la
cabeza bullendo de ideas. Tras incorporarme, subí hasta la calle frotándome los
antebrazos con energía, pues me había quedado destemplado. Miré al cielo cubierto
de nubes, el viento agitaba las ramas de los árboles y levanté la nariz para olfatear la
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lluvia, minutos antes de que estallara la tormenta. La humedad daba una leve pátina
al aire y el olor era igual al de las iglesias del campo, las cuadras en las que había
dormido en la travesía a Santiago y los armarios de ladrillo; un olor de gozo tan
penetrante que me sentí aliviado. Necesitaba deshacerme de la confusión y de forma
imperceptible comencé a ordenar mis ideas. Al atravesar la muralla había llegado a la
conclusión de que bastaba ya de esperar acontecimientos. Antes de llegar a la puerta
de Bisagra me vino a mientes el plan; al entrar en la casa de don Çag el proyecto
estaba definido.
Aunque no sepa con exactitud la propuesta que me hará Alfonso X me dije
, puedo deducir de las palabras del canciller de la Universidad de París que seré
una especie de asesor, alguien capaz de mostrarle las similitudes y diferencias de la
obra que está emprendiendo con lo que se hace en otros países. Esa posición me
permitirá medir la bondad de lo realizado en uno y otro lugar, comparar las
diferencias entre París y Toledo. Pero ¿y si no es así? ¿Y si el rey no me utiliza para
ese fin? ¿No sería, entonces, un poco frustrante renunciar a la capacidad de síntesis
que se me ha supuesto? Y sobre todo, ¿no será la conversación del primer día una
especie de insinuación para que, independientemente del encargo real, acometa por
mi cuenta esa reflexión? Todo el discurso de la tolerancia que se entabló en la
primera velada, ¿no fue acaso una provocación para empujarme a escribir desde este
prisma?
Creo que sí. En todo caso, basta de cautelas; no tengo cosa mejor que hacer y no
quiero empezar divagando. Trataré de ir directamente a la transcripción de los
hechos.
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II. EL CANCILLER DE SAINT DENIS
París, enero de 1257
A primeras horas de la mañana del 10 de enero de 1257 me encontraba leyendo en
el scriptorium de la abadía de Saint Denis la Historia Animalium de Aristóteles,
traducida treinta años antes por Michael Scotus en esta misma ciudad de Toledo. El
manuscrito era enormemente atractivo y llevaba horas a mis anchas recordando las
ideas que tanto había comentado en la corte de Federico II de Sicilia. Si bien Scotus
murió quince años antes de mi llegada, pude encontrar bastantes muestras de su
trabajo en el ambiente cortesano de la isla mediterránea y por eso me producía
especial placer hallar ejemplares de textos que no había podido consultar entonces y
concentrarme con tranquilidad en su estudio. O al menos eso creía.
De ahí que no advirtiera la presencia de un joven que había recorrido lentamente
la sala, deteniéndose frente a las mesas de los anticuarios, los miniaturistas más
expertos, los rubricantes y los copistas, maravillándose ante el arte de la ilustración
de algunos de ellos y el conjunto de utensilios que utilizaban. El muchacho era hijo
de un mercader de paños y se encontraba al servicio del canciller de la Universidad,
pero parece que nunca, a pesar de su interés, había podido penetrar en una biblioteca
como aquélla.
Más tarde me contó que incluso pudo hablar con un monje que estaba
ensimismado en su labor. Se había detenido, absorto, contemplando cómo alisaba con
piedra pómez un pergamino. Después de varios intentos infructuosos logró arrancarle
algunas palabras sobre la composición de los libros, hasta que fue interrumpido por la
llegada del bibliotecario.
¿Qué haces aquí, muchacho? dijo éste. ¿Quién eres y qué deseas?
Mi nombre es Jean Rocard y vengo con un mensaje del canciller de la
Universidad para Raoul de Hinault que, según cree mi maestro, se encuentra aquí
Así es contestó agriamente el bibliotecario, molesto por la irrupción de un
intruso en sus dominios. Ve allá y espérame frente a mi mesa.
Mientras pronunciaba estas palabras, señaló hacia el fondo de la sala, donde su
tablero, en el centro, dividía la estancia en dos espacios, el ocupado por los estudiosos
y el de los copistas. A diferencia de las de éstos, la mesa del bibliotecario estaba mal
iluminada y no tenía atril alguno que sostuviera un manuscrito de referencia; sólo un
grueso volumen, atado con una cadena a una de sus patas, contenía el inventario de
los libros del archivo.
Jean, dócilmente, se dirigió hasta ella para esperar.
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Ajeno al pequeño barullo, no noté hasta sentir un suave golpe en el hombro
la llegada del bibliotecario, que, al lado, se esforzaba por llamar mi atención:
Por favor, maestro Hinault.
Levanté los ojos del libro que estaba leyendo para mirar al hombre que me había
golpeado ligeramente. Aunque me molestaba ser interrumpido, supongo que la
expresión de mis pequeños ojos grises apenas delataría curiosidad. En realidad, es
lógico; espero estar entrenado en la moderación y el autocontrol. Con cuarenta y tres
años cumplidos y después de haber recorrido durante los últimos años media Europa,
trabajando para diversas cortes catedralicias cumpliendo encargos de mi orden, he
recibido demasiadas instrucciones contradictorias para que un incidente tan simple
alterara mi semblante.
El bibliotecario prosiguió:
Aquel joven que se encuentra al final del salón. Viene con un mensaje, supongo
que urgente, del canciller. Si pudierais atenderle fuera de estos muros murmuró con
ironía. Creo que estamos produciendo demasiado alboroto y no quisiera
prolongarlo.
Más adelante, mientras avanzábamos por los corredores de la abadía camino del
despacho del canciller, pensé que probablemente iba a perder la mañana. Y, a pesar de
que aquel anciano bibliotecario, con su mirada agria y sus maneras antipáticas, no me
era especialmente agradable, sentía la interrupción. Finalmente había encontrado la
traducción de la aristotélica Historia de los animales y, por otro lado, deseaba
conversar un poco con el joven monje que concluía un libro de horas para la duquesa
de Foix. A mi llegada me habían llamado poderosamente la atención la belleza de sus
miniaturas y la admirable invención que demostraban: sirenas marinas, torsos
humanos sin brazos y serpientes abrazando todo tipo de letras en un conjunto de
detalles y colores en extremo interesantes. Tanto, que había tenido que utilizar a
hurtadillas, pues no quería entrar en explicaciones, los vidrios de aumento montados
en horquillas de metal que me habían fabricado especialmente en Sicilia.
Obviamente, quien sí había observado el extraño artilugio que me ponía en el arco de
la nariz era el miniaturista que se presentó como Robert de Chester,
preguntándome por su utilidad. Para aclarársela en detalle y poder examinar las
miniaturas habíamos quedado después citados. Pero la llamada del canciller había
roto esa posibilidad. «No obstante me decía, quizá no me haga perder demasiado
tiempo. Aunque seguramente es éste un deseo vano, dado el carácter de Hugo de
Conques. Si no, quizá mañana
».
No pude cavilar demasiado, mi joven acompañante era de conversación fluida y,
tras explicarme detenidamente quién era y a qué se dedicaba, me interrogó con
profusión sobre problemas y objetos. Lo que más me llamó la atención fue su interés
por la iluminación de las diversas salas que estábamos atravesando. ¡La iluminación!
¡La luz! Me sorprendió no tanto por la forma de plantear las preguntas, pues las
inquietudes del joven parecían naturales, sino porque se trata de uno de los temas a
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los que más tiempo de reflexión he dedicado. ¡Y cómo no, si en la luz se condensa el
espíritu mismo y en ella están la moralidad, la intelectualidad y las siete virtudes! ¡Si
cada color tiene su propio significado y el blanco es una síntesis de totalidad! ¡Si la
luz es el símbolo más perfecto del misterio de la Encarnación por ser también fuerza
creadora, energía cósmica, irradiación
!
Aunque sea incapaz de precisar los motivos exactos, me dejé llevar por sus
inquietudes y, sorprendido por las inocentes preguntas del muchacho, reflexioné un
poco en voz alta sobre todo aquello, probablemente contándole más cosas de las que
preguntaba, otorgando un alcance al tema que Jean estaría lejos de plantear. Inmerso
en la conversación con aquel inquieto joven, cuando quise darme cuenta de dónde
estábamos, habíamos llegado a los aposentos del canciller, quien, cosa inusual en él,
estaba esperando en el frío corredor, delante de la puerta.
Querido maestro Hinault
Entrad, entrad dijo con un entusiasmo cargado
de impaciencia que no me pasó desapercibido.
Mientras tomaba asiento frente a la chimenea y veía la oronda silueta de Hugo de
Conques sentarse con dificultad a mi lado, me pregunté por las razones que habían
motivado la llamada. Supuse que se trataría de intervenir en alguna disertación, o
peor, que quizá fuera a ser amonestado por la liberalidad de mis opiniones. Bien es
verdad que yo había tenido buen cuidado en evitar su difusión, pues sabía que eran
objeto de comentarios malintencionados. ¡Qué lejos estaba de sospechar no sólo los
verdaderos motivos de la llamada, sino hasta qué punto aquella conversación
cambiaría mis planes!
El canciller me informó de que un día antes había sido llamado a palacio, donde
el rey Luis le había dado instrucciones para hacer cumplir una delicada misión. Según
deduje de sus palabras, el monarca francés había recibido al embajador de Castilla
con una propuesta del rey castellano Alfonso X, heredero de aquel famoso
Fernando III que reconquistó la mayor parte de la península Ibérica a los infieles. El
emisario le había entregado un documento en el que Alfonso, tras explicarle
pormenorizadamente la difícil labor que estaba emprendiendo, concluía solicitándole
un consejero para asesorarlo. Al escucharle, sentí que el canciller estaba elaborando
una versión aumentada y ampliada de la entrevista con el rey. A pesar de ello, llegué
a la conclusión de que el embajador le había informado de que, tras más de
quinientos años de dominación árabe, el monarca castellano se había encontrado un
país en el que prácticamente se desconocía el latín y en el que la cultura árabe y la
judía estaban sólidamente afianzadas y eran muy superiores a la cristiana. Hugo
entrecomilló con sarcasmo estas últimas palabras con un ademán de desdén, pero yo
sabía que la afirmación encerraba un sentido más profundo, o como dicen los
castellanos, tenía calado. No en balde he pasado casi trece meses de mi vida en la
corte de Sicilia aprendiendo de la sabiduría y tolerancia de los árabes, quienes
tampoco por casualidad se habían consolidado como los mejores consejeros y
administradores de aquel reino.
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Prosiguió indicando que él no había visto la carta, pero el rey Luis le había
expuesto la situación con claridad. Alfonso había optado por acoger el saber arábigo,
dando un nuevo impulso a las labores de la Escuela de Traductores, creada por el
arzobispo Raimundo de Sauvetat cien años antes, si bien con afanes muy diferentes.
Como sabréis, Raoul, la primera Escuela de Traductores se hizo con la
finalidad de afianzar el latín con la traducción y reconversión de textos que antes sólo
podían consultarse en árabe o en hebreo. Lo que entonces se perseguía insistió con
énfasis era consolidar una política que, por otra parte, había diseñado precisamente
el mentor de Raimundo, Pedro el Venerable, a su vuelta de las Cruzadas. Lo que
planificó Pedro, nuestro recordado abad de Cluny, tenía por objetivo afianzar el
idioma de la Iglesia y a sus ministros como depositarios de la cultura.
¿Y ahora no es así? le pregunté.
No. Ahora el monarca castellano está buscando una vía diferente del saber. No
sólo desatiende el estudio de la teología y el latín sino que además está entregando los
resortes del poder cultural a los árabes y, lo que es aún peor, a los hebreos. Me llegan
noticias de que los encumbra en los más importantes puestos de su administración,
haciéndoles intermediarios, cuando no autores, de traducciones y composiciones
sobre las más diversas ciencias.
Entrecerrando los ojos, Hugo se aproximó hasta hacerme percibir su pastoso
aliento en el rostro:
Pero eso no es lo más grave. El auténtico problema es su apuesta por el idioma
vernáculo de Castilla. Con su política está relegando el latín a lenguaje de clérigos y
la teología al ámbito de las catedrales. Vos mismo habéis conocido a religiosos de la
patria que querían ampliar estudios en teología o derecho en nuestra Universidad, por
no poderlo hacer en su país.
Con un cierto aire de suficiencia, continuó:
No penséis que todo esto es nuevo para mí. Cuando erigió la tumba de su
padre, Fernando III, hizo grabar el epitafio en cuatro lápidas para conceder la misma
importancia a los cuatro idiomas de Castilla: árabe, hebreo, latín y castellano.
Hizo una pausa para recapitular mentalmente:
La verdad, entonces no le prestamos demasiada atención. Francia era la
monarquía más poderosa de Occidente y, en Castilla, las exigencias de la guerra
contra los árabes justificaban un comportamiento insólito.
Asentí con suavidad.
Pero ahora prosiguió, las cosas están cambiando. Nada de esto tendría
mucha importancia si no fuera porque el nuevo rey Alfonso no sólo es osado en
cultura, sino que además ha llevado su osadía al terreno político y, una vez
prácticamente sometida la Península, pretende ampliar su territorio en Europa. No sé
si sabéis que en marzo del año pasado recibió a una legación de la Comuna de Pisa,
dirigida por Bandino di Guido Lancia, ofreciéndole la candidatura al trono imperial,
en cuanto miembro del linaje de los legítimos duques de Suabia, los Stauffen, pues su
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madre, Beatriz, es hija del duque de Suabia, hermano del emperador Enrique VI.
Sí, lo sabía reconocí.
¿Y estáis al corriente también de la intensa actividad diplomática que está
desarrollando? ¿Sabéis, por ejemplo, que ha establecido un pacto con la monarquía
francesa sellado con el compromiso matrimonial del primogénito de nuestro rey Luis
y la primogénita de Castilla, Berenguela?
No, eso no admití. ¿Cuál es el pacto?
Os diré algo, pero os ruego discreción absoluta sobre el tema rezongó Hugo
. Como sabréis, Francia reclama desde hace bastantes años Montpellier a Aragón,
sin recibir una respuesta clara del viejo monarca aragonés. Pues bien, Alfonso se ha
comprometido a sostener la posición francesa a cambio de nuestro apoyo en su
aventura imperial.
Parece natural admití. Pero yo creía que los castellanos y los aragoneses
mantenían buenas relaciones. ¿No es acaso Violante, la mujer de Alfonso, la hija
mayor del rey aragonés?
Sí admitió displicente Hugo, pero desde que se casaron las cosas han
cambiado mucho permaneció un instante en silencio. En todo caso, éstos son
detalles para comprender el conjunto; lo que verdaderamente nos importa es el fondo
de la cuestión
Le invité a proseguir con la mirada.
Además, no quisiera aburriros con datos innecesarios. Si teníamos serios
motivos para ocuparnos de los acontecimientos del otro lado de la frontera, la
providencia ha venido a ofrecernos en bandeja de plata un camino para poder
intervenir. Ya os he indicado que Alfonso espera una cierta ayuda de nuestro rey Luis.
Probablemente os preguntaréis qué tipo de ayuda y cuál es vuestro papel en ello.
Afirmé con el mentón.
O incluso por los verdaderos motivos que esconde la embajada añadió.
Volví a asentir.
Pues nosotros también lo hacemos
Abrió los brazos e hizo un gesto de impotencia.
Y no estamos seguros de conocer todas las respuestas. Como podéis
comprender, después de lo que os he indicado, debe de haber más razones que las
escritas, pero en todo caso, éstas están expresadas con total nitidez. Solicita de la
Universidad de París que se envíe a Toledo, donde tiene su corte, a un experto en
teología y derecho, a ser posible que hable árabe, para que le asesore y le informe.
Obviamente, sobre sus pretensiones imperiales no menciona nada o, por decir bien,
de ello el rey no me ha indicado nada.
Con un ademán que parecía indicar que ya se enteraría de lo necesario, prosiguió:
El asunto os sorprenderá. Para empezar, es como mínimo bastante curioso que,
en vez de dirigirse a nosotros por vía de su obispo, como hubiera sido lo correcto,
mande un emisario directamente al rey. Pero, insisto, no quiero incomodaros con
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nuestras disquisiciones.
Dicho esto, puso el dedo índice ante su boca y cortó su argumentación en seco,
para finalizar diciendo:
En suma, suponemos que pretende de nuestro hombre de letras, es decir, de
vos, una especie de comparación entre la cultura en Castilla y la de otros países como
Francia o las cortes italianas. Como veis, el encargo es urgente y no parece fácil de
resolver. Resulta cuando menos inquietante que en la carta dirigida a nuestro rey haga
una declaración expresa de intenciones culturales contrarias a las que propugnamos
¡Y que ahora, a pesar de haber marginado a la orden de Cluny al interior de las
catedrales, nos solicite consejo!
Sin duda es un raro proceder admití. Debe de tener otras razones
Los ojos del canciller se nublaron pensativamente.
Y hasta podríamos entreverlas continuó mi frase. No obstante, sólo os diré
que hasta nuestro monarca me insinuó que hay en esta petición razones políticas de
más alcance que las culturales, aunque sean éstas las que sirvan de pretexto.
Su timbre de voz adquirió un tono más confidencial al proseguir:
Y bien, aunque ésa no es vuestra misión, no está de más que sepáis algo sobre
ello. Ya os dije antes que Alfonso X está manteniendo una intensa actividad
diplomática, ¿no?
Sí, pero sólo me hablasteis del pacto que ha sellado con Francia.
Pues hay mucho más me cortó Hugo. Para empezar, está gastando
enormes sumas de oro en ganar adeptos. Por ejemplo, ha pagado el rescate de Felipe,
el hijo de María de Brienne, emperatriz de Constantinopla, que estaba en poder de los
venecianos como garantía del pago de una deuda contraída por el emperador
Babuino. Con una liberalidad insólita, ha desembolsado por su cuenta los cincuenta
quintales de oro, al tiempo que exigía a la emperatriz que devolviera al rey de Francia
y al Papa las sumas que habían anticipado para liberar a su hijo.
¿Cincuenta quintales de oro? respondí asombrado.
Sí, amigo mío, sí, nada menos que esa cantidad. Y además ha suscrito un
tratado con Noruega, está enviando embajadores por toda Europa y hasta dicen que
ha recibido una embajada del Soldán de Egipto que traía consigo extraños presentes,
como una jirafa y otros animales exóticos.
Mientras tanto, yo asimilaba la información. En realidad, parecía coherente la
actitud de Alfonso. No me extrañaba que suscribiera un tratado con Hakkon, el rey
noruego, porque sabía que él mismo había sido pretendiente al trono imperial. Y por
otro lado, suponía que la embajada egipcia se fundaba en la inclinación de Alfonso
por los temas astrológicos, que era comentada en todas las cortes de Europa. Lo que
no lograba entender era el interés que pudieran tener los egipcios en conseguir una
alianza con un reino tan lejano como Castilla.
Hugo pareció adivinar mis pensamientos. Me informó de que el Soldán
necesitaba aliados para hacer frente a los mongoles. Pero no quiso ampliar los
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detalles. En ese momento lo agradecí. Intuía que el canciller había puesto más de su
cosecha en el discurso de lo que exigía la entrevista con el rey. Además la charla
estaba siendo un poco larga y, a fuer de sincero, Hugo me pone ligeramente nervioso.
Su forma de plantear las cosas y su actitud general resultan irritantes. El canciller es
un hombre extraño, de rasgos casi contradictorios. Grueso hasta la obesidad, tiene el
pelo ondulado, muy rubio, y la frente bastante alta. De ojos exaltados e inquisitores,
su mirada oscila entre la ironía y la gentileza, mientras que la boca dibuja una
delicada línea de labios que en una mujer sería hermosa, pero que en él genera una
imagen de lascivia. En una palabra, aunque su rostro es proporcionado y debiera ser
grato, tiene una de esas caras que inquietan, donde, al fin, priman las sensaciones.
Terminó casi con una advertencia:
Recordad que esperamos de vos algo más que un buen servicio para el monarca
castellano. Si os solicita algún informe, os será requerida copia de vuestras
impresiones y anotaciones conforme las vayáis elaborando, bien sea a través de los
representantes del rey en la corte, bien de los nuestros en la catedral. Tampoco creo
necesario señalaros la importancia de la misión, para la que debéis prepararos de
inmediato, quedando relevado desde ahora de vuestras obligaciones para con la
Universidad.
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III. LA MISIÓN
Jaca, febrero de 1257
Apremiado por la urgencia del encargo, logré resolver lo mejor que pude mis
compromisos. Apenas dos días después tenía preparados los enseres y estaba
dispuesto a emprender el camino de la frontera hispana. Así lo hice. Hasta Saint
Martín de Tours realicé el viaje sin más compañía que la cabalgadura que me habían
proporcionado a través de la misma abadía, un caballo lento pero noble de carácter y,
como yo mismo, ya de una cierta edad. Creo que nos entendimos bien y hasta el
asalto que sufrí en las cercanías de León, donde lo perdí, jamás me dio motivo de
queja.
En Tours me incorporé a una caravana que realizaba el Camino de Santiago y,
gracias a su buena organización, pude olvidarme de los peligros que un viaje de esta
índole siempre acarrea. Apenas doce días después de haber dejado Tours y tras haber
visitado Bordeaux, Belín y otros lugares, la caravana se dividió, dirigiéndose la
mayor parte de la misma a Saint Jean Pied de Port para cruzar a Roncesvalles, ya en
territorio hispano.
Algunos miembros de la caravana, en especial un joven médico inglés, me habían
hablado de las maravillas de Roncesvalles y sentí no poder acompañarlos.
Roncesvalles es un lugar un poco mítico para todos nosotros, los descendientes de los
francos. En sus alrededores realizó algunas de sus más grandes proezas nuestro
venerado emperador Carlomagno. Un día antes me habían contado con admiración
que en la ciudad hay una capilla llamada Silo de Carlomagno, edificada sobre la roca
que partió Durandal, la mítica espada de Roland, en la que reposan las tumbas de los
doce pares de Francia. Pero nada de eso vi, porque yo tomé el otro camino, el que por
Somport conduce a Jaca.
Tenía motivos para ello, y de todo tipo, personales y oficiales. De estos últimos
hablaré primero, pues llevaba una carta de Hugo de Conques para Guillermo, el
obispo de la catedral de Jaca, y confiaba en recibir alguna noticia de sus labios sobre
mis nuevos afanes. De forma algo confusa, abrigaba la esperanza de que él podría ser
mi primer valedor para introducirme en la cultura y la forma de ser de un país sobre
el que iba a tener que reflexionar en detalle. Pero aunque no tuviera que visitar al
obispo Guillermo, también habría viajado a Jaca. Llevaba años deseando encontrar un
motivo para visitar la ciudad y, aún más que ella, el pequeño monasterio que en sus
cercanías guardaba el Santo Grial, San Juan de la Peña.
A pocas leguas de la salida de Somport tuve un incidente que pudo ser penoso y
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del que, alabado sea el Señor, salí sin mayores preocupaciones. Cabalgaba distraído,
concentrado en mis imágenes interiores. Trataba de repasar los pormenores de la
conversación con Hugo de Conques, intentando poner en orden mis ideas. ¿Qué era
exactamente lo qué esperaban de mí? ¿Cuál sería el objeto del asesoramiento que con
tanta vaguedad se me había insinuado? ¿Querrían, quizá, un informe comparando la
corte castellana con la de otros reinos? ¿O mi experiencia serviría de base para
relacionar otros aspectos, como por ejemplo, el mundo de la cultura entre Castilla y
Francia, basada, según parecía, en concepciones tan diferentes? Y si el asunto era
político, ¿qué podría yo aportar a la nueva dimensión que estaba edificando el joven
monarca hispano? ¿Qué iba a poder decir yo sobre sus pretensiones imperiales?
No acabé la reflexión. Iba abstraído en mis proyectos, sin tomar en consideración
las dificultades del camino que, de forma paulatina, iba tornándose cada vez más
estrecho. Mientras atravesaba la ladera de un monte umbrío, de pronto, en uno de los
recovecos de la senda, algo me golpeó la cabeza. Ahora, al recordarlo, todavía me
resulta imposible reconocer la causa del impacto. Y lo hizo con tan mala fortuna que
caí al suelo, golpeándome la frente con una piedra. Permanecí desmayado por algún
tiempo. El incidente pudo haber sido penoso, pero la fortuna estaba de mi lado.
Cuando volvía en mí, sentí pequeños empellones en el pecho. Escuché desde la
lejanía una voz:
Despertad, amigo. ¿Qué os ha pasado?
¿Dónde estoy
? ¿Qué ocurre? ¿Quién sois vos?
Tranquilizaos contestó mi interlocutor haciendo un amplio ademán con los
brazos.
Luego dijo que me había visto en la vuelta de un recodo. Al principio sólo
distinguió un bulto en el suelo a unos cincuenta pasos de él. A su lado, un caballo
comía tranquilamente las hojas de un árbol. Así que sujetó las bridas y redujo la
marcha a un suave trote. Cuando llegó a mi altura, vio que se trataba de un monje
tendido en el suelo. Detuvo su cabalgadura y, con precaución, pues podía tratarse de
una trampa, sacó un puñal de su zurrón y me golpeó suavemente con una rama.
Tranquilizaos, padre, tranquilizaos
Sonriendo sinceramente, el jinete guardó el puñal que había desenfundado y
descabalgó para ayudarme a levantar, mientras me decía:
Esperad un poco, monje. Son demasiadas preguntas. Ya os contestaré. Ahora es
mejor que recuperéis fuerzas. Tomad un poco de agua. Pero antes, respondedme vos,
¿qué os ha ocurrido?
No sé. Venía distraído y algo me ha golpeado la cabeza
una rama, una
piedra, no sé muy bien
Me incorporé para beber agua del búcaro que me ofrecía. Después tomé un poco
de pan y queso. Nos presentamos. Su nombre era Enrique Haro y era castellano y
cantero de profesión; venía desde Bourges después de haber obtenido el título de
maestro aparejador. Yo, todavía aturdido, le informé únicamente de mi nombre. El
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hábito dominico hacía innecesarias las explicaciones.
Debéis prestar atención al camino, padre. Éstas son tierras en las que el peligro
acecha detrás de cualquier rincón.
Enrique me observaba con curiosidad. Yo aún no lo sabía, pero llevaba varios
días viajando solo y había sido despedido cruelmente en Bourges. Aunque esperaba
no parecerle débil o incapaz de defenderme, al haberme encontrado desvalido, me
reconfortó su ayuda. Debió de sentirse un poco protector; casi instintivamente añadió:
Ya que ambos vamos a Jaca, si os parece, cabalguemos juntos.
Le agradecí el gesto; además, estaba satisfecho por escucharle hablar en francés,
idioma en el que se había expresado movido por la costumbre. Durante el trayecto
charlamos amigablemente y, si bien al principio nos comportamos de forma
reservada, luego hablamos largo y tendido. Cuando empezó a anochecer, temerosos
ante la posibilidad de un ataque por parte de animales salvajes o bandidos, buscamos
abrigo en un pequeño claro abierto al margen derecho del bosque que rodeaba el
sendero. Tras instalar el pequeño campamento y dar de beber a los caballos, Enrique
se descolgó del hombro una pequeña bolsa de lona y, apoyándola en el suelo, extrajo
un conejo que había cazado poco antes del encuentro. Dispusimos el fuego y con el
simple aderezo de unas pocas hierbas aromáticas, el cantero preparó un delicioso
conejo a la brasa. Alabé su pericia y Enrique me aclaró que había tenido una buena
maestra. Al mirarle con ojos interrogantes, me explicó que en Bourges había vivido
alojado en casa de una mujer, cuyo arte en la cocina añadió orgulloso le permitió
aprender algún truco.
Después de cenar, sentados en cuclillas al lado de la lumbre y apenas iluminados
por el resplandor de los rescoldos, Enrique me contó algunos pormenores de su
agitada estancia en Francia que consiguieron mantenernos en vela hasta bien entrada
la noche, haciéndome apreciar, primero, la férrea determinación del castellano,
después su carácter impulsivo y resuelto, e incluso en ocasiones reír a gusto con los
detalles de la historia. Al principio, el joven cantero hablaba para sí mismo, con la
mirada baja, contemplándose las manos entrelazadas:
Cuando obtuve el cargo de aparejador de Bourges, mi maestro, Alain, me
aconsejó cambiar de alojamiento. Hasta entonces había vivido en una casa de la
cofradía, compartiendo un pequeño cuarto con tres canteros. Dormía en un sucio
jergón de paja, pero no me importaba. Vivía prácticamente en la obra. Llegaba casi al
alba y me iba al anochecer. Todos mis pensamientos estaban en el trabajo.
¿Todos?
Os diré sólo un dato. Durante trece meses únicamente mantuve relaciones
carnales en una ocasión. Y eso por casualidad, porque no pensaba en las mujeres.
Además, cuando ocurrió dijo riendo, estaba tan borracho que no recuerdo
siquiera la cara de aquella pobre buscona. Fue en la fiesta que organizamos antes de
la boda de un compañero. Pero ya os digo, salvo en aquella ocasión, nada.
Y cambiasteis de casa
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Sí, Alain me sugirió hacerlo. Dos meses antes de mi llegada había muerto el
maestro carpintero al caer del andamio. Su mujer, a pesar de la ayuda del gremio,
andaba necesitada de dinero. De ahí que creyera una buena idea hospedarme en su
casa. «Ahora bien me dijo, debes tener cuidado y actuar con mesura, pues te
alojarás con una respetable viuda y debes proteger su reputación».
Sonriendo, me miró a los ojos, intentando hacerme cómplice de su situación:
La verdad, no le hice mucho caso. Perdonad, pero quizá tampoco vos se lo
habríais hecho si hubierais conocido a Giselle.
Yo le miré entre sorprendido y reprobatorio, mientras que Enrique respondía con
un gesto de impotencia, reiterando sus disculpas:
¡Oh!, teníais que haberla visto y, sobre todo, haber probado su cocina. Después
de un año alimentándome de gachas y pan con queso, vivir con ella fue como entrar
en el paraíso. Al principio me comporté como cualquier huésped con su patrona, pero
tenía unos ojos tan dulces y un cuerpo tan bien formado que empecé a hacerle
pequeños regalos y a procurar su compañía más de lo conveniente. Y pasó lo que
tenía que pasar. No sé si me enamoré de ella
creo que sí. Le dije muchas veces que
la quería. Ella, a pesar de tener ocho años más que yo, también decía que me amaba,
pero ahora pienso que me veía como al hijo que no había podido tener con su esposo.
Es difícil saberlo. Es difícil saber nada con seguridad.
Mientras hablaba, el joven cantero parecía poner en orden sus ideas. Buscando en
mis ojos la aprobación a su comportamiento, tuve la sensación de oírle desde una
cierta lejanía, como ausente, dirigiéndose más a sí mismo que a cualquier otro
auditorio:
Al ir conociéndola mejor, llegué a la conclusión de que era extremadamente
sensible y, en consecuencia, se sentía muy sola. Los primeros días la encontraba a
menudo sollozando al fondo del cuarto de estar, con los ojos hinchados, enrojecidos.
A mí me daba reparo y solía llegar tarde, apurando las horas en las tabernas. Poco a
poco empezó a cambiar. Fue casi imperceptible, pero la casa se fue haciendo más
acogedora. En una ocasión me habló de su infancia en una aldea cercana, con sus
padres y hermanos, y se le iluminaron los ojos
Apoyando el mentón en la palma de la mano, Enrique añadió con inteligencia:
Ya sabéis que con frecuencia los recuerdos tienen mayor capacidad de
sugestión que los hechos, pero creo que hablando conmigo, dando rienda suelta a sus
sensaciones, comenzó a recuperarse. Por mi parte matizó, estaba encantado.
Debía haber imaginado que las cosas no podían ser tan perfectas y acabarían mal.
Pero, debéis comprenderme, lo tenía todo. Un trabajo estable, en el que había
conseguido labrarme una sólida reputación, amigos
Es curioso, antes de ser
aparejador no tenía casi ninguno, pero después de las fiestas que di para celebrarlo,
surgieron por todos lados. Casi todos los días iba a la taberna después de trabajar,
pero poco a poco dejé de hacerlo. Por primera vez en mi vida tenía algo parecido a un
hogar y se estaba mejor allí. Me gustaba verla trabajar en la cocina, preparando un
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guiso, con la toca descolocada, asomándole los mechones de su cabello rojo. Una
mañana la vi por la calle, camino del mercado, erguida, mirando al frente, con su
capucha blanca y un pañuelo de Flandes ciñendo sus hombros, y me henchí de
orgullo; me parecía la mujer más hermosa de Francia.
Enrique, ya relajado, me miró con simpatía. Continuó hablando:
A ver si logro explicarme, Giselle no era una belleza, pero se portaba tan bien
conmigo y era tan cariñosa que colmaba sobradamente mis aspiraciones. Y ya os dije,
aunque éramos prudentes y guardábamos las formas, durante varias semanas vivimos
como enamorados. Cuando llegaba a su casa, después del trabajo, Giselle acudía
solícita y me lavaba los pies cansados, ofreciéndome un poco de vino. Después
comíamos. Preparaba platos magníficos aderezados con todas las especias: jengibre,
canela, clavo
¡Aquellos potajes tan condimentados! El venado, los arenques, ¡ah!,
y sus increíbles caracoles. Recuerdo guisos suculentos, como un estofado que
llamaba cassoulet, a base de judías blancas guisadas con ganso en conserva, que
ahora, en la distancia, casi paladeo. También cocinaba una salsa picante de vinagre
para las salchichas. Y era una gran repostera. Me servía naranjas escarchadas y tartas
de mazapán y jengibre. Para desayunar me preparaba una deliciosa compota de nabo,
zanahoria y calabaza cuya receta era, me decía riendo, un secreto familiar que no
logré averiguar.
El muchacho miraba hacia el frente con los ojos nublados, inyectados de
nostalgia. Se volvió hacia mí con expresión fija, dolorosa. En un momento dado
esbozó una sonrisa.
Pero, sobre todo prosiguió, me trataba dulcemente, como a un esposo.
Cuando iba a dormir, me ponía el gorro de su marido y un camisón de lana, para que
estuviera cómodo.
Después, me tapaba con pieles y mantas y acunaba mi sueño. Y, por encima de
todo, apaciguaba otros gozos y diversiones, placeres e intimidades que podéis
imaginar y sobre los cuales debo guardar silencio. Y lo hizo tan bien que me
abandoné. Para abreviar, os diré que comenzaron las insinuaciones y los comentarios.
Estúpidamente, los ignoré. Estaba hinchado como un pavo, trabajando de aparejador
y cuidado como un duque. No me percaté de nada.
¿No os previnieron? pregunté.
Dios sabe que Alain me advirtió con suavidad en más de una ocasión, pero no
le presté demasiada atención. Lo cierto es que los vecinos estaban ofendidos con
nosotros y una noche, al volver del trabajo, me esperaban tres hombres en una
esquina de la calle donde vivíamos. No les vi. Cuando llegué a su lado, comenzaron a
lloverme golpes de todas las direcciones, hasta el punto de quedar desmayado en el
suelo, como hoy os he encontrado a vos. Me desperté horas después magullado y
aterido por el frío. Giselle me recibió llorando. Habían ido a verla en comisión tres
vecinas y el cura de una iglesia cercana. Le advirtieron que la situación no podía
continuar, amenazándola veladamente con una denuncia. Estaba aterrada. Aun así,
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curó y lavó mis heridas y me dio un caldo de hierbas que apaciguó el frío. Aquélla
fue la última noche que dormimos juntos. Aunque lloró en silencio y su mirada, ya os
lo he dicho, era de natural dulce, se hizo muy fría al hablarme de nuestras
posibilidades. Y no tenía salida. Acabó pidiéndome que me marchara.
Es natural argüí comprensivo.
Enrique no debió ni oírme.
Me trasladé a una posada, pero ya nada era igual. No vivía tranquilo. En el
trabajo noté la pérdida del afecto de mis compañeros. Pensé que era el momento de
regresar a Toledo. Preparé tranquilamente mis cosas y comuniqué a la cofradía mi
partida. Debieron de recibir la noticia con alivio, pues no hubo ningún calor en la
despedida. Y me puse en camino. Hasta aquí.
Le devolví la mirada afectuosa. Imaginaba su triste postura después de la paliza,
tumbado en el barro, con sus hermosas calzas de seda rasgadas, y no podía menos que
reírme. Pero también comprendí sus sueños y sus locuras. No hablamos mucho más
antes de echarnos a dormir.
Cuando al día siguiente divisamos la ciudad de Jaca, comenzaba a anochecer. Era
una tarde de finales de febrero; había llovido y hacía bastante frío. A pesar del
cansancio, nos detuvimos un instante en la cima de la colina, contemplando la vista.
El viento había arrastrado las nubes y el aire limpio de la tarde confería al crepúsculo
una magia extraordinaria. La ciudad se bañaba en un color dorado semejante a la
corteza del pan muy cocido al horno, sobresaliendo entre sus casas la gran fábrica de
la catedral, con un tono entre limón y anaranjado. No perdimos demasiado tiempo
mirando el caserío. Temerosos ante la posibilidad de encontrar cerradas las puertas y
no hallar un alojamiento cómodo, aceleramos el paso.
Mientras cruzábamos las murallas, Enrique sonreía satisfecho por encontrarse
otra vez en su territorio, la ciudad, y por añadidura, una ciudad de su tierra natal.
«Finalmente en casa iba diciendo, éstos son ya paisajes conocidos». Le miré con
comprensión, pensando que, si bien habíamos abandonado Francia hacía tres días, mi
joven compañero no había tenido la sensación de encontrarse plenamente en su país
hasta llegar a Jaca, pues según me indicó y yo había podido corroborar, ni los
pequeños pueblos, ni el habla ni el paisaje diferían hasta ese momento de los del
Pirineo francés.
Una vez en las calles de Jaca, nos encaminamos a una hospedería para alojar a los
caballos y poder disfrutar de una buena cena. Con suerte pensábamos los dos al
tiempo, encontraremos un jergón para cada uno. Ilusión vana. Como
desgraciadamente pronto pudimos comprobar, Jaca estaba atestada de viajeros.
Tras averiguar que la Posada de Muñiz era adecuada para nuestras intenciones,
nos abrimos paso hasta el albergue. Al llegar, atamos las riendas de los caballos al
tronco de un gran roble en el patio y conseguí que las caballerías fueran acomodadas
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en el establo. Al poco comprendimos que para nosotros iba a ser mucho más
complicado. La ciudad bullía de peregrinos y mercaderes y podíamos considerarnos
afortunados de encontrar acomodo en un dormitorio común.
Nos consolamos cenando en una inmensa sala repleta de gente. Hasta el último
trozo de pavimento estaba ocupado. A nuestro alrededor escuchábamos el vocerío de
diferentes grupos de personas debatiendo en casi todas las lenguas conocidas, incluso
en alguna extraña para Enrique, aunque no para mí, pues según le expliqué, se trataba
del tudesco o alemán, idioma en el que se expresaba un grupillo de jóvenes con
aspecto de caballeros situado frente a nosotros.
Sin embargo, el conjunto que más me llamó la atención estaba compuesto por
cinco judíos de mediana edad que, a mi lado derecho, mantenían una animada
conversación sobre la Pasión de Cristo. Enfundados en ropajes oscuros y tocados del
inevitable solideo en la coronilla, parecían prototipos del comerciante hebreo.
Mientras les observaba fascinado por la naturalidad con que se desenvolvían,
Enrique, casi sin darse cuenta, distraídamente, comenzó a tomar apuntes de sus
rostros. Concentrado en el dibujo, no advirtió la llegada de un joven de su edad que
miraba con atención los rasgos que iba delineando sobre la tablilla.
Dibujáis muy bien, pero quizá el hombre de la izquierda tiene la nariz menos
afilada, ¿no os parece?
Posiblemente tengáis razón
Aunque, en realidad, yo buscaba más la
caricatura, la acentuación grotesca de los rasgos. Me divierte hacer apuntes como
éstos. Mirad, por ejemplo, al comerciante del fondo de la sala, el que ahora vacía su
copa de vino junto a esa vieja ramera. Sí, aquel medio calvo del fondo vestido con
una pelliza de carnero. Pues bien, la línea que me gustaría captar es ésta
Mientras hablaba, sus ágiles dedos plasmaban la imagen de abandono y
glotonería que buscaba, transformando su figura, más bien delgada, en la de un obeso
maduro de edad indefinida. A su lado, la pobre meretriz, de amplias ojeras y mirada
cansada, se convirtió por obra y gracia de su pluma en una moza sensual y atrevida.
El dibujo, no obstante, mostraba los rostros reales; a pesar de haber cambiado rasgos
esenciales, se podía reconocer perfectamente en aquel apunte al ebrio bebedor y su
acompañante.
Ambos rieron ante la hábil transformación.
¿Acaso sois pintor?
No, en absoluto respondió Enrique, mientras guardaba la pluma en su
estuche de cuero. Soy cantero, maestro cantero, o mejor dicho, era, porque he
conseguido que me acrediten en Bourges como aparejador mayor.
¿Habéis trabajado allí?
Así es confirmó Enrique. Llevo casi dos años viajando por Francia para
conocer las técnicas constructivas del sistema francés de crucería. He estado en París,
en la obra de la nueva catedral dedicada a Notre-Dame. Pasé allí cuatro meses. Luego
estuve trece meses en Bourges, ayudando a rematar la traza del crucero. En realidad,
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hace tan sólo tres días que he cruzado la frontera, pero, como comentábamos esta
mañana, no me he sentido plenamente en mi patria hasta llegar a Jaca le miró de
nuevo. Sois italiano, ¿no es cierto?
El joven asintió con la cabeza, mientras acercaba la silla a la mesa. Tras sentarse,
se presentó como Luca Pontano, genovés:
Soy comerciante de telas pareció pensárselo mejor, y añadió: Bueno, en
realidad aspiro a convertirme en comerciante y quizá hasta en cambista. La verdad es
que en el negocio de mi padre no pasaba de ser un mero ayudante.
Sonriendo con los ojos, se pasó la manga por la boca para limpiarse los restos de
vino y continuó hablando:
Resumiendo, os diré que mi padre, un conocido negociante de Génova, tiene
asuntos desde hace años con mi tío Paolo, establecido en Sevilla. Como sabe que allí
hay buenas oportunidades y desea ampliar sus actividades, me ha enviado a Castilla
para que me establezca por mi cuenta.
Así he oído confirmó Enrique. Sé de muchos de tu patria establecidos en
Sevilla.
Es cierto. Además, en Génova mis oportunidades de prosperar eran escasas
porque Paolo, mi hermano mayor, se hará cargo del comercio cuando se retire mi
padre. Ahora, con esta solución puedo contribuir al negocio familiar y abrirme
camino en Sevilla, donde mi ciudad natal tiene consulado y, según dicen, hay muchas
posibilidades.
Y no falta quien lo comente con dureza añadió Enrique, a causa de los
privilegios especiales de que gozáis los genoveses
No lo sé matizó Luca, evitando polemizar con un desconocido. En todo
caso, tendré ocasión de comprobarlo dentro de unos meses. Ahora mi única intención
es recorrer el Camino de Santiago y llegar a la tumba del Apóstol
También yo me dirijo hacia Compostela dijo Enrique. Si bien debo
regresar a Toledo, de donde provengo, he decidido aprovechar la ocasión y recorrer el
Camino señalando a la sala, apuntó: Como la mayoría de los que están aquí,
supongo.
Luca meneó la cabeza, asintiendo. A su alrededor, entremezclados con el gentío
que llenaba el salón, había al menos veinte o treinta peregrinos vestidos con los
atuendos característicos. Unos lo llevaban desde hacía pocos días y sus ropajes
delataban el nuevo empeño. Muchos otros, sentados junto a sombreros de ala ancha,
con la calabaza ennegrecida por los meses de uso, exhibían orgullosos las conchas
sujetas por esclavinas. Las mismas que servirían a su regreso para atestiguar la
veracidad del viaje. Junto al amplio sayal, en muchos casos raído y desgastado, el
bordón y las botas de piel delataban la dureza del viaje.
El dormitorio común estaba atestado y, entre el tufo que despedían las ropas
húmedas y los cuerpos sin lavar, sentí náuseas. Antes de que clareara el día me
encontraba de nuevo en el comedor del albergue. Mientras desayunaba unas gachas,
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apareció de nuevo Luca. Le saludé y me indicó que esperaría a Enrique para salir a
conocer la ciudad.
Por mi parte, me dirigí a visitar al obispo Guillermo. Por el camino traté de
ordenar mis ideas; al recordar la última vez que lo había hecho, no pude reprimir una
sonrisa: me había concentrado tanto que me costó un accidente. Aunque iba con prisa
y no presté atención a las calles de la ciudad, recuerdo la mañana fría y a la niebla
envolviendo el inmenso edificio de la catedral. Adosado a ella se encontraba el
Palacio Episcopal, donde fui recibido por el obispo Guillermo. Cuando me
introdujeron en su estancia, estaba sentado de espaldas a un gran ventanal, de manera
que su rostro resultaba difícil de escrutar desde el otro lado del escritorio. El obispo
conocía las actitudes superficiales de los poderosos; hombre contradictorio, tan
pronto reservado como exultante, al principio se mostró parco en gestos y aun en
palabras, hablando con la voz suave y serena de los altos clérigos. No era sino una
fachada: como luego comprobaría, podía ser fiero si la ocasión lo exigía.
Tras leer detenidamente la misiva de Hugo de Conques, me interrogó con
suavidad sobre el objeto de mi viaje, si bien, por sus comentarios pude adivinar que
conocía la causa del mismo. Me escuchó con atención, pero apenas asentía con la
cabeza, sin hacer el menor aspaviento. Yo trataba de sonsacarle información sobre su
rey, la corte y su país, pero no respondió a mis expectativas como hubiera deseado.
Al fin terminé haciéndole alguna pregunta directa y también supo contestar con
vaguedades, reiterándome que no tuviera ninguna preocupación, porque, sin duda, mi
probada experiencia en otras misiones haría que pudiera desenvolverme con soltura
en ésta.
El obispo Guillermo trató de tranquilizar mi inquietud por llegar a Toledo. El rey
no esperaba una respuesta tan rápida a su carta. A su parecer, haría bien realizando mi
viaje con mayor detenimiento. Su actitud me pareció extraña, dada la premura con la
que se me había obligado a dejar la Universidad. Lo cierto es que no me dejó opción
siquiera a manifestarlo.
Quizá en París entendieron con apresuramiento el mensaje me indicó el
obispo. De hecho, el rey está ahora ocupado con la paz entre Castilla y Aragón. Y
ello por no hablar del tiempo que dedica a sus legítimas pretensiones imperiales, por
lo que os aseguro que no os podrá recibir hasta el verano.
Sin embargo, me han asegurado lo contrario objeté sin entender aquel
cúmulo de órdenes contradictorias.
¡Oh!, ya sé lo que os han asegurado. En cuanto a eso Guillermo se encogió
de hombros, es inútil intentar adelantarse a los acontecimientos. Por aquí tenemos
un dicho apropiado para estas situaciones: no por mucho madrugar amanece más
temprano
Después continuó con palabras generosamente mansas:
Tranquilizaos, mi buen Raoul
No hay prisa. ¿Por qué no actuáis con
inteligencia y aprovecháis esta feliz coyuntura y el tiempo que tenéis disponible para
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cumplir como un buen cristiano peregrinando a Santiago de Compostela?
Ante mi sorpresa, que debió de traducirse en una expresión de duda, intentó
calmarme asegurando que él mismo se encargaría de hacerlo saber tanto en la corte
de Toledo como ante mis superiores.
Le manifesté lentamente y con cierta dificultad que no había pensado en ello
porque peregrinar a Santiago me ocuparía al menos cuatro o cinco meses.
Así es confirmó. Tiempo bastante para que a mediados de agosto podáis
encontraros en Toledo. En esa época del verano, nuestro señor el rey Alfonso suele
retirarse a descansar a la Huerta del Rey, una pequeña villa que tiene en las cercanías
de la capital y no está tan dedicado como ahora a los asuntos de palacio. Creo que
será entonces el momento adecuado para vuestra llegada.
Como quiera que yo aún no estaba seguro, Guillermo zanjó la cuestión
haciéndose responsable del viaje y hasta casi diría que ordenándomelo, aunque eso sí,
con gran delicadeza.
Si seguís mi consejo y peregrináis a Santiago me manifestó con gravedad,
tendréis la bondad de llevar en mano una carta al obispo de la catedral compostelana.
Se trata de algo que necesito que traslade una mano segura, de fiar
¿Qué podía yo decir? Tal como lo recuerdo, a pesar de que inicialmente la idea de
peregrinar a Compostela era razonablemente seductora y de que había recibido del
obispo Guillermo toda clase de garantías sobre la conveniencia del viaje, había algo
que no cuadraba por completo. La verdad es que no estaba satisfecho del desarrollo
de la entrevista.
Guillermo notó mi perplejidad.
No entendéis por qué deseamos que peregrinéis a Santiago, ¿verdad?
Con franqueza, no. Ni ahora tampoco entiendo añadí malévolamente por
qué habláis en plural. ¿A quién os estáis refiriendo cuando decís que lo desean varias
personas?
Guillermo se echó a reír.
Ya veo que sois un hombre intuitivo y no tendré más remedio que explicároslo.
Ahora lo entenderéis. Veréis, Raoul, esperamos de vos una misión concreta en
Santiago de Compostela. Lo esperamos tanto el rey de Castilla, Alfonso X, que me ha
encargado que os la trasmitiera, como yo mismo. Hasta ahora tenía algunas dudas
sobre la conveniencia de planteárosla de inmediato. No estaba seguro de que fuese el
momento apropiado. Ni tampoco añadió irónicamente si erais la persona
adecuada. Pensaba iros informando poco a poco, conforme realizarais la travesía, de
forma que tomarais vos mismo la iniciativa de resolver el enigma. Pero veo que no os
lo puedo ocultar. Quizá porque sois demasiado perspicaz, o bien añadió con
malicia porque aún no tenéis completamente inculcada la virtud de la obediencia.
No obstante, ahora da igual. Os diré lo que deseamos que hagáis.
Intrigado por sus palabras, le animé a continuar con un gesto. En síntesis, me
contó que pocos días antes de mi llegada a Jaca, había estado con el rey Alfonso en
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Pamplona. Éste, tras informarle de mi pronta visita, le dio instrucciones para
disuadirme de viajar directamente a Toledo. Debería convencerme para peregrinar a
Santiago con una misión secreta envuelta en la intención aparente de ir a la tumba del
Apóstol. Después iría a la corte. Al llegar a este punto, Guillermo se levantó y, con
parsimonia, extrajo de un pequeño cofre una carta del puño y letra del rey y me la
tendió.
Sin embargo, no pude leerla. Estaba escrita en la lengua vulgar de Castilla y no
entendía bien su significado. Guillermo me miró con expresión entre sarcástica y
dubitativa y se echó de nuevo a reír. «¡Como si no lo supieras, bribón!», pensé de
nuevo azorado. Luego lo confirmaría sobradamente, pero ya desde ese momento
estaba comprobando que el obispo era un hombre de humor enrevesado, al que le
gustaba provocar reacciones. No obstante, cada cosa tenía su finalidad.
Perdonad, maestro Raoul. Había olvidado el empeño de don Alfonso por hacer
del castellano la lengua oficial del país. Está resuelto a escribir no sólo él, sino a que
todos redacten cualquier documento en el idioma vernáculo de la Península. Y es un
dato importante, tanto para conocer al rey como a su reino. Tontamente, lo había
olvidado. Pensaba que la carta estaba escrita en latín
No importa, yo os la
traduciré
En la carta, el monarca ordenaba varios asuntos. Tras rogarme que siguiera las
instrucciones del obispo jacetano al pie de la letra, a pesar de que alguna escapara a
mi comprensión, me explicaba que se me iba a proponer una misión muy delicada, en
la que debía mantener un comportamiento en extremo prudente, pues su nombre
nunca debería salir a colación. Asimismo, solicitaba que se destruyese su misiva una
vez la hubiera leído, para que ningún rastro delatara su participación en la trama. El
hecho es que, con esta introducción, Guillermo consiguió el efecto pretendido. Había
logrado ponerme en ascuas, anhelante por escuchar de una vez por todas los
pormenores de la misteriosa intriga.
Finalmente el obispo me informó con amplitud. Trataré de resumir lo más
importante. Según parece, don Rodrigo García, un querido amigo de la niñez del rey
don Alfonso e hijo del ayo que le crió, don García Fernández, señor de Villamarín,
estaba involucrado en un asesinato en Santiago de Compostela. Aunque las
apariencias le convertían en culpable, Alfonso X creía imposible que su amigo
hubiera matado con deshonra a alguien. Rodrigo era el hermano pequeño de Juan
García, el niño con quien jugó de pequeño, con el que aprendió a leer y escribir, con
el que escribió sus primeros versos y, lo que ahora tenía más enjundia, a quien había
encumbrado a uno de los puestos más importantes de la corte, Mayordomo Real. En
cuanto a Rodrigo, era aun mejor persona. A pesar de los ofrecimientos del rey, no
quiso salir de Galicia. Otros dos hermanos de Juan, Fernán y Alfonso, aceptaron los
honores reales, pero Rodrigo se mantuvo inflexible.
Guillermo enmarcó las cejas y me cogió del brazo.
Fijaos cómo actuó. Lo sé porque me lo ha contado el mismo rey. Cuando le
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ofreció incorporarse a la corte, Rodrigo alegó que su liberalidad con la familia García
estaba siendo excesiva y podía provocar envidias. Había honrado a todos sus
hermanos y ahora también se lo proponía a él. Terminó rogándole que le permitiera
quedarse en sus tierras para cuidar su patrimonio y atender a sus padres. El rey me
confesó que inicialmente le molestó que alguien pudiera rechazarle. Pero le duró un
instante. No le costaba mucho entender que Rodrigo rehusaba su oferta por gallardía.
De hecho, al fin quedó admirado con su comportamiento
No me extraña respondí. No es usual esa generosidad.
Ya os digo que yo mismo le oí relatarlo. En cuanto a generosidad, es difícil
superar a nuestro rey
Me refiero, no sé si lo sabréis, a que acaba de pagar cincuenta
quintales de oro por el rescate de Felipe, el hijo de María de Brienne, emperatriz de
Constantinopla.
Yo ya conocía el tema por Hugo de Conques, pero le dejé explicarlo en detalle,
para poder apostillar:
Quizá se trate de generosidad. Como decís, desconozco los usos de este
reino
¿Lo dudáis?
No, pero es extraño. Y, sin duda, Alfonso X necesita adeptos
Adeptos
repitió Guillermo con voz queda. Y, ¿por qué creéis que los
necesita?
La causa imperial
dije suavemente.
Bien contestó Guillermo riendo. Tras una ligera pausa, añadió:
No esperaba menos de vos, Raoul bajó el tono de voz. Tenéis razón, ni
don Alfonso está habituado a una generosidad como ésa, ni es habitual en la corte
Guillermo me miró con intención.
Volviendo a nuestro tema, el rey está convencido de la inocencia de su amigo.
Según él, Rodrigo es incapaz de cometer una fechoría como la que le achacan.
Después me miró interrogador, a lo que contesté intuitivamente asintiendo con la
cabeza. Dio resultado.
Veo que comprendéis. Bueno, pues es precisamente este afecto el que le impide
intervenir
Mientras Guillermo continuaba hablando empezaba a entender la situación. Era
verdad, el rey no podía delatar su intervención. Si toda Castilla conocía su debilidad
por Rodrigo, si además éste era hermano de su amigo más amado, Alfonso tenía la
obligación de demostrar que no se dejaba coaccionar por sus simpatías y actuaba con
equidad y justicia para todos. Y, por lo tanto, estaba imposibilitado moralmente para
nombrar a alguien con el fin de averiguar lo que de verdad había sucedido. Ahí
entraba yo. En ese momento el obispo me explicaba que, para empeorar las cosas, en
apariencia ya se habían investigado los hechos con imparcialidad, llegándose a la
conclusión irrefutable de que Rodrigo había asesinado con una daga y por la espalda
a Diego Pérez Arias, señor de Bembriz y conde de Villamediana.
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Pero no nos cuadra concluyó Guillermo, con un ademán de los brazos.
Después continuó reiterándome la importancia de la cautela en la averiguación de
los hechos:
Si es cierta la intuición de Alfonso decía, y si no lo es, para confirmar el
veredicto, debéis saber que el rey ha conseguido que el juicio público se dilate hasta
el 26 del mes de julio, es decir, un día después de la festividad de Santiago Apóstol.
¿Será bastante? pregunté.
Sí, es tiempo suficiente para hacer el viaje a Santiago como un peregrino
cualquiera sin que nadie sospeche. Para ello, poned atención, deberéis hacer la
travesía con calma y llegar a Santiago a principios de julio, de tal forma que tengáis
espacio para hacer las indagaciones, y que tampoco os sobre. No sería bueno que
permanecierais ocioso una sola jornada en Santiago. Aunque el veredicto oficial no se
pronuncie hasta la fecha que os he indicado, hay demasiadas personas interesadas en
que se ajusticie a don Rodrigo.
¿Como quién?
Ahora dan igual sus nombres. El asesinato de don Diego ha sido muy
comentado y todo el reino está convencido de la culpabilidad de don Rodrigo García.
Los hechos así parecen demostrarlo. Si alguien sospecha algo, no sólo dudarán del
rey, sino que tratarán de impedir que cumpláis la misión
Yo asentía suavemente.
Pensad añadió que está en juego la capacidad de los nobles para solventar
los asuntos de honor sin que haya nadie por encima, ni siquiera el mismo rey. No
quiero alarmaros, pero hay algunos descontentos con las reformas que se están
emprendiendo y aprovecharán cualquier motivo para intervenir, incluso militarmente.
¿No exageráis? pregunté. ¿Tan grave es la situación?
Bueno, está bastante controlada, creo yo concedió Guillermo. Pero lo
cierto es que ha habido dos sublevaciones en los últimos meses. Una de ellas muy
cerca de aquí, en Agreda, aunque se originara en Vizcaya. Don Alfonso en persona se
ocupó de someterla, prendiendo a su instigador, Lope Díaz de Haro. Y la otra, en
Andalucía, donde su maldito hermano, el infante Enrique, intentó apoderarse de
Écija. Pero fue vencido con facilidad por las mesnadas concejiles de Córdoba.
Después Enrique se retiró para reorganizar sus huestes, siendo perseguido por el
ejército real hasta Lebrija. En la batalla final consiguieron herir a nuestro capitán,
Ñuño de Lara, pero la victoria fue absoluta.
Hizo una pausa para cambiar de tema:
En todo caso, lo que quería resaltar es la importancia de actuar con una
discreción extrema. Supongo que ahora lo entenderéis mejor. Por eso, creo que sería
muy conveniente que hicieseis el viaje en compañía y pasaseis desapercibido entre
cualquier grupo de peregrinos.
Yo estaba ya seducido por el encargo y asentí mentalmente. Le comenté que, por
casualidad, había conocido a dos jóvenes en la hospedería que tenían la intención de
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peregrinar a Santiago.
Creo añadí que puedo conseguir fácilmente que me propongan hacer el
viaje juntos.
Guillermo asintió complacido.
Espléndido. Es una buena solución
Pero a pesar de eso, para garantizar en lo
posible el anonimato, también os deberíais integrar en alguna caravana de peregrinos.
Incluso, os diré más, acompañado de un hombre de mi confianza.
La idea no me produjo la menor extrañeza y, sin embargo, debería haberme
sorprendido. Entonces estaba absorto en la perspectiva del encargo, pero ahora, al
recordarlo, no puedo menos que reprocharme mi falta de reflejos y alabar el
planteamiento de la conversación. El obispo había contrarrestado con rapidez mis
reservas iniciales y ahora todos los pasos iban desarrollándose con coherencia. Por
ejemplo, el tema de la lengua vernácula de Castilla. Si mi canciller se había referido
de forma un tanto zafia a la importancia del idioma, Guillermo me estaba haciendo
notar que, en efecto, el tema era esencial, pero de forma más inteligente, para que
fuera yo mismo quien valorara la importancia política y cultural de la elección. Supo
crearme las impresiones convenientes sin permitirme albergar la sensación de ser un
instrumento en manos de su inteligencia. Por otro lado ahora lo he sabido al
reflexionar sobre ello había decidido previamente hacerme acompañar por alguien;
debía de tener planificado desde mucho antes de mi llegada el curso de los
acontecimientos. No obstante, yo salí convencido de que había sido una decisión
tomada en el proceso de nuestra discusión. Por eso, con cierta inocencia, al principio
le cuestioné la propuesta:
¿Creéis que es una buena idea? ¿No será peligroso hacerme acompañar por
alguien que puede ser reconocido?
Estoy seguro contestó Guillermo a lo primero, sin prestar demasiada
atención a mis temores. Cuanta más ayuda, mejor. Sin embargo no puedo ofreceros
ninguno de los más cercanos; como decís, se delataría mi participación. No sé
Pareció como si repasara mentalmente algunos nombres hasta que se le
iluminaron los ojos.
Esperad, porque se me está ocurriendo la persona adecuada
Sí, Velasco será
perfecto. Ahora no está en Jaca, pero se encuentra muy cerca. Vive recluido a escasas
leguas de la ciudad, haciendo penitencia como eremita en el monasterio de San Juan
de la Peña. Pero no os preocupéis, le mandaré llamar y en dos días estará aquí.
No es necesario le dije. Puedo ir yo mismo a recogerlo. Y ya que lo
mencionáis, tengo un especial interés por visitar el monasterio de San Juan de la Peña
y admirar dentro de él la más venerada reliquia del cristianismo, el Santo Grial.
Me miró con lentitud y dijo con expresión enigmática:
Si deseáis ir vos mismo a San Juan, sea. Confiemos en que seáis capaz de ver
el Grial, porque no os será fácil.
Cambiando de tema, añadió:
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Pero no os preocupéis por encontrar a la persona de quien os he hablado. Él os
hallará a vos.
Asentí sin entender pero tampoco sin cuestionar sus palabras. La verdad es que no
me dio tiempo a hacerlo.
¿Recordáis que al principio de nuestra conversación, cuando os animaba a ir
como simple peregrino a Compostela, os dije que deberíais llevar una carta mía al
obispo de Santiago? Pues bien, en ella os acreditaré para poder investigar sin
despertar sospechas. Tal y como os describiré y debéis comportaros desde ahora,
apareceréis en Santiago como un monje francés experto en derecho que puede ayudar
a dilucidar el caso, aunque naturalmente durante el viaje nadie debe sospechar que
viajáis a la ciudad del Apóstol con este motivo.
Mientras la redactaba, mandó llamar al deán de la catedral para que me ilustrara
sobre las bondades de su templo. Poco después se despidió muy obsequiosamente,
augurándome toda clase de éxitos e impidiéndome preguntarle por aspectos que debía
haber aclarado y a los que daría vueltas en las jornadas sucesivas. En efecto, ¿por
qué, salvo la mínima referencia al nombre de Velasco, eludía hablar sobre mi
misterioso acompañante? ¿Qué había querido insinuar cuando dijo que ojalá
consiguiera ver el Santo Grial? ¿Por qué no habría de verlo? En realidad, pronto
encontraría respuesta a todas las cuestiones, pero entonces no tuve posibilidad de
averiguar más detalles.
Con la cabeza llena de sugestiones salí de aquella sala. En la puerta, el deán
esperaba solícito mi salida. Al llegar a su lado, me invitó a acompañadle por la
iglesia. Al principio, inmerso en mis pensamientos, no hice demasiado caso a sus
palabras. En verdad la situación era extraña. Primero, me obligaban a partir de París
con una misión tan urgente que ni siquiera pude despedirme de mis estudiantes.
Ahora, al cruzar la frontera, el tema ya no era tan apremiante. Por el contrario, surgía
una nueva perspectiva, una nueva misión. No obstante, también debo confesar que,
en el fondo, el encargo me atraía. La noche anterior había sentido una cierta envidia
escuchando a mis jóvenes amigos comentar su dicha por realizar el Camino de
Santiago. Convine, pues, en adaptarme a lo que me tuviera reservado el destino y
comencé a prestar atención a las palabras del deán, que estaba explicándome
pormenorizadamente cada detalle del templo.
Poco después llegábamos a la puerta de la iglesia, donde un criado del obispo
Guillermo me entregó el documento que debía llevar al arzobispo de Santiago. Lo
guardé con cuidado en mi bolsa. El deán esperaba impaciente que finalizara mis
operaciones. Luego me hizo situarme delante de la portada, pidiéndome que la
contemplara con atención. Cuando lo hice, quedé fascinado ante la delicadeza de la
traza y la profusión de mensajes escritos.
Por su parte, Enrique y Luca también habían acabado su recorrido por la ciudad
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de Jaca en la catedral de Ramiro I. Según me contaron después, atravesaron sus
naves, y admiraron la exquisita cúpula sostenida por arcos califales. Paseando, fueron
llegando a la puerta principal. Ante ella, nos encontramos de nuevo.
Así pues corroboraba yo las palabras del deán, aquí aparece por primera
vez de forma clara el mensaje del Camino de Santiago.
En efecto confirmó, conforme avancéis por el Camino, lo podréis observar
con claridad. Pero el mensaje empieza en esta iglesia y expresa la dualidad Cristo-
Dios-Cristo-hombre. Como sabéis, el concepto de Cristo-Dios se ha representado
generalmente a través de la imagen de leones. En este tímpano se hace igual, pues el
león constituye, como rey de los animales, el oponente terrestre del águila en el cielo
y, por lo mismo, es el símbolo del «señor natural» o poseedor de la fuerza y del
principio masculino. También sabréis que la idea de Cristo-hombre se suele
representar en forma de cordero. A su lado, siempre están los Apóstoles, como
intercesores de la humanidad.
Hizo una pausa antes de continuar:
A lo largo del Camino de Santiago, si hacéis la peregrinación, veréis sobre todo
representado a Cristo a través del cordero, pues se trata de un camino de acogimiento,
y el cordero, según el libro de Enoch, es símbolo de la pureza, de la inocencia, de la
mansedumbre
Frente a nosotros, el tímpano desarrollaba su escena con toda solemnidad. En el
centro, el Crismón, es decir, el emblema signográfico de Cristo se extendía en un
círculo de ocho brazos cerrados como los radios de la rueda de un carro. Entre ellos,
se habían representado flores de diez pétalos. A ambos lados del círculo se erguían,
magníficos, dos imponentes leones, mientras que a derecha e izquierda y sobre ellos,
se habían transcrito diversos textos y representado numerosos animales: serpientes,
osos, basiliscos, áspides
Ciertamente, había en esta portada un contenido más
refinado del habitual en la arquitectura románica. No le faltaba razón a aquel deán
pensé, cuando afirmaba que aquélla era la puerta del Camino. Su significado no
sólo invitaba a entrar en él, sino a entender la peregrinación como un camino en sí
mismo, pues peregrinar es comprender el laberinto como tal y tender a superarlo para
llegar al centro.
No sé si fue entonces o más tarde cuando decidí alejar los temores que ahora
recupero, pero más o menos en ese momento empecé a considerar de otra forma la
posibilidad de recorrer el Camino como cualquier otro peregrino. A medida que
pasaban las horas, y no sólo por las razones oficiales, la idea me iba satisfaciendo
más. Pensé que si, como nos enseña San Marcos, debemos abandonar nuestra casa y
nuestra familia para ir al encuentro con Dios, ¿qué mejor posibilidad que aquélla? Y
más para mí, homo viator desde mi juventud, viajero permanente por los caminos de
Europa, entre corte y corte, de escuela catedralicia a escuela catedralicia. Un viajero
que, a pesar de haber recorrido tantas leguas, todavía no había podido cumplir, como
cualquier otro, la gran peregrinación compostelana.
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La misión me iba seduciendo cada vez más.
Yendo al albergue, informé a mis jóvenes amigos de que las circunstancias habían
determinado que me convirtiera también en peregrino. A ello respondieron ambos
dando muestras de gran alegría, pidiéndome a continuación poder hacer el viaje en mi
compañía, idea con la que jugué como si me planteara dudas y a la que terminé
accediendo con gusto. Consciente de su respuesta, les sugerí, no obstante, que si así
lo deseaban, podían adelantarse, pues antes de emprender la travesía me gustaría
visitar un pequeño monasterio del que había escuchado los más bellos comentarios,
San Juan de la Peña. Enrique manifestó entonces que por su deseo vendrían conmigo
para visitar el monasterio, pero si quería hacer esta etapa solo, me esperarían en Jaca.
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IV. LOS TEMPLARIOS Y EL SANTO GRIAL
San Juan de la Peña, febrero de 1257
Decidimos, pues, unir nuestras fuerzas. Después de informarnos de que
necesitaríamos al menos dos o tres jornadas para hacer la visita, a la mañana siguiente
nos pusimos en camino. Cuando partimos el día era muy claro pero, poco a poco, las
nubes dieron paso a un cielo encapotado que amenazaba lluvia. Corría un aire frío y
las hojas muertas en el suelo que cubrían el piso pegajoso hicieron más arduo el
trayecto de lo que nos pareció a primera vista, ya que el monasterio de San Juan de la
Peña se encontraba al final de una sierra difícil.
Cuando llegamos vi que la ladera del monte donde está enclavado el conjunto o,
mejor diría, excavado, se afirmaba entre una estrecha garganta y una pradera, cruzada
por un pequeño arroyuelo. Quizá fuera por la hora, pues empezaba a anochecer, o
quizá por las condiciones atmosféricas, pero la primera imagen que recuerdo es
inhóspita y sombría. Los campos que circundaban a los monjes estaban casi
deshabitados y la silueta de sus edificios desde lejos era tenebrosa.
Mientras cruzábamos la única calle de la aldea situada bajo el monasterio pensé
que, si bien los monjes no tendrían inconveniente en darnos alojamiento, la hora era
ya tardía y no resultaba muy favorable a mis intenciones futuras presentarme
pidiendo favores. Así pues, decidí buscar un sitio donde pudiésemos cenar algo y
pernoctar, por humilde que fuera. Sin embargo, todavía no era consciente de la
importancia del lugar y cuando inquirí por algún albergue apropiado, me indicaron al
menos tres posadas en las que podríamos instalarnos. Por fin nos hospedamos en una
humilde casa de labriegos, a la que habían añadido una galería con dos grandes
cuartos cubiertos de paja, en la que atendieron bien a las cabalgaduras, y la posadera
cocinó con más pericia que en otros alojamientos de mucha mayor prestancia.
El salón era estrecho pero, como éramos los únicos huéspedes, pudimos
instalarnos con comodidad para cenar. Tenían dispuesto un gran caldero en el centro
y varias mesas a cada lado. La familia de los posaderos comía pegada a la cocina y
nosotros pudimos hacerlo al fondo, sin que nadie nos importunara. Me alegró nuestra
intimidad, tanto Luca como Enrique habían permanecido callados la mayor parte del
viaje, como si mi presencia les intimidara y no se atrevieran a hablar con libertad. Al
fin, sentados, después de haber compartido el camino, pudieron relajarse y
comenzamos a charlar con tranquilidad.
Enrique, desde el principio, había dado muestras de curiosidad y quiso saber el
objeto de visitar aquel lugar casi inaccesible. A ello contesté informándoles de que
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pretendía llegar a ver el auténtico Santo Grial. Como no podía ser menos, mi
revelación hizo que me miraran con una mezcla de incredulidad y estupor.
Supongo que habréis oído hablar a menudo del Santo Grial. La búsqueda del
Grial es una de las empresas esenciales de nuestra época. Además es, quizá, el tema
favorito de los relatos que se están escribiendo.
Eché a mi alrededor una mirada cargada de intención y continué:
Es natural. El objetivo de esa pesquisa siempre es el mismo. Una meta
espiritual que representa la plenitud interior, la unión con lo divino y la
autorrealización. Yo he leído casi todos esos relatos afirmé. Se suelen ambientar
en algún país lejano y paradisíaco, donde el Grial se halla custodiado en un templo en
lo alto de una montaña, protegido por obstáculos que sólo los elegidos pueden
superar. Su guardián es a la vez un rey y un sacerdote, está a la vez vivo y muerto; y
el héroe que triunfa obtiene como recompensa fortuna, honores y, en ocasiones, la
mano de la hija del rey. Ya veis, se trata de historias que contienen todos los
elementos para hacerse atractivas.
Ambos asintieron, dándome la razón. Como todos, habían oído hablar de
leyendas y cuentos populares relacionados con el Grial. Sin embargo, ninguno sabía
de ello más allá de comentarios escuchados por azar, relatos de ciegos o romances de
juglares. Naturalmente, Enrique quería saber más. Me miró dubitativo. No debía de
gustarle aquel sentimiento. Suspiró.
Es verdad, todos hemos oído mentarlo, y no sé tú, Luca, pero al menos yo no
puedo decir nada de él a ciencia cierta. Y ahora vos afirmáis que cerca de aquí se
encuentra el verdadero Grial se detuvo para recobrar el aliento y dijo abruptamente
: ¿Cómo lo sabéis?
Sonreí levemente, mientras resolvía satisfacer su curiosidad. En realidad yo no
tenía la certeza de que allí se guardara el cáliz sagrado, pero había motivos sobrados
para suponerlo. En todo caso, mis jóvenes compañeros estaban muy lejos de mis
interrogantes y necesitaban acercarse a la raíz de la tradición para poder comprender
su importancia.
Escuchad, os contaré la historia del Santo Grial les dije. Proviene de la
Antigüedad, del momento en que Cristo muere en la cruz y José de Arimatea, un rico
hebreo, se hace cargo de su cuerpo. Este hombre, casualmente poseía también el cáliz
con el que se celebró la Santa Cena, por lo que, cuando lavó el cuerpo de Cristo,
preparándolo para la sepultura, decidió utilizarlo para recoger la sangre que vertían
sus heridas. Un día después de la resurrección, cuando los romanos comprobaron que
había desaparecido el cuerpo de Nuestro Señor, acusaron a José de haberlo robado y
al no revelar dónde lo había escondido, le encerraron en prisión. Pero él se mantuvo
en silencio y no confesó su paradero. Los romanos, para desalentarle, decidieron no
darle alimento alguno hasta que hablara. No obstante, José de Arimatea persistió en
su negativa. Una tarde, mientras estaba en su celda, se le apareció Cristo, bañado en
una luz resplandeciente, y le confió el cáliz, ahora ya de forma, ¿cómo diría?
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oficial. Además, le instruyó en el misterio de la misa e incluso en otros secretos
especiales, desapareciendo poco después. A partir de entonces, José se mantuvo
milagrosamente vivo gracias a una paloma que entraba en su celda una vez al día y
depositaba una hostia en el cáliz para que le sirviera de alimento.
¿Le daba de comer el Espíritu Santo? preguntó Luca.
Sonreí con comprensión antes de proseguir:
Muchos años después, cuando José de Arimatea fue puesto en libertad, decidió
marchar al exilio con un grupo de seguidores. Por el camino se detuvieron una
temporada en un lugar extraño para construir una mesa similar en todo a la de la
Última Cena. En ella, el puesto de Cristo estaba ocupado por un pez y el lugar
número trece, que representaba a Judas, permaneció vacío
¿Por qué? inquirió Enrique.
Según la tradición, porque quien intentara sentarse en él, perecería. A este
asiento, desde entonces, se le llamará el sitio peligroso.
Hice una pequeña pausa.
A partir de este momento, la historia se ramifica en varias versiones. Para
algunos, José se embarcó hacia Gran Bretaña para fundar una capilla dedicada a la
Virgen María en un lugar llamado Glastonbury. Otros afirman que José no pasó de
Francia, y que cedió la custodia del cáliz a su cuñado Born, que es de quien quizá
habéis oído hablar en relatos como El rico pescador. Según esta versión, el grupo se
estableció en una localidad llamada Avalón, donde fundaron la orden de caballeros
del Grial y construyeron una segunda mesa dentro de un templo custodiado por un
castillo, en un paraje denominado Muntsalvach o Monte de la Salvación. Después la
trama se complica, pero hay un hecho destacable: una disputa a consecuencia de la
cual Born, el custodio del Grial, recibió una herida de lanza en los genitales
¿En los genitales? ¡Vaya sitio! exclamó Luca sin poder contenerse.
Enrique le miró con ojos cortantes de beligerancia. Luego, dirigiéndose a mí,
preguntó:
¿Cuál fue la causa de la herida?
No es sencillo. La causa directa fue una pelea, pero es difícil aventurar el
motivo real de la misma. No está claro si se produjo por la disputa por el amor de una
dama o bien se debió a la pérdida de la fe. Sobre este punto no hay excesivo acuerdo.
Pero ya os dije que era una historia compleja y debo resumirla. Lo cierto es que,
desde entonces, a Born, al custodio, se le llamó el Rey Herido y la región que rodeaba
el castillo del Grial quedó desolada; sus ríos, secos; sus árboles, muertos; donde antes
todo era rico y hermoso, quedó únicamente el estrago y la muerte.
Ahora, amigos continué, debemos dar un salto y pasar a los tiempos del
rey Arturo, que es con quien más a menudo habréis oído relacionar el Grial. Es una
época también lejana, de la que sin duda recordaréis el nombre del mago Merlín,
fundador de la famosa Mesa Redonda, o tercera mesa del Grial. En todo caso, da
igual, lo importante es destacar que, para entonces, el cáliz había desaparecido
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misteriosamente. Así fue pasando el tiempo hasta una noche del día de Pentecostés,
cuando el Grial reapareció frente a los caballeros de la Mesa Redonda flotando en un
rayo de luz y cubierto por un velo. Luego volvió a desaparecer. Tras la visión, esa
misma noche, todos los presentes juraron dedicar su vida a la búsqueda del Grial,
comprometiéndose a partir de inmediato. En este punto, el relato se complica mucho,
pero el dato decisivo es que, para poder hallarlo, cada caballero tendría que
enfrentarse y superar una serie de pruebas.
Ya recuerdo dijo Luca. De esas pruebas hemos oído hablar. Son relatos de
heroicidades y luchas sin fin que empiezan y acaban en sí mismos miró al suelo,
levantó la cara sonriendo y preguntó a bocajarro: ¿Cómo sigue la historia?
Bueno continué. Hay muchos desarrollos. Lanzarote, uno de los
caballeros, estuvo a punto de conseguir ver el Grial, pero al fin fue rechazado y
cegado temporalmente a causa de la relación adúltera que mantenía con Ginebra, la
esposa de Arturo. Otro de ellos, Gawain, consiguió llegar hasta el castillo del Grial,
pero también fracasó.
¿Por qué? dijo Luca.
En este caso, por estar demasiado apegado al mundo y carecer de la sencillez y
las cualidades espirituales que debe tener el verdadero buscador.
Entonces, ¿nadie consigue verlo? preguntó Luca con cierta decepción.
En realidad contesté, hay tres caballeros que lograron encontrarlo.
Primero, Galahad, el caballero virgen e impecable; luego, Bors, el hombre humilde y
corriente, el único que regresó a Camelot a contarlo. Y, sobre todo, Perceval o
Parsifal, a quien apodaban el tonto perfecto, a causa de su inocencia. ¡Ironías de la
vida! Perceval es el verdadero héroe de la historia. Narrar sus peripecias me llevaría
semanas. Al principio sufrió varios fracasos y, aunque se acercó al Grial, nunca llegó
a verlo. Luego, vagó perdido hasta encontrar el camino del Rey Herido
¿El Rey Herido? interrumpió Luca.
¿No te acuerdas? contesté, aprovechando la ocasión para beber un poco de
vino. Sí, hombre, recuerda tus risas. Se trata de Born, el esposo de la hermana de
José de Arimatea, que fue herido con una lanza.
¡Ah!, sí, el que se hiere en sus partes pudendas
confirmó ya serio.
Ese contesté complaciente mientras dejaba la copa en la mesa. Perceval
consiguió curar sus magulladuras planteando una pregunta ritual de excepcional
importancia. Es la siguiente: ¿A quién sirve el cáliz? Milagrosamente el rey dio la
respuesta correcta y, como consecuencia de ello, revivió su reino. Las aguas
volvieron a fluir por la tierra desolada y todo floreció de nuevo
¿Ahí acaba la historia? preguntó Enrique.
No, más tarde Galahad, Perceval y Bors viajaron hasta Sarras, la ciudad
celestial de Oriente, para participar en una misa en la que el Grial sirvió de cáliz. En
aquella misa ocurrieron muchas maravillas y Cristo se manifestó tres veces. Primero
como celebrante, luego como un niño resplandeciente, y por último, en la Hostia,
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como un crucificado.
¿Y qué pasó después? preguntó Luca, a quien por fin había logrado interesar.
El resto no tiene demasiado interés. Galahad murió en loor de santidad y, según
proclaman algunos, con su alma el Grial ascendió a los cielos. Por su parte, Perceval
volvió al castillo del Rey Pescador para ocupar su sitio, y Born a Camelot para narrar
la historia de sus avatares.
Hay algo que no entiendo dijo Luca. Si encuentran el Grial en Oriente,
¿por qué creéis vos que está cerca de aquí?
Espera le interrumpió Enrique. Antes de que contestéis, maestro,
respondedme a otra cuestión que me ha intrigado y habéis dejado en el aire. ¿Cuál es
la respuesta acertada a la pregunta ritual que mencionasteis? ¿A quién sirve el Grial?
¿Qué se debe contestar?
Le miré con intención. Al joven aparejador no se le escapaba detalle. Sin
embargo, ése era un dato que no conseguiría arrancarme con tanta facilidad; si lo
quería, debía ganarlo con más esfuerzo. Ignorando la pregunta de Enrique, pensé en
contestar a Luca por qué suponía que el Grial estaba en San Juan de la Peña. Llevaba
intentando ubicar el sitio exacto de su localización tantos años que la pregunta me
resultaba casi ridícula. El Grial había sido desde los comienzos de mi formación uno
de mis temas favoritos de estudio. ¡Había leído tanto sobre él! ¡Había escuchado
tantos relatos que me parecía imposible poder condensar las razones!
Sin embargo, era posible. Siempre me resultará extraño cómo recuerda uno las
cosas cuando empieza a hablar de ellas. Miré los cuencos de verduras, las copas de
vino y el pan sobre la mesa y, de pronto, casi en un instante, pasaron por mi mente las
largas tardes de estudio en scriptoria de toda Europa consultando y anotando datos.
Me vi de nuevo reviviendo mis disputas con los bibliotecarios, volviendo a oír las
palabras que dijeron y a ver los gestos de quienes consulté. Pero sobre todo recordaba
los Übros. A Crethien de Troyes y su Compte del Graal, a Robert de Boron y a tantos
otros. Y, por encima de todos, el Parcival, la obra que Wolfram von Eschenbach
había escrito a principios de nuestro siglo, sobre el año 1205, y del que la biblioteca
de Federico II poseía un ejemplar en Palermo, la sede de mi estancia en la corte
siciliana. Gracias a él hice converger muchos datos que bailaban en mi cabeza y pude
aventurarme en el camino correcto. El Parcival me ayudó a corregir la primera
historia de Crethien de Troyes sobre el Rey Pescador y acercarme a la pista hispana.
En él se propone una tesis diferente basada en los datos proporcionados por un tal
Kyot de Provenza, quien a su vez los obtuvo de Flegatanis, sabio de Toledo y
descendiente de Salomón. Según parece, este Kyot encontró los documentos
auténticos del Grial en Anjou, por lo que esta dinastía sería la legítima heredera de la
estirpe sagrada del Rey Pescador y no los Plantagenet, como sostiene Chretien de
Troyes.
Pero ésta era una cuestión baladí para mí, pues sólo me importaba su localización.
No era, sin embargo, trivial la interpretación de Wolfram sobre quién debió de ser el
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verdadero Rey Pescador o Anfortas. Siguiendo su línea de pensamiento, no podía ser
otro que Alfonso I el Batallador, rey de Aragón y Navarra, muerto hacia 1104, e
introductor de la sagrada orden del Temple en la península Ibérica. Estos hechos
concordaban con el resto de mis noticias, pues yo sabía que el Grial había
permanecido desde siempre en estas tierras. Por eso, para sintetizar, contesté a Luca:
Verás, una cosa son los relatos, las leyendas y otra, la historia. Te diré lo que
está atestiguado. En el siglo III, en tiempos del emperador romano Valeriano, durante
la persecución de los cristianos, el papa Sixto II entregó el Grial junto con otras joyas
de la iglesia a su diácono Lorenzo, para que lo pusiera a salvo. También sabemos que
el venerable Lorenzo había nacido en estas tierras, parece ser que era hijo de una tal
Paciencia y de Orencio. Según se cree, antes de morir en la hoguera pudo
entregárselo a un centurión romano llamado Recaredo, que asimismo era originario
de este valle aragonés. Él lo trajo a Jaca junto con otras reliquias, como el mismo pie
de san Lorenzo, que habéis podido contemplar conmigo en la pequeña iglesia en la
que paramos camino al monasterio, Yebra de Bassa.
Por eso teníais tanto interés en verlo, maestro. Ahora lo entiendo dijo
Enrique, con voz pensativa.
Así es. Entonces no me pareció apropiado deciros nada. Además, no lo
hubierais entendido. Os tendría que haber contado antes todo esto para que
comprendierais la importancia del pie de san Lorenzo. Pero para mí era fundamental.
¡Con ello confirmaba estar en el camino correcto! Por otro lado, perdonadme, me
encontraba demasiado excitado con su hallazgo como para detenerme a comentarlo.
¡En fin!, ¿qué más da? concluí. Ahora ya sabéis por qué me hizo tan feliz
comprobar que la reliquia del pie de san Lorenzo estaba donde debía estar.
Tenéis razón me dijo Luca. Hubiera resultado incomprensible para
nosotros. Pero, continuad, ¿cómo llegó el Grial hasta este monasterio perdido de la
mano de Dios?
Sonreí interiormente. ¡Perdido de la mano de Dios! ¿Qué sabrían ellos de los
monasterios erigidos en los lugares más inaccesibles de la cristiandad? Continué:
Esperad un poco y entenderéis qué pasó. Según he deducido a lo largo de estos
años, el Santo Grial estuvo en Jaca hasta los tiempos de la conquista musulmana,
cuando, al peligrar su seguridad, fue trasladado por santa Orosia, la patrona de la
ciudad, cuya tumba en la catedral, ¡ay!, no vi
Eché a mi alrededor una mirada cargada de intención.
Orosia debió de ser una mujer muy especial. Vino de Bohemia para casarse en
Jaca con un noble local. Cuando los árabes sitiaron la ciudad, se encargó de trasladar
el sagrado cáliz a una caverna situada en el monte Yebra, acompañada de su tío
Acisclo, el obispo de Jaca. Luego la pobre Orosia fue mancillada y decapitada por los
invasores. En cuanto al Grial, no duró mucho en la gruta; nuevos traslados lo
llevarían de iglesia en iglesia, hasta que, hace casi doscientos años, lo trajo a San
Juan de la Peña otro obispo de Jaca, en este caso, un tal don Sancho
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¿Y por qué lo hizo?
Don Sancho procedía de este monasterio. Al renunciar al obispado y retirarse,
quiso venir a morir a San Juan de la Peña acompañado del más preciado tesoro de la
catedral.
Ya veo reconoció Enrique.
Sí, queridos muchachos confirmé. El Santo Grial, el vaso místico que
sirvió para la institución de la Eucaristía, el cáliz en el que se dice recogió José de
Arimatea la sagrada sangre que brotó del costado de nuestro Señor en el Gólgota
cuando el insensato soldado romano Longinos le hirió en la cruz. ¿Entendéis por qué
estoy tan seguro de que se encuentra entre los muros de ese monasterio? concluí
señalando al vacío.
Quedamos todos silenciosos. Pero fue apenas un instante, desde la oscuridad
surgió una voz:
Tenéis razón. Aquí está, señor.
Sorprendidos, nos volvimos hacia atrás, para ver quién pronunciaba esas palabras.
Era el posadero, que sigilosamente se había acercado a escuchar la conversación y
ahora se aproximaba a nuestra mesa. Nos solicitó permiso para sentarse al lado, antes
de proseguir:
Llevo diez años en esta posada y dos más en la aldea y nunca había oído narrar
la historia del Grial de la manera clara y sin rebuscamientos con que lo habéis hecho
vos. Os lo agradezco mucho, porque sólo sabemos retazos de la historia y nunca
pudimos entender las complicadas conversaciones de otros tantos viajeros.
Incliné la cabeza, en señal de agradecimiento, pero me interrumpió con un suave
ademán.
Ya que me habéis permitido conocer lo que sabéis, os diré algo. No perdáis el
tiempo: no os van a dejar acercaros a él. Vuestra espera será vana. Y os lo digo con
buena intención. Para nosotros es buen negocio hospedar a gentes como vosotros.
Le miré con impaciencia, pero no se arredró.
Os pasaréis días esperando sin ningún éxito continuó el posadero. No sé
quiénes sois ni vuestra importancia, pero está custodiado por caballeros templarios y
puedo aseguraros, perdonad mi osadía, que he visto a gentes de mayor alcurnia que la
vuestra regresar a sus casas con el rabo entre las piernas después de haber aguardado
durante semanas. Iban a visitarlos, tenían entrevistas secretas durante varias jornadas
y, al final, el resultado era el mismo. Nada. A los templarios les dan igual los rangos y
los honores, salvo los suyos mismos se pasó la mano por la cabeza y concluyó:
Ya sé que mis palabras no os influirán, pero hacedme caso y cuando mañana os digan
que no es posible, no insistáis más. No serviría de nada.
Tal como dijo, sus palabras no tuvieron el menor efecto. Veríamos si podía
acercarme al Grial. Había esperado demasiado tiempo como para perder ahora la
oportunidad, justo cuando se encontraba al alcance de mi vista.
A la mañana siguiente nos despedimos de nuestros anfitriones y nos encaminamos
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al monasterio. Después de identificarme, tal y como imaginaba, nos ofrecieron
alojarnos en Sus dependencias. Al poco de instalarnos nos reunimos en la portería,
donde el fraile que custodiaba la entrada nos entretuvo informándonos de que la
primitiva iglesia se empezó a construir hacía casi trescientos años y de que su origen
se perdía en la noche de los tiempos. Según parece, el lugar, oculto en la espesura del
monte Paño, fue descubierto por dos cazadores llamados Voto y Félix, cuando
perseguían un ciervo. Al llegar al borde de la roca cortada a pico, el animal cayó al
vacío. Cuando bajaron a buscarlo, descubrieron una cueva enorme y dentro, el cuerpo
milagrosamente preservado de Juan de Atares, un anacoreta solitario muerto allí en
loor de santidad. Fascinados con el encuentro de un cuerpo incorrupto, decidieron
retirarse en la cueva, fundando un eremitorio por el que pasarían otros cenobitas,
hasta que en el año 842 se consagró el lugar como monasterio, acogido a la orden de
San Benito.
Por tal motivo, el conjunto de San Juan de la Peña tiene una forma muy particular.
Construido bajo el amparo de una enorme roca, la iglesia se halla literalmente
excavada en la piedra y produce una sensación de rudeza que contrasta con el
bellísimo claustro, cuyo techo es la peña que da nombre a la comunidad.
Aunque cuando soñaba con visitar San Juan de la Peña nunca se me ocurrió
pensar en el aspecto exterior, recuerdo que su extraña disposición arquitectónica me
hizo reflexionar con detenimiento. Además, Enrique facilitó con sus preguntas que
manifestase mis opiniones en voz alta, y así poderlas ordenar. Aquella primera tarde,
paseando por los alrededores, mientras sentíamos el olor del aire a tierra fresca y al
lejano aliento del ganado, le conté las ideas que me propiciaba la vista del lugar. Al
ver un edificio perforado, horadando la roca, le pregunté si no tenía la impresión de
que mirábamos los edificios como si fueran estatuas.
Pero Enrique no me entendía.
Quiero decir que las vemos desde fuera sin percibir el interior.
El cantero seguía mirándome con ojos de duda.
Traté de explicarme. Aquel conjunto nos demostraba admirablemente que la
arquitectura era, antes que nada, espacio, y más que eso, espacio envuelto, espacio
interior, vacío. Creo que terminé diciéndole algo así:
En arquitectura es esencial asumir una dimensión nueva que deriva de nuestro
caminar dentro de ella, cuando vamos desplazando sucesivamente el ángulo visual. Si
queremos comprenderla, cuando la recorremos y visualizamos desde dentro, debemos
participar de esa otra magnitud que nos exige involucrarnos, que nos obliga a contar
con el tiempo de nuestro recorrido.
¿El tiempo
?
Sí, el tiempo. ¿O no te parece proseguí que, si repasamos mentalmente la
historia, es posible comprobarlo? Desde la primera cabaña del hombre primitivo
hasta cualquier vivienda, palacio o catedral, todas las construcciones requieren un
calibre diferente que abarca al espacio mismo. Gracias a esa nueva dimensión
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podemos definir el volumen arquitectónico, es decir, la caja de muros que involucra a
ese espacio.
Hice una pausa para recapitular, pero Enrique me interrumpió:
A ver si os entiendo. Si lo que decís fuera cierto, el espacio transcendería los
límites de cualquier formato concreto. Por consiguiente, podríamos preguntarnos,
¿cuántas dimensiones tiene este «vacío» arquitectónico del que habláis? ¿Cuatro?
¿Ocho? ¿Diez? ¿Infinitas
?
No lo sabía. No lo sé. Lo único que puedo afirmar, lo averigüé entonces y quiero
constatarlo ahora, es que todo lo que no tiene espacio interno no puede ser
considerado arquitectura. Pero no quiero divagar sobre estos temas, que no son los
míos. ¡Estaba en San Juan de la Peña! ¡En el monasterio que albergaba la reliquia
suprema, guardada con devoción desde el nacimiento del cristianismo! Y también,
yendo un poco más allá, el edificio que le daba cobijo era al tiempo la síntesis de la
arquitectura más esencial y el más fiel reflejo del pensamiento cristiano puro. En él,
la íntima unión del edificio con la tierra, el contacto directo con el lugar sacralizado,
eran una invitación a otra visión de lo real. Los monjes lo sabían. Por eso eligieron
ese enclave para guardar la copa de la sabiduría ancestral, la que fue labrada a partir
de la piedra que se desprendió de la frente de Lucifer, el rebelde, el sabio.
Después de cenar, al abandonar el refectorio, observé entre las sombras de la
puerta a un hombre haciéndome señas. Me acerqué a él y vi que se trataba casi de un
gigante. Sin embargo, aun cuando mi cabeza llegaba sólo a sus hombros, pude ver en
sus ojos una mezcla de fuerza y de sumisión que resultaban contradictorias. Su tono
de voz era muy bajo, casi un susurro:
Maestro Hinault, he recibido la orden de abandonarlo todo y ponerme a vuestro
servicio. Mi nombre es Pedro García de Velasco, aunque todos me conocen por
Velasco. Estoy a vuestra disposición desde este momento.
¡Así que ése era el misterioso Velasco de quien me había hablado el obispo
Guillermo! Le miré despacio. Iba pobremente vestido, sin más ropajes que un
humilde sayal y sandalias de cuero. Pero apenas podía distinguir los detalles. Después
comprobaría su habilidad para moverse con sigilo y pasar inadvertido; entonces no
sentí sino una silueta en la oscuridad.
¡Ah!, sois vos
le miré con cara de duda. No sé si estáis informado de la
misión que me han encomendado.
Velasco asintió con la cabeza.
Bien, en ese caso, ya hablaremos más tarde. Ahora desearía que me ayudarais
en otra cosa. Según me dijo Guillermo, estáis retirado en este monasterio como
eremita, así que quizá podéis indicarme cómo puedo conseguir acceder al Santo
Grial. Se lo he preguntado a los monjes, pero me han dicho que está bajo la custodia
de los caballeros templarios y que debo ser autorizado por ellos. Decidme, ¿qué
puedo hacer?
No os será fácil, maestro. No lo enseñan a nadie. Tan sólo se puede ver en
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ciertas fechas destacadas y tendríais que esperar mucho para eso. Si no me equivoco,
la próxima vez que se mostrará en el altar mayor de la iglesia será dentro de mes y
medio, en Viernes Santo. Hasta entonces está guardado por ellos y no se permite a
nadie visitarlo
Yo no puedo aguardar tanto tiempo me quejé. Como sabéis, debemos
cumplir una misión en Santiago de Compostela en el mes de julio. Si esperamos hasta
Semana Santa, ¿podríamos llegar a Santiago en la fecha prevista?
No, es demasiado justo. La travesía dura al menos tres meses y se me ha
indicado que deberíamos hacerla sin prisas para no despertar sospechas. He recibido
instrucciones de integrarnos en alguna caravana de peregrinos y la marcha exige unas
ciento veinte jornadas desde Puente la Reina. No podemos esperar tanto.
Pero eso es imposible objeté.
Si queréis llegar a Santiago a finales de junio o principios de julio, debemos
salir de aquí a principios de marzo y comenzar la peregrinación como máximo a
mediados de mes. En consecuencia, no podemos quedarnos hasta la Semana Santa.
Debe de haber algún medio para llegar al Grial sin necesidad de retrasar la
salida. Debo encontrarlo. ¿Qué puedo hacer?
Velasco se encogió de hombros.
Ya os digo que no lo conseguiréis. He visto a otros hombres como vos
intentarlo sin éxito. Y también a personas más importantes. Hace escasamente quince
días estuvo aquí un noble inglés del que quizá hayáis oído hablar, Geoffrey Crowley.
Vino acompañado de un importante séquito que incluía a un obispo y otros muchos
clérigos. Pues bien, aunque estuvieron más de un mes porfiando por verlo, no lo
lograron. Debéis desechar la idea de obtener permiso y volver otro año en Semana
Santa o Navidad, cuando se expone al público
Yo no podía ocultar mi irritación.
No. Ya os digo, debo verlo en estos días. Es preciso encontrar otra solución.
Veamos, ¿quién lo tiene que autorizar?
Me miró con resignación. Quizá pensó que, si tan empeñado estaba, podía perder
el tiempo intentándolo. Me dijo que debía solicitarlo al abad del monasterio y que
éste, a su vez, lo trasmitiría a los caballeros templarios.
Así lo hice. Al día siguiente hablé con el abad y, después de tratar de disuadirme
él también, acabó por indicar que sería recibido esa misma noche por un caballero en
un pequeño cuarto adosado al claustro. Salí de su celda determinado a verlo.
Mientras atravesaba la iglesia y sentía emerger de la misma roca naves, columnas
y capiteles, la visión del conjunto me sobresaltó de nuevo. En efecto, el monasterio
emergía de la caverna, fue construido partiendo de las posibilidades de la cueva. Esta
interiorización de la arquitectura, esta sacralización de la tierra, sugería también otros
pensamientos complementarios a los que había desarrollado junto a Enrique. Quiero
decir lo siguiente: si, como nos dice san Juan, en el principio fue el verbo, el logos
es decir Dios, palabra y razón, el hombre, ser finito, cosa entre las demás cosas,
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ens creatum, hecho a imagen y semejanza de Dios esto es, con logos, no tiene
otra alternativa que buscar a Dios en sí mismo. Y para ello no debe vivir entre las
cosas del mundo, entre las ciudades y los otros hombres, porque la certeza no está en
ellas, sino en sí mismo. Es decir, que para conocer la verdad, debe excavarse,
penetrarse, tal y como mostraba la apariencia externa de aquel portentoso y
enigmático cenobio de San Juan de la Peña. Y debe, ¡ay!, a diferencia de lo que he
hecho yo durante casi toda mi existencia, olvidar cualquier placer terrenal y hasta el
contacto con sus semejantes, ¿pues, qué pueden aportar estos divertimentos sobre lo
único esencial de su vida terrenal, la búsqueda de Dios? Nada, absolutamente nada.
Pero de nuevo estoy divagando
Lo cierto, lo que quiero destacar, es que en
aquel edificio admirable se conjugaba de manera perfecta el principio de la
interiorización con la apariencia externa. San Juan de la Peña fue por tanto, para mí,
mucho más de lo que esperaba. Si había sido hermoso poder trascender por primera
vez mis esquemas sobre la arquitectura, era infinitamente más importante contemplar
un edificio que expresaba en su forma la idea misma de la búsqueda de Dios en uno
mismo. Si aquel lugar era el sitio al que los hombres se retiran para consagrarse a
Dios por medio de la oración y la soledad, ¿qué mejor apariencia que la de la
arquitectura penetrada, interiorizada?
Pero además era, esperaba que fuera, el santuario del Santo Grial. ¡Había soñado
tanto con tenerlo delante de mis ojos que no podía creer que por fin fuera a suceder!
¡Y finalmente podría verlo! ¡Quizá incluso podría tocarlo, tenerlo en mis manos!
Fue una extraordinaria aventura. Si bien, como ya he señalado, los monjes
benedictinos con los que hablé no me pusieron excesivos inconvenientes tampoco
podían hacerlo, los verdaderos guardianes del Santo Grial eran los caballeros de
San Juan. Y para quien se entrevistó conmigo y, con ingenuidad, tomé por el
responsable de la encomienda cuando no era sino un simple caballero, yo
significaba muy poco: un fraile dominico de escasa importancia. Después de esperar
por espacio de casi dos horas, me recibió en un pequeño cuarto situado en el extremo
derecho del claustro. Estaba tan tenuemente iluminado que apenas podía distinguir
los rasgos de su rostro; sólo destacaba en aquella estancia el fulgor de una vela,
iluminando sus armas en el suelo y la brillante cruz pateada, emblema de su orden,
que cubría el hombro derecho. Francés de nacimiento, al presentarme y oírle hablar
en mi lengua, esperaba una cierta cordialidad. Sin embargo, me recibió con altivez,
proclamando antes de decir nada que ellos estaban bajo la advocación del discípulo
amado de Cristo, san Juan, y no de la de san Pedro; y que, puesto que sólo debían
obediencia al Papa y eran independientes del obispado o cualquier otra organización
o jerarquía eclesial, no tenían ninguna obligación conmigo. Me explicó la
importancia de su misión, enfatizando las razones por las que no podían permitir que
el Santo Grial se convirtiera en un objeto de culto como otro cualquiera, de los que,
por cierto, estaba lleno el Camino de Santiago.
Id por el Camino me dijo con sorna y os ofrecerán reliquias falsas por
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cualquier ciudad: auténticos trozos de la Vera Cruz de Nuestro Señor, dientes de san
Pablo, trozos de huesos de medio santoral y hasta recipientes que dicen que contienen
la leche materna de nuestra Virgen
¡Id! ¡Id y lo veréis con vuestros propios ojos!
Ante su orgullosa actitud, opté por dejarle hablar. Con sus cabellos rapados al
límite y una barba tan poblada que apenas dejaba entrever la boca, parecía un molde
del caballero templario. Cuando se calmó un poco, me preguntó por mis intenciones.
Me expresé de la forma más modesta posible, eludiendo indicarle que provenía de la
corte del rey de Francia y traía una carta del obispo de Jaca. Por el contrario,
sabiendo que sus hermanos de orden tenían encomendada la salvaguardia de los
Santos Lugares, le hablé de Sicilia y de lo cerca que había estado de Jerusalén. Le
ponderé la misión divina de su orden y poco a poco fui atrayéndome su atención. Me
preguntó por numerosos detalles de mi vida y por fin, como si no lo supiera de
antemano, cuando quiso oír la razón de mi visita, le hablé del Grial. Le conté que
había leído todo lo que había podido sobre su compleja historia. Al llegar a este punto
comprendí que estaba empezando a ganarlo, pues sólo conocía por referencias el libro
de Robert de Boron, Román de l'estoire du Saint Graal. Si bien se trata, en mi
opinión, del texto menos interesante de los que había podido estudiar, le hablé con
detalle del mismo y hasta creo que le prometí hacerle llegar una copia en cuanto
regresara a París, ciudad en la que le acabé confesando que enseñaba filosofía y
teología.
Al fin manifestó que, si tanto era mi interés por la sagrada reliquia, no tenía sino
que aguardar unos meses para verla. En el aniversario de la Pasión de Nuestro Señor
se expondría durante dos días en el altar mayor. Respondí que no podía esperar hasta
esas fechas, solicitándole con humildad poder verlo cuanto antes, pues debía llegar
pronto a Compostela. Tras negociar prolijamente con sus cautelas, acabó por ceder,
pero no creo que fuera por la información que le di. Como en otras ocasiones, la
providencia me ayudó confabulándose con el azar: un hermano suyo trabajaba al
servicio de la Universidad de París y pude darle noticias suyas después de años sin
saber de él. Las nuevas le agradaron tanto que concluyó diciéndome que a la mañana
siguiente me darían la posibilidad de ver el sagrado cáliz; debía reunirme con él y
otros caballeros en una cueva situada a unos doscientos metros del claustro, donde
sería sometido a una pequeña prueba que atestiguara si era merecedor del privilegio.
Después de asegurarle que allí estaría, por fin me dio a conocer su nombre, Jacques
de Montreal, y me citó casi al alba.
Esperadme aclaró inmediatamente después de maitines en la puerta
principal del claustro.
Tras ello, inclinó la cabeza hacia delante y se despidió. En cuanto a mí, agotado
por la discusión y preso de una emoción difícil de relatar, me retiré a descansar, si
bien no logré conciliar el sueño.
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No informé de nada a mis compañeros, que respetaron mi silencio. Después me
contarían que me habían notado en tensión, concentrado y como ausente. Por la
mañana, sin haber tomado alimento alguno, me dirigí a la puerta del claustro. Aunque
todavía era de noche, empezaban a abrirse las primeras luces en el cielo. Frente a mí,
la silueta de las montañas que rodeaban el monasterio se erguía oscura y negra, como
un telón. Sobre ella, un leve resplandor de tono anaranjado anunciaba la llegada del
día. Estaba inquieto, tanto que a punto estuvo de pasarme desapercibida la primera
señal, la primera información que se ponía a mi alcance, lo que, como después pude
comprobar, me hubiera impedido alcanzar mi objetivo. Y eso que el mensaje estaba
encima de mi cabeza, grabado en piedra sobre la puerta de entrada al claustro. Más
tarde comprendería que la ligera tardanza de Jacques había sido premeditada. Si bien
me brindaban la oportunidad de tomar conciencia de la singularidad de la situación,
no podía dejar escapar ningún detalle antes de someterme a sus pruebas.
Mi acompañante llegó con el rostro semioculto, completamente embozado en una
capa. Sin dirigirme la palabra, con un ademán seco, me hizo seguirle. Caminamos en
silencio hasta un saliente de la roca que ocultaba un pequeño edificio poligonal
bastante bien construido. Después de atravesar una minúscula habitación en la que
descansaban cinco o seis caballeros, llamó a una puerta de roble y con un gesto, me
hizo pasar solo. Se trataba de una estancia octogonal bien iluminada, aunque con el
techo bajo, pues estaba levantada en parte sobre la misma roca. Su pavimento era
muy peculiar; formado mediante baldosas blancas y negras, constaba de un doble
cuadrado que tenía por centro la cruz de ocho puntas. Ésta, a su vez, contenía otro
cuadrado en el que había inscrita una cruz griega rodeada de una inscripción que, por
desgracia, no pude leer.
Al fondo, tres caballeros me observaban con atención. Estuve todo el día con
ellos y pude mirarlos detenidamente. Dos de ellos eran jóvenes, pues apenas habían
sobrepasado los veinte años; sólo recuerdo el nombre de uno, Alfonso de Blasco. Sin
embargo, quien más me impresionó fue, sin duda, el responsable de la encomienda,
Guillen de Monredón, de quien después supe que era el hijo mayor del anterior
maestre de los templarios de la provincia de Aragón y custodio del rey Jaime I
durante su minoría de edad.
Las horas que pasé en compañía de Guillen son uno de los acontecimientos
memorables de este viaje y quiero dejar constancia de ello. Por eso deseo describirlo
con detenimiento. A simple vista no aparentaba su edad, casi cincuenta años. De
expresión ruda, los rasgos de su cara no parecían naturales sino tallados,
sobresaliendo unos ojos pequeños, alargados, envueltos en un mar de pequeñas
arrugas que, sin embargo, no conseguían envejecer su mirada. El contorno de la
cabeza era, además, singular. Y no sólo por la larga barba, abierta a ambos lados, que
caía indolente sobre el pecho, sino por la ausencia de rasgos definitorios,
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individuales. Únicamente destacaba en el conjunto el cuello, ancho y corto, más
propio de un campesino que de un monje-caballero. Tras esa primera impresión,
aparecían ciertos matices que delataban su ocupación. Las manos suaves, sin las
asperezas y callos del trabajo manual, y el gesto de inteligencia que se escondía tras
el brillo de sus ojos, daban las primeras indicaciones. Después, y aunque en general
su expresión podría haber sido descrita como severa, un examen más detenido
permitía observar una media sonrisa permanente, entre la ironía y la distancia. Por lo
demás, era bastante alto y corpulento, delgado y de piernas musculosas, y muy afable.
Hablaba con dulzura casi siempre, y con alegría a veces. De hecho, el que a menudo
sonriera con benevolencia había permitido que apareciese un hoyuelo en la barbilla
que se acompasaba a la perfección con su realidad de hombre en contacto con la
realidad trascendente.
Tras presentarse y explicarme que Jacques de Montreal les había puesto al
corriente de mis intenciones, Guillen tomó la palabra para reiterar que tenían
encomendada la sagrada misión de ser guardianes del Grial. En consecuencia, debían
poner un cuidado especial en que no fuera visto, «profanado» me dijo por
cualquiera.
Así pues, para tener la posibilidad de acceder a Él continuó debéis
demostrarnos al menos tres cosas. En primer lugar, sagacidad para traspasar el umbral
de la realidad; después, capacidad para interpretar el misterio, es decir, vuestro
conocimiento de los enigmas de nuestra religión. Y por fin, la tercera prueba, debéis
acreditarnos fe para reverenciar lo sagrado.
Como yo permaneciera en silencio, asintiendo a sus palabras, me preguntó con un
gesto si me encontraba preparado y después de mirarme lentamente, con gravedad,
me interrogó de la siguiente manera:
¿Por qué creéis que estáis aquí? O, por decirlo más claro, ¿por qué pensáis que,
en el caso de que eso fuera posible, os debemos enseñar el Santo Grial?
Después de pensar en ello durante unos segundos, recordé que la primera prueba
era de sagacidad. Y que, por tratarse del primer escalón, no debía ser excesivamente
complejo. Debía de poseer los datos o haberlos tenido al alcance de mi mano. Repasé
los acontecimientos de la tarde anterior y de esa misma mañana y contesté:
Antes de venir aquí he estado durante diez minutos esperando a vuestro
compañero Jacques delante de la puerta mozárabe que da acceso al claustro del
monasterio. En ese tiempo, que creo no ha sido casual, ¿o sí lo ha sido?
El monje, que me miraba con curiosidad, asintió con desgana.
En efecto, no ha sido casual.
Pues bien continué, en los pocos minutos que he permanecido bajo la
puerta he tenido tiempo para poder entrever una inscripción que puede responder a
vuestra pregunta. Está escrita encima y dice: Porta per hanc caelifit pervia quique
fideli stu dead fidei iungere iussa Dei (La puerta del cielo se abre, a través de ésta,
a cualquier fiel si junto a la fe guarda las leyes del Señor). Creo que el significado
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de la leyenda escrita indica la santidad del claustro y su especial situación debajo de
la roca.
Guillen asintió. Yo continué:
Y si la santidad viene dada precisamente por la naturaleza del lugar, es que
cualquier fiel, a través de ella, puede alcanzar el cielo.
¿Cualquier fiel o sólo los elegidos?
Cualquiera, incluso un pobre fraile dominico como yo.
Guillen me miró astutamente:
Y eso, ¿por qué?
Porque bastaría conocer las leyes de Dios, es decir, el saber de la Divinidad
expandido por la naturaleza
Uno de los jóvenes caballeros trató de interrumpirme. Le detuve con un ademán
de la mano.
Por eso creo que la inscripción es una especie de mandato. Está puesta allí para
que quien sepa entender su significado pueda solicitar a los guardianes del Santo
Cáliz que, de la misma forma que la roca actúa de techumbre del claustro al que da
acceso la inscripción, la piedra por excelencia, el Grial, pueda ser vista bajo vuestra
protección y amparo. En consecuencia añadí con la más seductora de mis sonrisas
, os solicito humildemente poder verlo.
Guillen intercambió una mirada de complicidad con sus compañeros. No alteró,
sin embargo, su severa expresión cuando, a continuación, me indicó que, en efecto,
estaban obligados a mostrar a cualquier fiel el Grial siempre y cuando, como yo
mismo había señalado, supiera interpretar el saber de Dios expandido por su
Creación.
Ahora bien prosiguió, si el objetivo fuera comprender la naturaleza
mística del lugar, la unión espiritual del monasterio con la tierra y, en suma, la
llamada a otra percepción de lo real, la visión misma de este conjunto de edificios os
daría suficiente respuesta.
Es cierto reconocí recordando mi conversación con Enrique.
Por eso es necesario que demostréis también vuestra capacidad, vuestro
conocimiento. Debéis entender que no podemos mostrar un tesoro como el que
custodiamos a quien sólo es capaz de reverenciarlo; debéis comprender que
restrinjamos su contemplación a quienes sean capaces de entender su significado. Y
cuando hablo de comprensión, me refiero a un escalón superior más allá de la
apariencia de las formas, que exige traspasar el umbral de la realidad sensible.
Yo le miraba atentamente, sin perder una sílaba.
Así pues apuntilló con expresión enigmática, os haré otra u otras
preguntas, vos veréis cómo deben ser entendidas. ¿Por qué queréis ver el Grial?
¡Que por qué quería verlo! Tenía tantos motivos que me daba miedo no ser capaz
de poder expresarlos sin atropellar los argumentos. De todas formas, intenté proceder
con cautela. Aunque sentía todo mi cuerpo en tensión, miré directamente al rostro de
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los tres caballeros. Todo es cuestión de tácticas, me dije. A fin de cuentas, medité
mientras intentaba plantearme la situación desde su punto de vista, yo no era sino un
postor más. En consecuencia, para no equivocarme, traté de ir acercándome
progresivamente al sentido exacto de la pregunta. Sabía, Guillen me lo había
planteado así, que se me estaba preguntando de forma indirecta, es decir, conteniendo
más cuestiones de las enunciadas. Cuestiones que, desde mi punto de vista,
implicaban mis expectativas de la visita y mi conocimiento del significado del Grial.
Es difícil responder de forma clara a una pregunta tan compleja. No sé si sabré
hacerlo confesé, haciendo un movimiento a medio camino entre la solicitud y la
impotencia. Pero lo intentaré. Hablabais antes de entendimiento, así que empezaré
por uno de los temas que supongo está implícito en vuestra pregunta, el significado.
El Grial, de todos es sabido, es un símbolo. Pero no un símbolo más, sino el enigma
supremo. El símbolo máximo del conocimiento. Y representa la fuerza, la energía, el
poder en su estadio máximo. Desde el prisma filosófico, materia de la que
humildemente soy considerado magíster, el Grial constituye la armonización de la
dualidad esencial, lo masculino frente a lo femenino, o anima y animus
cristianizados, que se identifican con la Virgen madre, portadora del Grial y el propio
Jesucristo, rey del Grial.
¿Sólo eso?
No, como vosotros sabéis sobradamente, representa también a la Iglesia
secreta, íntima, identificada en José de Arimatea y los que después de él llevaron el
título de Rey Pescador. Esta iglesia secreta preserva y transmite el legado espiritual
de Cristo, la gnosis cristiana, simbolizando el Grial dentro de ella, el conocimiento y
la plena unión con la divinidad a la que aspiran los iniciados. ¿Que qué es para mí el
Grial? proseguí. ¿Qué puedo deciros con simples palabras? ¡Todo!
¡Prácticamente todo! ¡Y cómo no habría de serlo si está imbricado en mi fe como uno
de sus ejes fundamentales! ¡Si en mi ya larga vida ha sido una clave, una referencia
permanente!
En ese caso, contadnos lo que sabéis apuntilló Guillen.
Os diré lo que he ido aprendiendo en los sitios más diversos. Según cuentan
nuestros maestros, para los celtas el Grial era un caldero del que se renace
eternamente; un caldero que dispensa alimentos sin agotarse nunca como el cuerno de
la abundancia. En su infierno, llamado el annwn, existía uno de estos recipientes, en
el que se sumergía la cabeza a los difuntos para que recuperaran la vida, aun cuando
privados de la facultad de hablar. Antes de los griegos, en la era de los ritos
poseidónicos, el Grial fue utilizado por los jefes de la confederación adante como
cáliz para recoger la sangre de los toros inmolados.
Y para bebería me interrumpió Guillen, que escuchaba con atención mis
palabras.
Exacto. Después, los mismos griegos adoraron una piedra de Saturno en el
sagrado Monte Helicón, del mismo modo que los musulmanes adoran otra en la
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Caaba. Hay muchos datos coincidentes. Por ejemplo, recordad que en la filosofía
griega el concepto de vaso adopta la forma de crátera o copa, representando la matriz
de la creación, el recipiente divino en el que se vertieron y mezclaron los
componentes de la vida. Ellos creían que, ofreciéndolo a las almas recién creadas,
adquirirían inteligencia y sabiduría.
Es cierto asintió Guillen. Y dirigiéndose a sus compañeros, añadió: Ya que
nuestro culto monje nos habla de ello, os diré que el filósofo Platón menciona una
crátera de Vulcano, en la que se mezcló la luz del sol. Corregidme si me equivoco,
maestro Hinault, pero si no recuerdo mal, Platón afirma que al beber de esa vasija «el
alma se ve arrastrada hacia un nuevo cuerpo, como embriagada y luego va deseando
saborear un trozo de materia, con lo cual adquiere peso y regresa a la tierra».
Aquélla era mi especialidad. No podía dejar escapar la ocasión. Le di
efectivamente la razón y lo agradeció con un gesto. Continué:
Platón habla de esta crátera a menudo. Incluso en su Psicogonía cita otras dos
vasijas, en una de las cuales se elabora el alma de la naturaleza universal, mientras
en la otra se cocinan las mentes de los hombres.
¿En su Psicogonía, decís? No conozco esa obra. ¿Dónde la habéis consultado?
Que yo sepa hay sólo dos ejemplares contesté. El que yo he podido leer
está en una abadía de los Alpes llamada Saint Gall. Pero allí me dijeron que hay otra
copia en el monasterio de Ripoll, no muy lejos de aquí.
Os agradezco la información dijo Guillen. Pero continuad, porque nos
estamos alejando de nuestro tema.
Disculpad. Os decía que hay muchas referencias sobre el contenido mágico de
este cáliz. Y no sólo en los celtas o los griegos. También sabemos que en los cultos
romanos a Dionisos se bebía de un vaso sagrado, pero quizá sean más interesantes
otras alusiones. Así, las de los pueblos del lejano Oriente, a los cuales conozco por
citas de viajeros italianos, que ven en esta piedra al tercer ojo o urna incrustado en la
frente de una diosa a quien llaman Shiva, en la que se aúnan la sabiduría, el
conocimiento iniciático y la perfección.
Guillen detuvo mis argumentos extendiendo la palma de la mano hacia el frente.
Corregidme si me equivoco; si no os entiendo mal, interpretáis, primero, que
todas las culturas veneran una piedra sagrada dotada de poderes mágicos; segundo,
que dicha roca sagrada está representada en el cristianismo por el Grial; y tercero, que
éste, por tanto, en origen, es una piedra. ¿Es así?
Algo parecido, sí. No puede ser casual que desde la más remota Antigüedad,
todas las religiones hayan conferido poderes mágicos a una piedra para que sirva de
origen y sustento a sus creencias. Y la nuestra, la primera. Recordad las palabras del
mismo Cristo al fundar la Santa Iglesia e institucionalizar su obra venidera tanto
sobre una piedra como sobre el nombre del primer Papa, Pedro. De ahí que os
asegure que, antes que otra cosa, en esencia, en el Grial debemos ver a la piedra caída
del cielo, lapsis exillas, que da origen al Universo. Y de ahí que muchos vean en él a
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la mismísima piedra filosofal, es decir, a la fuente máxima de la energía.
¿Lapsis exilias? ¿Qué queréis decir exactamente?
Bien, me refiero contesté con cautela a la expresión que utiliza Wolfram
von Eschenbach en su Parzival.
Sí, ya sé que os referís a eso me indicó Guillen con impaciencia. Lo que
yo os pregunto es: ¿qué suponéis que significa esa expresión?
Comprendí que llegaba el primer momento de tomar postura. Podía mostrarme
conservador y acudir a la interpretación tópica. También podía contar mis propias
impresiones. Fue sólo un instante, pero no lo dudé. Ahora sé que fue un acierto. Pero
creo que tampoco tenía alternativa si quería conseguir mi objetivo.
Ya os lo he insinuado. En mi opinión, aunque Wolfram hable de lapsis exillas,
lo que quiere decir es lapis lapsus ex caelis, o piedra caída del cielo. Fijaos que, más
adelante, él mismo afirma que la piedra era una joya, una esmeralda que cayó de la
corona de Lucifer durante la guerra entre Dios y Satanás, siendo traída a la tierra por
ángeles que se mantuvieron neutrales.
Guillen miró con inteligencia a sus acompañantes. Al verle, detuve mi
parlamento, pero Guillen no quería interrumpirme. Con un gesto de la mano, me
animó a seguir.
En otras palabras, considero que esta «piedra pura», que contiene en sí mismo
el Grial, no es sino una referencia más o menos directa a la lapis philosophorum o
piedra filosofal que tanto sabios como nigromantes y alquimistas buscan con
denuedo. Eso quería mostrar antes cuando citaba ejemplos de su importancia en todo
el orbe.
Y adoptando la expresión más inocente que pude, continué:
Pero este punto de vista es habitual. Pasa lo mismo en otras culturas
Como me miraban con indisimulada curiosidad, proseguí hablando:
Fijaos. Para los árabes, el Grial es el anillo que dispensa el conocimiento. Los
judíos, en cambio, lo simbolizan en el Arca de la Alianza y las Tablas del Sinaí. Y ya
entre nosotros, los cristianos, los caballeros de la Tabla Redonda lo utilizaron como
emblema de la infinitud, de la bóveda celeste, representándolo por un círculo en una
gran mesa agujereada en su centro, alrededor de la cual se reunían.
Intercambiaron entre ellos otra mirada de complicidad que me desconcertó.
Interrumpí mi discurso. Guillen, entornando los ojos con una insinuación de sonrisa
que no lograba asentársele en la boca, se disculpó:
Veo que conocéis las leyendas artúricas. Perdonad la interrupción, pero nos
interesan en particular
Proseguid, por favor, maestro Hinault.
Sí le confirmé algo conozco de Arturo y Ginebra. Y de Merlín, su mago.
Pero supongo que vosotros estaréis mucho más al tanto de este asunto, por lo que no
insistiré más. Sólo diré que, si el Grial es la copa en la que José de Arimatea recogió
la sangre de Jesús después del descendimiento, también creo que debe ser la
esmeralda que adornaba la frente de Lucifer antes de su caída del cielo. Pues no
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debemos olvidar que Lucifer significa el que lleva la luz
Extendí las manos como indicando lo inabarcable del tema y acabé añadiendo:
No quiero cansaros con más referencias. Tan sólo pretendo constatar que,
después de múltiples lecturas y búsquedas, he llegado a la conclusión de que para
todos el Grial ha sido y es el símbolo que cada religión implica en su vertiente más
íntima. Creo que es tanto instrumento de redención frente al pecado original de
Lucifer o Adán, como sagrario de la eucaristía, sangre del mismo Dios, agua de la
laguna Estigia, elixir de la eterna juventud o, como dije antes, piedra filosofal. Se
trata, para concluir, de una fuente de energía pura que, si como he oído, para vosotros
los templarios puede simbolizar el objetivo o el fin del plan, para el resto de nosotros,
simples iniciados, es la piedra caída del cielo, en la que se sintetizan el poder y la
energía.
Ya lanzado, decidí expresar todo lo que llevaba dentro:
En cualquier caso, os diré lo que supone íntimamente para mí. El Grial
significa la unión con lo divino, el discernimiento, la ascensión a una esfera superior
de conocimiento en la que se comprende directamente a Dios y su creación. En la que
el hombre alcanza su máxima perfección y plenitud espiritual. Creo que, con este
legado, nuestro Señor nos dejó un instrumento único para conseguir trascender a un
estado místico que nos permitiera comunicarnos con Él.
Quedé en silencio, expectante, nervioso, agotado por el ímpetu de una disertación
en la que había puesto todos mis sentidos y desahogado ideas que había ido
acumulando dispersamente a lo largo de mi vida y que, ahora, encontraban un hilo
conductor. Después de unos segundos que sentí interminables, Guillen tomó la
palabra y dijo:
Me sorprendéis, Raoul, no esperaba de vos una respuesta tan extensa. No podía
esperar que estuvierais tan cerca de comprender lo que nuestro sagrado cáliz significa
de síntesis y plenitud de fe.
Debí mirarle con expresión de alivio.
Y por cierto que me agrada continuó. Como sabéis, los templarios somos
los más fieles cristianos, pero también hemos sido capaces de profundizar en otras
culturas
Intervino uno de los caballeros:
Tanto aquí, en Hispania, con el legado de los musulmanes, como durante
nuestra larga estancia en Oriente Medio.
Así es, Alfonso dijo Guillen. Y porque hemos aprendido de las enseñanzas
secretas de los gnósticos, de los coptos, de los esenios, de las religiones solares
siríacas y del culto a la Gran Madre anatólica, comprendemos las inquietudes del
maestro Hinault. También debo insistir en mi sorpresa.
Con un matiz de ironía, que nadie dejó de advertir, abrió las manos y concluyó:
La verdad, no imaginaba una argumentación como la que he oído en labios de
un magíster de la Universidad de París.
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Ahora el que sonreí fui yo. Guillen estaba lejos de saber hasta qué punto esas
«ideas» estaban casi proscritas en mi Universidad. Hasta qué punto sus preguntas me
habían permitido dejarme llevar por mis desvelos. Lo difícil que me había sido
ocultarlos en París, donde a pesar de extremar mis cuidados, era tildado de
heterodoxo e influenciado por los autores árabes, a quienes, por cierto, no tenía más
remedio que utilizar, pues de ellos venían las traducciones de Aristóteles y tantos
otros autores. Lo cierto es que, en esta ocasión, mi osadía estaba siendo bien recibida.
En mi descargo debo añadir que, si bien había tenido muy poco trato con templarios,
estaba informado sobre sus formas de actuar y, por tanto, no hablaba
inconscientemente. Aun así, respiré al escuchar su respuesta.
Pero Guillen no había terminado. No podía hacerlo sin plantear la pregunta ritual.
La verdad es que yo ya no la esperaba. Por eso, aunque sonreí en mí interior, cuidé
muy bien que una expresión de complacencia transformara mi semblante. La enunció
con estudiada parsimonia:
Y bien, maestro, veo que conocéis muchas cosas. ¿Pero acaso sabéis a quién
sirve el cáliz?
La respuesta dije quedamente, ya lo sabéis, nunca se revela de forma
explícita. Como recordaréis, la historia tradicional narra que, tras la pérdida del Grial,
los doce caballeros de la Tercera Mesa se dispersaron por el mundo para hallarlo. En
esa peregrinación Perceval llegó al territorio del Rey Pescador, quien tuvo que asistir
impotente a la ruina y desolación de su reino tras ser herido por la lanza. Pues bien, si
el Rey Pescador permaneció vivo más allá del alcance de su vida normal, aunque
atormentado por la herida, y sólo tras su curación milagrosa por el cáliz sagrado, las
aguas volvieron a fluir por la tierra desolada, haciéndola florecer, la respuesta a lo
que preguntáis sólo puede ser una: Al Rey mismo.
En ese instante Guillen echó a su alrededor una mirada de complacencia, se
acercó a mí y, sin mediar palabra, me dio una palmada afectuosa en el hombro
derecho. Aunque no entendí el significado exacto del gesto, deduje que el examen
estaba transcurriendo a su satisfacción. Suspiré, pasándome la mano por la frente,
pensando que el paso crucial estaba salvado. Faltaban, no obstante, algunos detalles
que, como después me comentaría sin darle demasiada importancia, serían decisivos.
En honor a la verdad, debo decir que no fui plenamente consciente de todos ellos o al
menos no los puedo recordar con exactitud. Recuerdo, eso sí, que la conversación se
relajó gracias a la irrupción de un sirviente que nos trajo un pequeño refrigerio.
Comed un poco con nosotros, Raoul. Creo que anoche no cenasteis y que esta
mañana aún no habéis probado bocado. Comprendería que desearais ayunar, pero os
aconsejo que nos acompañéis. Después proseguiremos.
Agradecí el gesto; si había ayunado desde el mediodía anterior, no fue por un acto
de voluntad, sino porque los acontecimientos y mi impaciencia me habían impedido
comer. Sin embargo, tampoco en ese momento pude descansar; mientras tomábamos
un trozo de pan de trigo, fruta y un cuenco de leche, los caballeros continuaron
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haciéndome pequeñas preguntas sobre mi vida que me obligaron a mantener intactas
mis defensas. Es verdad que la conversación fue cordial, en apariencia
intrascendente, pero percibía detrás de cada palabra sus ojos escrutadores, como si
trataran de contrastar en cada respuesta las reservas que me habían transmitido
inicialmente. Me preguntaron por mi trabajo en la Universidad de París, por los
motivos de mi viaje a Castilla y por otras muchas cosas que no recuerdo. Por mi
parte, me mantuve a la expectativa, prudente, contestándoles con cortesía, evitando
manifestar comentarios polémicos. No obstante, en un momento dado, Guillen me
dirigió unas enigmáticas palabras que no he olvidado:
Vais a Toledo, la Jerusalén de Occidente, la ciudad de las generaciones. Pues
bien, estad atento porque allí todo es obvio y todo está oculto cogió una cebolla de
un cesto y comenzó a pelada, diciendo: Porque en esa ciudad de tradiciones y
conocimiento el enigma es cosa común y lo real, la verdad, como ocurre con este
bulbo, se puede encontrar en cada capa, pero para conseguir el mejor sabor hay que
esperar a las últimas. Y también añadió riendo y llorando al tiempo, igual que
ahora, llegar a ese nivel exige esfuerzo y sufrimiento.
Aproveché el intervalo para intentar relajarme un poco. Era el momento de alterar
las tornas y ser yo el que pudiera parapetarse tras las preguntas. Necesitaba un
pequeño descanso para poder observarlos e intentar calibrar su naturaleza. Así pues,
tomé la iniciativa y les pregunté por el significado del dibujo del extraño pavimento
sobre el que estábamos situados.
Guillen volvió a sonreír, ahora ya abiertamente. Extendió sus brazos y con las dos
manos abiertas en expresión de impotencia dijo que explicar el contenido del dibujo
geométrico que delineaban las baldosas nos llevaría el día entero y que, por otro lado,
parte de sus contenidos eran secretos.
No obstante matizó algo sí puedo contar, pero no ante una pregunta tan
genérica. Decidme, ¿qué os llama la atención?
Tal y como imaginaba, Guillen era buen retórico; no iba a facilitar que pudiese
agazaparme esperando sus contestaciones. Por consiguiente, traté de estimular su
discurso:
He observado que estamos en una sala poligonal, como en otros recintos
templarios que he visto en Francia e Italia, pero nunca había visto un diseño como
éste en el suelo; dos cuadrados concéntricos que contienen a su vez otros cuadrados,
hasta sumar un número de
veamos
esperad que cuente.
No es necesario. Yo os lo diré. Son sesenta y cuatro lados en total. ¿Qué os
parece? ¿Deducís algo de ello? con expresión maliciosa, añadió: Antes de que
nos contestéis, os ayudaré algo. Como habéis dicho, la sala en la que estamos es
efectivamente poligonal, un octógono, para ser más exactos. ¿Y bien?
Opté de nuevo por la prudencia, intentando animarle a explicar lo que esperaba de
mí:
Bueno, el número sesenta y cuatro es el producto de multiplicar ocho consigo
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mismo, ¿no?
La estrategia dio resultado; contestó de inmediato:
Así es. Pero hay algo más que eso. Nosotros nos regimos por símbolos, por
signos iniciales y atributos complejos. Como sabéis, nuestro emblema es la cruz de
ocho puntas, que llevamos en el pecho o en el hombro y veis ahí representada en el
suelo. La cruz pateada, sí.
Nosotros preferimos llamarla Cruz de las Ocho Beatitudes. En ella, Raoul, si
sabéis mirar, está todo
¿Todo? repetí.
Sí, todo nuestro alfabeto está ahí miró a sus compañeros y luego a mí. De
hecho, necesitaríais una vida para conocer su contenido secreto, pero ahora sólo haré
referencia a vuestra pregunta. Fijaos en su forma. Pues bien, esta cruz, incluida en un
polígono, determina un octógono, es decir, la planta o esquema básico de nuestras
capillas, las cuales, como sabréis, constan de dos cuerpos
Ya entiendo respondí. Queréis decir que, dado que esta sala está en una
cueva, ¿con el número sesenta y cuatro habéis representado simbólicamente los dos
pisos que debería tener la capilla?
Ciertamente, pero ésa es sólo la simbología inicial de la que os hablaba antes.
Veréis, hay dos recintos que vienen determinados por el numero ocho, pero ésa no es
sino una cifra base a la que se debe añadir el signo mediador de la cruz. La capilla no
puede entenderse sin su relación con el centro, con la unidad, con el uno. Por tanto,
su esquema contiene tanto al ocho, como al ocho más uno, el nueve. Y el nueve,
querido amigo
Ante la mirada de perplejidad de uno de los caballeros, Guillen le hizo guardar
silencio con un ademán y acercando su rostro a mi cara, continuó:
En su interpretación jeroglífica, el nueve significa el asilo, el refugio que los
hombres se procuran para protegerse de los peligros que les acechan. Su
representación es una muralla escondida y erigida para guardar un tesoro
No pude contenerme y exclamé:
¡El Santo Grial!
Así es. El nueve identifica al Santo Grial. Pero venid conmigo, hora es de que
podáis contemplarlo
Os estáis haciendo merecedor de tal privilegio.
Guillen de Monredón se levantó con lentitud, ofreciéndome el brazo para
ayudarme a hacerlo. Ante mi incredulidad, nos dirigimos a la pared de roca, en la que
únicamente sobresalía una de las antorchas que iluminaba la estancia. Con un gesto
apenas perceptible, accionó un mecanismo secreto, abriéndose ante nosotros una
pequeña entrada y tras ella, un pasadizo umbrío. Después descendimos algunos
escalones y atravesamos un largo corredor cubierto por una larga inscripción que no
pude leer; todavía me tenía reservada otra prueba:
Querido hermano Raoul, está siendo para mí una inmensa satisfacción haberos
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conocido. No es frecuente encontrar clérigos capaces de buscar más allá de lo
evidente.
Gracias contesté en un murmullo.
No hay nada que agradecer. Continuamente llegan aquí compañeros de vuestra
orden, o franciscanos, y condes y obispos de todos los lugares. Unos y otros vienen
siempre con la misma obsesión, con la misma pretensión que vos: ver el Grial y, si es
posible, tocarlo; sin comprender que permitir verlo sin haber profundizado en su
entendimiento para nosotros es una profanación.
Y por eso habéis establecido estas pruebas dije yo.
Yo no diría tanto puntualizó. Son un pequeño rito que nos permite
averiguar el grado de iniciación de los solicitantes.
¿Grado de iniciación? repetí.
Exacto. Vos habéis demostrado estar buscando la verdad y hacerlo con algo
más que el deseo, lo cual, puedo asegurároslo, no es común. Los demás, en general,
viven de los dogmas y de las verdades establecidas y no sé si es que no osan
cuestionárselas o es que son incapaces de ello. Pero vos sois diferente, por eso, os
quisiera preguntar, de forma personal, por un tema que me preocupa y del que
difícilmente puedo hablar: ¿qué opináis sobre la leyenda que identifica a María
Magdalena con la mujer que porta el Grial?
Sentí que pisaba terreno movedizo. Una cosa era discutir sobre significados y
números y otra, posicionarse ante posibles herejías. Elegí, en consecuencia, un
camino cauto y sin emitir ningún juicio de valor, le comenté que había oído hablar de
un texto apócrifo en el que se relataba que María Magdalena había sido la esposa
terrenal de Cristo.
Sabido es le dije que los judíos ortodoxos y Cristo era uno de ellos
estaban obligados a casarse. Y en efecto, como decís, una vieja tradición afirma que
se desposó con ella. Tras la Pasión y muerte de nuestro Señor, María Magdalena
emigró a Francia y contrajo matrimonio de nuevo con un miembro de los Anjou o de
los Plantagenet; en este punto no hay acuerdo entre los diversos relatores. En
consecuencia, al menos teóricamente, una de esas dos dinastías lleva en sus venas la
sangre de Cristo, sang real, es decir, al mismo Grial.
Mientras hablaba, Guillen me observaba con atención, pero mantuve un tono de
voz sereno, tratando de que mi relato sólo contuviera los acontecimientos de la
leyenda. ¡En fin!, supongo que superé bien aquella última prueba, pues no respondió
nada. Lo cierto es que nos estábamos acercando a un pequeño salón cubierto por una
falsa bóveda, bajo la cual había tres caballeros fuertemente armados. Tras sortearlos,
Guillen introdujo una pesada llave que llevaba colgada de una cadena en una puerta
de metal. Cuando la abrió, penetramos en una sala redonda cubierta por cortinajes, en
cuyo centro se erguía un altar de piedra. Encima de él, sobre un lienzo blanco había
una arqueta de marfil, labrada minuciosamente. Y dentro de ella, el Grial.
Pasé más tiempo del que puedo recordar en aquella sala. Cuando salí, creía que
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todos los acontecimientos del día me habían ocupado la mañana. Era, sin embargo,
noche cerrada. El tiempo, volátil como el humo, había transcurrido sin sentirlo. En
realidad, ahora que reconstruyo los acontecimientos, era natural. Entonces, ni lo
comprendí, ni me preocupó demasiado. Estaba embelesado con la fortuna que me
deparó el encargo del buen Hugo de Conques allá en París. Y todavía más,
embargado de una felicidad mística que soy incapaz de transcribir. Es verdad, soy un
religioso, pero también lo es que he pasado más tiempo en los scriptoria de los
monasterios que frente a los altares dedicados a Nuestro Señor. Si he de hacer balance
de mi vida, es indudable que las horas de reflexión y estudio superan con mucho a las
dedicadas a la oración. Por eso debo confesar que ni estaba preparado, ni puedo
expresar aquel estado de arrobamiento en que quedé, aquel ensimismamiento en el
que sentía la extraña sensación de ir perdiendo todas mis potencias, o por intentar
aclararlo mejor, no las sentía desaparecer sino que, aunque no estuvieran perdidas,
estaban como absortas, inhábiles para actuar mediante la razón. Era un estado de
embriaguez y felicidad tal que el cuerpo se me mostraba como si no tuviera
consistencia. En el que cualquier razonamiento y aun la mente misma se anulaba en
la contemplación.
Pero ya digo, ni sé, ni quiero transcribir más sobre aquellos momentos. ¿Para qué,
además? ¿Qué sentido tiene poner en palabras lo indescriptible? ¿De qué sirve que
pormenorice sobre el papel la forma de aquel cáliz sagrado? ¿Importa, acaso, que
fuera de calcedonia o ágata? ¿O que su pie y nudo estuvieran labrados en una
filigrana de metal? No. Mil veces no. Baste reseñar tres cosas: la primera, la más
importante, que salí bendecido del lugar y que su recuerdo, que llevaré siempre
presente, ha hecho de mí un hombre diferente.
Y después, algo casi obvio. La lealtad a los hombres y al símbolo. Si Guillen y el
resto de los caballeros me abrieron su corazón para demostrarme que la mayoría de
los hombres no están preparados para ver el Grial, si habían establecido todo un
rosario de pruebas para acreditar quién merecía acercarse al cáliz sagrado, ¿acaso no
me comportaría como un traidor con ellos, y lo que es más importante, con sus
enseñanzas, si traicionara su confianza pormenorizando sobre el papel su apariencia
externa? Una de las lecciones de aquella experiencia fue asimilar que describir al
Santo Grial sería tanto como profanarlo.
Pero hay algo más, algo que deberían comprender bien los hombres como yo,
peregrinos permanentes del conocimiento. Ciertamente, resultó fundamental para mí
llegar al Grial, sentir entre las manos su tacto, pero también lo es que quizá no fuera
menos importante su búsqueda. Gracias a ese itinerante camino, a esa idea en mi
corazón, a esa permanente obsesión, he podido obtener otras riquezas que nunca
hubiera hallado si no hubiera estado poseído por tal deseo.
Ahora, contemplando todo aquello desde mi atril toledano, doy gracias a Dios por
haber tenido la dicha de haber conocido su precioso Cáliz, pero se las doy también
por haber dificultado el camino en mil ocasiones, por haberme obligado a realizar
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tantas lecturas, visitar cortes y monasterios en toda la cristiandad, y hablar con
hombres de todas las razas y culturas, sabios y sencillos, nobles y mendigos. Doy
gracias también por haber debido superar tantas pruebas. Y también le agradezco que
me permitiese conocer a aquel Guillen de Monredón, que forzó mis conocimientos y
mi fe. Finalmente, le estoy reconocido porque ello haya ocurrido cuando ya soy un
hombre viejo. Le venero en especial al permitirme comprender ahora que mi
satisfacción es mayor por haber pasado la mayor parte de mi vida. Si soy un hombre
que ha empleado buena parte de las fuerzas que recibió de Él en ese empeño, un
hombre que ha hecho de la búsqueda del Grial un faro en su navegación, ese hecho,
para un anciano viajero, tiene incluso más importancia que el objeto del deseo.
Quisiera añadir una cosa más, un dato final para justificar la imposibilidad de
narrar aquellos momentos. Quizá muchos podrían decir que con el Grial, a pesar del
tiempo transcurrido hasta su encuentro, había conseguido llegar a mi destino. Incluso
podría pensarse que lo había logrado. Pero no es ésa mi idea del destino, pues, ¿qué
quedaría, entonces, al llegar a él? Quien crea que llegué al puerto definitivo no
comprende el espíritu del verdadero homo viator. Como los antiguos marineros de los
relatos de la Antigüedad, yo conseguí recalar en el puerto más importante de mi
tránsito, pero eso no significaba renunciar al periplo. Todavía resta por delante otro
universo de destinos. La condición de transeúnte constante, hombre en el camino,
obliga a virar permanentemente.
De todas formas, es inútil explicarlo. Cuando ahora intento anotar gráficamente
mi postura descubro con pesar lo baldío del intento. Quiero decir lo siguiente: ya sé
que es muy improbable que alguna vez ocurra, pero si, por casualidad, estas líneas
que escribo trabajosamente son vistas por alguien que sea capaz de comprender el
valor de una búsqueda como la del Grial, sin duda entenderá por qué es innecesario
describir la apariencia física de aquel maravilloso cáliz. Y si no lo entiende, debo
confesar que me resulta imposible explicárselo. Hay ciertas cosas que sólo se pueden
aprender a través de uno mismo.
Pero debo continuar mi relato. Todavía permanecí otros dos días en el monasterio.
Fueron largas horas de conversación y de silencio las que aún habría de pasar en
compañía de don Guillen de Monredón. La noche anterior a mi salida, mientras
cenábamos solos en su celda, cuando ya me iba a despedir, tuvo otro detalle
conmovedor:
Hace diez años me dijo fui, como vos ahora, peregrino del Camino de
Compostela. De aquel viaje, guardo como recuerdo acontecimientos entrañables que
no puedo compartir. Y conservo también un hábito de peregrino, un bordón y un
sombrero de ala ancha. Como he visto que no lleváis la indumentaria apropiada para
el viaje y aunque están viejos y raídos, me gustaría ofrecéroslos en recuerdo de las
horas que hemos pasado juntos. Si os digo la verdad, no sé muy bien por qué los he
conservado, aunque a veces, como ahora, la vida da sentido a hechos que uno
consideraba sin mayor trascendencia. Veréis que no valen mucho, pero sé que vos
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sabréis apreciarlos.
Conforme me decía estas palabras, se acercó a una silla donde tenía preparados
los aderezos y me los fue dando uno a uno:
El bordón es de buena calidad. No es sino un sólido bastón de fresno, rematado
por un hierro afilado, que ¡alabado sea el Señor!, nunca tuve que utilizar salvo para
ayudarme en el viaje. El sombrero está un poco gastado, pero es de buen fieltro y
creo que todavía servirá. De todas formas, consejo de antiguo caminante, os sugiero
que utilicéis debajo de él un gorro para proteger la nuca. Los días son fríos y la
travesía es larga. En cuanto a mi vieja capa peregrina, no vale nada en dinero, pero la
librea del santo Santiago que lleva bordada me fue confeccionada especialmente por
uno de los monjes benedictinos del monasterio. Un hombre de imaginación
portentosa en las ilustraciones de pergaminos que estuvo dos años en estas sierras. Se
llamaba Benito y no he vuelto a saber de él, pero era uno de los hombres más diestros
que he conocido con el pincel y la pluma. Para mí fue un honor llevarla y confío en
que también lo sea para vos.
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V. LOS SIGNOS DEL CAMINO
Marzo de 1257
Cuando al día siguiente, casi al alba, salimos, me sentía colmado de una plenitud
que no recordaba desde mis años jóvenes. Enrique y Luca, a quienes prácticamente
no había visto durante la estancia en San Juan de la Peña, fueron al principio callados,
pero después me abrumaron con preguntas sobre mi visita. Por su parte, Velasco se
mantenía detrás, en silencio. Les conté algunas cosas. Pocas. Muchas menos de las
que he transcrito en estos pliegos de papel, porque he de confesar que, si bien
caminaba optimista y feliz, recreándome en los acontecimientos vividos, no me sentía
inclinado, como ahora, a compartirlos. De todas formas, cabalgamos contentos hasta
el monasterio de Leyre, donde, tras hospedarnos, pudimos saborear un licor
elaborado por los monjes, al que llamaban benedictine. Según aseguró el encargado
de la bodega, estaba compuesto de treinta y seis hierbas y puedo dar fe de que es tan
sabroso al paladar como peligroso para la cabeza. Nos aconsejó beberlo con
moderación, pues como advierte san Agustín y nos recordó el cillerero, quien, por
cierto, tenía una nariz sospechosamente rojiza, «la embriaguez anula la memoria,
trastorna el sentido, desprecia la mente, confunde el intelecto, traba la lengua y
embrolla las palabras». No obstante, Enrique y Luca pueden dar testimonio de otros
efectos no sólo menos perturbadores, sino incluso contradictorios, pues mientras el
primero cayó en un estado de melancolía, el italiano nos entretuvo, alegre y
dicharachero como no le había visto hasta entonces, con acertijos y canciones de su
país. Era curioso el carácter de estos dos muchachos. Tan parecidos en entusiasmo y
ambiciones y tan diferentes en su forma de ser. Observar sus reacciones, comparar
sus comentarios, calibrar la diferente forma que tenían de acercarse a mí, constituyó
durante el viaje una de mis distracciones preferidas.
Luca tenía una manera de ser muy latina, muy entusiasta de las frases, de las
actitudes. No comprendía el espíritu paciente del clérigo, su vaguedad, su misticismo,
su piedad. Creo que a veces confundía la sensualidad y la grosería con la belleza.
Ahora bien, poseía esa sonrisa permanente tan típica de los italianos, esa aparente
cordialidad que no se sabe si es simple simpatía fingida u obsequiosidad aprendida.
Enérgico y decidido, aunque no demasiado inteligente, era, sin embargo, curioso y
listo. También un poco contradictorio. Luca era capaz de pasar en segundos de
extremadamente expansivo a extremadamente reservado. Tenía atributos poco
comunes, como esa forma de ser que tan buenos resultados da en la vida: dudas
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constantes, miradas melancólicas, supuesta docilidad
y, en el fondo, profundo
egoísmo. Estaba hecho para seducir, para ser mimado
Sin duda, tenía una
inclinación natural para la intriga, una capacidad particular de ganarse la simpatía de
cualquiera. Pero no deseo criticarle, siquiera veladamente, porque además tenía otros
méritos destacables como, por ejemplo, la independencia. Fue capaz de atravesar su
país y abandonar una posición cómoda, quizá de segundo nivel, pero segura, para
intentar abrirse camino por sí mismo. A pesar de ello, nunca estuve seguro de él: a
veces tenía la impresión de que su interés era fingido, que oía, pero no escuchaba.
Enrique, en cambio, es expeditivo, constantemente está haciendo planes y, según
parece, realizándolos. Aunque pregunta mucho, pertenece a ese tipo de hombres
decididos que no albergan dudas cuando han tomado una resolución. Posee además
las cualidades que siempre he envidiado: una vista casi perfecta, el oído agudo y,
sobre todo, un olfato finísimo, capaz de apreciar matices extraordinarios.
Acostumbrado a trabajar con la piedra, con la tierra, está cerca de los elementos y ha
desarrollado o posee de nacimiento un olfato extraordinario. Una mañana, mientras
nos explicaba nuestros olores específicos y describía con precisión las diferencias,
recuerdo haber pensado en la generosidad de Nuestro Señor, otorgando o negando
capacidades, permitiendo que un ser humano desarrolle o tenga de nacimiento un
sentido capaz de advertir escalas enormemente sutiles, mientras otros, entre los que
me encuentro yo mismo, son incapaces de sentir a alguien a través de su olor y sólo
de su olor.
Es asimismo orgulloso, hasta el punto de desarrollar aptitudes para las que está
poco capacitado. Aunque le gustaría ser tan independiente que fuera imposible
catalogarlo, lo cierto es que, con su actitud hostil a las limitaciones impuestas, ha
conseguido convertirse en aparejador cuando su destino natural le llevaba a ser un
simple cantero. Con una audacia impropia de su condición ha sido capaz de conocer
lo que podía abarcar y amoldarse a ello.
A diferencia de ellos, mi carácter es poco expansivo. Necesito ondularme, trazar
curvas, como los ríos; saborear los acontecimientos, las cosas. Necesito del tiempo y
la observación. Pero, sobre todo, me es imprescindible el afecto. Quizá sea un poco
ingenuo, pero lo cierto es que disfruto cuando puedo simpatizar con una persona,
cuando siento que mis palabras le abren nuevos caminos. Creo que tengo una
sensibilidad más aguda que otros hombres de mi linaje, quizá fomentada por mi
voluntad, que creo es tenaz. No por mi inteligencia, que algunos erróneamente juzgan
demasiado elevada. Lo cierto es que la sensibilidad me domina. Y también que, por
miedo a convertirla en sensiblería, la he ido transformando en una actitud mucho más
cerebral, algo que está más cerca de la ironía y del desapego que de lo sensible. A
veces mis compañeros me han reprochado cierta indiferencia hacia las personas que
considero injusta. Incluso cierta afectación. No es verdad, los acontecimientos me
influyen, y generalmente los siento ocurrir dentro de mí. Quizá por eso tengo
necesidad de adoptar un aire de lejanía. También sé el efecto que suelo producir en
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las gentes y a veces, ¡Dios me perdone!, juego con eso, tratando de provocar
reacciones incluso antagónicas por el simple placer de verlas. Y cuando hablo de
efectos, no solamente pienso en el juego de las simpatías, sino que sé el lugar exacto
que atribuyen a mis frases y mis maneras. Creo que, en ocasiones, podría anotar
gráficamente el estado de ánimo de mis interlocutores respecto a mí, sin
equivocarme.
Continuamos la marcha. Llegamos a Leyre por una sierra peligrosa, llena de aves
rapaces, águilas, buitres y azores. Las vimos volar camino del cielo y acechar desde
las rocas, por lo que sentimos miedo y aceleramos el paso hasta atravesar la foz de
Lumbier y el río Irati. Cuando cruzamos el puente Jesús, el paisaje se serenó. En el
arroyo, que venía escurriéndose desde el puerto, se podían pescar buenas truchas. Lo
comprobamos pronto; mientras descansábamos, Velasco entabló conversación con un
mozo que bajaba cantando por el sendero del puerto, sentado sobre las ancas de un
asno recio y blando. Después nos ofreció compartir sus truchas e hicimos una
hoguera para tomarlas a la brasa.
Esa noche se nos unió una vendedora ambulante, que viajaba en un gran
carromato con una niña de unos diez años vestida de forma extravagante: su falda,
muy larga, estaba adornada de un juego de volantes, la blusa estaba hecha de retales
como un mosaico y alrededor del pelo llevaba una cinta de terciopelo azul. Además
calzaba unos enormes zuecos blancos que le desbordaban los pies. La mujer era muy
vieja. Pequeña y flaca, algo cargada de hombros, tenía el pelo negro y crespo, untado
con aceite para que no abultara tanto, y la cara cubierta de unos polvos amarillos para
ocultar su tez olivácea. Con ello había conseguido perder algo de color, pero también
acentuar sus rasgos demacrados. Parecía una bruja. Sin embargo, era buena
conversadora y cuando terminamos de cenar, alrededor de la fogata, nos contó
historias de aparecidos y muertos que hicieron las delicias de nuestro pequeño grupo.
Sabía de quiromancia y nos leyó las manos a Luca y a mí. Del italiano pronosticó
toda clase de aventuras y deslices. Le dijo que pronto se vería envuelto en una
relación amorosa con dos mujeres al tiempo.
Te será complicado salir de ella le advirtió. Pero no olvides esto. La clave
para solucionar tu problema es la siguiente: primero, lo más importante, saber
controlar las bajas pasiones; y segundo, tu capacidad para discernir los consejos de
buena fe de los mal intencionados luego se quedó como absorta por unos instantes,
y acabó diciéndole: Si puedes, acuérdate de apartarte en el momento oportuno,
pero ¡vaya
! ¿Sabes qué te digo? ¡Diviértete cuanto puedas! La vida es corta,
muchacho
Ninguno entendimos muy bien sus enigmáticas advertencias, aunque más tarde se
vería que aquella mujer no era una farsante. Conmigo estuvo más comedida, aunque
no menos intuitiva. Advirtió de inmediato mi posición entre los cuatro y me trató con
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deferencia, augurándome que sería reconocido por lo que no esperaba y no obtendría
reconocimiento de lo que imaginaba. Lo dijo así, con esas palabras. Luego añadió
algo que tampoco supe entender y he recordado a menudo: «No seas impaciente
me dijo. Quieres comprender demasiado pronto. Tienes un cometido harto difícil
como para captar los detalles con tanta premura». Sin embargo, olvidé sus palabras
no bien las hubo pronunciado porque después me previno sobre los efectos de la
embriaguez, y ese comentario me pareció bastante simple, pues nunca en mi vida me
había emborrachado.
Cuando iba a leer la mano de Enrique, se quedó quieta mirando al buen Velasco,
quien tenía la virtud de permanecer agazapado y pasar desapercibido entre las
sombras. Éste, al fin, dio la cara y le dijo que no deseaba conocer su futuro. La mujer
no dijo nada, permaneció con los ojos clavados en su imponente figura. Velasco,
incómodo, acabó por preguntarle si deseaba algo de él. Ella le contestó que le
permitiera verle los ojos de cerca y mirarle su mano derecha aunque a los demás nos
hubiera visto la siniestra. Rezongando, Velasco acabó por asentir con la cabeza. Ella
le cogió la palma con suavidad; mientras se concentraba pude observar que cambiaba
de expresión y parecía asustarse. Luego, al interpretar lo que veía, fue muy escueta y
acabó con mayor rapidez que con el resto. Velasco, con su discreción habitual,
atendió en silencio y no profundizó en sus palabras. Después, la mujer alegó estar
muy cansada por el viaje y se retiró a dormir debajo de su carromato, a pesar de las
protestas de Enrique, inquieto por conocer qué le tenía reservado el destino.
A la mañana siguiente, mientras preparaba mis enseres, observé a la niña
recogiendo hojas del suelo para hacer un ramillete: grandes hojas verdes ligeramente
descoloridas. Tenía el pelo largo y sucio y el rostro pálido, muy pálido, como de
porcelana blanca, con una naricilla respingona y unos ojos oscuros vivísimos. Me
gustó ver su expresión de inocencia, sus hermosos cabellos rubios maltratados por los
días de caminar. Pensé que debía ser imposible que aquella mujer vieja y fea pudiera
tener una hija tan pequeña y dulce como ésta. ¿Quién sabe qué historia esconderían?
Al poco, algo me interrumpió y no volví a pensar en ellas hasta que nos abandonaron
en las puertas de Sangüesa.
Aunque no quiero detallar en exceso mi relato del Camino de Santiago, debo
mencionar la impresión que nos causó el Juicio Final de la iglesia de Santa María la
Real de Sangüesa, firmado por el mismo maestro del tímpano de la catedral de Jaca,
Leodegarius. Al tiempo que Enrique explicaba a Luca y Velasco la disposición según
los patrones oficiales, Santiago a la derecha de la Virgen, bajo el Pantocrátor,
abriendo el cortejo de Apóstoles, yo veía otra escena. En ella, los animales
fantásticos, los personajes mitológicos y las alegorías de los vicios y las virtudes se
amontonaban como motivos iniciáticos de un mensaje en clave. Mis largas
conversaciones con Guillen de Monredón, allá en San Juan de la Peña, me habían
preparado para descubrir signos ocultistas. Gracias a eso, vi al herrero y a la mujer
que amamanta la serpiente. Y el monstruo aparentemente devorador que, en realidad,
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trata de explicar al hombre que, para llegar al conocimiento, debe penetrar en su antro
y arrancarlo, del mismo modo que entró Jonás en el vientre de la ballena. También
pude ver un laberinto y una sirena de doble cola. Y corroborar cómo todos los
personajes, incluso los condenados del Juicio Final, tenían el semblante feliz de los
poseedores del conocimiento.
Pero si en Sangüesa las esculturas atestiguaban que hay muchos modos de ver la
realidad, en la pequeña iglesia de Eunate, apenas unas leguas al oeste, la arquitectura
se transfiguraba en símbolo. Me había encarecido Guillen que no dejara dé visitarla, y
agradecí su consejo. Su extraño nombre procede del idioma de la región, una lengua
imposible que llaman vascuence, y significa cien puertas, supongo que por su extraño
claustro, más bien deambulatorio, que, como en San Juan de la Peña, también está
descubierto, sólo que aquí rodea por completo la pequeña capilla de la orden
templaría. Después de saludar a los caballeros y gracias a la intercesión del nombre
de Guillen de Monredón, se nos permitió visitarla. En su interior pudimos recorrer los
espacios reservados a cada uno de los ritos del ceremonial templario. Los lugares del
ritual de iniciación, donde se despojaban de sus vestiduras anteriores. Los lugares de
la práctica de las pruebas y de la consagración, es decir, donde se purificaban por el
agua, se revestían del nuevo hábito rojiblanco, ayunaban y comulgaban. Vimos la
pequeña habitación donde el futuro caballero velaba las armas. Y también el sitio
donde se realizaba el símbolo esencial, la recepción de la espada, el golpe sobre el
hombro que daba fe de su tránsito a caballero templario. Finalmente, recorrimos el
círculo reservado al resto de los camaradas durante la ceremonia de la investidura,
hasta concluir en el punto donde, una vez investido, el caballero pronunciaba su
solemne juramento frente a la atenta mirada de sus compañeros de armas.
De esta forma pudimos penetrar, aunque fuera superficialmente, en algunos de
sus enigmas. En los muros de la ermita vimos representaciones de espirales, conchas
y patas de oca. Gerard de Molay, su sargento, nos contó escuetamente el orden
secuencial que debía seguirse al visitar el recinto sagrado. Pero sobre todo vimos sus
bafomets. Los famosos bafomets templarios. Fue Luca quien se fijó primero y nos
llamó la atención sobre ellos, extrañado ante un capitel que representaba dos cabezas
humanas de enormes ojos abiertos, escrutadores, cuyas barbas se entrelazaban
formando espirales. Cuando preguntamos a Gerard por ellas, sonrió con malicia y,
acompañándonos al interior, nos mostró una cabeza-relicario de tamaño casi natural,
también con dos rostros, delicadamente labrada en plata, con los cabellos rizados y
las barbas pobladas. Pero Gerard era obstinado, no quiso indicar ni la reliquia que
contenía, ni los ritos que practicaban con ella. Protestamos con firmeza, pidiendo una
explicación, pero no conseguimos sacarle una palabra. Con aire ausente, el caballero
escuchaba las preguntas, mirándonos con tranquilidad. Después, esbozó una sonrisa y
pareció caer en la cuenta de algo. Dirigiéndose a mí, nos narró esta enigmática
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historia:
Supongo que no habréis oído hablar del papa del milenio, Silvestre II. Se
llamaba Gerbert dAurillac. Su historia es muy instructiva. Siendo muy joven, se
escapó del convento donde profesaba, en Auvernia, para viajar a Hispania y estudiar
con los árabes. Pronto su ciencia superó a la de todos sus maestros, salvo a la de un
anciano que poseía un libro con todas las respuestas
Sí le interrumpí, el famoso Libro de la Ciencia o Abacum.
Gerard me miró con resquemor.
Ése será. Para lograrlo, Gerbert sedujo a su hija y consiguió el tratado. Como
era lo único que le interesaba de ella, buscó una excusa para marcharse y regresó a
Francia a ejercer como clérigo. Con el paso del tiempo, su fama científica y su piedad
le llevaron al arzobispado de Reims. Durante estos años hizo muchos prodigios y
otras maravillas, despertando tanto las alabanzas como los celos. Entre los que le
envidiaban se encontraba el mismo Papa, quien llegó a excomulgarle. Sin embargo,
¡Dios es justo!, un día después de cometer esta iniquidad, murió de repente, siendo
sustituido precisamente por Gerbert.
O sea que Gerbert llegó a Papa preguntó Luca.
Ya nos lo ha señalado antes, muchacho le interrumpí con rapidez. Pero lo
que dices tiene interés, porque su nombre no aparece en la lista oficial de papas
Sin embargo, ejerció su pontificado entre los años 999 y 1003 dijo Gerard
con voz autoritaria. Luego bajó el tono: Lo importante es que llevó a Roma sus
tesoros. Entre ellos destacaba el astrolabio, el reloj de péndulo y un órgano hidráulico
a vapor. Pero, sobre todos, sobresalía una fabulosa cabeza de cobre llamada bafomet,
accionada mediante un mecanismo secreto. Tenía la facultad de contestar sí o no y
predecir el porvenir.
Intenté suavizar la actitud de Gerard.
Silvestre II fue un hombre por delante de su tiempo, comprendido por pocos,
inspiró a los más un temor reverencial y muchos se alegraron con su muerte.
Muy cierto corroboró. No obstante, los caballeros templarios veneramos
su recuerdo
¿Y qué pasó con la cabeza? preguntó Luca, que estaba verdaderamente
fascinado con la historia.
Pero Gerard no respondió. Aunque le insistimos, se mantuvo en silencio,
mirándonos con calma, sin que nuestras palabras le hicieran el menor efecto.
Finalmente, opté por explicar a Luca lo que había oído sobre el asunto.
Según contaban en París le dije el bafomet pasó a manos del franciscano
inglés y venerable filósofo, Roger Bacon, si bien ahora parece estar en poder de
Alberto el Grande, el ocultista alemán.
A Gerard de Molay volvió a irritarle mi aclaración. Sonrió con acidez, nos miró
con lentitud y empezó a contar otra historia, mucho más simbólica y terrible,
matizando al empezar con un tinte de ironía demasiado explícito:
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Como sin duda conocéis, maestro Hinault
Su relato trataba de un noble caballero de Sidón que se enamoró locamente de
una joven llamada Ise, que murió repentinamente en Estella. Decepcionado y loco de
deseo, se negó a aceptar que la muerte pudiera frustrar su amor. El día de los
funerales, después de enterrarla, el caballero esperó hasta que se marchara su familia.
A continuación, se situó frente a la sepultura y pasó la noche en vela salmodiando una
extraña oración, como si se estuviera preparando para algo. Poco antes del amanecer
profanó la tumba de la doncella y la violó repetidamente. En el momento de finalizar
su horrendo acto, escuchó una voz de ultratumba que le reprochaba su actitud y le
alababa la prueba de amor. La siniestra voz le hizo saber que, si había tenido el valor
de llegar hasta allí, debía aceptar las consecuencias naturales de su gesto, exigiéndole
regresar al mismo lugar pasados nueve meses. Al desenterrar a su amada hallaría,
primero, una cabeza, fruto de su obra, de la que no debía separarse jamás, pues le
proporcionaría cuanto deseara. El segundo presente sería una alianza, la misma que el
caballero no había podido colocarle. Su prometida llevaría puesto el anillo para
probar sus postreros desposorios.
Ese anillo le dijo la misteriosa voz, te permitirá obtener el amor de
cualquier mujer que lo enlace.
Gerard quedó un momento en silencio, comprobando el efecto de sus palabras.
Al concluir el plazo continuó diciendo, el caballero, aterrado, cumplió el
mandato y regresó a la tumba. Al descubrirla encontró, entre los muslos marchitos de
su amada, la cabeza que le había anunciado la voz. Gracias a ella realizaría toda clase
de prodigios.
O sea, el bafomet dijo Enrique sin poder contenerse.
Gerard se volvió hacia él sin contestar. Yo me adelanté y le puse la mano en el
brazo, asintiendo en silencio con la cabeza; no quería interrumpir el relato.
Después de coger la cabeza continuó Gerard, el caballero abrió la mano
derecha de su dama y le acopló entre los dedos una rosa blanca que había recogido
unos momentos antes sin saber muy bien el motivo. Quizá nos dijo Gerard, para
compensar con un pequeño regalo el símbolo de pasión y supervivencia que se
llevaba.
Junto a la rosa quedó también el anillo en su dedo, porque, según nos dijo Gerard,
«a pesar de su poder, nadie debía osar tocar jamás esa prueba de amor perfecto».
Cuando Gerard finalizó de hablar guardamos silencio, impresionados por la
historia. Y si bien el templario persistió en su mutismo, era bastante para mí, que
empecé a comprender alguno de los significados ocultos del bafomet, aunque no para
mis compañeros, que le acosaron con preguntas que no tuvieron respuesta. Por mi
parte, miré lentamente el capitel, pensando mientras jugueteaba con los dedos que, si
la doncella se llamaba Ise, parecía razonable suponer que se estaba realizando una
alegoría sobre la leyenda de los amantes de Isis. Según ésta, aquel que se atreva a
levantar un pico de su velo, aquel que ose tocarla y descubrirla, es decir, aquel que
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tenga el valor de romper con las convenciones establecidas, violará sus secretos más
ocultos, obteniendo de esa forma el instrumento de la sabiduría y el poder.
Seguimos recorriendo el lugar cabizbajos y pensativos. Gerard nos acompañaba
distante y con un punto de ironía en su mirada, satisfecho de habernos intrigado y
seguro de nuestra impotencia; seguíamos en el umbral de los misterios, sus palabras
no contenían explicación alguna. Viendo su expresión altiva, decidí devolverle la
moneda. Por eso, cuando ya montábamos en nuestras caballerías, después de
habernos despedido, me volví y con voz muy serena, le dije:
Probablemente vuestro relato entre Ise y el caballero de Sidón tenga que ver
con el famoso acertijo alquimista: la materia prima debe recogerse en el sexo de Isis.
¿No os parece así, mi querido amigo?
Gerard se quedó atónito, y a mí debo confesarlo no me importó. Se había
comportado de un modo que, ahora, en la distancia, sólo puedo calificar de arrogante.
Lo dejamos atrás, con la vista fija en nosotros, mientras mis dos compañeros me
interrogaban a mí con la mirada. Recuerdo que me volví varias veces y que durante
mucho tiempo permaneció inmutable su silueta a contraluz, recortándose contra el
horizonte, mirándonos fijamente en medio de aquella inmensa llanura donde se alza
solitaria la enigmática magia templaría de Eunate.
A mediados de marzo llegamos de mañana a Puente la Reina, para recuperar el
sendero principal del Camino, ya que en Jaca y Eunate nos habíamos desviado de su
ruta y esta villa era el punto de encuentro de las calzadas que conducían a Santiago de
Compostela desde todos los países de Europa. Después de haber transitado días y días
en soledad, nos sorprendió la algarabía que envolvía al próspero burgo. Al poco de
internarnos en sus calles, un tanto desconcertados por el ruido de nuestro alrededor,
nos detuvimos en el centro de un puente que atravesaba el río Arga para decidir qué
haríamos. Luca propuso buscar una posada donde pudiéramos disfrutar de una buena
comida y descansar. Nos pareció una excelente idea. La experiencia de Jaca nos había
enseñado a no perder tiempo si queríamos conseguir una cama para cada uno.
Nuestra previsión fue recompensada por la suerte y encontramos alojamiento. Tras
instalarnos, salimos a conocer la villa. Después de atravesar un rosario de callejuelas
y plazas, desembocamos en un mercado de especias, frente al puente de entrada que
dividía la ciudad: el Pons Reginae. Con sus seis grandes arcos de medio punto,
trasmitía una inolvidable sensación de elegancia y sobriedad. Por lo demás, la ciudad
estaba llena de gente y crecía continuamente en torno al trazado de la calzada en una
calle larga y sinuosa a cuyo alrededor se habían instalado multitud de tenderetes.
Por la tarde Velasco hizo nuestra fortuna, averiguando por el marido de la
posadera que su mujer era bretona como yo. Vino a verme y descubrimos que
habíamos nacido a unas pocas leguas de distancia, pues ella era originaria de Diñan y
yo de Rennes. Se llamaba Elisabeth y era una mujer de temperamento expansivo,
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fuerte, de anchos brazos y constitución robusta. Aún recuerdo sus risas y chanzas,
atronando la sala. Supongo que la convivencia con ella no debía ser fácil, pero para
nosotros fue un hallazgo. Al poco de conocernos decidió preparar un magnífico asado
de cabrito con coles que despertó la envidia de toda la sala.
No podéis marcharos de esta posada sin probar mi especialidad nos había
dicho con resolución.
A los postres, se acercó a nuestra mesa y nos hizo brindar con vino caliente.
Charlamos amigablemente hasta bien entrada la noche. Cuando le pregunté el motivo
por el que se encontraba allí, contó que había venido veinte años atrás como una de
tantas peregrinas, acompañando a sus cuñados, pero que en Puente la Reina se
enamoró del posadero y decidió quedarse: «Éste villano navarro, que me sedujo con
sus malas artes», nos dijo, riendo y golpeando con la mano la espalda de su marido,
un buen hombre que se mantenía aparte, asintiendo tímidamente con la cabeza.
Elisabeth nos dio buenos consejos y pudo aclararnos alguna confusión: «Dicen
que los navarros son duros y que odian a los franceses, pero no hagáis caso, sólo es
una leyenda que inventó un peregrino llamado Aymeric, al que le debió de ir mal,
pero lo escribió en un libro y todos lo comentan». En efecto, en la guía del Camino,
que llevo siempre conmigo, Aymeric los describe con resentimiento, incluyendo
algunos datos entre divertidos y excéntricos que no me resisto a copiar: «Los
navarros, mientras se calientan, se enseñan sus partes, el hombre a la mujer y la mujer
al hombre. Además, fornican incestuosamente al ganado. Y cuentan también que el
navarro coloca en las ancas de su mula o de su yegua una protección, para que no
pueda acceder a ellas más que él. Además, da lujuriosos besos a la vulva de su mujer
y de su mula».
Puedo dar fe de que nada de eso vimos. Lo único que constatamos de esa región
fue su excelente cocina. Aún paladeo en la distancia el asado que nos preparó
Elisabeth, mi activa compatriota, quien por cierto tuvo con nosotros otra intervención
mucho más decisiva. Cuando supo que viajábamos solos, nos reprendió con afecto,
indicándonos que sería mejor si pudiéramos unirnos a algún grupo:
Esta región no es más peligrosa que otras, pero conviene ser prevenido con la
travesía del Camino, repleta de amenazas.
Con un cierto tono maternal, nos hizo la siguiente admonición:
Debéis tener en cuenta que son muchos miles los peregrinos que atraviesan
estos parajes y a los riesgos naturales, sierras abruptas y animales salvajes, se añade
el que hay muchos peregrinos falsos, buhoneros y tahúres esperando desvalijar
incautos. Y lo que es peor, bandas de forajidos, bandidos y rufianes, que esperan en
las encrucijadas para robar y asesinar sin ninguna misericordia.
Elisabeth no quedó satisfecha con la advertencia y sin decirnos nada, negoció por
su cuenta nuestra integración en un grupo. Como no lo imaginábamos, quedamos
sorprendidos cuando, poco antes de retirarnos a dormir, vino a vernos un mercader de
paños que procedía de Gante con la siguiente propuesta:
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Me dice la posadera que peregrináis solos, sin más defensa que vuestros
brazos. También nos ha dicho que sois buenos cristianos y responde por vosotros.
Nosotros vamos en grupo, conocemos la ruta y vamos bien defendidos, aunque
reconozco que no nos vendría mal fortalecer nuestra defensa con cuatro hombres. En
suma, hemos estado hablando y vengo a proponeros integraros en nuestro grupo.
Tras la sorpresa inicial, miré significativamente a Velasco, quien aprobó con un
gesto del mentón. No obstante, por no delatarnos, estuvimos discutiendo hasta llegar
a la conclusión de que valía la pena acceder. Fue, sin duda, una buena elección. Si
bien generó consecuencias inesperadas, era un grupo adecuado. Componían la
expedición unas quince personas de distintas procedencias, bien protegidas por dos
soldados. Dirigía la marcha un cura valón llamado Claude, que había realizado la
travesía tres veces y conocía todas las precauciones que deben tomarse. Le
acompañaban varios mercaderes, una familia de nobles aquitanos, los Chartier, que
debían cumplir una promesa y se mantenían apartados, fuera del conjunto. Además
estábamos otra familia completa de franceses, los soldados, Enrique, Velasco, Luca y
yo.
Al día siguiente reemprendimos juntos el Camino de Santiago. Pasamos a su lado
muchas jornadas en las que pude conocer las ventajas de ir en grupo. Nuestra rutina
diaria era simple y nos amoldamos con facilidad. Nos despertábamos al alba y,
después de desayunar y dar de comer a las bestias, cabalgábamos durante la mañana.
Por la tarde, dependiendo de si estábamos en el campo o había algún pueblo cerca,
preparábamos nuestro campamento o nos alojábamos en una posada. De esta forma,
durante el viaje dormimos en todo tipo de sitios y en alojamientos de todas las clases:
albergues comunes que hedían a suciedad, celdas de hospederías bien equipadas,
cuadras apenas arregladas en las que una simple manta separaba el espacio de unos u
otros y hasta habitaciones lujosas como las del palacio de Estella, adornadas con
placas de cuero repujado y coloreado, en las que siempre había un aguamanil cerca y
un buen vaso de leche en la mesa.
En los días sucesivos, Enrique y Velasco salieron a cazar casi todas las mañanas.
Empezaban por el rastrojo, caminando despacio, la honda en la mano derecha, atentos
al estremecimiento de las hierbas mojadas por el rocío, a los ruidos bruscos, al canto
de las perdices. Después recorrían los valles de álamos, robles y alcornoques,
siguiendo el curso de cualquier riachuelo. Cuando el agua se ensanchaba en una
charca se escondían entre los helechos al acecho de las torcaces. Cuando acudían a
beber las palomas, esperaban su oportunidad en silencio, pues éstas, si percibían algo
sospechoso, se alzaban del suelo y las ramas, sonando como un aplauso. Pero Enrique
tenía suerte y siempre regresaba con alguna pieza colgando del cinturón. Aún le veo
venir sonriendo, con su torcaz al aire, balanceándose acompasadamente y
manchándole de sangre los pantalones. Luego Velasco la limpiaba y disponía una
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brasa para que la pudiéramos comer todos.
Los Chartier tenían tres hijos, Jacques, Arlette y Fabianne. Esta última, la menor,
tenía apenas dieciséis años. Era una muchachita delgada de facciones dulces. Entre
rubia y pelirroja, su rostro era muy pálido y sonreía de continuo con ese tipo de
expresión serena que sólo se ve en las imágenes. Vestía de manera sencilla y, a
diferencia de su madre, siempre envuelta en pesados ropajes y con el ceño fruncido,
era muy alegre. La verdad es que como Fabianne hablaba con casi todos y tenía ese
tipo de voz dulce y melodiosa tan agradable al oído, dijera lo que dijera, estábamos
encantados con su gracia.
En cuanto a Arlette, su carácter era muy diferente. Para empezar, aunque sólo
contaba tres años más que Fabianne, era ya una mujer sólida, de rasgos definidos. Y
no lo digo por la edad, que hay mujeres hechas a los quince años y otras de
veinticinco que siguen pareciendo niñas, sino por su forma de ser. En realidad, su
cuerpo, aunque fibroso y fuerte, resultaba más bien escuálido. Alta y huesuda, sonreía
poco y, si bien no era bella, sus ojos poseían un azul taciturno tan inquietante como
su personalidad. Me refiero a que, siendo una mujer plena, parecía rebelarse contra su
condición y se comportaba como un muchacho. Llevaba el pelo corto, a la manera de
los pajes en la corte y le gustaba participar en todos los envites. Asimismo montaba
bien a caballo, pero lo hacía con excesivo ímpetu, sin la gracia y elegancia de una
dama. Simpatizó casi inmediatamente con Luca, que encontró en ella una buena
compañera de juegos. Con frecuencia se apartaban del grupo y por la noche, frente a
las brasas del fuego, charlaban durante horas haciéndose confidencias y riendo a la
menor excusa.
Pero si Luca se mostraba expansivo y alegre con Arlette, con Fabianne actuaba
poseído por la timidez, sin ser capaz de articular dos palabras seguidas. Cuando
estaba frente a ella sonreía como un bobo que se debate entre la idiotez y la
fascinación. Yo lo interpreté creyendo que, como a mí, le embargaba el encanto de la
muchacha. Y aunque pensaba que todos la veían de la misma forma que yo, Luca
comenzó a intuir otras posibilidades en sus encantos. Ahora lo veo claro, pero
entonces no me di cuenta de nada hasta que se desencadenaron los acontecimientos.
Con franqueza, pude haberlo advertido. Entre otras cosas porque hablamos alguna
vez de ella por el camino y me dijo cosas que permitían atisbar sus intenciones, pero
yo no fui lo bastante sagaz. Por ejemplo, recuerdo que uno de esos días, cabalgando
junto a Enrique y Luca, les llamé la atención sobre el hechizo encantador que
desprendía Fabianne, cuya inocencia y fragilidad evocaban un tipo de seducción
intemporal.
De todas formas añadí debéis tener en cuenta que la belleza terrenal es
efímera y sólo florece durante un pequeño lapso de tiempo.
Enrique asintió, dándome la razón, pero Luca negó apasionadamente con un gesto
de la cabeza.
Es verdad lo que decís, la belleza dura muy poco y la de Fabianne es
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conmovedora, pero no entiendo esas comparaciones al hablar de una mujer. ¿Qué es
eso de serenidad virginal?
Yo intenté protestar y explicárselo, pero él no me dejó.
Debéis perdonarme, maestro, pero se trata de una persona y habláis de ella
como si os refirierais a una imagen, como si estuviera tallada en piedra.
Enrique intentó apaciguar al italiano recordándole mi condición religiosa:
Es natural que Raoul utilice esas expresiones, Luca.
Ya lo sé contestó éste con rapidez. Pero eso no le hace vivir al margen de
la realidad. Recordad vuestras palabras, Raoul. Hace un momento decíais que la
perfección de Fabianne tiene algo de intemporal, como si fuera una esencia, como
pretendiendo mostrar algo duradero. Antes, cuando manifestabais que su esplendor
revela la magnificencia de Dios, tenía la sensación de oír hablar de la estatua de una
santa. Y no es así. Fabianne es una mujer. Una mujer en ciernes, si queréis. Pero
mujer. Su apariencia más o menos agradable no tiene importancia; ni su esplendor es
perfecto ni tiene por qué serlo. No sé como lo verás tú, Enrique, pero yo no siento
ninguna veneración por su encanto.
El cantero le miraba con ojos socarrones.
Hombre, algo de razón tenéis, maestro continuó Luca, tras pensarlo un
momento. Es cierto, su inocencia tiene algo de ese atractivo virginal que
mencionabais antes, pero, desde luego, me siento más seducido que arrebatado.
Ves como tú también
le interrumpí, tratando de hacer míos sus
argumentos. No me dejó hacerlo.
Quiero decir que mi fascinación no se debe a la serenidad de la que habláis,
sino a su sensualidad, a su expresividad. A la expresividad de una mujer.
En verdad dijo Enrique mirándome de soslayo, no sabría definir si estoy
conmovido, arrebatado o cualquier otra cosa que hayas dicho. Sólo sé que es
hermosa. También considero natural que Raoul sienta a través de ella la plenitud de la
creación. Y tú, Luca, me parece que exageras puntualizó con picardía. Opino
que antes que una mujer, todavía es una niña, ¿o no lo crees así?
Luca sonrió para sí mismo y no dijo nada más. En cuanto a mí, debo reconocer
que no capté los reveladores matices de la conversación, porque retomé el discurso de
la belleza y les hablé largo rato de las manifestaciones de la bondad de Dios en la
naturaleza, ajeno al fondo de la cuestión.
La familia de Fabianne, los Chartier, procedía de Conques, en Aquitania, y era
especialmente devota de Santa Fe, joven mártir de Aquisgrán que está representada
en su catedral por una pequeña escultura dorada que, si bien es tosca y hasta fea, está
tan llena de riquezas y transmite tal aire de solemnidad que, cuando la vi, me inspiró
un religioso espanto. La santa, sentada en su trono, resplandecía entre oro y pedrería,
con su delicada corona dorada y las decenas de camafeos que adornaban la túnica de
metal.
Recordé entonces las palabras del patriarca de los Chartier, Alain:
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Los milagros de Santa Fe son tan numerosos que los monjes apenas tienen
tiempo de consignarlos por escrito. Ante cualquier disputa, plaga o calamidad, se saca
la estatua de la santa en procesión sobre un caballo, mientras que a su alrededor los
clérigos hacen resonar címbalos y olifantes de marfil. Deberíais verlo me dijo
porque, por dondequiera que pasa Santa Fe, se acaban los problemas,
restableciéndose inmediatamente la concordia.
Me contó también que, por eso, cuando en la primavera anterior su hijo Jacques
perdió el habla al caerse de un caballo, el matrimonio se había dirigido a postrarse
ante la imagen para suplicarle el milagro de devolverle la voz. No obstante, en esta
ocasión el intento fue fallido y el muchacho siguió mudo. Decepcionados, acudieron
al obispo de Conques. Este, tras examinar al muchacho, les sugirió peregrinar a
Compostela a solicitar el favor del Apóstol, ya que como apostilló Alain:
Conques está en el Camino de Santiago porque el poder de Santa Fe no puede
llegar a todos los hombres.
Con un razonamiento ingenuo pero no exento de lógica, prosiguió:
El obispo Galbert lo aclaró: si Santa Fe pudiera realizar cualquier milagro,
todos se postrarían ante ella y nadie peregrinaría a Santiago. Por eso decidimos seguir
su consejo y dar una prueba más con expresión humilde, acabó diciendo:
Probablemente sea a causa de nuestros pecados por lo que Santa Fe no ha podido
devolver la voz a mi hijo, pero sí podrá interceder por nosotros ante el Santo
Santiago.
De esa forma, la familia entera se había puesto en camino, uniéndose desde
Conques al grupo de mercaderes. Al principio se mantuvieron distantes, pero pronto
los avatares del viaje nos obligaron a relacionarnos y, al final, intimé bastante con
Alain. De hecho, a menudo situaba mi caballo cerca del carro en el que viajaban su
mujer y sus hijos, Jacques, Arlette y Fabianne, para conversar con ellos.
Gracias a eso pude enterarme de que tenían prisa por llegar a Estella pues habían
sido invitados a la boda de Elena, la hija de Guzmán de la Rúa, condestable del
palacio de los reyes de Navarra. Una hermana de Alain estaba casada con el
mayordomo del rey de Navarra y sería la madrina del enlace.
Pero volviendo a Luca, lo cierto es que su ambiguo carácter fue especialmente
contradictorio frente a las Chartier. De hecho, observándole, parecía tener varias
personalidades. Con Arlette unas veces se manifestaba expansivo y dichacharero,
pero otras estaba triste, sin pronunciar palabra. Y con Fabianne, ya lo dije antes,
embobado e inseguro, al menos en apariencia.
Siempre me ha sorprendido esta forma de actuar; no soy sino un observador, pero
he comprobado que los hombres que más éxito tienen entre las damas son los del tipo
tortuoso, los de la duda y la sonrisa afligida. Ya sé que se afirma lo contrario y se
pregona a los jóvenes la conveniencia de ser rudo y seguro para conquistarlas, pero es
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falso. No es casual haber visto demasiado a menudo a hombres aparentemente débiles
e inseguros triunfar donde antes habían fracasado otros más apuestos y valientes. Lo
paradójico es la forma en que se mantiene esta falacia, cómo se difunde ese
malentendido.
Probablemente por eso, por la combinación de realidad y prejuicios, la melancolía
de Luca no tuvo problemas para encontrar refugio en Arlette, la mayor de las
muchachas. Ahora sé que ella buscaba compartir con él sus más íntimos sentimientos
y que Luca la trataba como si fuera un hombre. Arlette, sin elección, le dejó hacer;
parecía resignarse a actuar como amiga y camarada. Y para nosotros era lo más
cómodo, nos evitaba pensar, nos impedía temer otras complicaciones. Además
Enrique, a pesar de tener sólo dos años menos que Luca, era excesivamente sencillo
para el italiano y su compañía no le ofrecía la riqueza de matices de la joven. Pero era
un vínculo imposible. Debía haber recordado las Sagradas Escrituras cuando
comparan la conversación de la mujer con el fuego ardiente, porque se apodera de la
preciosa alma del hombre y puede llegar a arruinar a los más fuertes. Debía haberme
prevenido mi conocimiento del Ecclesiastés: «La mirada de la fémina es lazo para el
corazón y, sus manos, ataduras».
Y entre ellos pasó lo que tenía que pasar. Ahora sé que, desde el momento en que
lo vio, Arlette se enamoró locamente de Luca, pero sólo puedo decir en mi descargo
que su comportamiento no inducía a pensar en ello. Para mí eran dos jóvenes como
los que había visto tan a menudo desde mi púlpito de la Universidad. Sin embargo,
olvidaba que mis alumnos eran todos hombres y, lo más decisivo, que no eran dos
adolescentes. Luca tenía casi veinticinco años y Arlette diecinueve. Ni tampoco eran
dos muchachos, como ingenuamente dábamos por hecho al verlos porfiar, jugar o
desaparecer a caballo. Esta situación ambigua nos mantuvo ajenos al desarrollo de la
futura trama y, más que a nadie, a mí.
También contribuyó a nuestra confusión que Luca, poco a poco, medio a
escondidas, con mil pequeños pretextos, seguramente sin ser él mismo consciente de
ello, empezara a cortejar a Fabianne. Ya he señalado que se comportaba con ella con
extremada delicadeza, con una timidez que pasaba por candor aunque estuviera más
cerca de la picardía. Su habilidad, casi seguro no premeditada, ahora lo he
comprendido, fue saber adaptarse a la personalidad de las dos muchachas y tratarlas
como deseaban ser tratadas. Sin duda, la aptitud de los seductores exige atenciones y
estratagemas para las que hay que estar dotado. Él lo estaba. Fue bastante hábil. Con
frecuencia se acercaba al carro de los Chartier para charlar con las mujeres o jugar
con Jacques, a quien incluso invitaba a cabalgar, consiguiendo vencer paulatinamente
su temor reverencial a los caballos desde el accidente. Al principio, sus padres se
opusieron a que montara, pero Luca fue ganándoselos y al fin Alain los miraba
satisfecho y hasta llegó a presumir cuando veía a su hijo, con su sonrisa muda,
galopando sin miedo abrazado a la cintura de Luca.
No obstante, me costaba imaginar que fuera capaz de mantener esa extraña
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relación con Arlette y, al tiempo, tras sus buenas palabras, persiguiera conquistar a
Fabianne.
Algún tiempo después, Luca comenzó a relatarme los hechos.
Fui muy ingenuo nos confesaría con desazón. Es cierto que me trataba con
Arlette como hombre y mujer, pero para mí era parte del juego. Os parecerá increíble
y es difícil explicarlo
pero era un desahogo
como el apéndice de nuestras peleas
o nuestras discusiones.
¿Tú crees? le contestaba aviesamente Enrique. Yo no tengo tu experiencia.
Hombre, puedo entender la situación por mi aventura con Giselle.
Son casos diferentes decía Luca.
No, espera. Te aseguro una cosa, sin contacto no hay peligro. Incluso en los
encuentros menos sensuales, la pasión surge del roce.
No es lo mismo insistía el italiano. Tú me has dicho que Giselle te deseaba
y tú a ella. En mi caso no ha sido así. Además, Arlette siempre me trataba con
distanciamiento. Nunca actuó como una mujer enamorada. ¡Oh!, sé de lo que hablo.
A veces me animaba ella misma y se mofaba si ponía algún inconveniente, pero otras,
al acercarme me apartaba con malos modos, pidiéndome que no la incomodara. Al
final estaba un poco harto y acabé por rehuirla. También es cierto que, desde que
empecé a conocer a Fabianne, me encontraba mal conmigo mismo por los encuentros
ocasionales con su hermana. Pero nunca me preocuparon sus sentimientos. Pensaba
que Arlette sólo se estaba divirtiendo conmigo
¿Y?
Arlette caminaba cinco pasos por delante de mí musitó Luca con amargura
. Incluso fue ella la que me descubrió que me estaba enamorando de Fabianne.
¿Arlette?
Sí, Arlette.
Luca prosiguió contándonos la escena con gran lujo de detalles. Gracias a esta
conversación y a otras posteriores, puedo reconstruir con razonable fidelidad ciertos
acontecimientos que no presencié, pero cuya veracidad me pareció indudable al
escucharlos.
Una tarde, después de acampar, Luca fue a buscar leña para el fuego y se
encontró con Arlette. Ella había cruzado un viejo huerto de manzanos y cerezos
recogiendo ramas y estaba sentada en el suelo, bajo uno de los árboles, a poca
distancia del seto que acababa de saltar. Con la espalda apoyada contra el tronco del
árbol, comía una manzana verde. El italiano miró su cabello castaño, cortado como el
de un hombre, y no sintió deseos de hablar, pero le intrigó la media sonrisa que
velaba su rostro; parecía regocijarse con algún escondrijo interior de cálidos secretos.
Al detenerse a su lado, Luca la miró con una expresión de afecto indulgente.
Te estaba esperando le dijo Arlette al verle llegar.
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Él seguía en silencio, sin decir nada.
Quería hablar contigo a solas continuó. Vi que salías del campamento a
buscar leña y me adelanté para esperarte. ¿Sabes?, últimamente es difícil hablar
contigo. He tenido la sensación de que me rehuías, pero yo tenía algo que decirte.
Le miró con sus grandes ojos grisazulados, como lagos muertos:
Ya sabes que no has sido el primer hombre con el que he mantenido relaciones
íntimas. Debo serte sincera y, la verdad, si al principio me gustaba, ahora ya no me
satisface. Lo he estado pensando y creo que será mejor dejar de hacerlo.
Luca no se lo esperaba y, aunque no le halagó oír cuestionar su virilidad, se sintió
aliviado. Quería librarse de ese peso sin herir la susceptibilidad de Arlette y sabía que
la mejor solución era que ella lo planteara.
¡En fin
! contestó con falsa resignación. No lo haremos más. Tal vez
tengas razón, no debemos actuar así sólo por divertirnos.
¿No? dijo ella áridamente. Te advierto que a mí no me importaría si fuera
más divertido, pero no es muy estimulante estar al lado de un hombre que piensa en
otra mujer.
El italiano se quedó mirándola fijamente, sin comprenderla. Por entre las hojas
del árbol, se filtraba la luz del sol moteando su camisa blanca.
No entiendo tus palabras le contestó.
Pues está muy claro, al menos para mí dijo Arlette. Y si no, dime, ¿por
qué cuando estás con Fabianne te sonrojas como si te turbara?, ¿por qué pareces otra
persona y eres incapaz de articular palabra?
¿Quién, yo? preguntó estúpidamente Luca.
Ella continuó incansable.
¿Por qué estas pendiente de cualquier deseo suyo y tienes un especial interés en
hablar de ella? ¿Por qué te haces el desentendido cuando hago la menor referencia a
mi hermana, y luego me preguntas por toda clase de detalles?
Luca intentó sonreír socarronamente. Fue un triste fracaso.
Yo te lo diré proseguía Arlette, porque estás enamorado de ella.
El genovés se echó a reír.
No te hagas el inocente.
No lo hago contestó Luca, tratando de sostener la mirada de Arlette. Ya
que eres tan lista, explícame ese comportamiento tan extraño.
No tiene nada de extraño. Simplemente no te atreves a reconocer que estás
enamorado. Te pones nervioso a su lado y no sabes cómo actuar. Y no te gusta
admitirlo.
Él inclinó la cabeza en silencio sin saber responder. Optó por esperar a que
continuara.
Pero estate tranquilo añadió Arlette, si no deseas que lo sepa, por mí no
sabrá nada. Además, me da igual, ya te he dicho que me estaba empezando a aburrir
tu insistencia.
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A él le dolió el comentario. No era verdad que la persiguiera. Ella misma había
reconocido que la estaba rehuyendo. Al notar la expresión de disgusto del italiano,
añadió con picardía:
Es más, si quieres, puedo ayudarte a conseguir a mi hermana. Es aún una niña.
Y aunque os tenga a todos embobados, es muy simple. Será muy fácil conseguir que
se interese por ti.
Al escuchar esta declaración de complicidad, Luca se sintió atrapado. En un
instante desapareció el resentimiento hacia Arlette. De nuevo era su amiga. Con su
ayuda, con sus consejos, gracias a sus comentarios, podría superar la timidez y
acercarse a Fabianne.
Sí, es cierto acabó confesándole, estoy medio enamorado de tu hermana,
pero no sé qué hacer. Cuando está a mi lado se me nubla la mente y no puedo pensar.
¿De verdad me ayudarás?
El relato me hizo comprender. Imaginaba la escena a la perfección. Arlette en el
suelo, manejando a su arbitrio las emociones de Luca sin la menor dificultad,
mientras éste, de pie, se dejaba conquistar. Lo paradójico del caso, lo que Luca era
incapaz de comprender, es que aun cuando Arlette parecía controlarle, estaba
imposibilitada para conseguir lo único que realmente le importaba, al mismo Luca. Si
éste hubiera sido un poco más perspicaz o un poco más cruel hubiera podido invertir
la situación sin ninguna dificultad, pues Arlette estaba loca de celos.
Siempre me sorprenderá cómo el prodigio del amor hace perder las formas y
confunde a la razón. Me fascina ver crecer esa especie de idolatría, esa extraña
obsesión por la que se siente por alguien un deseo apasionado e irrefrenable. Para un
espectador imparcial como yo es algo más que inquietante ese lento transcurrir de los
sentimientos desde la estima al afecto, del apego a la adoración
Y todo ello,
simplemente porque otra persona está investida de una individualidad diferente a la
nuestra y porque posee ciertas formas, ciertos gestos, ciertos matices de belleza sobre
los cuales, por lo demás, no hay el menor acuerdo. Habiendo renunciado a esas
emociones desde que tengo uso de razón, mi único placer en esta materia consiste en
escrutar de lejos cómo actúa la semilla del amor y se manifiesta a través de mil
formas: ternura, deseo, devoción
incluso desdén y odio. Pero siempre con la misma
enajenación, siempre con el mismo abandono
No obstante, no debo entrar en
disquisiciones sobre aspectos que desconozco. Únicamente puedo oficiar de testigo
en esta historia y acreditar con mi mejor criterio ciertos hechos.
Y pasó que con la aparente ayuda de Arlette, Luca empezó a cortejar a Fabianne
de forma consciente. Convencido de la eficacia de sus maniobras, se dejó guiar sin
darse cuenta de que ella no tenía ningún interés en facilitarle las cosas. Arlette estaba
concentrada en lo contrario y trataba de frustrar cualquier atisbo de atracción que su
hermana pudiera sentir por el genovés.
Ten cuidado con Luca le decía a Fabianne. Es un buen compañero de
juegos y yo me divierto con él, pero hay que mantenerlo a raya. Presume
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continuamente de sus conquistas en Génova e incluso ha intentado propasarse
conmigo en alguna ocasión.
¿Y no te importa?
¿A mí? En absoluto. Incluso me gusta; puedo dominarle sin que se dé cuenta.
Me divierte verle intentar seducirme sin darse cuenta que antes de que vaya a un sitio,
yo estoy de vuelta. Se considera el más atractivo de los hombres y cree que
cualquiera caerá rendida a sus pies en cuanto le diga dos galanteos. Para mí es muy
entretenido verle pavonearse como un gallo y pararle en seco cuando se siente más
seguro. Pero tú debes tener cuidado con él.
Conmigo no actúa así.
Fabianne, no tienes experiencia. A tu lado se comportará con dulzura.
Compruébalo cuando quieras. Cuando está conmigo lo verás alegre y comunicativo y
contigo, retraído y amable.
No lo entiendo dijo en voz baja Fabianne.
Es una táctica matizó Arlette con su sonrisa carnívora.
Sin embargo, parece un buen muchacho se resistía Fabianne. Mira cómo
acompaña a nuestro pobre hermano Jacques.
Yo te hablo de otra cosa.
No, espera, antes de conocer a Luca, Jacques estaba siempre con una expresión
de infinita tristeza en la cara. Ahora, aunque no pueda decir nada, sé que le está
esperando y cuando aparece, cambia su semblante. Incluso se ha atrevido a montar a
caballo con él. Y tú sabes bien, Arlette, el miedo que sentía por los caballos después
del accidente.
No te fíes de él.
Mesándose el cabello, Fabianne dejó en el aire un prolongado suspiro, y
concluyó:
Será como tú dices, yo no le conozco, pero le agradezco que haya hecho tanto
bien por Jacques.
Arlette no desistía con facilidad.
Hazme caso, Fabianne, no le conoces. ¿Piensas que va con Jacques por su buen
corazón? ¿Crees que se acerca a nuestro carro y habla con nuestra madre porque le
interesa su conversación? No. Desengáñate. Le interesamos nosotras. Como todos los
hombres, su único deseo, su obsesión, es fornicar. Y para ello, necesita conquistarnos.
La dulce Fabianne no acababa de entenderlo. Si era como decía su hermana, ¿por
qué estaba Arlette todo el día a su lado?, ¿qué interés podía tener en un hombre como
aquél? Estaba harta de verla buscar con la mirada a Luca, oírla preguntar por el
italiano, comentar con sus padres las liebres que habían cazado o quién de ellos dos
había galopado más rápido. No podía odiarle tanto como decía, era incomprensible.
Por otro lado pensaba Fabianne, dijera lo que dijera Arlette, él nunca se había
comportado de forma poco galante con ella. Incluso podía afirmar que era el más
cortés de todos los hombres de la expedición. Y sus padres también le consideraban
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un excelente muchacho. Eso por no mencionar al pobre Jacques, cuyo rostro se
iluminaba apenas veía aparecer a Luca: «No obstante se dijo será mejor ser
precavida. Arlette no piensa más que en mi interés y si me ha advertido contra él, sus
razones tendrá».
Esta mezcla de desconfianza y simpatía natural determinó que los pequeños
acercamientos que Luca intentó con Fabianne tuvieran escaso éxito. Ella optó
precavidamente por evitar al italiano y cuando, con cualquier excusa, el genovés se
acercaba al carro de los Chartier, la muchacha solía recluirse en su interior o alejarse
del lugar.
Luca estaba desconcertado. Confiando en la ayuda de Arlette, creía que ésta le
facilitaría el camino y sin embargo, desde su alianza, no parecía sino que aumentaban
las dificultades. A pesar de ello, Arlette supo manejarlo durante un tiempo. Cuando él
le pedía una explicación, ésta le regañaba y le rogaba que fuera prudente y tuviera
paciencia.
Todo va bien. No te preocupes le decía. Fabianne es muy tímida y se
avergüenza cuando está a tu lado. ¿No te das cuenta de que si le da reparo es porque
se siente atraída por ti?
¿Tú crees?
Los hombres no entendéis nada luego añadía con impaciencia: ¿Crees
acaso que si le dieras igual, te rehuiría? Pregúntatelo, ¿por qué iba a hacerlo? Si lo
hace argumentaba con lógica es porque contigo se siente indefensa. Y de ahí a
estar enamorada, va sólo un paso.
Luca desconfiaba. Un día, al atravesar un pequeño pueblo, nos detuvimos a
escuchar a un charlatán ofreciendo un elixir de amor, una especie de panacea
universal que lo curaba todo, males y dolores, restituía de vigor juvenil a los viejos y
procuraba amor a los jóvenes. La travesía del Camino de Santiago estaba llena de
magos, falsos médicos, curanderos, vendedores de reliquias y traficantes de todo
género. No le hicimos mucho caso. Pero Luca le miró de forma diferente. Cuando
abandonamos la aldea, buscó una excusa para alejarse a caballo y regresó sobre sus
pasos. No le costó mucho encontrar al buhonero. Después del escaso eco obtenido en
la venta de la plaza del pueblo, estaba sentado al borde de un pequeño riachuelo,
cerca de su carromato, medio dormitando. Al sentir el rumor de los cascos del caballo
se sobresaltó y miró al camino con la vista fija en el jinete que se dirigía hacia él.
Luego, abrió un frasco de licor y se bebió la mitad de un trago. Acabó cayendo
pesadamente sobre la hierba, al otro lado de una pequeña fogata.
Acostumbrado a una vida de trampas, el charlatán no podía esperar nada bueno de
una llegada tan intempestiva como aquélla.
¿Qué buscas? ¿Qué quieres de mí? dijo con temor cuando le vio acercarse.
No temas contestó Luca. Sólo quiero que me vendas un frasco de la
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panacea para el amor que anunciabas en el pueblo.
El bribón no esperaba aquello. Cambió de expresión y se le quedó mirando
socarronamente.
¿Acaso no te he visto antes con un grupo de peregrinos de Santiago?
Luca asintió con la cabeza. El buhonero, a su vez, se rascó el ralo cabello pajizo
que coronaba su cráneo.
¿Por qué no lo compraste entonces?
No te importa por qué no lo hice, maldito tramposo exclamó Luca con
amargura. Ni tampoco cuáles sean mis motivos ahora. Tú, véndeme un frasco de la
panacea y déjate de preguntas.
Al comprobar el interés de Luca, el viejo empezó a rezongar. Conocía su oficio y
no estaba habituado a ser perseguido para vender una de sus pócimas, sino más bien a
lo contrario.
Lo siento, no va a ser fácil. Creo que me he quedado sin existencias en el
pueblo le guiñó un ojo. Me ha ido muy bien, he vendido todos los elixires
normales.
Se incorporó para entrar en su carromato. Un segundo después salía,
confirmando:
Así es. Se han agotado todos los frascos de panacea. No te puedo ayudar
Luca no disimulaba su ansiedad.
No te preocupes muchacho, tengo algo mejor hizo una pausa y dijo
triunfalmente: ¡Aún me quedan dos pequeñas porciones de la santa panacea!
¿Y para qué sirve? preguntó Luca con recelo.
¡Ah! se rio estruendosamente. ¿Que para qué sirve? ¡Bien se ve que no la
conoces! En realidad, es natural tu ignorancia. Anda, ven, acércate
El charlatán sacó de su zurrón un frasco de color pardusco y lo mostró a Luca; al
mirarlo, pensó que parecía igual a los otros, pero ¿quién podía asegurarlo?
Presta atención, amiguito continuó el buhonero. Los frascos que me viste
vender en esa villa contienen cantidad suficiente de panacea para prolongar el tiempo
que nos ha sido asignado en la vida, regenerando los gastados tejidos del cuerpo. Pero
a ti eso te da igual, ¿no es cierto? Tus articulaciones están perfectas, tu cabello sano y
no padeces dolores, ictericia, fiebres o escalofríos. Por eso te da lo mismo que haya
agotado el elixir común. Y más cuando puedo ofrecerte la santa panacea.
Se detuvo un instante y le guiñó un ojo.
Has tenido suerte, amigo mío. El contenido de este recipiente no puedo
ofrecerlo por los pueblos. Es el resultado de un proceso de destilación laboriosísimo y
está reservado para personas y casos verdaderamente especiales. Además, si la gente
lo conociera no podría abastecer los pedidos. Tendría que dedicar todo mi tiempo a
fabricarlos y aun así no habría bastante para todos.
Arrugó el cuello como una tortuga y abrió los ojos con expresión interrogativa.
Luego se agachó hasta el carromato y sacó una botella de vino. Bebió un buen trago y
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se la pasó a Luca, quien rehusó con la cabeza. Mientras se limpiaba los restos con el
brazo, continuó:
Pero esa vida no va conmigo. Prefiero ganar menos y poder disfrutar las cosas
hermosas
como este vinillo o alguna buena moza le dijo golpeándole
amistosamente con el codo.
Luca se impacientaba.
¿No me crees? Pues es por eso por lo que no hablo de él comúnmente y sólo
tengo dos envases de santa panacea. Puedo venderte uno. Y te aseguro una cosa. Si lo
bebes con prudencia, no habrá dama que se resista a tus encantos, sea del linaje que
sea, esté desposada o soltera, joven o vieja. Si sigues sus instrucciones no habrá
empresa que se te resista, ni favor que no puedas alcanzar. Ahora bien, es caro. Para
conseguir una sola gota es necesario destilar la carga de un carromato tan grande
como ése
Después de regatear más tiempo del necesario y gastar una cantidad que días
antes le habría resultado imposible imaginar, Luca se reincorporó a la caravana con la
«santa panacea» dentro del zurrón.
Esa noche, ante la hoguera, convencido de la fuerza del bebedizo, Luca estuvo
simpático y divertido. Bajo la brillante luz de la luna nos contó historias de su país
natal e incluso hizo algunos malabarismos con tres pelotas de trapo. Aunque estuvo
amable con todos, fue especialmente obsequioso con la familia Chartier, invitando a
Jacques a practicar con las pelotas. Después de enseñarle a hacer un pequeño juego,
le acompañó hasta el extremo de la fogata donde estaban sus padres, sentándose junto
a Fabianne. Arlette, que se encontraba al otro lado, entre su madre y él, le miró con
odio. Una vez cerca de ella, se mostró encantador. Aquella noche, la muchacha
simpatizó abiertamente con el italiano, pero cuando se retiró a dormir y evocó la
escena, tumbada en su carromato, aún le roía una ligera desconfianza.
Al día siguiente Luca se despertó animado por el éxito de la noche anterior, pero
al dirigirse a Fabianne notó de nuevo el velo de la indiferencia en su voz. Confuso
por el frío recibimiento, volvió a mostrarse retraído y torpe. Pasó la jornada
melancólico, creyendo pasados los efectos del elixir, pero salvo Arlette, todos
atribuimos el cambio de actitud a su ambivalente carácter.
En realidad, los hechos que narro los supe mucho después, cuando Luca nos
informó en detalle. También es verdad que quizá todo fuera menos deliberado, pero
lo dudo. Lo cierto es que, junto a sus padres, yo debía de ser el único ignorante del
enredo, porque luego descubriría que Enrique y otros estaban al cabo de la calle.
Cierta vez, ante otro de mis comentarios acerca de la frágil delicadeza de Fabianne,
Enrique volvió a llamar mi atención sobre el idealismo con el que planteaba estos
temas.
Maestro Raoul, recordad que vos mismo nos insististeis sobre la fugacidad de
los encantos físicos. Seguramente teníais razón y, como les ocurre a tantas otras
jóvenes francesas, en poco tiempo el gracioso rostro ovalado de Fabianne se hará
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pesado y su fino talle se perderá en gordura, pero matizó incisivamente por
decirlo en palabras de Luca, debéis reconocer que ahora tiene una gracia y una
plenitud que resultan irresistibles.
Sin embargo, yo estaba encantado cuando el genovés abandonaba sus estados
melancólicos y se comportaba con amabilidad y donaire, sin vislumbrar en su
atención hacia Fabianne algo diferente al embrujo que sentíamos todos. Por otro lado,
mi posición de clérigo me hace difícil juzgar con objetividad aquellos
acontecimientos. Y no sólo porque, a pesar de que me cueste reconocerlo, desde un
punto de vista lógico comprendo que su actitud de hombre de acción es diferente a la
mía (ya que, mientras él necesita poseer lo que desea, mi goce es intelectual), sino
que, además, difícilmente podría expresar resentimiento contra las manifestaciones de
la naturaleza. Y allí, me parece que no hicieron sino desatarse las pasiones naturales.
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VI. LA INTRIGA DE ESTELLA
Del 8 al 13 de marzo de 1257
Una mañana nos despertamos con la sorpresa de la nieve compacta, pura, acabada
de cuajar sobre la tierra. Mientras caminábamos sobre ella y la sentíamos crujir bajo
nuestros pasos, atravesamos un bosque con fama de estar encantado. Antes, habíamos
discutido sobre la conveniencia de cruzarlo o dar el rodeo que, prudentemente,
tomaban todos los peregrinos para evitar las brujas. Claude, el cura valón que guiaba
al grupo, zanjó la cuestión informándonos de que había pasado otra vez por el mismo
lugar sin correr el menor peligro. Se situó al frente, con los soldados, y nos animó a
seguirle. Continuamos de mala gana. El bosque era frondoso y lo cruzamos por una
estrecha senda que desbrozamos y limpiamos de nieve en varias ocasiones. No
pudimos disfrutar del periplo; más que entretenidos, íbamos amedrentados por las
historias de miedo que nos habían contado, deseando llegar al fin cuanto antes. De
pronto, en un recoveco del camino, salieron a nuestro encuentro un hombre y una
mujer greñuda riendo histéricamente. Eran de rasgos desagradables y sucios de
aspecto, y aunque él parecía rudo, no nos hizo temer ningún mal. Ni estaba muy
armado ni parecía demasiado fuerte. Sin embargo, se situó en el centro del camino y
nos conminó a detenernos. Dijo entonces varias frases en un idioma ininteligible, del
que sólo entendimos: «Ninguno de vosotros puede pasar por aquí». Le explicamos
con buenas palabras que necesitábamos continuar: «¿No veis que somos santos
peregrinos? dijo uno de los soldados. Tened la bondad de apartaros de la calzada
y no entrometeros en nuestra marcha». A pesar de que éramos más, mejor armados y
más fuertes, les hablamos con un cierto temor, como si estuviéramos intimidados. Él
contestó que le daba igual quiénes fuéramos y lo que quisiéramos, pero que por allí
no se podía pasar. Por fin, le ofrecimos regalos y dinero y, tras hablar entre sí,
consintieron en dejarnos atravesar el paso, no sin antes decirnos la mujer con una voz
extrañamente serena: «Podéis seguir, me he compadecido de vosotros». Después,
hablamos varias veces sobre ello, pues hubiéramos podido evitar todo sin problemas.
Hubiera sido fácil vencerlos, herirlos y hasta matarlos. No obstante, nos amilanaron.
Muchas veces he recordado este suceso para corroborar que la intimidación y la
influencia no dependen sólo de la fuerza.
Proseguimos el viaje sin más incidentes hasta llegar a Estella, donde nos
hospedaron con toda solemnidad. Casualmente, una hermana de Alain du Chartier era
esposa de un noble local, mayordomo del rey de Navarra, y actuaba de madrina en los
esponsales. Gracias a ello, nos recibieron como huéspedes y nos alojaron en un ala de
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su elegante palacio. Allí disfrutamos el ambiente cortesano, semejante al de las cortes
ducales italianas que había conocido con anterioridad. Visitamos también sus
dependencias, austeras pero de mayores dimensiones de lo que cabía esperar. La
fachada del palacio era muy sencilla. En ella destacaba un pequeño capitel que
mostraba la lucha de nuestro héroe Roland con el gigante Ferragut, aunque tal suceso
se desarrollara en realidad en una villa que visitaríamos más tarde, Nájera.
Cuando aparecimos, ya llevaban dos días celebrando las fiestas por el matrimonio
de Elena, la hija del condestable Guzmán de la Rúa, y nos rogaron integrarnos en
ellas, especialmente a la familia Chartier, a Claude, el cura valón, y a mí.
Las celebraciones fueron un derroche de lujo y comimos todo tipo de viandas. Se
sirvió mucho pan blanco y se bebieron cinco o seis cargas de vino blanco y tinto, muy
oloroso y fino. Degustamos muchas carnes: capones asados, faisanes, gallinas muy
tiernas, cabritos y carneros, liebres y conejos. Después se servía la olla, que, como he
podido comprobar, es el plato más característico de Castilla. Pero también se
sirvieron pescados finos, muchos de ellos desconocidos para mí, como langostas de
Santander, salmón de Castro Urdiales, sábalos y lampreas de Sevilla y Alcántara,
arenques y besugos de Bermeo, albures, congrios de Laredo, sollos, pulpos, ostras,
cangrejos y ballena. De postres nos ofrecieron dátiles, almendras y piñones
confitados, palmitos y muchas frutas verdes y secas. Finalmente repartieron regalos,
sobre todo piezas de brocado y collares de oro y seda. Ningún caballero salió de
aquellas bodas con las manos vacías. Incluso el servicio, los villanos y los amigos
pobres pudieron degustar asado y olla con vino tinto y pan.
Fue una gran fiesta. Comimos sentados en el suelo, en silencio y sin alboroto, al
estilo de los castellanos, es decir, con los brazos desnudos. Según me dijo un
capellán, los franceses y los alemanes no sabíamos comer bien, pues utilizábamos
mangas largas y nos manchábamos con la escudilla. Acabó reprochándome nuestra
forma de engullir la carne:
Con vuestro sistema de trocear y comer sobre la mano o bajo un trozo de pan,
mientras en la otra mano ponéis la sal, ensuciáis el pan y la servilleta. Nosotros lo
hacemos limpiamente, sin trocearla. Así, respetamos su forma y sabor, y además no
nos manchamos.
Sí, fue una gran fiesta, pero también tuvo consecuencias notables. Allí pude
averiguar buena parte del cometido de la misión y establecer los hechos esenciales de
mis pesquisas posteriores. Pero sobre todo, aquellos muros conocieron el
desencadenamiento de todo tipo de pasiones. Fuimos testigos de intrigas políticas,
lances amorosos e incluso disputas de sangre. Las circunstancias provocaron
acontecimientos de toda índole; tantos, que será conveniente ordenarlos.
El primer día lo dedicamos a alojarnos. Al atardecer nos avisaron para bajar a la
sala de la planta baja. Habían preparado el ambiente encendiendo braseros muy
grandes y medianos y poniendo mesas para jugar a los dados. Cuando estuvimos
reunidos todos los invitados, bajó el condestable, precedido por el son de atabales y
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chirimías, para jugar un rato con sus amigos. Después nos hizo regalos a los presentes
y mandó servir la colación de la víspera. Más tarde se retiró a sus aposentos mientras
los demás seguíamos la fiesta.
Lo que yo supuse casualidad hizo que coincidiera al lado derecho de la mesa con
un noble local que ostentaba uno de esos apellidos compuestos tan característicos del
país, Cárdenas y Villarroel Barrena Pacheco. Tan enjundioso nombre se acomodaba
mal con su fisonomía, pues era de facciones delicadas y casi melifluo. Rubio, un
tanto calvo, fino, llevaba bien sus ropas de gala y sus modales eran correctos. Al poco
exhibió con orgullo unos anteojos montados al aire que limpió minuciosamente con
un pañuelo de seda. Después de colocárselos sobre la nariz, sonrió maliciosamente y
me preguntó si los había visto antes. Al contestarle que yo mismo tenía una horquilla
de vidrios similar, pareció decepcionado, pero reaccionó con rapidez.
¡Ah!, vos también tenéis unos manteniendo la sonrisa, añadió: Veo que
sois persona importante. No me había engañado la intuición. Decidme, ¿dónde os los
hicieron?
En Palermo, la gran ciudad de la isla de Sicilia. Me los fabricó un artífice árabe
experto en física y óptica. Y son enormemente útiles. Gracias a ellos puedo leer sin
dificultad, aun con poca luz, cosa que antes no podía hacer.
Sí me dijo, achatando los ojos. Los míos están hechos en Murcia y me han
costado buenos sueldos, pero compensan su precio. De todas formas, cuando me los
vendieron, me dijeron que en Castilla no habría otros ejemplares iguales. Me resulta
extraño que un monje dominico los lleve.
¿Cómo sabía que yo era dominico? Una expresión extraña debió de pasar por mi
rostro. Me miró con astucia, luego abrió sus ojos y su mirada volvió a brillar. Ante mi
gesto de desconcierto, continuó:
No os sorprendáis, ni os dejéis engañar por el tumulto de las fiestas. Ésta es una
ciudad pequeña y todos saben que bajo vuestro anónimo sayal de peregrino se
esconde el hábito de dominico. También me han indicado vuestro nombre y vuestra
categoría. Por otro lado añadió con intención, podíais haberlo imaginado cuando
os acomodaron en esta mesa, próxima a la del mismo condestable y en compañía de
miembros de su familia.
Así era, debía haberlo supuesto cuando dispusieron el orden en el que debíamos
tomar asiento. No obstante, me intrigaba qué podían haber contado los Chartier sobre
mí, entre otras cosas porque no les había dicho casi nada. Para ellos yo era un
magíster de la Universidad de París cumpliendo con la peregrinación a Santiago por
motivos de fe. No me parecía que Alain fuera un hombre dado a los comentarios
especulativos, aunque probablemente su mujer
Sin embargo, no pude cavilar
demasiado. Mi compañero de mesa interrumpió mis pensamientos:
¿Y para cuándo esperáis llegar a la ciudad del santo Santiago?
Ya a la defensiva, respondí:
No lo sé muy bien. La organización de la travesía la lleva un sacerdote valón
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que ha realizado otras veces el Camino. En todo caso, queremos llegar antes de la
festividad del Apóstol, supongo que sobre mediados de julio.
Eso imaginaba.
Apoyando la palma de la mano bajo su mentón, añadió con lentitud:
Espero que disfrutéis de vuestra visita, y no os sorprendáis al encontrar la
ciudad inquieta por los recientes acontecimientos.
¿Qué recientes acontecimientos? repetí tontamente. ¿Qué puede haber
ocurrido para inquietar a una ciudad de las dimensiones de Santiago de Compostela?
¿No lo sabéis?
Respondí con una mirada de incomprensión.
Bueno, parece natural. Sois extranjero y lleváis poco tiempo en el país, pero
toda Castilla está al corriente. Veréis, al día siguiente de la festividad del Apóstol se
ha de celebrar el juicio contra don Rodrigo García, hijo de don García Fernández,
cabeza del linaje de los Villamayor, quien fue mayordomo de doña Berenguela, la
abuela del rey, y también su ayo. Se acusa a ese malvado de haber asesinado a don
Diego Pérez y será condenado a muerte
¿Y
? le interrumpí. No me parece suficiente motivo un juicio para alterar
la vida de una villa tan grande.
Observo que os he de explicar todo. Don Rodrigo García no es un caballero
común. Ya os he dicho que su padre fue ayo del rey, pero además su hermano Juan es
el mejor amigo de Alfonso desde que ambos eran apenas unos niños. De hecho, el
infante vivió en su casa varios años, hasta que fue reclamado por su padre, nuestro
gran rey Fernando, para comenzar su educación militar. Alfonso no olvidó a su amigo
de la infancia y cuando fue investido en Sevilla como soberano de Castilla y León, le
mandó llamar a la corte Cárdenas no podía evitar un tono de despecho al hablar.
En poco tiempo le ha convertido en uno de los nobles de mayor poder e influencias
del reino. Primero le nombró mayordomo de la corte, reemplazando a Rodrigo
González Girón. Ese cambio fue muy comentado; Girón contaba con la estima de
toda Castilla
Me dio unos segundos para calibrar la importancia de la sustitución.
Pero eso no es todo. Ahora dicen que también va a hacerle adelantado mayor
de la mar sonrió ladinamente. Al menos eso se comenta. Y por si fuera poco,
también ha llenado de honores a Fernán y Alfonso, otros dos hermanos de Juan. No
reflexionó, un hermano de don Juan García no es en absoluto un caballero
común, ni su condena a muerte un acontecimiento trivial.
Por fin salía el tema. Decidí mantenerme como estaba, a la expectativa, atento.
Ya veo dije por llenar el silencio. Era el momento de aprovechar la ocasión y
averiguar los pormenores del caso.
De momento, las palabras de Cárdenas corroboraban punto por punto las
advertencias del obispo de Jaca. Con un tono que intentaba aparentar indiferencia,
continué:
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Comprendo. Y es cierto, no sabía nada mentí. Ahora entiendo vuestros
anteriores calificativos. Sin duda hubo de ser todo un acontecimiento
Con voz más ligera, añadí:
Contadme, no me mantengáis en ascuas. ¿Qué pudo motivar un lance como
ése? Por fuerza, debe ser una historia apasionante.
¿Apasionante? repitió. Sí, tal vez no sea una mala descripción, porque su
bellaco comportamiento lo motivó una mujer. ¡Malditas mujeres, que Nuestro Señor
confunda! ¡Falsas, volubles y mentirosas hembras
! Dios sabrá lo que ocurrió antes
del suceso, pero los hechos no dejan lugar a dudas.
¿Tan claros son?
Cárdenas se adelantó hacia mí.
Juzgadlo vos mismo. Don Rodrigo estaba enamorado de una hermosa dama,
María Correa, y pretendía hacerla su esposa. Sin embargo, ella se comprometió
formalmente en matrimonio con don Diego Pérez, señor de Bembriz. Hasta aquí todo
transcurrió con normalidad. Pero Rodrigo no se conformaba
Debí de sonreír. Me miró con intención antes de continuar:
Ahora veréis. Si bien Rodrigo aparentaba aceptar la negativa de María, debía
de estar tramando algo, porque poco tiempo después, cuando ambos coincidieron en
unas fiestas similares a éstas, se amparó en la oscuridad de la noche y penetró en sus
aposentos para intentar abusar de su honor. La joven se resistió cuanto pudo,
gritando, pidiendo socorro, pero poco le cabía hacer. Por casualidad, Diego se
encontraba cerca de su estancia y acudió presuroso en su auxilio. Supongo que
forcejearon duramente, pero cuando llegó Alonso Correa, el padre de doña María,
don Diego yacía moribundo sobre las losas del suelo. A su lado, Rodrigo sostenía una
daga cubierta de sangre.
Mi acompañante hablaba conmovido, exaltado. Me miró directamente a los ojos y
se mesó los cabellos, exclamando:
¡Fijaos! ¡La misma daga de don Diego! ¡Fue tan innoble que le asesinó con su
propia arma! El resto ya os lo imaginaréis
Extendió los brazos como intentando abarcar lo evidente. Su cara quería expresar
resignación. Lo conseguía a medias:
Aunque los hechos parecían claros, don Alonso Correa exigió en el acto una
explicación. No obstante, tanto don Rodrigo como su hija guardaron silencio.
¿No confesaron nada? pregunté.
Directamente no. Pero cuando le preguntaron a Rodrigo si había matado a
Diego por celos, no lo negó.
Cárdenas se arrellanó con comodidad en su sitial antes de proseguir:
Todo estaba ya claro, ¿verdad? No obstante, Alonso Correa pidió a su hija que
confirmara o negara las palabras de don Rodrigo.
¿Y qué contestó?
No dijo nada, fue incapaz de articular una palabra.
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¿Tan confundida estaba?
Eso supusieron, que estaba enajenada por haber presenciado el asesinato. En
todo caso, su silencio confirmaba lo dicho por el de Villamarín.
Cárdenas se incorporó de nuevo para señalarme con el dedo:
Don Alonso quiso hacer justicia allí mismo prosiguió. Y lo hubiera hecho
de no impedírselo por la fuerza otros caballeros que le acompañaban
Pero don Rodrigo alegaría algo en su defensa
Según parece, Rodrigo también permanecía como ausente, sin prestar atención
a momentos en los que se jugaba la vida.
Es curioso que ningún testigo pudiera hablar apostillé.
El comportamiento de María es fácil de explicar replicó Cárdenas. Y en
cuanto a Rodrigo, da igual lo que hiciera; fue conducido poco después a los calabozos
del castillo, de donde saldrá en julio para ser condenado a muerte.
Quedamos unos instantes en silencio.
Teníais razón no pude menos que exclamar. Es una historia extraordinaria.
No me extraña que la comente todo el país.
Por eso me chocaba que no hubierais oído nada.
Pensándolo mejor, es normal dije. Viajo en compañía de peregrinos
extranjeros. El único castellano del grupo regresa de Francia, donde ha estado dos
años, ¿cómo podía haberme enterado?
Me miró fijamente a la cara. Sus duras pupilas brillaban como diamantes. Esbozó
una sonrisa lateral antes de añadir:
Quizá podíais haberlo oído mentar en alguna villa del camino. Por ejemplo, en
Puente la Reina, donde me imagino que pernoctaríais en una hospedería
O sino, en
Jaca. O haberlo escuchado de otra persona
No sé
hay muchas formas.
Es cierto reconocí.
Y además, perdonadme que sea tan directo dijo señalando a Velasco al otro
lado de la sala pero ese hombretón que viaja en vuestro grupo, ¿no vive en
Pamplona? Puedo estar equivocado, pero juraría haberlo visto una vez en el séquito
de Guillermo, el obispo de Jaca.
Se inclinó hacia mí y murmuró en tono incisivo:
No estoy seguro, pero parece el mismo hombre que trajo a Guillermo una
misiva cuando estuvimos preparando el sitio de Jaén.
Alarmado por la imprevista reacción, tragué saliva e intenté salir del paso:
Ignoro de qué habláis. Tan sólo sé que estaba retirado como eremita en el
monasterio de San Juan de la Peña.
Cuando pasamos por allí, su abad me solicitó que le dejáramos caminar a nuestro
lado. Quería, como nosotros, peregrinar a Santiago. Por lo demás, le conozco muy
poco. Es un hombre reservado y taciturno que apenas pronuncia palabra. Pero os será
fácil averiguarlo, preguntádselo directamente.
Sus cejas descendieron como persianillas sobre los ojos. Miré su rostro impasible,
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tratando de juzgar cuánto sabía. Pero su rostro no me lo dijo.
Ya lo hice, no creáis, ya lo hice. Él, sin embargo, no parece reconocerme.
Contestó evasivamente, diciéndome que no había participado en ese asedio, ¡como si
yo le hubiera preguntado eso! Admitió conocer al obispo Guillermo, pero según él,
apenas de vista, por haberlo visto en alguna ocasión en ese monasterio aragonés
Se frotó el mentón reflexivamente y añadió en un murmullo:
Todavía dudo. No olvido con facilidad un rostro. Y ése es el reflejo exacto del
que conocí en Pamplona preparando la campaña de Jaén. ¡En fin! exclamó,
dándose en apariencia por vencido. Me habré equivocado y será como ambos
decís.
Aquella noche me retiré preocupado a mis aposentos. Si bien apagué la vela casi
de inmediato con la intención de descansar, tardé un buen rato en conciliar el sueño.
Apenas cerré los ojos, recordé las prudentes palabras de Guillermo aconsejándome
cautela y discreción. No podía comprender cómo habían reconocido a Velasco. El
obispo aseguró que no habría forma de relacionarlo con él, y su comportamiento era
un modelo de sigilo. Mi tranquilidad estaba empezando a desmoronarse. Abrí los
ojos. Había sido buena idea no comentar nada con Velasco esa misma noche. No era
el momento adecuado para solventar dudas.
Después de un rato dando vueltas en la cama, encendí la vela y me incorporé.
Estaba oscuro al otro lado de la ventana y no se podía ver nada.
Sí, había hecho bien reprimiendo mi primera idea de hablarlo con Velasco.
Desconfiaba de que aquel José Cárdenas y Villarroel hubiera quedado satisfecho. Y
por otro lado, no era imposible que a partir de entonces me vigilaran. Nada
confirmaría mejor las sospechas de mi acompañante que verme acudir tras nuestra
conversación a hablar con Velasco.
Decidí pues, posponer las averiguaciones y esperar a mejor momento. Volví a
acostarme. Sin embargo, no podía dormir. Desde la cama agucé el oído intentando
percibir algún rumor. Nada. A veces llegaba un remoto ladrido. De madrugada se
levantó viento y las contraventanas de la estancia crujieron y repiquetearon movidas
por el aire repentino. Sentí envidia del sueño tranquilo de los habitantes de Estella. El
diálogo de la cena no se iba de mi mente. Con los ojos abiertos evoqué flotando en la
oscuridad a mi interlocutor con su maliciosa expresión, dirigiéndome sus
envenenados dardos:
Pudisteis haberos enterado en Jaca. ¿Ese hombre no está al servicio del obispo
Guillermo?
Dormí mal, pero al cabo, los acontecimientos del día me obligaron a conciliar el
sueño.
Por la mañana me desperté sobresaltado. En el corredor del piso de arriba sonaba
incesante el toque de la alborada, las trompetas y atabales, mientras que en la puerta
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donde dormía el condestable las chirimías, los cantores y el rumor de otros
instrumentos más suaves saludaban la nueva jornada. Después de tranquilizarme, me
uní al espectáculo. Pocos minutos más tarde acudimos a la iglesia a rezar maitines y
oír dos misas, tras las cuales volvimos a palacio a continuar con las celebraciones de
la boda.
Al finalizar las eucaristías busqué con la mirada a Velasco sin el menor éxito,
parecía habérselo tragado la tierra. No me dio tiempo a más, Enrique distrajo mis
preocupaciones manifestándome las suyas. Era la primera vez que se encontraba en
una fiesta como aquélla y estaba inquieto por conocer las reglas del comportamiento
correcto en la mesa.
Maestro me dijo, anoche me sentía inseguro viendo tantos manjares ante
nosotros. Ni Luca ni yo hemos estado nunca en una boda como ésta y no sabemos
cuáles son las normas a seguir. Si pudierais ayudarnos, os lo agradeceríamos mucho.
Claro, muchacho. ¿Qué queréis saber?
¡Oh, tantas cosas! Decidme, por ejemplo, ¿debemos tomar de todo?
Suspiré, pasándome la mano por la frente.
El buen caballero sabe que no debe hacerlo le contesté. Una de las pruebas
para distinguirlo de un villano consiste en ofrecerle muchas clases de viandas. El
villano comerá de todo, mas el caballero sólo tomará lo mejor. Pero vuestro caso es
diferente. Nunca tratéis de aparentar lo que no sois. Al final os descubrirán y será
peor. Ése es mi primer consejo. Y tranquilizaos, no tendréis la menor dificultad.
Limitaos a observar el comportamiento de vuestros compañeros de mesa y actuar
igual que ellos. Veréis como no tenéis ningún problema.
Enrique me miró con expresión decepcionada y bajó la cabeza durante unos
pocos segundos, levemente cohibido. Luego murmuró con voz queda:
Ya
Pero nosotros queríamos saber algo más. Aunque en esta fiesta podamos
pasar desapercibidos, si tenemos ocasión de acudir a otra celebración similar, no nos
gustaría hacer el ridículo me dirigió una mirada de súplica. No es preciso entrar
en detalles, tan sólo quisiéramos conocer alguno de los hábitos cortesanos.
Le miré con otra cara. No había percibido su inseguridad. Al escucharle hablar de
esa manera, avergonzado por su desconocimiento de las prácticas adecuadas,
comprendí que estaban solicitando algo más que un conjunto de normas para salir del
paso. Traté de infundirles confianza. Mirándoles con picardía, contesté:
Os daré un buen consejo. Cuando os inviten, comed mucho, pues si os lo
ofrece un amigo vuestro, se alegrará, y si es enemigo, se dolerá por ello.
Dio buen resultado. Luca rió. Le pregunté por qué lo hacía. A lo cual respondió:
He recordado la historia que contaba un negro del puerto de Génova llamado
Maimundo. Cierto anciano le preguntó cuánto era capaz de ingerir. Y él contestó: ¿de
qué comida, de la mía o de la tuya? ¡De la tuya, Maimundo!, contestó el anciano. ¡De
ésa, lo menos que pueda!, respondió. ¿Y cuánta de la otra?, dijo el anciano. Todo lo
que pueda, contestó Maimundo.
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Los tres reímos su historia. Sin embargo, Enrique aún no estaba satisfecho.
Pasado el momento de vergüenza, quería saber más cosas. Continuó:
Nos habéis dicho cuánto debe comer un caballero, pero nos importa más cómo
debe hacerlo. Decidnos, ¿cuáles son las reglas para comer con educación?
Sonreí indulgente antes de contestarle. Como me temía, los muchachos querían
instruirse a fondo:
Escuchad, si queréis comportaros como gentilhombres, debéis lavaros las
manos y no tocar nada hasta el momento de empezar. Hay muchas costumbres, pero
la mayoría son de sentido común. Por ejemplo, no se debe mostrar impaciencia, y por
ello, no comáis pan antes de que se ponga otro manjar sobre la mesa. Y para no
parecer glotones, tampoco os llevéis a la boca un trozo tan grande que se salgan las
migas por un lado y otro. Luego hay que masticar bien los alimentos antes de
tragarlos, no vayáis a ahogaros. Otros buenos consejos son: no tomar la copa antes de
tener la boca vacía, para no cobrar fama de bebedor, ni hablar con la boca llena;
además de ser descortés, corréis el peligro de que vaya algún resto de comida de la
garganta a la tráquea y ahogaros. Más de uno ha muerto por eso, no creáis.
Me detuve y les cogí del brazo:
Mirad muchachos, cuando veáis en el plato un manjar que os guste, fijaos bien
en si está ante vosotros, es decir, si no le corresponde a otro comensal, para evitar
tomarlo por equivocación. De esa manera, no dirán que sois pobres rústicos. Otro
consejo muy saludable es lavarse las manos después de comer, como hacen los
árabes
¿Para qué? dijo Luca.
Piénsalo un poco.
Abrió las manos en un gesto de impotencia.
Para evitar enfermedades contesté. Sigues sin verlo, ¿verdad? Pues bien,
pregúntate esto, ¿cuántas veces te has frotado los ojos después de comer con las
manos sucias?
Ambos asintieron con una media sonrisa. Me gustaba aquella charla, los jóvenes
estaban verdaderamente interesados en aprender las normas de la cortesía.
Si alguien me invita a comer, ¿qué he de hacer? dijo Luca.
¡Ah! Eso depende de quién lo haga contesté enigmáticamente. La ley de
los judíos dice que hay que poner especial atención al rango de quien te invite. Si es
persona grande, acepta enseguida. Y si no lo es, según sea su importancia, hazlo a la
segunda o a la tercera vez.
Esa sí que es una norma extraña insistió el italiano.
La razón la da Abraham, del que se cuenta la siguiente historia. Un día estaba
sentado a la puerta de su casa y vio venir a tres ángeles bajo apariencia humana, a los
que invitó a entrar en su morada, lavarse los pies, tomar algún alimento y reponer
fuerzas. Los ángeles, por ser él un gran patriarca, aceptaron. Pero poco después,
llegaron los mismos ángeles a casa de Loth y, a pesar de haber sido invitados por él
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una y otra vez a entrar, sólo aceptaron tras insistirles mucho, porque no era persona
tan grande.
Entretenidos con la conversación, nos encontramos de nuevo en la puerta del
palacio de Guzmán de la Rúa. Siguiendo a los demás, fuimos introducidos en la gran
sala del banquete.
Alertado por nuestra charla, puse atención al protocolo y en verdad debo confesar
que fue muy prolijo. Vale la pena reseñarlo.
Mientras a los invitados nos ofrecían aguamaniles para lavarnos las manos, los
capellanes bendijeron la mesa, tanto al principio como al final de la comida. Pero
antes de hacerlo nos habían distribuido con un orden muy estricto. El condestable se
sentó aparte en una banca, sobre un estrado con gradas de madera cubierto de
tapicería. A su espalda estaba situado un dosel con un bello brocado de tracerías
moriscas. Junto a él, sentados en unas banquetas, se hallaban su mujer, el padrino y la
madrina, la madre de la condesa, el arcediano de Estella y Gonzalo Mejía, señor de
Santofimia. Se habían vestido con mucha elegancia. Los hombres llevaban bucles en
la cabeza y la barba rizada, mientras que la condesa tenía trenzado el cabello con
hilos de oro. La novia estaba especialmente hermosa bajo sus ricas vestiduras. Un
ligero velo cubría su rostro y llevaba una falda muy amplia llena de brocados
geométricos que parecían reproducir los motivos árabes que tantas veces había visto
en la isla de Sicilia. Pero si los adornos resultaban extravagantes, su hechura era
similar a los de las damas de otras cortes, ostentando esas enormes mangas
acampanadas que nunca dejarán de asombrarme por su longitud y anchura.
El resto nos sentamos por el suelo de la sala. Las escasas mesas estaban
reservadas para los invitados más importantes. En las situadas frente a la puerta se
sentaron los señores de la iglesia mayor, los canónigos. Los de la universidad o
cofradía de los clérigos lo hicieron en las mesas próximas al ventanal y después todos
los capellanes y sacristanes, en el orden que seguían en sus cabildos y reuniones.
Cuando los maestresalas, por el orden de la mesa en que servían, entraron con el
aguamanil, todos nos pusimos en pie. Después, el deán bendijo la mesa y se inició la
comida. El orden lo dirigía el hermano del condestable, que actuó como maestresala
mayor. En la mesa principal y en las demás servían caballeros e hidalgos de la casa,
mayordomos, pajes y otros oficiales entrenados para soportar el trajín de las fiestas.
El servicio lo componían grandes aparadores de vajillas de oro y plata. La aparición
de cada plato y cada copa fue saludada con piezas interpretadas por los músicos. Ya
mencioné antes los muy variados manjares que degustamos; baste ahora señalar que
probamos muchas y diversas aves y vinos finos.
Tras el ágape cesó la música, se retiraron bancos y mesas y se despejó la sala para
que los invitados ocupáramos nuestros lugares en bancos adosados a la pared.
Mientras, los porteros se ocupaban de impedir entrar a nadie en la sala. A una señal
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del condestable, empezó a sonar de nuevo la música, iniciando las danzas los gentiles
hombres y pajes. Más tarde lo hicieron las personas de la mesa principal y después
todos los demás. Hubo un intermedio en el que se representaron dos pequeñas piezas
teatrales, que aquí llamaban momos, bien trabadas y no exentas de picardía. Después
continuó la música y el baile hasta muy tarde.
Yo asistía divertido, observando a jóvenes y mayores participar con entusiasmo
en la algarabía. Enrique bailó muchas veces, pero Luca prácticamente no se movió de
su sitio. Únicamente, si recuerdo bien, se enlazó en una o dos piezas con la mayor de
los Chartier, Arlette, quien se mantuvo la mayor parte del tiempo a su lado, hablando
en susurros con él.
Mientras tanto, los padres de Arlette y su hermana menor, Fabianne, se habían
integrado en el ambiente de la fiesta. Ella estaba muy hermosa con su largo traje
blanco revestido de brocados y pasamanerías. Le llegaba hasta los pies, pero pasaba
casi desapercibido por el tocado de gasas en diversos tonos de azul que le cubría la
cabeza. Como si fueran múltiples telas de araña superpuestas, los velos de muselina
le caían serpenteantes por la espalda y mangas del vestido. El atuendo, imposible en
otra dama, se acompasaba a la perfección con su rostro sereno y dorado. No fui el
único en darse cuenta; los jóvenes nobles e hijosdalgos lo percibieron antes que nadie
y la requerían continuamente para el baile. A fuer de sincero, debo confesar que si la
novia era la protagonista indudable del evento, Fabianne también pudo haberle
disputado el protagonismo. Sin embargo, su discreta naturalidad y la dulzura que
emanaba de su mirada impedían que nadie pudiera siquiera considerarlo.
Ya consciente de los sentimientos de Luca, me apenó verle con Arlette, mirando
con resentimiento a Fabianne, abatido y solo. Pensé en su dolor y me apiadé de él.
Sin embargo, no le di mayor importancia.
Tampoco tuve tiempo para más. Mediada la celebración, se me acercó con gran
sigilo un caballero al que había visto sentado la noche anterior al otro lado de la
mesa. Me tocó suavemente con la punta de los dedos en el hombro y, al volverme,
comentó que había escuchado toda mi conversación con Cárdenas. Asentí con
desconfianza, sin pronunciar palabra, pero él continuó:
Anoche os contaron una versión de la historia de la muerte de don Diego. No
es la única. Quizá esté equivocado, pero intuyo que os interesa saber la verdad.
Podría ser le confirmé sin querer comprometerme.
Vos sabréis. Pero si así fuera, yo os podría contar algunas cosas.
Os escucho.
Aquí no podemos hablar. Es muy inseguro.
¿Entonces?
Seguid estas instrucciones. Ante todo, esperad a que finalicen dos piezas de
baile más. Luego, abandonad la sala y subid al piso donde está situado vuestro
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aposento. Continuad por el corredor. Al final del mismo, frente a una galería cubierta
por un rosal, hay un pequeño portón de madera. Empujadlo, estará abierto. Tras él
hay una escalera por la que subiréis una planta hasta llegar a otro corredor. Tomadlo y
entrad en la primera puerta que surja a vuestra derecha. Allí os esperaré y podréis
conocer la verdad.
Unos segundos después, mi misterioso interlocutor se había desvanecido. Durante
el tiempo de espera estuve dándole vueltas a la conversación. En apariencia, se había
violado el secreto de mi misión. En aquel palacio todos parecían estar seguros de que
mi interés por la muerte de Rodrigo García superaba con mucho la natural curiosidad.
Y si eso era así, ¿no me estaría arriesgando a sufrir algún percance? Si acudía a la
misteriosa cita, ¿no me estarían preparando una celada? Qué mejor ocasión que
aquella pensé, en medio del bullicio de la fiesta. Podrían hacer de mí cuanto
quisieran. Sin embargo, aquel hombre, todavía no sé muy bien por qué, me había
inspirado confianza. No le vi sino unos instantes, pero algo me dijo que podía fiarme
de él. Parecía cabal y equilibrado. Además, su forma de acercarse a mí, su manera de
plantear el asunto, franca y directa, tan distante del sibilino estilo del melifluo
Cárdenas, me tranquilizó. De todas formas, no tenía muchas opciones; no podía
seguir dudándolo más tiempo. La danza postrera acababa y me esperaban. Debía
decidir de inmediato.
Opté por arriesgarme y acudir. El riesgo, por lo demás, ahora que reflexiono sobre
el papel, era calculado. Para poder cumplir con éxito la misión debía averiguar los
hechos y éstos, al menos en apariencia, se me estaban ofreciendo en bandeja. Por otro
lado, si me engañaban y sufría algún percance, formaba parte del envite. Mi
experiencia de otras situaciones similares me había enseñado que no existe empresa
fácil. Si uno desea averiguar ciertos detalles, es necesario asumir algún peligro. No
obstante, opté por actuar con una mínima precaución. Busqué con la mirada a Velasco
para avisarle, pero no lo encontré. Pensé en hacer alguna advertencia a Enrique o
Luca. Tampoco pude, el primero bailaba distendido con una dama y el italiano se
encontraba concentrado en otra de sus interminables conversaciones con Arlette. Sin
otra arma que mi endeble cuerpo, asumí afrontar la entrevista en solitario.
Abandoné el salón y me alejé por el corredor hasta la escalera. Tras pasar una
columna, sentí surgir una sombra del vacío y apoyarse una mano en mi hombro.
¿Dónde vais, maestro?
¡Velasco! respondí alterado. Te estaba buscando. Necesitaba decirte algo y
no daba contigo
Él sonrió fugazmente, con esa expresión suya de aplastante seguridad.
En adelante, no os preocupéis por eso. Recordad que si vos tenéis vuestra
misión, yo tengo la mía. Estaré siempre cinco pasos por delante o por detrás de vos,
según lo requiera la ocasión. Olvidaos de encontrarme. Yo os hallaré. Y ahora hablad,
¿qué debo saber?
Creo que ésa fue la primera vez que le escuché pronunciar un parlamento tan
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extenso. Pero no era cuestión de hablar sobre su retraimiento. Le expliqué
someramente la situación mientras él meneaba la cabeza arriba y abajo.
Me parece bien confirmó. Debéis acudir a la cita y tratar de enteraros.
Subid a ver a ese misterioso confidente. Y no temáis por vuestra seguridad. Yo velaré
por ella.
Tranquilizado por sus palabras, seguí las instrucciones que había recibido. Llegué
sin dificultad al portón indicado. Sin embargo, al intentar girar el tirador encontré la
puerta cerrada. Tenuemente, llamé con los nudillos. No hubo respuesta. Insistí con
algo más de fuerza. Nada. Hubo un intervalo de silencio, tan prolongado que empecé
a pensar que, o bien me habían gastado una broma, o mi enigmático amigo se había
marchado a algún sitio, cerrando la puerta al irse y llevándose la llave. Cuando ya
estaba a punto de desistir, se abrió la puerta de golpe.
Disculpad la espera. Aguardaba también a otra persona y habéis llegado los dos
al mismo tiempo. Cuando llamasteis, estaba abriéndole a él. Pasad, en este cuarto
podremos hablar sin que nadie nos interrumpa.
Entré en la estancia y, siguiendo sus indicaciones, me acomodé en una banca
adosada al muro. Al fondo, envuelto entre las sombras, otro hombre nos miraba con
gravedad cruzado de brazos. En el intervalo, quien me había citado, se situó frente a
mí:
Antes que nada, permitid que me presente. Mi nombre es Miguel de Miranmón
y provengo del norte de las tierras leonesas; soy hijo del señor de una pequeña villa
de la comarca del Bierzo.
Señalando al hombre que había a nuestro lado, continuó:
Él es un amigo. Se llama Leví y como podéis imaginar, es hebreo. Por su
profesión de médico, recorre con frecuencia el trayecto que vais a hacer y está
enterado de muchas cosas. Ahora os dirá. En cuanto a vos, no es necesario que
comentéis nada. Sabemos vuestro nombre y aunque decís ser peregrino a Santiago,
más de uno pensamos que quizá tengáis otros objetivos para viajar a la ciudad del
Apóstol.
Intenté protestar, pero me detuvo antes de que pudiera pronunciar una palabra.
Repito, no es necesario que añadáis nada. Ayer os vi muy interesado en
escuchar la penosa historia de mi buen amigo Rodrigo García y creo que si queréis
conocer todos sus entresijos, os puedo aportar algún detalle interesante. Es así,
¿verdad?
Yo le miré sereno, aún a la defensiva.
Así es, en efecto le contesté. Me gustaría conocer los detalles de este
enredo, pero, os lo aseguro, mi interés por ello es simple curiosidad y nada más.
¡Oh!, no me aseguréis nada. No es necesario sonriendo irónicamente, zanjó
la cuestión. Pasemos a los hechos. Os contaré lo que he averiguado.
Yo le miré expectante, como invitándole a hablar. Miguel, que hasta entonces
había permanecido de pie, acercó una banqueta y se sentó a mi lado. Tras detenerse
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un instante, tratando de poner en orden sus ideas, comenzó a decir:
Primero deseo aclarar que me une a don Rodrigo García una profunda amistad.
A su lado he pasado momentos entrañables de mi niñez y mi juventud. Por eso,
aunque los acontecimientos que ayer os relataron responden a la verdad oficial, me
resulta imposible aceptarlos. ¡Rodrigo no ha podido asesinar a don Diego de esa
forma! afirmó con énfasis. Ni concuerda con su carácter, ni con su personalidad.
Bajó el tono de voz.
Cuando me narraron la historia, más o menos en la misma forma en que ayer la
escuchasteis vos, me quedé completamente desconcertado. No podía aceptar que
Rodrigo matara por la espalda a don Diego, y menos por haber sido sorprendido
intentando abusar de doña María Correa. ¡No es posible que haya cometido la vileza
de profanar la honra de una dama! Tampoco entiendo su reacción. ¿Por qué guardó
silencio ante las evidencias de la muerte? ¿Por qué aceptaba hechos que suponían el
más grave deshonor para él?
Hablando para sí mismo, continuó:
En realidad, mal que me pese, la única explicación posible es la que os han
referido. Pero ya digo, es imposible reconocer en ese comportamiento el carácter de
mi amigo Rodrigo. Ni aun ebrio de diez toneles de vino lo imagino actuando de
forma tan bellaca.
Le alenté a continuar con la mirada.
He tratado de averiguar la verdad. Viajé a Santiago y pude hablar con él en la
celda donde le han confinado. Pero no me aclaró nada. Estaba completamente
abatido, sin ganas de vivir, y casi no habló. Cuando me encaré con él y le pregunté si
eran ciertos los hechos que se le imputaban, me miró en silencio y afirmó con la
cabeza. Le pedí que me explicara sus razones y me mandó callar.
¿No dijo nada?
Sólo que debía aceptar la situación como estaba sin tratar de intervenir.
Hizo una pausa frunciendo el entrecejo. Tenía el rostro del color de la ceniza y
sus mejillas temblaban febrilmente:
Perdonad, pero si vos le conocierais como yo, tampoco comprenderíais su
reacción. Soy un amigo de la infancia. ¿Por qué no se desahogó conmigo? Don
Rodrigo sabe que no iba a juzgarle. Sólo quería estar a su lado, acompañarle. Sin
embargo, me fue imposible; se mantuvo distante, como si fuera un extraño. Mientras
yo le reclamaba una explicación, él seguía obstinadamente en silencio. ¡En fin!, ya os
digo, salvo aquella confirmación con la cabeza y, tras pedirme que dejara las cosas
como estaban, ¡nada!, ¡absolutamente nada! Me trató con una indiferencia que unos
días antes hubiera juzgado increíble en él.
Su voz era pensativa y la cabeza se le iba hundiendo entre los hombros.
Al abandonar el calabozo prosiguió, caminé por las calles de Santiago
desolado, sin poder comprender esa pasmosa frialdad, esa indiferencia ante lo que se
avecinaba.
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Agregó a modo de consuelo para sí mismo:
Porque una cosa tenía clara. Y sigo teniéndola: Rodrigo no lo ha hecho.
Me tomó del brazo.
Pase lo que pase, estoy seguro y siempre lo estaré. Os parecerá ingenuo, pero
es así
Se quedó callado y continuó con voz ronca:
Sí, ya sé, no tengo pruebas para sustentarlo, salvo mi propio e íntimo
conocimiento de su temple. No os convenzo, también lo sé
Me miró con ojos dolidos. Incómodo, desvié la vista hacia Leví. Este frunció los
labios con gesto escéptico. Volví a Miguel: no miraba a ninguna parte en concreto
sino que levantó las manos en un ademán de fastidio y prosiguió:
¡En fin! continuó, cuando salí de la cárcel sólo sabía una cosa: los
comportamientos no concordaban.
Pues todo lo que he oído hasta ahora confirma la misma tesis dije.
No replicó sino que hizo un gesto de silencio entre irritado y obstinado.
Mirad, padre, empiezo por admitir que de labios de Rodrigo no salió una sola
palabra desmintiendo la versión oficial. Sin embargo, no quedé satisfecho. No podía
argumentarlo con lógica, pero había demasiados hechos desconcertantes.
Irritado e impotente, decidí que al menos intentaría averiguar lo que pudiera.
Se detuvo y me miró de arriba abajo con fijeza. Era otro hombre. Continuó:
Os diré lo que he conseguido. No es mucho, pero quizá pueda seros útil. Para
empezar, insisto, ciertos aspectos se contradicen radicalmente con la forma de ser de
Rodrigo.
Veámoslos.
Primero, conocía a María Correa desde su infancia y era para él una amiga
querida. Segundo, todos suponíamos que acabarían prometiéndose en matrimonio. Y
si era algo sabido por todo su entorno, yo estaba especialmente enterado. Él mismo
me había confesado que deseaba hacerla su esposa y que así lo solicitaría
formalmente a su padre, don Alonso. Únicamente esperaba la llegada de su hermano
Juan para cumplir con el formulismo.
¿Para qué lo necesitaba?
Como mayordomo del rey, le daría el tinte de solemnidad que tanto gusta a los
Correa. Pero tenéis razón, no lo necesitaba, era una precaución innecesaria. Ambas
familias son amigas desde hace generaciones y Rodrigo estaba seguro de contar con
la mano de María.
Pero si es como contáis, si tenía la seguridad de convertirla en su esposa, ¿para
qué iba a intentar abusar de ella? le interrumpí.
Miguel se pasó la mano por la frente, apartándose el cabello y me señaló con el
dedo índice:
Eso digo yo. Pero esperad, hay otros detalles. De entrada, un conjunto de
casualidades demasiado extrañas para admitirlas sin más. ¿O no os resulta
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sospechoso que el acusado sea el hermano menor de Juan García, la persona a quien
más ha encumbrado nuestro rey?
Ya lo habéis mencionado antes.
¿Y también sabéis que María Correa es casualmente la prima de Mayor
Guillen?
¿Mayor Guillen?
Claro, vos no la conocéis, pero se trata de una dama muy ligada al rey. La
historia es ésta. Aunque hace ocho años Alfonso se desposó con Violante de Aragón,
hija de Jaime I de Aragón y Violante de Hungría, fue un matrimonio de Estado. De
hecho, el rey tenía veinticinco años y ella sólo doce, pero el enlace estaba
comprometido desde hacía mucho tiempo. No os extrañará, pues, que Alfonso
mantuviera otras relaciones. Pues bien, por estas fechas las tenía con doña Mayor,
hija de don Guillen Pérez de Guzmán y hembra de temperamento. De estos amores
nació hace trece años Beatriz, la muy querida hija de Alfonso
¡Bah! contesté instintivamente. Por mucho que la ame, no puede ser
heredera suya, no es sino una bastarda
Miguel se echó a reír.
¡Qué poco conocéis a nuestro monarca! Esa «bastarda», como la llamáis, será
la futura reina de Portugal. Alfonso le profesa tal amor que ha renunciado a sus
pretensiones sobre el Algarve a cambio de casar a su hija natural con el rey
portugués, Alfonso III. La paz se selló hace cuatro años con ese compromiso. ¿Qué
os parece eso?
Yo estaba asombrado por la noticia pero, salvo por la expresión de mi rostro, no
delaté nada.
Vos mismo juzgaréis la importancia de estos datos. Sobre todo, si tenéis en
cuenta las intrigas de ciertos nobles descontentos con las reformas que el rey está
emprendiendo en la corte. Pero no quiero entrar en el terreno de las especulaciones.
Os contaré los datos irrefutables. Veréis, cuando ocurrieron los hechos, doña María
vivía recluida casi todo el año en el monasterio de Santa Clara para educarse. Así que
Rodrigo y ella apenas se veían. De hecho, he averiguado que él no se acercó nunca al
monasterio. Sin embargo, quien sí pudo hacerlo fue don Diego, puesto que el castillo
de su familia, los Bembriz, dista apenas tres leguas.
Sus ojos se entrecerraron, quedando como dos rendijas, inteligentes, marrones.
Y bien, sobre Diego Pérez Arias he de deciros algo. No quisiera hablar mal de
nadie y menos si ha muerto, pero Diego, desde pequeño, fue un ser vil y cobarde. Sí,
es verdad, era diestro con las armas, montaba bien a caballo y solía ser el campeón de
los torneos. Pero también era obstinado y cruel; para él todo estaba justificado si
deseaba conseguir alguna cosa. Y si alguien le contrariaba, tarde o temprano acababa
vengándose.
No parece que os gustara mucho.
En realidad, nunca estuvimos unidos y apenas llegamos a tener algún contacto
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de niños, en parte porque nos daba miedo; desplegaba una crueldad en sus juegos que
nos aterraba. De mayor continuó igual. Una vez le vi castigar sin piedad a un mozo
de cuadras por haberle ajustado mal la cincha del caballo
Parecía recapitular:
No, no me gustaba don Diego. Ni creo que le gustara a nadie. Fue siempre un
solitario. Ya desde muchacho pasaba la mayor parte del tiempo con sus hombres, en
el monte, cazando. Ha dormido más noches en la montaña que en la casa de su
familia y se encontraba más a gusto con su capitán, un soldado portugués de
expresión cetrina, que con cualquier otro. Sus correrías son famosas por toda la
región. No debe haber aldea ni villorrio donde no haya quedado su huella
Alzó los hombros como queriendo abandonar esas ideas.
A lo que vamos continuó. Sé que don Diego también quería hacer de
María Correa su esposa. Parece ser que Rodrigo estuvo una vez un poco arrogante
con ella, pavoneándose ante otras personas de lo enamorada que estaba. Y María,
probablemente por coquetería, le paró los pies diciéndole que no estuviera tan seguro
de ella, pues había otros caballeros tras su mano. Poco tardó Rodrigo en enterarse de
que ese otro era Diego.
¿Y no le preocupó la aparición de un competidor?
Claro. No hace tanto tiempo respondió Miguel con voz nostálgica don
Rodrigo me confesaba su preocupación por ver a María recluida en un monasterio tan
cercano a las posesiones de los Bembriz alzó los hombros. No debo exagerar. La
verdad, concedía poca importancia a tales pretensiones. No albergaba la menor duda
sobre María. Desde pequeños se habían sentido atraídos el uno por el otro y pensaba
que su compromiso era una mera cuestión de trámite
Hizo una pausa ligera antes de continuar:
Y de pronto, de forma repentina, cambió todo. Era incomprensible.
Y Alonso Correa, el padre de María, ¿qué opina?
Está indignado con el comportamiento de Rodrigo y desea verle muerto, sin
duda, pero en el fondo está tan sorprendido como nosotros por los inesperados
sucesos. No lo digo por hablar. Os lo puede confirmar él mismo.
Sigo sin comprender la causa de tantos cambios le dije.
Miguel alzó la mirada. Tenía los ojos llenos de cansancio y de dolor. Se apartó de
nuevo los cabellos de la frente con un movimiento excesivamente lento.
Es difícil precisarlo. Todo comenzó hace unos pocos meses, cuando se celebró
el torneo que se organiza tradicionalmente en el castillo de los Eanes a finales de
noviembre. Yo no pude asistir, pero sí estuvieron Juan y Rodrigo García, María
Correa y otros conocidos. Según me contó Alonso, el padre de María, don Juan
aprovechó la ocasión para solicitar a su hija en nombre de su hermano pequeño
¿Entonces
? pregunté.
Esperad. No llegó a concederla, aunque parece que estuvo a punto.
¿Por qué motivo no lo hizo?
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Por nada especial. Creía que ése era también el deseo de su hija, pero quiso
preguntárselo a ella antes de dar una contestación. No costaba ningún trabajo hacerlo
y María, dama orgullosa y altiva, se sentiría contenta de saber que su padre no la
había comprometido sin consultárselo. Lo que no podía sospechar Alonso era su
respuesta. Le dijo tajantemente que rechazaba a don Rodrigo por esposo. Su padre se
quedó atónito; no entendía por qué de pronto cambiaba de opinión. Sabía que María
estaba enamorada de Rodrigo desde la infancia. Disgustado con su respuesta, le
exigió una explicación convincente: «Hija mía, no te entiendo. Perdóname, pero en la
práctica casi he aceptado conceder tu mano a don Rodrigo. ¿Puedes explicarme por
qué rechazas ahora, de repente, a quien ha sido para todos tu prometido?». María le
contestó sollozando que ella le amaba desde que tenía memoria, pero que
últimamente no estaba segura de su carácter.
«¿Cómo que no estás segura de su carácter? le respondió Alonso. ¿Qué
historias son ésas? No tiene sentido. He estado varias veces con él en los últimos
meses y es el mismo hombre de siempre. Y en cuanto a ti le preguntó con un tinte
de sospecha. ¿Cómo lo sabes si apenas le has visto? No me dirás que os habéis
entrevistado a escondidas
Además, no lo creería. Las monjas de Santa Clara no son
ningunas bobaliconas y no te lo pueden haber permitido».
María acabó por confesar. Una semana antes había ido a ver a unos magos que se
habían instalado en los aledaños del monasterio. Estos magos tenían fascinada a la
región por la clarividencia de sus adivinanzas y la sabiduría de sus respuestas. Tanto
oyó María hablar de su ciencia que le picó la curiosidad y fue a preguntarles por su
porvenir, acompañada de su buena amiga Marta.
¿Cómo sabéis datos tan precisos? dije.
La misma Marta los confirmó añadió Miguel. Recordaba la escena un
poco nebulosamente, pero parece que estaban instalados en una pequeña cueva y casi
no les pudieron ver; sólo tenían una vela para iluminar la estancia. Sin embargo, las
dos muchachas salieron sobrecogidas de aquel lugar. Primero, porque a pesar de no
haberlos visto nunca antes, les describieron su carácter, sus aficiones y deseos con un
conocimiento fuera de toda lógica. Tras demostrarles su clarividencia, uno de los
magos se dirigió a María para advertirle:
Muchacha, deberás mantenerte alerta en los próximos meses, pues de ellos
dependerá tu felicidad o tu desgracia. Pronto te solicitará en matrimonio un caballero
por el que te sientes atraída desde muy joven. Pero ¡atención!, debes evitar esa boda
si no quieres ser desgraciada toda la vida. A quien tienes por un noble galán, el joven
del que sólo guardas recuerdos amables, en realidad esconde un carácter terrible y ha
tenido aventuras con muchas doncellas de la comarca. Sigue mi consejo y rechaza ese
enlace, después de casarse contigo aparecerá en toda su crudeza la verdadera
personalidad de tu prometido. Te hará terriblemente infeliz.
María continuó contándome Miguel se espantó ante la noticia; no
coincidía ni con sus expectativas ni con sus deseos. Sin entender las palabras del
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mago, le pidió que fuera más explícito y le solicitó pruebas para aclararse. Por
ejemplo, le pidió detalles de la apariencia del supuesto pretendiente. Y de manera
increíble, el mago hizo un retrato tan minucioso y pormenorizado que sólo una
persona en el mundo podría caber en él, Rodrigo García. Aún incrédula, María le
dijo: «Pero siempre se ha comportado con gentileza. ¿Cómo estás tan seguro de que
será un mal esposo?». A lo que el mago repuso: «Lo sé. Desconfía de sus buenas
palabras. Es un nigromante que ha hecho un pacto secreto con el diablo para que
todos crean que es afable y bondadoso, cuando por dentro le hierve la crueldad.
Estáis todos engañados, yo he soñado la escena y he visto a tu pretendiente en pactos
con Lucifer. Estoy completamente seguro de mis palabras, por duras que sean».
Por eso concluyó Miguel don Alonso acabó aceptando los temores de su
hija y decidió rechazar la proposición.
¿Cómo reaccionó don Rodrigo?
No entendía nada. Pensad que él desconocía la entrevista con el mago y no
esperaba una respuesta negativa. Quedó consternado ante la contestación final. Un
día antes su hermano mayor, el mayordomo de la corte, prácticamente había acordado
el compromiso. Según le dijo, la conversación había sido muy cordial y todo se
prometía perfecto. El anuncio formal parecía reducido a un mero trámite. Sin
embargo, ¿por qué apenas veinticuatro horas más tarde era rechazado sin una
explicación? No obstante, Rodrigo aceptó su suerte resignado, confiando en que fuera
una falsa alarma.
Hizo una pequeña pausa. Luego continuó con voz baja y ahogada.
Y para concluir esta increíble historia, pocas semanas después, con ocasión de
la boda de Martín de Guzmán e Isabel Torregrosa, Rodrigo intenta violar a su
prometida y asesina a Diego. Para el padre de María continuó Miguel el mago
había acertado: Rodrigo tenía un corazón malvado y, por fin, después de haberlos
engañado a todos durante años, había salido a la luz.
Es una historia increíble no pude menos que replicar.
Pues esperad, que todavía no ha acabado dijo Miguel. Después de esta
conversación con el padre de María incluso yo salí dubitativo de su casa. ¿Sería
posible que Rodrigo nos hubiera engañado a todos y que, en efecto, hubiera hecho un
pacto con Lucifer? ¿Podría ser cierto que aquel amigo, a quien yo consideraba como
un hermano, escondiera una personalidad terrible que ninguno había sido capaz de
atisbar? Casi me convencieron las palabras de don Alonso, pero seguía dudando.
Sois un amigo fiel, no cabe duda.
Eso espero. Pero quería decir otra cosa. La versión aceptada de ciertos hechos
no es siempre la verdadera. Yo, por ejemplo. Desde niño he tratado con antipatía a mi
maestro de armas y todos aceptan esta actitud. Pero no es verdad. La verdad es todo
lo contrario. Siempre le he admirado en secreto, pero él nunca manifestó el mismo
interés por mí que por mi primo Jaime. Vive con nosotros, es más fuerte que yo y ha
sido su favorito desde la infancia. Como esa preferencia me humillaba
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profundamente, he intentado dominar mis sentimientos repitiéndome a mí mismo que
me era antipático. Así que ya veis hasta qué punto sé lo ilusorio de ciertas
apariencias. Por eso decidí comprobar un último detalle. Ya imaginaréis cuál fue,
¿no?
¿Hablar con el misterioso mago? dije.
Exacto contestó Miguel. Sería la confirmación definitiva. Buscaría a los
magos para preguntarles yo mismo por sus revelaciones. Sin embargo, los adivinos
desaparecieron de la comarca de la misma forma que habían llegado: como por
ensalmo. Parecía habérselos tragado la tierra y no fue posible hallar ninguna
respuesta sobre su destino o su origen. Un poco picado, indagué por todas partes
hasta encontrar la respuesta. Pero, esperad, ahora debo dejar la palabra a otra persona.
A pesar de mi interés, yo no he podido hablar con ellos. Quien sí lo ha hecho, y por
eso está aquí con nosotros, es Leví, el médico que os presenté al principio de la
conversación. Él os relatará lo sucedido.
Yo ya estaba intrigado hasta el tuétano con la trama. Invité con la mirada a Leví a
continuar y éste así lo hizo:
Tal y como os ha contado don Miguel, yo sabía del interés de mi señor por
encontrar a los magos. Nos había hablado de ello a muchas personas, rogándonos
que, si por casualidad los hallábamos, se lo hiciéramos saber. Pues bien, hace apenas
tres semanas estuve en Sahagún atendiendo a unos enfermos. Allí oí hablar de un
antiguo eremita y famoso adivino que había vuelto a su patria natal. La gente
comentaba con envidia su cambio de suerte; cuando salió de allí, unos meses antes,
no tenía nada y ahora vivía como un señor. Me pareció factible que fuera el que
buscaba don Miguel y averigüé su residencia: Grajal de Campos, una pequeña
localidad cercana a Sahagún. Al visitarlo, después de no pocas averiguaciones que
sería largo detallar, comprobé que era uno de ellos, pero me costó sonsacarle; no tenía
el menor interés en contarme nada. Al fin, hablé largamente con él y conseguí alguna
información.
¿Cómo lograsteis persuadirle? le pregunté.
¡Oh!, fue bastante difícil vencer su resistencia, tenía órdenes precisas de no
decir una palabra pero, para empezar, profesaba la vieja ley, como yo mismo.
Después resultó que era de la rama de los Sabarra, es decir, medio pariente mío. Con
que concluyó con satisfacción pude encontrar vías para liberar su lengua.
¡Ah!, es judío también exclamé. Pero, contadme, ¿qué os dijo?
Muchas cosas. Pero a vos creo que os interesan tres. Primero, que tanto él, que
se llama Salomó Sabarra, como su compañero Todrós Ibn Varga fueron contratados
para trabajar en las cercanías del monasterio, informándoseles de ciertas
características de algunos de sus visitantes, por lo que no les fue difícil adquirir fama
de clarividentes. Así estuvieron durante algunas semanas, hasta que, al fin, la persona
que les había contratado y con quien mantenían relación, les dio instrucciones para
que desaparecieran con la misma rapidez con que habían llegado. Me contaron que
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casi no les dio tiempo a recoger sus pertenencias. Tuvieron que salir disfrazados y de
madrugada, para asegurarse de no ser vistos por nadie.
¿Y qué motivos les dieron para salir de allí tan de estampida?
No muy claros dijo Leví. Parece ser que les asustaron con la amenaza de
una reclamación de alguien a quien habían interpretado mal su futuro. Les dijeron
que debían marchar de inmediato porque se había dado orden de prenderlos y
llevarlos ante la justicia. Pero no creyeron demasiado la historia. De hecho, no tenían
miedo e hicieron el viaje de regreso con cierta calma. En realidad, recibieron más una
orden que un aviso. Pero habían sido espléndidamente pagados por sus servicios; les
pareció prudente no hacer demasiadas preguntas, recibir su paga y regresar por donde
habían venido.
Sí, parece natural convine. ¿Y cuáles son los otros dos aspectos que
suponéis me interesan?
El más importante respondió Leví es el siguiente. Pude constatar más allá
de toda duda que jamás, repito, jamás, habían visto a una muchacha que respondiera a
la descripción de María Correa. Y por si eso fuera poco o hubiera algún tipo de duda,
Salomó me aseguró que no habían prevenido a ninguna joven para no contraer
matrimonio.
¿Cómo? exclamé. ¿Me estáis diciendo que no vieron a María Correa?
¿Que no la avisaron del peligro que asumía si contraía matrimonio con Rodrigo
García?
Le miré con perplejidad y maticé:
¿Tampoco sabían nada del pacto con el demonio que teóricamente había hecho
don Rodrigo?
Detrás de nosotros, don Miguel nos contemplaba con expresión grave, asintiendo
con la cabeza. Leví respondió:
Así es. Yo sólo conocía algunos detalles de la historia que os ha contado don
Miguel, pero sabía lo suficiente para tratar de concretar ciertos datos. Y Salomó me
confirmó que no habían especulado con nadie sobre el carácter de su prometido y
que, desde luego, no tenía idea de ningún aviso sobre pactos con el averno. Conforme
le iba preguntando se mostraba más sorprendido, negando con palabras y gestos mis
interrogantes. No sólo negó que hubieran intervenido en cualquiera de los
pormenores que yo había oído referir a don Miguel, sino que estaba convencido de
que debía tratarse de otros magos. «Yo no sé nada de eso me dijo Salomó al fin con
tono cortante. Vimos sobre todo a campesinos ignorantes que nos planteaban
cuestiones inocentes: cuándo pariría una vaca o si la próxima cosecha sería buena.
Nosotros no tratábamos con caballeros o con damas. Lo que dices no tiene sentido
añadió. ¿Acaso crees que somos estúpidos? En primer lugar sentenció
irónicamente, ningún mago, astrólogo, médico o adivino debe comunicar la verdad
a su señor. Lo primero que aprendemos es a contestar usando caminos ocultos o
indirectos, alegorías, metáforas o expresiones maravillosas. Y en segundo lugar,
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jamás nos hubiéramos atrevido a cuestionar una alianza matrimonial. Ése es un
terreno muy peligroso. Te diré la razón me explicó: Nunca se contenta a las dos
partes. Si el prometido se queja de su amada y tú le das la razón, al final acaba
enfadándose contigo. Una cosa es que él proteste y otra muy distinta oír a un extraño
criticar a su dama. Y si le quitas la razón, se molestan desde el principio. No, nunca
nos hubiéramos atrevido. Me hablas de un tal Rodrigo García al que nunca oí mentar,
ni sé quién es. Debes de estar equivocado de magos» terminó diciéndome.
Bueno, eso último es más comprensible dije. No tenía por qué saber los
nombres de los interesados. Si el enredo era premeditado, lo natural es que los magos
hablaran sólo de un prometido desleal.
Eso es cierto terció Miguel incisivamente. Pero sigue sin encajar el resto.
Hasta hace un momento partíamos del hecho irrefutable de unos adivinos que habían
convencido a María para que no se casara con Rodrigo. Pero ahora sabemos lo
contrario; ellos mismos son los que niegan haber hablado con ninguna joven de sus
características o prevenir alianzas matrimoniales. Por consiguiente la pregunta es:
¿quién lo hizo entonces?
Sí convine, ¿quién lo hizo?
La cuestión pareció tocarles del lado realista. Leví se encogió de hombros y
Miguel sostuvo mi mirada en posición pensativa. Se irguió en el borde de la silla para
contestar, pero me anticipé a sus palabras:
Esperad, procedamos con orden. ¿Quién les llevó a ese lugar a instalarse?
¿Quién les contrató? ¿Quién les avisó para que se marcharan y les pagó?
Sonriendo con confianza, Leví abrió sus manos y continuó:
Ésa es la tercera cuestión que suponía que os iba a interesar. Salomó no pudo
darme demasiados detalles al respecto. Pero lo fundamental es que sólo trataron con
una persona: un hombre de unos cuarenta o cuarenta y cinco años, fornido y bien
armado. Era un hombre parco de expresión y poco dado a las intimidades. Lo hablaba
todo con Todrós y, según parece, más que negociar daba órdenes. Todrós comentaba
que debía de tratarse de algún soldado u hombre de armas por su forma de hablar y
por una cicatriz que atravesaba su mejilla derecha, tal vez la huella de una antigua
herida.
Y esa descripción le interrumpió Miguel corresponde, como una gota de
agua con otra, con el capitán de los soldados de don Diego de quien os hablé antes,
maestro. Supongo que recordaréis de quién se trata.
Abandoné la estancia con las ideas mucho más claras. En la puerta me esperaba
Velasco, silencioso y fúnebre como siempre. Por la expresión de su cara, deduje que
nos había oído y tenía hecha su composición de los hechos.
Has escuchado la conversación, ¿no es cierto, Velasco?
Sí, he oído parte de lo que hablabais me dijo.
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¿Y qué opinas?
Velasco sonrió para sí y suspiró confiado.
Lo que empezáis a ver vos mismo me dijo. Que las cosas no son lo que
parecen y que estáis comenzando a penetrar en el hilo de la verdadera historia.
Le miré con perplejidad. Su cara se tironeaba de un color negro azulado. «Este
hombre pensé sabe mucho más de lo que cuenta». Él debió de adivinar lo que
pasaba por mi mente y concluyó tajante:
Lo lamento, no os puedo decir nada de lo que sospecho o sé. Debéis ser vos
quien desentrañe este misterio. Yo no puedo añadir nada. He recibido órdenes
precisas en ese sentido.
Debí de poner cara de enfado.
Tan sólo diré una cosa continuó Velasco. Ayer os habló Cárdenas con un
interés concreto. Está casado con la hija de Munio Fernández, merino mayor de
Galicia hasta hace poco tiempo. El rey le ha sustituido por un buen caballero, Rui
Suárez.
¿Y bien?
Os lo podéis imaginar. Si su suegro ha sido destituido
Y lo siento, no voy a
añadir nada. Ya os dije que tengo instrucciones concretas. Debéis entenderlo, tenéis
que ser vos, maestro, quien llegue a la verdad por vuestros propios medios.
No lo entiendo, Velasco, ¿por qué no puedes intervenir?
Sonrió afablemente, pero su voz era firme al responder:
Mi única misión es evitar cualquier percance en vuestro viaje. Y ahora,
perdonadme, pero debemos volver sin tardanza a la fiesta.
Yo no podía aceptar aquella premisa e intenté protestar. Me cortó en seco:
Escuchadme. Debemos regresar inmediatamente. Hace mucho tiempo que
abandonasteis las celebraciones y no faltará quien se extrañe. Apresuraos, debemos
dar la impresión de haber salido sólo un rato.
Tenía razón. Volvimos con rapidez al salón donde se celebraban los bailes.
Dentro, la fiesta estaba en su apogeo y me dio la impresión de que nadie había echado
de menos mi ausencia, aunque luego los hechos demostraran lo contrario. Yo iba
abstraído, contemplando la situación y empezando a encajar las piezas de aquel
complicado tablero de ajedrez.
Cuando entré vi a Fabianne conversar animadamente con el mismo noble local
con quien la había dejado cuando partí. Por su parte, Enrique seguía bailando y Luca
había desaparecido con Arlette. Me serví una copa de vino. Al poco se me acercó el
caballero con quien había hablado la tarde anterior, don José Cárdenas, para
demostrarme lo ilusorio de mi confianza:
¿Dónde habéis estado este tiempo, maestro? Os he buscado para continuar
nuestra conversación, pero no pude dar con vos.
¡Oh!, he estado visitando el palacio y dando un paseo por los alrededores.
No me interesaba continuar en esa dirección, así que cambié de tema:
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Está animada la fiesta, ¿verdad? Es un placer ver a los jóvenes bailar y
divertirse castamente.
Así es contestó Cárdenas. Pero nosotros ya no somos tan jóvenes.
Se echó a reír mostrando los dientes torcidamente, como una sandía calada.
Añadió con procacidad:
Ni tan casto, al menos yo.
Viendo mi expresión de reproche, continuó:
No os molestéis, padre. Era una broma. Un poco simple, si queréis, pero sólo
una broma. Y ahora permitidme que acabe, si habéis entendido otra insinuación, me
habré expresado mal. Simplemente quería invitaros a probar un vino especial que no
se sirve en la boda. Venid conmigo, tengo guardada una jarra de un vino licoroso
cuyo sabor no tiene parangón
Le acompañé a una pequeña estancia que había detrás. El sabor del vino no era
demasiado interesante y volví decepcionado a la sala. Después de alguna frase de
cortesía pude librarme de aquel hombre y reintegrarme a mi actitud de observación.
Sentado en una esquina de la sala, viendo al resto de la fiesta participar en el envite,
podía dedicarme a repasar los acontecimientos y situar los hechos. Por lo demás
estaba habituado a este tipo de situaciones y había adquirido la habilidad de mantener
mientras pensaba una sonrisilla permanente de satisfacción que la gente tomaba por
la expresión de quien mira con simpleza. Sin embargo, no pude permanecer en mi
postura mucho rato. Al poco me encontraba mareado, con una sensación de náusea y
vacío que no recordaba desde hacía muchos años. No entendía qué pasaba. Apenas
había tomado dos o tres copas. A pesar de ello me encontraba entre embriagado y
exhausto, sin poder controlarme. No podía concentrar la vista y, con desagrado, se me
ocurrió pensar si no estaría borracho. Antes nunca me habían afectado de esa manera
unos vasos de vino, ni siquiera en otras reuniones más entusiastas. Con la cabeza
dándome vueltas, me puse en pie y me dirigí fuera de la sala, a un banco del
jardincillo. Me vi vacilar sobre mis pies y, aunque probablemente nadie lo notó, tuve
la impresión de ser observado con reprobación por toda la sala. Me daba igual.
Cuando salía me tambaleé hacia un costado y conseguí mantenerme en pie
justamente cuando se me empezaban a doblar las piernas.
El camino se me hizo muy largo hasta llegar al banco. Frente a él, me recliné
como pude y traté de dejar pasar el mareo. Era imposible. Me cogí la cabeza con las
manos y, haciéndome un ovillo, esperé a que pasasen los efectos. Pero el malestar iba
a más; poco a poco noté un sudor frío que me caía a raudales sobre la cara y me
mojaba los hábitos. Desesperado, me puse de rodillas e intenté vomitar. Tampoco
podía, más allá de algún ácido agrio no logré expulsar nada. Impotente, volví a
sentarme con una sensación insoportable en todo mi ser. Es imposible,
completamente imposible hacerse una idea adecuada del horror de mi situación. Poco
después, trataba de respirar, jadeando, mientras un estremecimiento comparable al
acceso de la calentura me recorría el cuerpo. Sentí que los ojos se me salían de las
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órbitas y me resonaba en la frente un «tan tan» insufrible. Tengo una vaga idea de los
momentos siguientes. Envuelto en una náusea áspera, acabé por perder el sentido.
Pasó más tiempo del que puedo recordar, pero al fin acudió en mi ayuda Enrique, que
había salido al jardín para refrescarse un poco. No recuerdo muy bien qué ocurrió a
continuación, pero sé que más tarde llegaron Velasco y quizá otras personas y fui
penosamente arrastrado a mi dormitorio.
Cuando varias horas más tarde desperté, se encontraban a mi lado Velasco,
Enrique y Leví, el médico hebreo que me había presentado Miguel de Miranmón. Fue
un instante terrible. Parecía que en mi cabeza estuvieran sonando los tambores de
diez ejércitos. Sentía los ojos duros y doloridos y notaba el aliento espeso y fétido.
Una luz contra los párpados me devolvió a un mundo rojo y opaco. Oí una voz sobre
mí y mantuve los ojos cerrados. La voz era el suave ronroneo de Enrique haciendo un
sonido como un cloqueo con la lengua contra el paladar. Me seguía costando abrir los
ojos. Durante un tiempo volví a la consciencia desde la oscuridad, escuchando sus
voces en la lejanía.
Como siempre, Enrique debía de estar tratando de saciar su curiosidad, porque
Leví explicaba con voz didáctica:
El límite entre la medicina y el veneno es muy tenue. Incluso los antiguos
griegos utilizaban la misma palabra, pharmacon, para referirse a los dos. Hay que
saber de ambas disciplinas para poder curar
Fue entonces cuando debió de verme. Se interrumpió para exclamar:
Espera muchacho
nuestro querido maestro Hinault está abriendo los ojos.
Pobrecillo, debe de encontrarse dolorido y molesto, pero no ha habido más remedio
que actuar así.
Horas después me enteraría de que estaba vivo por casualidad. Después de que
Velasco avisara a Leví, me sostuvo bajo sus brazos. Percibió de inmediato el cuerpo
blando y el aliento febril, por lo que desechó la idea de la ebriedad y supuso que me
habían envenenado. Gracias a Dios conocía su profesión. Sin perder tiempo, preparó
un vomitivo y me aplicó un antídoto del que después averigüé la composición o al
menos parte de ella: ortiga, ajo y valeriana.
Más tarde, cuando me encontraba casi restablecido, le pregunté por la causa de
esos extraños ingredientes:
Bueno, supuse que os envenenaron con un compuesto particular. La sensación
de embriaguez que padecíais, por cierto, muy adecuada para la circunstancia de una
fiesta como la de ayer, delataba a algún buen herborista. Normalmente, cualquiera lo
hubiera tomado por una simple borrachera. No obstante, la expresión de vacío de los
ojos me alarmó. De hecho, el veneno que os dieron llevaba varios componentes.
Supuse que tenía fresnillo en flor por el estado de ebriedad. Además, creo que
contenía eléboro blanco y belladona, pero es difícil afirmarlo con seguridad. Después
de examinaros hice que limpiarais el estómago con una fórmula muy antigua que
obliga a expulsar toda la comida. Pero creí que debía hacer más, porque alguna de las
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substancias que, supongo, componían el veneno, podía tener efectos sobre la mente.
Por eso os he dado ortiga, que protege de las visiones. También habéis tomado ajo,
siempre beneficioso contra los venenos; y, por último, os di un poco de valeriana para
calmar el cuerpo. Esta última hierba es muy curiosa añadió, porque si se toma en
grandes cantidades también es venenosa.
Habría muerto en pocos minutos. No recuerdo gran cosa de las horas sucesivas.
Estaba en un estado de semiinconsciencia que me hacía quedar dormido por
momentos y despertarme casi inmediatamente. Pasé así buena parte de la noche,
fuera del discurrir de la fiesta y las bodas. Sólo puedo recordar el momento en que,
apremiado por la necesidad, me levanté a orinar por la ventana. Tenía la luz de la
noche de frente, deslumbrándome. Debajo de mí había una pequeña jofaina y la
levanté para echarme un poco de agua en la cara. Pero cuando me vi reflejado en su
superficie, con los párpados entrecerrados, la cara congestionada, la boca blanda y
húmeda y los ojos turbios, volví a acostarme. Antes de conciliar el sueño recordé las
palabras de la bruja que conocimos cerca de Sangüesa, previniéndome contra los
efectos de la embriaguez. «¡Ah, maldita! pensé. ¡Y yo que la había considerado
una simple por ese comentario!». Dos minutos después estaba dormido.
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VII. LA TUMBA DE LA ABADÍA
Marzo de 1257
Mientras yo pasaba por este penoso trance, Luca y Arlette vivían acontecimientos
de no menor envergadura. Al principio de las fiestas, el italiano volvió a caer en uno
de esos estados de abatimiento que de cuando en cuando le afectaban. El éxito de
Fabianne entre los nobles caballeros navarros y su dificultad para participar de la
fiesta determinaron que se retirara al fondo de la sala al poco de comenzar las danzas.
Desde allí contemplaba el jolgorio general con expresión de rabia. Por su parte,
Fabianne era requerida continuamente e iba de baile en baile. Incluso Enrique danzó
con ella, pero el toledano se hallaba integrado en la algarabía y, tras acompañarla
cortésmente un pequeño lapso de tiempo, la dejó; Luca no era capaz siquiera de
acercarse a ella. Después de estar mucho rato solo, Arlette, que seguía la evolución de
sus sentimientos con interés, se apiadó de él y se sentó a su lado:
Vamos Luca, trata de animarte. Estás serio y triste, sin hablar con nadie, como
si esto fuera un duelo. Si te vieras la cara en un espejo, te entraría la risa. Anda, ven,
bailemos.
Arlette le había estado observando durante todo ese tiempo. Su mente le decía
que tenía pocas posibilidades de reconquistarlo y hacerlo suyo. Unos días antes, al
rechazarle, quiso anticiparse a él. Sabía que le estaba perdiendo y no se conformaba.
Puesto que Luca la eludía y no podía ser su verdadero amante, al menos podría ser su
confidente. Si el genovés hubiera sido mejor observador habría notado que, lejos de
su descaro habitual, Arlette se turbaba en su presencia.
En realidad, ella nunca se había sentido segura ante los hombres. Por desgracia,
no era bonita como su hermana y no podía competir en ese terreno. A pesar de ello,
estaba convencida de ser cien veces más inteligente, más capacitada. Su inseguridad
se delataba al evitar las comparaciones y adaptarse al terreno en el que se sentía más
resguardada. De ahí que escondiera su silueta en trajes holgados y llevara el pelo
cortado a lo chico; de ahí su preferencia por los juegos masculinos y su negativa a
esperar ser pretendida por su dote por algún vulgar campesino. No iban con ella las
actitudes tópicas; convencida de que la vida no le iba a regalar nada, aceptaba este
hecho con el aplomo del que no tiene nada que perder. Había aprendido que, si quería
conseguir sus deseos, debía obtenerlos por sí misma. «Yo no puedo seguir la
conducta de Fabianne» se repetía a cada instante. Si bien comprendía la
necesidad de atenerse a ciertas normas morales, envidiaba la ley de los hombres, la
tramposa ley de los hombres, regida únicamente por el deseo. También sabía que ella
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no podía actuar como ellos. Las reglas eran demasiado claras y no podía vulnerarlas a
su antojo. «En cambio se decía, ¡qué diferente es la posición de Luca! Él no
tiene que pensar en términos de orden. Una cosa está bien y basta: no debe evocar
ningún conjunto de normas elaboradas por otros hombres. Forman parte de su vida y
eso basta».
Al observarle, pensaba: «Mi pobre Luca, ahí estás, abatido y sin fuerzas
simplemente porque mi hermanita te ignora».
Sonrió para sí misma, satisfecha:
Te lo tienes merecido por idiota.
Al poco cambió de actitud; no debía complacerse en el sufrimiento de Luca.
Venga, ven
bailemos insistió.
No, déjame le contestó Luca. No tengo ganas de hacerlo
ni tampoco de
hablar con nadie. Perdóname, pero no estoy de humor para nada
Arlette no le hizo caso. Le cogió del brazo y con tono afectuoso, añadió:
No seas tonto. Si dejas que tu cara muestre tan claramente tus deseos, vas a
conseguir que todos se den cuenta de tus sentimientos. No querrás que te tomen a
chanza, ¿verdad? Por lo menos aparenta que lo estás pasando bien.
Luca no era capaz de relajarse. La interrumpió con expresión hosca:
¿Y cómo voy a estar? dijo. Si tengo cara de enfadado, es porque lo estoy.
¿O crees que me divierte ver a Fabianne coquetear con todos los hombres de la
fiesta?
Ya imagino que no te entusiasma contestó Arlette. Pero era inevitable
Hablaba con voz apagada, llena de implicaciones:
Mírala. Verdaderamente, está hermosa con su traje de seda y su mirada de niña
inocente, ¿verdad? Fíjate cómo revolotean todos los hombres en torno a ella, parecen
moscas alrededor de la miel.
Y reflexionando para sí, añadió:
¡Qué tontos sois los hombres! ¡Qué fácil es haceros perder la compostura y que
os dejéis llevar por el encanto de una mirada! Y eso que Fabianne es apenas una niña
y no sabe nada. Si fuera consciente de su belleza o supiese un poco de la vida podría
manejaros a su antojo.
Luca la miraba con expresión hostil.
No te preocupes, Luca le dijo pasándole la mano por el hombro, es
incapaz de pensar la menor maldad. Ahí está disfrutando, ajena a todo, jugueteando
con todos, sin percibir las pasiones que levanta. Y te digo más, si se lo dijéramos, no
nos creería. Diría que estamos exagerando y que cualquier otra joven se divierte tanto
como ella. No comprende su poder, ni sabe usarlo.
El italiano no respondía. Con la mirada baja, pendiente de algún lugar entre el
suelo y su mente, contestaba de vez en cuando con pequeños gruñidos ininteligibles.
Arlette no se desanimaba.
Lo cierto, Luca le dijo, es que debes aceptar la verdad. Quizá cuando
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vayamos en la caravana tengas mejor ocasión, pero ahora, tus posibilidades son muy
escasas. Trata de asumirlo y por esta noche olvida a Fabianne. Ahora no tienes nada
que hacer.
Luca levantó los ojos hacia Arlette. Su perpleja mirada se hizo más profunda.
Recorrió con la lengua el labio superior como si fuera a decir algo. Fuera lo que
fuera, quedó dentro de él.
A menos añadió ella con la voz como una delgada hoja de cuchillo que te
quede un poco de tu famoso elixir mágico.
Se echó a reír y continuó, indiferente al efecto que producirían sus palabras:
¡La santa panacea! ¡Qué ingenuo eres! Me parece que ahora te serviría de poco.
Creo que no hay pócima capaz de hacerla fijarse en ti ni de que pierda el entusiasmo
por ese caballero navarro.
Luca reaccionó como si le hubieran hundido un aguijón en el pecho:
Eso piensas, ¿eh?
Estoy segura.
Pues no lo estés. Si quisiera podría conseguir que sólo tuviera ojos para mí.
Arlette le contempló con una mueca despectiva. Pero Luca volvía a tener la
mirada clavada en las losas del suelo. Después añadió con una sonrisa cansada:
No me creerás, pero conozco el medio para hacer mía a la mujer que desee, sin
que ella pueda hacer nada para evitarlo.
Arlette seguía con la misma expresión de burla cuando Luca alzó la cabeza y se
encaró con ella:
Piensas que miento, que digo una baladronada, pero no es así. Si quisiera, vería
tu hermanita lo que puedo hacer
Se detuvo de nuevo, silencioso. Parecía resignarse:
¡En fin!, habrá que aceptar los hechos como son
Claro contestó Arlette, es mejor no pensar en imposibles y olvidar
pócimas y bebedizos que no sirven para nada. No seas tonto, Luca, o ¿crees de veras
que, si hubiera algún elixir mágico, no lo conoceríamos todos y se utilizaría?
No me refería a ninguna pócima respondió Luca. No sabes de lo que
hablo, así que mejor mantén la boca cerrada. ¡Vaya!, no lo haré, pero insisto, podría
conseguir el medio de que fuera mía para siempre sin que su voluntad y su conciencia
pudieran oponerse
Arlette asintió con sarcasmo, sin querer profundizar en la herida.
Claro, claro
Fue entonces cuando Luca la miró directamente a los ojos.
Veo que sigues sin creerme dijo. Pues haz el favor de escuchar con
atención y verás si tengo razón o no. Hace unos quince días estuve con el maestro
Hinault en Eunate, una pequeña iglesia cerca de Pamplona, donde hablamos con un
caballero templario llamado Gerard de Molay. Nos contó una historia sobrecogedera
que ocurrió hace muchos años. Trata de una historia de amor entre un noble y una
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doncella, que no pudieron consumar porque el día de los esponsales ella murió
súbitamente. Aun después de enterrarla, el caballero se negó a aceptar la pérdida de
su prometida y permaneció como obsesionado en el cementerio mirando la tumba.
Poco a poco se fueron marchando los familiares y se quedó solo, a su lado, como si
una extraña fuerza le impidiera separarse de su amada. De madrugada, impelido por
el deseo, se acercó a la sepultura y desenterró el féretro. Luego abrió el ataúd para
verla por última vez y presa de un amor y una locura incontrolable, la violó. Tras
vaciar su vigor comprendió aterrorizado la amplitud de la terrible profanación. No
tuvo tiempo de arrepentirse, a su espalda, una voz que parecía venir del más allá le
reprochó su acción al tiempo que le exigía regresar al cabo de nueve meses. El
caballero, aterrorizado, huyó. Pero al cumplirse el plazo, volvió al cementerio.
Durante mucho tiempo dudó antes de volver a abrir el féretro, pero por fin lo hizo. Al
levantar la tapa se encontró con la doncella, milagrosamente intacta, y con varias
cosas que no estaban cuando la violó. Lo primero, el fruto de su acto: una cabeza
entre las piernas, como un extraño recién nacido. La misteriosa voz volvió a resonar
manifestando que ésa era la consecuencia de la violación. Pero no debía temer,
porque también era la prueba de un amor más allá de la vida humana. Después le
exigió que la llevara siempre consigo, pues haría de él un hombre invulnerable y le
daría poder sobre todas las cosas.
Luca hizo una pequeña pausa, como dando efecto teatral a sus palabras.
Luego nos contó Raoul que a esas cabezas los templarios las llaman bafomet y
son los símbolos de su poder y sus ritos.
Luca vio a Arlette interesada y sonrió con malicia.
Pero había más. Atiende, que ahora viene lo mejor. Aparte de esa misteriosa
cabeza que, como te he contado, se llevó el caballero, había otros dos objetos. Al
menos eso dijo Gerard. El más importante era un anillo de boda en el dedo índice de
su mano derecha
¿Un anillo? repitió Arlette. ¿Con qué finalidad?
Parece ser que para atestiguar el vínculo de unión entre los dos amantes. La voz
le dijo que esta alianza proporcionaría a quien la ungiera un poder especial. Gracias a
ella podría conseguir hechizar la voluntad de la mujer que deseara.
Y claro, se lo quitó
Si no recuerdo mal, él mismo se lo había puesto. Así que, ¿tú dirás
? No
añadió con voz serena, se quedó mirando el anillo. El caballero templario dijo que
ella tenía las dos manos apoyadas sobre el pecho y la diestra, la misma de la alianza,
sostenía con delicadeza una rosa blanca milagrosamente intacta.
¿También una rosa? dijo Arlette. ¿Y para qué, si puede saberse?
De eso no me acuerdo contestó Luca a la defensiva. Pero sí recuerdo a la
perfección el poder del anillo.
Arlette estaba impresionada y no quería demostrarlo. Tardó muy poco en
recomponer su compostura. Sin quitar los ojos de Luca, añadió:
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Es una bonita historia, pero no entiendo qué tiene que ver contigo. Aun
suponiendo que tu fantástica leyenda fuera cierta, ¿qué?
Bueno, podría conseguir el anillo
Luca miró alrededor para confirmar que nadie les escuchaba y continuó:
Eso es lo más interesante. Verás, no estoy muy seguro de poder encontrarlo,
pero tampoco creo que sea tan difícil. Porque sé alguna cosa más. Aunque te parezca
increíble, Gerard nos dijo que la tumba se encuentra precisamente en esta ciudad,
Estella. O, con más exactitud, en el cementerio de una pequeña abadía en las afueras.
Según parece, la gente le tiene un temor reverencial y nadie se atreve a acercarse por
aquellos parajes.
Hizo una pausa, se sonrojó y su cabeza se hundió entre los hombros.
Es natural. En realidad a mí también me da miedo y no sé si sería capaz de ir a
profanar esa tumba, pero ya ves, si quisiera, podría hacerlo.
Arlette se había quedado silenciosa, pensativa. Cuando Luca acabó de hablar, le
preguntó:
¿Dices que esa abadía está cerca de Estella?
¿Cerca? ¡A un paso! Gerard nos dijo que estaba en la salida de la ciudad, en un
paraje que se conocía como el prado de la Virgen. Nos describió tan bien el lugar que
podría dar con él sin la menor dificultad. Se trata de una pequeña iglesia abandonada,
en ruinas, con un pequeño cementerio a su izquierda. Pues bien, la tumba de esta
doncella está en una esquina de la cerca, bajo una lápida que tiene inscrita sobre la
piedra una cruz pateada.
Me parece increíble reconoció Arlette. Tiene que ser mentira. No es
posible que sea cierto. No puedo creer que exista un instrumento de poder como ése y
que nadie lo haya intentado conseguir.
Eso pensé yo al principio. Luego le he dado vueltas y no me parece tan
disparatado.
¿Porqué?
Gerard nos aseguró que ningún habitante de estas tierras se atrevería a profanar
de nuevo la tumba; pesa una maldición sobre ella y los ciudadanos de Estella le
tienen pavor. En cuanto a los demás, dudo que lo sepa mucha gente. Gerard lo contó
medio por error. Raoul es muy hábil sonsacando a la gente y se le debió escapar. Pero
ahí está, esperando que alguien se atreva a abrirla de nuevo.
Porque tú serías incapaz de hacerlo, ¿verdad? dijo Arlette con malicia.
¡Qué cosas dices!
Sí, la verdad, me da miedo hasta pensarlo; no creo que
tuviera fuerzas para quitarle el anillo. ¿Te imaginas lo que debe de ser entrar en ese
cementerio y abrir la tumba? Sólo de pensarlo se me eriza el cabello
Se volvió a Arlette con gesto altivo y le dijo:
Ya veo lo que estás pensando. De acuerdo, no lo haré, pero reconocerás que
conozco el medio para conseguir lo que te decía, reconocerás que tenía razón.
Quizá la tengas y quizá no dijo Arlette. En todo caso, no lo sabremos
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nunca, si no eres capaz de demostrarlo.
Después le miró con lentitud y apoyándose el dedo índice en la boca, prosiguió:
Con franqueza, te lo decía antes, los hombres sois estúpidos. Aquí estás tú
desesperado de amor por mi pequeña hermanita, loco de celos viéndola bailar con
todos los jóvenes de la fiesta, sin ser capaz de hacer algo más que reconcomerte en tu
interior y pensar «si yo quisiera, podría hacerla mía».
La cabeza de Luca se hundió aún más.
¡Estúpido! continuó Arlette. ¡En tu caso, yo no tendría ninguna duda!
¡Pensar que podrías conseguir lo que más anhelas y te da miedo! ¡Ah, si yo fuera
hombre!
Arañó el brazo de Luca con los dedos y lo asió:
¡Despierta! Aunque todo sea una quimera, al menos tienes una esperanza, una
puerta abierta. Y sin embargo, ¿qué haces? Nada, absolutamente nada. Dejas pasar la
ocasión y lo único que se te ocurre es lamentarte.
Eres demasiado dura conmigo, Arlette.
Ella sonrió desagradablemente, como si los filos mellados de una sierra
estuvieran rozando dentro de su boca.
¡Bah! Tu cuento es divertido pero también me ha decepcionado. Al venir a
sentarme a tu lado sentía pena, pero ahora me estoy arrepintiendo de haberlo hecho.
Se levantó y marcando con cuidado las palabras, le dijo a modo de despedida:
Te dejo, Luca. Ya no siento ninguna pena. Quédate solo y maldice tu suerte,
porque si eres tan cobarde, ni Fabianne ni nadie que valga algo será para ti
Luca miró orgullosamente al frente y guardó silencio. Cuando Arlette se daba la
vuelta para marcharse, la cogió del brazo y la hizo detenerse:
Espera, no me dejes. Para ti es muy fácil. Pero, yo
¿qué puedo hacer?, ¿cómo
voy a atreverme a profanar una tumba maldita?
No, ¿verdad? Ahora dime contraargumentó Arlette. ¿Cuántas veces has
estado en esta ciudad? Ninguna. Bien, ¿cuántas de las que vengas crees que estarás
poseído por el deseo y los celos como ahora?
Le dejó plantearse las preguntas unos segundos, para continuar insistiendo:
¿Acaso piensas que todo es una casualidad? Yo no. Yo opino que el destino
está entretejido en nuestras vidas y no es casual que oyeras aquella historia y ahora te
pase esto. Si no te atreves a dar un paso más, es cosa tuya, pero, desde luego, yo lo
haría. O ¿crees que tendrás otra oportunidad como ésta en tu vida?
Luca pensaba de forma atropellada. Arlette tenía razón. No podía ser casual que
los hechos se hubieran concatenado así. Sin embargo, seguía sin atreverse a tomar la
iniciativa.
Espera, quizá tengas razón. Ven, siéntate aquí a mi lado. ¿Tú crees de verdad
que debo intentarlo?
Mira Luca, no es que lo crea dijo ella con convencimiento. Estoy segura.
Las cosas no ocurren porque sí y más las de este tipo. No sé si existirá esa misteriosa
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abadía, ese cementerio, la tumba o la doncella, pero te aseguro que si yo estuviera en
tu lugar, lo comprobaría. De alguna manera, parece que esa historia está sin terminar
y que has sido elegido por el destino para concluirla.
Es una locura.
Luca quedó un momento pensativo y le dijo a bocajarro:
¿Me ayudarías a hacerlo, Arlette?
¿Yo? ¿Por qué iba a hacerlo? ¿Qué puedo ganar yo? No. Lo siento; es cosa
tuya, Luca.
Atiende insistió el genovés. Si sigues tu argumentación verás que tampoco
puede ser por azar el que tú te hayas enterado ahora. O si no, hazte las mismas
preguntas de antes, ¿cuántas veces habías venido a Estella?
Arlette dudaba. Luca, mirándola con ternura, la cogió de la mano y con expresión
suplicante continuó:
Si me acompañas, creo que soy capaz de vencer el miedo e ir a la tumba a
conseguir el anillo.
¿Y qué gano yo? preguntó Arlette con voz fría.
Bueno
después te lo podría prestar en alguna ocasión. Gerard no dijo que
tuviera poder para una sola persona. Igual lo tiene para más
¿Me lo dejarías después de haber conseguido a Fabianne? dijo Arlette.
Él asintió solemnemente con la cabeza.
Entonces, de acuerdo concluyó Luca sin pensar. Pero sería mío y podría
recuperarlo cuando lo necesitara.
Pues adelante dijo Arlette con determinación. Te ayudaré.
De manera súbita, Luca fue consciente de la apuesta en la que estaba entrando.
Volvió a asomar la inseguridad. «Esto está yendo demasiado rápido clamaba una
voz en su cerebro. Aún no estoy preparado. Todavía no es el momento», pero su
expresión era indecisa.
¿Seguro? dijo a media voz. Entonces, ¿cuándo lo hacemos? Hay que
elegir muy bien la hora para no ser sorprendidos
¡Oh!, deja ya de rezongar contestó Arlette. Si quieres que te acompañe,
debemos hacerlo inmediatamente. No hay mejor momento que éste. Todos están
pendientes del baile y nadie reparará en si nos marchamos durante unas horas.
Además, pronto será de noche y nos ampararán las sombras. Mañana no seríamos
capaces de reunir el valor suficiente. Venga, levántate y vamos a tu abadía. Veremos
si tienes el valor de entrar en ella y arrebatar a esa dama su poderoso anillo.
Tras abandonar silenciosamente el salón, salieron a la puerta del palacio. Por el
camino fueron pensando en la manera de averiguar el sitio exacto de la misteriosa
abadía. Haciendo ver que eran una pareja de enamorados, le preguntaron a un soldado
que custodiaba la entrada cómo podían llegar al prado de la Virgen.
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Es al final del pueblo. Encaminaos por esa calle hasta el fondo y lo
encontraréis. No hay pérdida posible soltó una carcajada y añadió riendo. Si
buscáis estar tranquilos, no habíais podido escoger un sitio mejor.
No sé qué te parece tan gracioso contestó Luca, suspicaz.
Bien se ve que sois forasteros añadió el otro centinela, más sereno. Y
dirigiéndose a su compañero, le recriminó: No seas así, Guzmán. No tienen por
qué saberlo. En serio, quien os haya aconsejado ese paraje, se estaba burlando de
vosotros. Es una zona maldita, contaminada. Se cuentan historias de todo tipo,
muertos, aparecidos
Además, os da igual, no podréis pasar; lo impide una
empalizada.
¿Una empalizada? repitió Luca.
Sí, hace cinco años se declararon tres casos de peste en ese barrio y se cerró al
tránsito. Hace tiempo que no hay apestados, pero todavía se mantiene la tapia y nadie
en su sano juicio la cruzaría, y menos en una noche como ésta.
Luca retrocedió asustado. ¡La peste! Ahora comprendía que nadie visitara ese
paraje. Miró a Arlette con terror, pero ésta le animó a apartarse de los soldados con
los ojos cargados de intención. Caminaron unos metros y cuando se sentía al abrigo
de oídos indiscretos, le dijo:
Entiendo tu temor, ya sé lo que estás pensando, pero creo que la situación es
providencial.
Luca la miraba sin dar crédito a sus oídos: «Está loca pensó si cree que voy a
entrar en una zona apestada».
Empezó a retroceder.
Espera, Luca le dijo Arlette, cogiéndolo del brazo. No hablo por hablar.
La peste pasó hace mucho tiempo. Mantienen el barrio cerrado por precaución. Y si
te fijas bien, el miedo nos evitará el peligro de ser sorprendidos. ¿No comprendes?
Además, tranquilízate por la peste. Yo he vivido dos epidemias en mi vida y puedo
asegurarte que, como máximo, después de dos años no hay el menor peligro de ser
infectados por atravesar el lugar.
Luca no lo veía tan claro y no se dejaba convencer. Después de un rato de
discusiones en voz baja, acabó aceptando a regañadientes acercarse a la empalizada.
Era una noche fría y oscura, sin apenas luna. A trechos, alguien se perfilaba a la
luz de un resplandor. Pero eran sombras vacilantes, caminando despacio, de forma
acompasada. Salieron del pueblo y enfilaron una callejuela recta. Si bien era muy
corta, los portales estaban cerrados, nadie asomaba por las ventanas ni había hombres
en las aceras. Las casas se sucedían confusas en una sola pared oscura y larga, como
una fachada borrosa. Avanzaban dificultosamente. En la oscuridad costaba distinguir
bien los perfiles de los objetos. Luca, a cada paso, tanteaba con el pie por temor a
pisar algo que le hiciera resbalar. Caminaba medio agazapado y su cabeza giraba con
lentitud de izquierda a derecha. Cinco minutos más tarde se encontraban frente al
pequeño muro. Tal y como les había dicho el centinela, se trataba de una simple
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empalizada, pero bajo el efecto de sus palabras les pareció mucho más imponente.
Después de unos segundos de vacilación, Arlette separó unos tablones podridos y
cruzó la valla; Luca la siguió. Delante se encontraba el reino de la peste.
Echaron a andar en silencio, sintiendo primero resonar sus pasos sobre las losas y
después sobre las hojas secas, mientras dejaban atrás las últimas casas de la villa.
Ahora ya se notaba el fresco de la noche. Aunque sólo se escuchaba el ulular del
viento y el ladrido de algún perro lejano, ambos percibían con más intensidad el
latido de sus propios corazones. Después de avanzar unos pocos metros vieron tres o
cuatro casas con las ventanas y puertas cubiertas de tablones. Después, nada. El
silencio y la oscuridad eran casi absolutos. Luca se detuvo un instante, miró a los
lados, con todos los sentidos alerta y se quedó unos momentos oscilando sobre sus
pies, como si sus ojos extraviados pudieran escrutar las tinieblas. Sin embargo, no
podía definir ningún objeto en particular, parecía que, al intentar inmovilizar las
formas, éstas se difuminaban en la bruma. Inquieto, se frotó los ojos. Un instante más
tarde decidió acercarse a una de las casas y comenzó a arrancar tablas y disponerlas
en el suelo.
Aguarda un momento dijo. Hemos de hacer algún pequeño fuego para
alumbrarnos en el camino.
Ella no respondió. Buscó ramas por el suelo y durante unos minutos juntaron
material suficiente para hacer una pequeña fogata. Una vez consiguieron darle forma
con la ayuda de unos guijarros, Luca tomó un leño en llamas y lo prendió en forma de
tea. Después se pusieron en camino para adentrarse en aquel fétido e intrincado
laberinto. Caminando con rapidez, atravesaron un pequeño bosquecillo de
alcornoques de cortezas desgarradas, cuyas negras siluetas parecían recortarse contra
el cielo como gigantescos harapientos. Detrás se veía sobresalir las ruinas de la torre
de una pequeña iglesia. Se acercaron a ella y comprobaron que, en efecto, estaba
abandonada desde hacía muchos años. A su alrededor el silencio se imponía, negro
como la misma noche. Únicamente los gatos les escudriñaban desde lejos. Vieron sus
ojos centelleantes y durante un momento permanecieron inmóviles, conteniendo el
aliento. Al comprender que se trataba de simples animales, probablemente mucho
más asustados que ellos por la llegada de unos intrusos a sus dominios, Luca se
agachó al suelo y les tiró una piedra.
Pero iban tambaleantes por el temor. El viento era helado y brumoso y poco a
poco fue reduciendo las llamas hasta que el leño se convirtió en una simple brasa
humeante. A su resplandor apagado exploraron el suelo hasta dar con otra rama para
sustituir la tea. Continuaron su andadura hasta la pequeña abadía. Bajo ellos, las
piedras, arrancadas de sus emplazamientos originales, surgían entre montones en los
pastos crecidos, que llegaban más arriba de los tobillos. Si bien Arlette tenía razón y
de momento no había causas de temor, Luca se sentía invadido por los hedores más
fétidos y ponzoñosos. Atravesaron la iglesia entre montones de argamasa y pilas de
piedra talladas hacía mucho tiempo, ensuciándose el borde de la falda y los
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pantalones de cal y tierra.
A pesar de la oscuridad de la noche, una luz espectral iluminaba tenuemente los
perfiles.
¡Ahí está el cementerio! dijo Arlette, en un susurro. Vamos, Luca, entremos.
El muro del camposanto estaba casi derrumbado y no necesitaron sino
encaramarse superficialmente para atravesarlo. Cuando acabó de hacerlo Luca, ayudó
con el brazo a Arlette y entraron. Dentro, el ambiente de inmovilidad sobrecogía. A lo
lejos oyeron un quejido corto, sordo y entrecortado al principió, como el sollozar de
un niño, que luego creció con rapidez. Presos del vértigo, se tambalearon hasta la
pared opuesta y retrocedieron llenos de alarma.
Después de unos instantes, Luca se echó a reír histéricamente, intentando dar
muestras de aplomo.
¡Es otro maldito gato! ¡El viento y un maldito gato! exclamó, empujando con
suavidad a Arlette.
Ya me había dado cuenta contestó ésta, displicente; en realidad, estaba tan
aterrorizada como él.
El cementerio estaba invadido por la maleza y resultaba difícil distinguir las
tumbas. Si a la luz del día hubiera sido laborioso localizar el emplazamiento de una
lápida cualquiera, de noche la tarea resultaba casi imposible. No obstante, tuvieron la
inteligencia de organizar la búsqueda con orden.
Espera un momento, Luca dijo Arlette. Tratemos de hacer bien las cosas.
El camposanto es pequeño y no debe de ser demasiado complicado encontrar la
tumba si actuamos meticulosamente.
Luca asintió en silencio, mientras ella continuaba hablando:
Sabemos que tu doncella está enterrada en una sepultura de piedra que tiene
grabada una cruz
Es una cruz muy especial, tiene forma pateada.
No puede haber muchas lápidas así. Lo primero que debemos hacer es
localizarlas. Después las iremos limpiando una a una
El genovés volvió a afirmar con la cabeza y se puso manos a la obra.
Inquietos, poseídos por el miedo, la actividad física fue la mejor medicina para
hacerles olvidar su extraña situación. Trabajaron en silencio, entre el ímpetu y cierto
método. Empezaron a buscar arrancando y desbrozando hierbajos de norte a sur,
abarcando el conjunto del cementerio. Cuando entraron en el territorio apestado, Luca
había desenvainado su puñal y ahora se ayudaba de él, sujetando las plantas que
surgían a su paso con la mano izquierda, mientras las cortaba con la diestra. Al
mismo tiempo, utilizaba el pie para alisar el terreno. Arlette, detrás de él recorría con
los dedos la superficie de las piedras, intentando localizar la losa. Pronto estuvieron
exhaustos y sudorosos. Sin embargo, no cesaron en su ardor.
¡Ven, Arlette! ¡Ilumíname! Creo que es aquí.
Luca se puso de rodillas. Después de quitar algunos hierbajos, limpió la tierra de
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alrededor con la palma de la mano y empezó a marcar con el cuchillo la silueta de las
incisiones inscritas en la piedra. A su lado, Arlette sonreía con una expresión
indefinible, dejándole trabajar.
Tiene que ser ésta dijo al fin el italiano. Observa, aquel caballero de
Eunate, Gerard, decía la verdad. Sólo hay una cruz como la que los templarios llevan
pintada en sus hábitos y capas. No hay ninguna inscripción más
Luca se puso en pie y se acercó a Arlette. La cogió por la cintura mirando al
suelo. Permanecieron en esa postura, inmóviles, durante algunos segundos. Fuera de
ellos el silencio era absoluto y, salvo el sonido de algún gato, al que ya se habían
habituado, nada perturbaba su trabajo. Se miraron a la cara sin verse; las sombras
impedían distinguir más allá de una forma borrosa y, además, ambos estaban
ensimismados en sus imágenes interiores. Finalmente, Luca rompió la pausa y se
agachó para marcar los límites de la pequeña parcela. Casi de inmediato volvieron al
trabajo. A los pocos minutos habían desbrozado el terreno y la tumba estaba
delineada. Afanosamente, fueron abriendo una hendidura en la tierra marcando la
línea en la que finalizaba la lápida. Luca, a pesar de contar con la daga, trabajaba más
despacio, pero Arlette, con la ayuda de una esquirla de piedra que se había
desprendido del conjunto, actuaba como una poseída.
Al terminar de limpiar los lados de la tumba comprobaron que la lápida estaba
compuesta de cuatro grandes losas unidas en el centro. Una vez separadas las dos
primeras, levantaron trabajosamente una de ellas. Tras hacerlo, se miraron sin hablar,
comprendiendo que estaban llegando al fin.
Los acontecimientos se iban sucediendo. Luca se dio cuenta de la imposibilidad
de una vuelta atrás y volvió a sentir crecer el temor dentro de él. Poco a poco, notó
que iba poniéndose terriblemente pálido y era incapaz de articular una palabra.
Tampoco fue necesario, el trabajo hacía gratuito cualquier comentario. Una hora de
trabajo más tarde, habían separado los bloques de piedra y tenían ante ellos el
montículo de tierra que cubría el ataúd. Con la ayuda de unas tejas desprendidas de la
abadía, comenzaron a excavar a intervalos, hasta tocar la madera. Después
procedieron con mucho más cuidado hasta delinear y separar la caja. Luca se detuvo,
agotado, pero Arlette le relevó en su ímpetu. Sin pensárselo dos veces, cogió el
cuchillo, introdujo la punta entre las tablas y separó una esquina de la tapa. Cuando
consiguió abrir los tablones, comprobó decepcionada que dentro había otro féretro de
mejor madera. Luca observaba la operación sentado a su lado.
Arlette, agotada, se volvió hacia él.
Bien dijo, ha llegado el momento de comprobar la historia de tu caballero
templario señalando con la mano, continuó: Ahí tienes tu tesoro. Ábrelo y
descubre si es verdad lo que venimos a buscar.
Luca se sintió perplejo y desorientado, sin saber cómo detener la catástrofe del
sacrilegio. Durante todo ese tiempo había escondido su inseguridad en la actividad
física, pero ahora tenía al alcance de su mano la comprobación. De manera
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inconsciente, había abrigado la esperanza de un fraude, confiando en no encontrar la
tumba y, por tanto, no tener que enfrentarse al ataúd. Pero ahora ya no podía hacer
nada.Miró a Arlette y, sin decir una palabra, cogió el puñal que ésta le tendía, dispuesto
a acabar cuando antes. No pudo hacerlo. Al inclinarse sobre la caja de cedro, apoyó el
cuchillo en una de las tablas con tan poca energía que resbaló. Cuando se recuperó,
levantó el brazo con decisión, dispuesto a clavar el puñal, pero acabó abriendo la
mano y dejando caer la daga a tierra. Miró sus manos, llenas de rasguños y de sangre,
y se volvió hacía Arlette. Con voz temblorosa, confesó su impotencia:
No puedo, Arlette, no puedo hacerlo.
Sentado sobre el féretro, con las piernas cayendo sobre los lados de la caja, apartó
su cuerpo a la derecha y terminó rodando hasta el foso. Tumbado, con la cabeza
hundida en la tierra, se preguntó qué hacía allí. Estaba como bloqueado y no
conseguía ordenar las ideas. Arlette seguía encima sin pronunciar palabra. Al poco
Luca se alzó, se limpió con el brazo los terrones de la boca y con voz implorante,
dijo: Dejémoslo así, Arlette. No demos un paso más. Vamos a cometer un pecado
terrible que llevaremos toda la vida sobre nuestras conciencias. Ya hemos
comprobado que todo era cierto. Más vale no continuar.
Frente a él, la muchacha era apenas una silueta borrosa recortándose contra el
cielo. Permaneció en silencio, dejándole hablar. Luca continuaba insistiendo en
disuadirla del plan. De pronto, Arlette comprendió la impotencia del italiano para
culminar la obra y supo que no debía interrumpirle. Cuando éste, ya sin argumentos,
había dejado de porfiar y sólo le reprochaba su persistente lejanía, se sentó a su lado
sobre el féretro y le apoyó la palma de la mano sobre la mejilla, acariciándole
suavemente. Después, le hizo volver la cara y comenzó a besarle en la oreja. Al
hacerlo, al apoyar su boca sobre él, percibió el sabor espeso de la tierra entre los
labios pero, en vez de repugnarle, se sintió estimulada de deseo. Con lentitud, finalizó
el beso y apoyó su mejilla sobre la cara de Luca mientras recorría con sus dedos los
cabellos. Este, incapaz de comprender el desarrollo de los acontecimientos, se
mantuvo inmóvil. Aunque intentó decir algo, no podía expresar ninguna idea con
coherencia. Desistió de hablar. Después, Arlette se puso de rodillas y comenzó a
besarle suavemente los ojos, la cara y el cuello. Minuciosa y reiterativamente,
recorrió con la boca cada pliegue de su cara hasta que él no pudo soportarlo. Luca
levantó la frente hacía el rostro de Arlette y le sujetó las mejillas con ambas manos.
Todavía sollozante, acabó dejando caer la cabeza sobre su hombro. Pero ella, incluso
para su sorpresa, se sentía más serena de lo que había imaginado. Siguió
acariciándole el pelo con una mano y con la otra llegó hasta la abertura del jubón e
introdujo los dedos entre los pliegues de la piel. Después, se inclinó sobre él y apoyó
su cabeza en los muslos. El contacto temporal, en todos sus detalles, la textura de la
carne, la ubicación precisa de codos y rodillas, les comunicaba la excitante noticia del
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encuentro. Luca notó con asombro la presión que, muy a pesar suyo, la cabeza ejercía
sobre su miembro. Arlette lo sintió crecer y sonrió para sí. Con aparente indiferencia
movió la cabeza, como por casualidad. Pronto, Luca estaba tan excitado por el
continuo roce que bajó el brazo y con la mano abierta buscó el pecho entre el vestido.
Al abarcar su contorno, los dedos se aferraron sobre él, presionando con fuerza.
Arlette le permitió acariciarla, sabía que la tensión le había superado y necesitaba
desahogarse. Dejó que la mano ciñera su pecho, le dejó después escarbarle a tientas
entre la ropa y llegar a la piel, le dejó encontrar el límite de su pezón y jugar con la
areola. Pero cuando Luca, cada vez más animado, abría el vestido y ella sintió el aire
helado de la noche en la piel, no quiso ir más allá. Por entonces Luca le había
agarrado la mano para llevarla a su miembro, mientras que con la otra descendía
sobre la falda buscando con afán el sexo. En ese instante, Arlette volvió a la realidad.
Le sujetó el brazo y le obligó a detener la progresión. Luca no se daba por vencido.
Con los dedos de Arlette entrelazados entre los suyos, volvió a intentar llegar hasta el
ombligo y aún más abajo. Finalmente, ella se incorporó. Lo hizo de repente, sin darle
tiempo a reaccionar.
Vamos, levántate su voz sonaba muy tranquila. Ya tendremos tiempo de
celebrarlo.
Luca le contestó con brusquedad:
¿Por qué interrumpes ahora
?
Ahora no es el momento. Me da miedo el lugar.
Vamos, no seas tonta. Acércate a mi lado.
Ella continuó, afectuosa:
Anda, déjame. No seas loco, no es el momento. Tenemos que acabar lo que
hemos venido a hacer.
Quizá no sea el momento, pero ¿qué más da? No me dejes ahora respondió
Luca con una nota de resentimiento en su voz.
Ya te he dicho que no zanjó Arlette. Por otro lado su voz se hizo
melodiosa, si quieres volver a estar conmigo, demuestra primero tu valor
afrontando lo que hemos venido a hacer.
Al observar cómo se recomponía el vestido, Luca se olvidó de sus palabras y fue
volviendo a la consciencia.
«Es verdad pensó esto es una locura. ¿Qué estaba haciendo? sonrió para
sí, ya tranquilizado. ¡Dios mío, si me hubiera dejado, podía haberla penetrado aquí
mismo! ¡Debo de estar completamente loco!».
Arlette estaba ya en pie.
Vamos, continuemos le dijo. Abre el ataúd.
Ábrelo tú, ya que eres tan valiente.
Sin contestar, Arlette se agachó a tantear la tierra para recuperar el cuchillo.
Minuciosamente, pero con energía, comenzó a desprender las tres tablas superiores.
Al separarlas apareció el cuerpo de la doncella. Estaba envuelto en una gasa sujeta
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por cuerdas. Luca se quedó mirándolo fijamente, pero Arlette le apartó y aflojó las
ataduras apoyando el puñal sobre uno de los cordeles. Mientras separaba con cuidado
el tejido, ella se quedó también como fascinada contemplando el cadáver.
En la oscuridad resultaba difícil distinguir los rasgos de la joven, pero una cosa
quedaba clara. Gerard de Molay había dicho la verdad en Eunate. Tenía razón cuando
proclamaba que la doncella se había conservado milagrosamente incorrupta. Frente a
ellos el cuerpo exánime se desplegaba con la misma consistencia que si hubiera sido
enterrada ese mismo día. Luca podía notar el brillo de sus rizos rubios y la lozanía de
la carne del rostro. Bajó la vista y empezó a abarcar la figura de la doncella. Tenía el
brazo doblado sobre el regazo y, tal como les habían anunciado, una mano sujetaba
con delicadeza una rosa blanca. Al agacharse, vieron el anillo de boda ciñendo el
dedo índice.
Arlette agarró con ímpetu la flor y ésta se desprendió sin la menor dificultad.
Luego, al intentar abrir los dedos le fue imposible enderezar la mano. Estaba cerrada
en torno a sí misma y tras varios intentos, comprobaron que a pesar de la tersura de la
piel, el cadáver estaba helado. Era imposible extraer el aro. Arlette no lo pensó dos
veces. Cogió el puñal de Luca y se situó encima del brazo de la joven.
¡Espera, loca! ¿Qué vas a hacer?
Ella no le oía. Con determinación, introdujo la hoja de la daga debajo del dedo
exangüe y tiró con fuerza hacia sí. Fue preciso intentarlo dos veces más, pero al fin,
se apartó del ataúd exultante. Al levantarse sujetaba el dedo índice de la doncella.
Luego separó el anillo del dedo y lo mostró a Luca.
Aquí tienes tu mágica alianza.
Era una sortija muy sencilla, sin adornos, un círculo dorado tan delgado como el
tallo de una espiga.
Luca se acercó con expresión anhelante e intentó quitárselo. Ella apartó el brazo
con rapidez poniéndolo fuera de su alcance.
Déjame que lo vea le apremió. Arlette le miró con expresión de triunfo.
Tómalo, tuyo es.
No perdieron el tiempo. Una vez con el anillo en su poder se echaron a reír
estruendosamente y, tras recomponer la sepultura, volvieron apresuradamente sobre
sus pasos. Recorrieron el trecho que les separaba de la empalizada en unos instantes,
como si fueran perseguidos. Allí se detuvieron jadeantes.
Espera un poco dijo Arlette. Estamos cubiertos de tierra y de sangre. No
podemos aparecer así en la fiesta. Anda, ayúdame a arreglarme un poco
Después de adecentarse como pudieron, convinieron aparentar haber estado
retozando juntos en algún prado. Cuando fueran vistos por los demás, todos deberían
interpretar que su inevitable desarreglo era consecuencia de pasiones más carnales,
menos siniestras.
No obstante, sus ropas estaban excesivamente sucias. Se dirigieron al pequeño
riachuelo que atravesaba esa parte del pueblo para lavarse. Por el camino Luca iba
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ensimismado, sin ser capaz de abarcar la dimensión de lo ocurrido. En cambio,
Arlette no cabía en sí de gozo. Después de ordenarse las ropas y limpiarse las
manchas de tierra en un largo pilón de piedra, consiguieron pasar inadvertidos ante
los centinelas. Como preveían, éstos supusieron que venían del disfrute de placeres
más comunes.
Al entrar en palacio, Arlette le pidió a Luca el anillo de boda.
¡Ah, no! Pero no te preocupes, Arlette, tendrás pronto la sortija. Estáte
tranquila, recuerdo mi palabra y la cumpliré. En cambio, toma, si quieres, la rosa.
Guárdala tú.
Pero cuando Luca trató de extraerla de su cintura comprobó que prácticamente
había desaparecido. Incrédulo, miró la ajada flor sin dar crédito a sus ojos. Sólo dos o
tres pétalos mustios abrazaban el tallo.
¡Pero si en la fuente, hace un momento, estaba fresca, como recién cortada!
¿No lo viste? Estuve tocando las hojas sin comprender cómo podía haberse
conservado tan bien. Y ahora, ¡mírala! ¡No es sino un tallo seco y marchito!
Se calló un momento, preso de temor.
Arlette, debemos tener cuidado prosiguió. Tómala, pero pon atención,
estamos tratando con objetos hechizados.
No, quédatela tú contestó ella con aprensión, mientras observaba cómo la
rosa se deshacía ante sus ojos.
Luca abrió la mano y la flor se escurrió hasta el suelo. Ambos se quedaron
mirándola; apenas ocupaba el espacio de un brote minúsculo. Al fin Arlette, rabiosa,
pisoteó el minúsculo resto con rabia.
¡Se acabó la maldita rosa! exclamó furiosa. Confío en que el anillo nos
dure más. Y ahora volvamos a la fiesta, pero hagámoslo por separado
Al retocarse las ropas guardó silencio, miró su vestido sucio y roto y cambió de
opinión.
No. Vuelve tú si quieres, Luca. Yo no puedo ir a ningún lado con este aspecto.
Además, estoy cansada. Voy a retirarme a mi cuarto. Mañana hablaremos.
Sin esperar contestación, dio media vuelta y con prisa abandonó la sala
desapareciendo por un corredor.
Luca se quedó solo, sin saber qué camino tomar. Poco a poco, desganadamente,
volvió al salón donde se celebraban los convites. Cuando atravesó la puerta,
comprobó que la mayoría de la gente se había marchado ya. Quedaban diez o doce
personas hablando con tranquilidad en torno a una mesa. Al entrar, se volvieron todos
hacia él. Pero ni fue reconocido ni le prestaron atención. Casi de inmediato retomaron
la conversación. Luca miró con detalle a todos. No estábamos ninguno de sus
conocidos de la caravana, ni tampoco Fabianne. No conocía a nadie y se encontró
otra vez con la sensación de soledad.
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Volvió sobre sus pasos y caminó sin rumbo fijo por los pasillos del palacio.
Cuando comenzaba a pensar que esa noche estaba todo perdido y la mejor solución
sería ir a descansar, creyó oír detrás de él la voz de Fabianne. Se escondió tras una
columna para averiguar quién era y, en efecto, la vio venir, acompañada de su padre.
Luca les dejó pasar y después, rápidamente, se dirigió a la puerta de la habitación que
compartían las dos hermanas.
Allí esperó largo rato, medio escondido entre las sombras, pensando en muchas
cosas. Estaba medio agachado y cuando Fabianne llegó y, empujó la puerta, tuvo
demasiado miedo para levantarse y mirarla de frente. Oyó como cerraba la puerta de
la habitación y luego la sintió canturrear en voz baja mientras iba de un lado a otro.
De forma súbita, la habitación quedó en silencio.
Se levantó para dar una pequeña vuelta, sin poder tomar una decisión sobre lo que
iba a hacer. De pronto se detuvo y fue entonces cuando, sin saber cómo ni por qué,
rehizo sus pasos hasta la habitación de las Chartier. Al llegar, puso la mano en el
pomo de la puerta. No tuvo necesidad de empujar. Notó que se abría silenciosamente
y vio enfrente a su amada. Miró su cara sorprendida y serena y, por alguna extraña
razón, supo que todo iría bien. En realidad, aun antes de que abriera el pestillo y le
permitiera pasar, sabía que había ganado a Fabianne. No tenía ningún motivo para
ello, salvo el anillo. Y éste había desaparecido para él después de haber recorrido los
corredores del palacio y notar la indiferencia de los pocos que permanecían en la
fiesta.
Cuando Fabianne abrió por completo la puerta, puso su mano en el hombro de
Luca e intentó sonreír.
¿Dónde estabas? le dijo. No te he visto en todo el día.
Luca no contestó. Su primera sensación fue pensar en el extraño aroma a violetas
que desprendía aquella habitación. Luego, levantó el dedo, como si fuera a señalarla,
y lo apoyó verticalmente sobre los labios de la muchacha. Ella sonrió con dulzura y
señaló hacia atrás, de donde venía el rítmico sonido de la respiración de Arlette al
dormir. Le cogió de la mano y cerraron con cuidado la puerta. Después echaron a
andar con lentitud
Eso es todo lo que puedo contar sobre aquella extraordinaria noche. Cuando,
mucho más tarde, Luca me relató estos sucesos estaba como ensimismado. Recuerdo
sin la menor dificultad sus palabras explicando lo sencillo que resultaba reconstruir el
inquietante desarrollo de aquellos acontecimientos:
Cuando miras hacia atrás es fácil. Pero aquel día todo fue una sucesión de
insensatas locuras. Transgredimos todas las normas. Penetramos en un territorio
infectado, profanamos una tumba, estuvimos a punto de yacer sobre ella como si se
hubiera tratado del lecho de unos enamorados e incluso llegamos a seccionarle un
dedo al cadáver. ¡Fue la noche más negra de mi vida, maestro! me dijo. ¡El día
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en que parecía que todo era posible!
Quedó momentáneamente en silencio hasta añadir:
Como así ocurrió.
Al narrar los últimos detalles, Luca estaba como transido. Había llegado hasta
ellos en un estado de semiensoñación, pero al evocar su encuentro con Fabianne,
sintió turbada su intimidad en exceso.
No puedo contaros más concluyó con determinación. La dejé unas horas
más tarde, poco después de amanecer. Ese extraño día que sentí inacabable finalizó
con una mañana gris cubierta de niebla en la que parecía que nada podía volver a la
vida. Sin embargo, poco después salió el sol y me retiré a descansar un poco.
Enrique le miró como diciendo: «¿Eso es todo?».
Luca estaba serio, abstraído en sí mismo; comprendí que no iba a añadir un solo
dato más. Sin embargo, al ver la expresión del toledano, concluyó:
El resto os lo podéis imaginar.
Miré al italiano con comprensión. Así era, podía imaginármelo perfectamente.
Esa mañana yo estaba demasiado enfermo para haber podido percibir nada.
Desperté entumecido, en medio de una luz tétrica y deprimente, la luz blanquecina
del amanecer. Mi cuerpo yacía hecho un ovillo entre las sábanas, con las mantas
revueltas y la ropa por el suelo. La estancia se encontraba casi a oscuras y una rendija
resplandeciente cortaba en dos la ventana. Partiendo de ella, por el techo se extendía
un triángulo de claridad difusa. Al intentar moverme del camastro, mis articulaciones
sonaron con estridencia y volví a tumbarme.
Luego vendrían a verme varios miembros de la caravana, entre otros, los padres
de Arlette y Fabianne, pero no hablé con nadie; estuve descansando todo el día,
recuperándome del veneno y el vomitivo que sucesivamente me habían hecho ingerir.
Ese día, no obstante, fue también pródigo en acontecimientos, aunque en menor
medida que los de la jornada anterior.
Para empezar, Luca debía hacer frente a las alianzas secretas que había contraído
por separado con las dos hermanas Chartier. Lo hizo con más inteligencia de la
previsible, aun sin ser demasiado consciente de ello.
Por otra parte, si bien se trató de mantener en secreto el intento de
envenenamiento, era conocido por suficientes personas como para dejar alguna
huella. Por eso, al tiempo que don Miguel se encargaba de vigilar con discreción mi
puerta, Cárdenas y algún otro noble de los que participaron con él en su fallido
atentado decidieron que era más prudente concluir con las celebraciones y retirarse a
sus casas.
Aunque la fiesta continuó ese día, la combinación de mi enfermedad con la súbita
despedida de varios invitados, la hizo decaer. Por la noche, el condestable Guzmán de
la Rúa decidió dar por finalizados los festejos de la boda e hizo que los pajes
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acompañaran al resto de los invitados a sus casas con antorchas de cera para iluminar
el camino.
Paralelamente, Luca mantenía la primera de las dos conversaciones que debía
entablar con las hermanas Chartier. A mediodía se levantó confuso; estaba
embriagado por la felicidad de su encuentro con Fabianne y, al tiempo, terriblemente
inquieto por el secreto que compartía con Arlette. El mágico anillo le pesaba como si
estuviera cincelado en hierro y tuviera una dimensión diez veces mayor. Estaba
seguro de que su encuentro con Fabianne se debía a las circunstancias y no a la
intervención de hechizamientos. Necesitaba estar seguro de eso.
Por otro lado, a pesar de su alegría, se horrorizaba al calibrar la magnitud del
sacrilegio que había cometido junto a Arlette. Pero estaba tan contento que ninguna
sensación podía interponerse en el recuerdo de su encuentro amoroso. Necesitaba
olvidar la imagen del cementerio. Trató de ordenar sus ideas. Si bien contaba con la
discreción de Fabianne y no albergaba el menor temor sobre ella, no podía sentir la
misma tranquilidad respecto a su hermana. A Arlette la temía.
Determinado a resolver sus dudas, buscó a la mayor de las Chartier y al
encontrarla le propuso salir a dar un pequeño paseo. Ella aceptó de inmediato. Se
alejaron del pueblo siguiendo el cauce del río. Arlette se mostraba confiada, parecía
muy orgullosa por su impunidad. Durante el inicio del trayecto, se dedicó a recrear la
noche anterior, deteniéndose con delectación en los momentos más terribles. Luca la
dejaba hablar, esperando su momento. Al principio estaba temeroso por la
desaparición de Fabianne, pero descubrió con sorpresa que Arlette no sospechaba
nada. De hecho, volvía a sentirse segura de Luca; no podía imaginar que, en esa
ocasión, los acontecimientos estuvieran yendo por delante.
Luca fue hábil. Escuchó a Arlette en silencio, sin delatarse. Ella le dijo que debían
ser muy discretos con su secreto. Aunque descubrieran la profanación de la tumba,
nadie había notado su ausencia. Únicamente podían sospechar algo los centinelas de
la puerta del palacio, y estaba convencida de que les habían tomado por una pareja de
enamorados.
Por otro lado añadió, salvo Raoul y Enrique, nadie sabe que estás al
corriente del poder del anillo. Y cuando se descubra el sacrilegio, estaremos muy
lejos. Pero aunque no fuera así, creo que tampoco nos relacionarán con el robo.
Según me contaste, en Estella todos conocen esta historia. Pensarán que ha sido
cualquiera de los lugareños.
Después le pidió a Luca que le mostrara el anillo. Éste, a regañadientes, se lo
enseñó, pero no quiso entregárselo. Arlette insistió en tenerlo en sus manos y
acabaron discutiendo. En realidad, la mezcla de ese deseo y la seguridad de su
posición fueron los factores que facilitaron el error gracias al cual Luca encontró su
tabla de salvación.
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Déjame ponérmelo. O al menos que lo vea con tranquilidad insistía Arlette.
No. Míralo cuanto quieras, pero nada más. El anillo es mío y te lo dejaré
cuando lo desee, pero no antes.
Pero ayer me dijiste que cumplirías tu palabra y podría utilizarlo también yo.
Es verdad. Pero todavía es demasiado pronto. Espera unos días y te lo daré.
¿Por qué unos días? Es tan mío como tuyo. Si no hubiera sido por mí, jamás lo
hubieras conseguido. Venga, no seas terco y dámelo ahora.
No, Arlette. No te lo doy.
Ella no se conformaba. Entrecerró los ojos, que llameaban resentimiento, como si
fueran antorchas.
A veces te odio de verdad.
Luca sonrió, pero no había alegría en sus ojos.
¿Sí? Pues búscate algún cura que te ayude.
Ella retrocedió como si la hubieran abofeteado. Las venenosas palabras quedaron
un momento en el aire entre ellos. Finalmente, avanzó hasta su lado, enojada, y dando
rienda a sus sentimientos, exclamó:
Haz lo que quieras. No puedo luchar contigo. Pero, tranquilo, ya lo conseguiré
guardó silencio y después añadió con maldad: Además, a ti, ¿de qué te va a
servir? ¿O acaso crees que, gracias a su poder, podrás conquistar a mi hermana?
¿Y por qué no? contestó Luca con cautela.
Porque no, Luca. Porque no. Fabianne no es para ti. No cuentes con ello. Te lo
advierto, no lo intentes. Estoy dispuesta a todo.
No te entiendo, Arlette. Ayer dijiste que me ayudarías. Robamos el anillo para
eso.
Tú lo hiciste por eso matizó Arlette, no yo.
Luca se encogió de hombros.
¿Qué más da? contestó con altivez. No puedes hacer nada. El anillo está
en mi poder. No sé cómo vas a evitarlo.
Arlette se revolvió como un látigo. Su voz estaba teñida de ira:
Yo te diré cómo, maldito italiano. Escúchame con atención. Si te atreves a
acercarte a mi hermana, contaré a todos que me has seducido y te has aprovechado de
mí, y que ahora te has encaprichado de Fabianne.
¡Bah! Nadie te creerá.
Ya lo creo que me creerán. Recuerda que hemos pasado mucho tiempo juntos
desde que nos conocimos en Puente la Reina.
Con malicia, se apoyó en Luca, pesadamente, y le pasó la mano por la cara. No
era una caricia sino una expresión de burla.
Recuerda prosiguió que no han sido ni una ni dos las veces que nos hemos
ido como ahora por el bosque. Toda la caravana sabe que estamos emparejados y,
aunque tú creas que nos ven como compañeros, nadie ve así a un hombre y una mujer
cuando van solos.
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Hazlo si quieres contestó Luca, con agresividad. Me arriesgaré a ello. ¿A
ver a quién creen más? ¿A una mujer resentida por no ser correspondida, o a mí, que
siempre he dejado claro que mi relación contigo era de igual a igual?
No, no te arriesgarás, Luca dijo Arlette. Todavía estás en mis manos. ¿O
acaso olvidas lo que hicimos anoche?
El italiano se quedó parado como si un obstáculo invisible le frenara el paso.
Respondió irritado:
¿Qué tiene eso que ver? Además, ¿por qué ibas a decir tú nada de anoche?
Estás tan comprometida como yo. Si dices algo, te traerá las mismas complicaciones
que a mí.
Quizá sí y quizá no dijo ella. No olvides que soy una pobre mujer
indefensa. Y puedo contar que yo no he hecho nada. Que tú lo hiciste solo. Podría
decir, por ejemplo, que aun cuando me sedujiste al principio de conocernos, te había
dejado. Y que tú, despechado, profanaste la tumba para conseguir retenerme. Podría
decir que me habías amenazado con el supuesto poder de esa alianza.
Él la miraba sin dar crédito a sus ojos.
Ten en cuenta los hechos continuó Arlette. Yo no tengo por qué saber nada
del anillo. Si no recuerdo mal, sólo conocéis su historia Raoul, Enrique y tú. Sí dijo
para sí misma, podría haber sido de ese modo se rio antes de añadir: Además,
¿quién lo tiene? Yo, desde luego, no. Recuerda quién lo guarda. La prueba del robo
está en tu poder.
Luca se esforzó para que su voz sonara de forma casual y ordinaria.
Lo harías, ¿verdad?
Ella le contestó con la misma tranquilidad.
No lo dudes. Aunque esa sortija te dé el poder de conquistar a quien quieras,
recuerda que seré yo quien diga con quién puedes estar y con quién no.
Luca movió la cabeza pensativo. ¡Maldito anillo! Sabía que había sido un error ir
a buscarlo. Lo hizo convencido por ella. Y ahora estaba atrapado.
«Mientras lo conserve, tiene razón se dijo. Estoy en sus manos. Claro que
mientras lo tenga. Si se extraviara, no tendría ninguna prueba y no se atrevería a
hacer nada».
Pero era una idea ridícula. ¡No iba a perder aquello por lo que había arriesgado su
vida! No seas absurda, Arlette dijo al fin Luca. No estoy dispuesto a someterme
a ti de por vida. Piensa en otra solución, ésta no la acepto.
Sin embargo, ella estaba segura de tener atrapada a su presa. Reaccionó por
instinto.
No tienes elección, italiano. Hazte a la idea.
Empezó a canturrear y a dar pequeños saltos.
Te diré algo más añadió con sorna, pensándolo bien, quédate con tu
dichoso anillo. No lo necesito. Ya no lo quiero. Tendré toda su fuerza sin necesidad
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de llevarlo puesto. En realidad, si te fijas, es muy divertido. Mira la paradoja. Tú
tienes el instrumento del poder que deseas y no puedes utilizarlo porque te verías
implicado en un sacrilegio y yo, que no tengo nada, puedo hacer de ti lo que desee.
Luca se quedó mirándola en silencio. Era un día de primavera suave y húmedo y
por primera vez comprendía su verdadera personalidad. Le quería para ella y había
hecho todo para asegurarlo.
«Y todo pensó, por haberme dejado embaucar».
Al oír las últimas palabras de Arlette, Luca actuó por instinto. Casi sin darse
cuenta, sacó el aro de su jubón y lo apoyó en la palma de la mano. Ella lo miraba
riéndose.
Quédate con él le decía. Es todo tuyo.
Luca se quedó observándolo fijamente en la palma de la mano. Luego lo enlazó
con suavidad entre las yemas de los dedos, como si le quemara su contacto.
Finalmente, al tiempo que hablaba a Arlette con una extraña serenidad, tomó impulso
doblando el brazo hacia atrás.
Te había advertido que no aceptaría el envite.
Sin pensarlo dos veces, lo arrojó al centro del río. Un segundo después se perdía
entre las aguas.
Arlette se quedó petrificada al ver la reacción de Luca. Miró a la corriente y se
volvió a él. Todavía no podía creer lo que acababa de contemplar. Con voz incrédula,
exclamó:
Pero ¿qué has hecho, loco?
Tirar tu prueba. Veremos si ahora eres capaz de mantener lo que has dicho.
Ella no podía dar crédito a lo que habían visto sus ojos.
Pero ¿cómo has podido hacerlo? Todo el esfuerzo de ayer, todo el peligro,
todos los riesgos ¡tirados al río! ¡Maldito imbécil, te mataré por esto!
Arlette frunció los labios y se abalanzó sobre él con las manos crispadas como
garras. Luca notó el ardor de su rabia que manaba como lava. Sintió que quería
arrancarle los ojos.
Quería hacerle daño. Todo el daño posible. Quería saborear su sangre. Para
mantenerla a raya, Luca la cogió por las muñecas, percibiendo el odio que palpitaba
en su venas, músculos y tendones. Mientras porfiaban, ella se agitó un instante,
llameando una rabia que ardía con tal fuerza que se desvaneció con tanta brusquedad
como había llegado. Tras caer en sus brazos, Luca la apartó de un empujón.
Un instante después, cuando él ya se sentía tranquilo, Arlette se le acercó por
detrás con los puños cerrados y comenzó a golpearle repetidamente en la espalda
mientras le dirigía todo tipo de maldiciones. El genovés, cansado, la tomó por el
brazo y la apartó de nuevo de su lado. Entonces ella se arrojó sobre Luca,
sacudiéndole los brazos, tirándole puntapiés y tratando de golpearle con las rodillas.
Aunque ella sabía que todo eso era ridículamente inútil, no dejaba de ser alarmante la
furia homicida que la poseía. Luca se limitó a hacerse a un lado, y cuando pasó
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delante de él, tambaleándose y dando puñetazos en el aire, le aplicó un pequeño golpe
en la sien que la hizo caer con pesadez sobre la hierba.
Pero Arlette no sintió dolor por la caída; tampoco Luca había sentido antes sus
golpes. Percibía en ellos más el fruto de la impotencia que el de la energía. Y además,
se encontraba extrañamente liberado de un objeto que no había hecho sino crearle
problemas desde el principio.
«Si después de lo de esta noche Fabianne me rechaza, lo aceptaré pensó. En
todo caso, ¡gracias a Dios, me he librado de ese horrible designio!».
Arlette seguía golpeándole rabiosa. Pero ahora ya no estaba tan segura. Él notaba
en sus maldiciones la misma impotencia que había querido transmitirle. Después se
abrazó a su cintura y se puso a hipar desconsolada. Luca acabó apartándola de un
manotazo.
Haz lo que quieras terminó diciendo el genovés. Pero recuerda que ya no
existen pruebas. Si dices algo, serás tan culpable como yo. En tu caso, lo pensaría
muy bien antes de denunciarme.
Al concluir estas palabras Luca dio media vuelta y se marchó. Ella enterró el
rostro entre sus manos un instante, calibrando su hostilidad, su estallido de rabia. La
dejó atrás, frustrada y amenazante, repitiendo con insistencia:
¡Me las pagarás, italiano del demonio! ¡Juro por Dios que me las pagarás!
Pasé los dos días siguientes intentando restablecerme. Miguel y Leví cuidaron mi
convalecencia con mimo. Tras convencer a todos de que mi súbita enfermedad estaba
causada por una indigestión, me administraron hierbas y calmantes para amortiguar
mis padecimientos.
En realidad, yo sentía algo muy diferente al dolor. Era algo más parecido al
malestar, como si una sensación general dominara sobre mí y acabara de cabalgar al
galope durante veinte horas seguidas. Me encontraba terriblemente fatigado. En cada
movimiento sentía crujir las articulaciones como si estuvieran trabadas de piezas de
metal, pero más allá de eso y una náusea permanente no me dolía ningún miembro.
Recuerdo, eso sí, la sed: notaba los labios secos cómo mortajas; a cada minuto les
pedía un poco de agua. Se trataba de un estado difícil de precisar, algo intermedio
entre la pesadez y la cordura, entre la vigilia y el sueño.
Debí de dormir la mayor parte del tiempo. A veces escuchaba alguna frase
inconexa; otras, yo mismo trataba de intervenir y contestaba a alguno de los
comentarios que hacían en ese instante, pero salvo esos retazos de consciencia,
aquellos dos días transcurrieron para mí como una pesadilla de la que quieres
despertar y no puedes.
Mis compañeros fueron razonablemente pacientes con mi enfermedad. Sospecho
que más de uno intuyó la verdad, pero aparentaron aceptar que se trataba de una
simple indigestión. Al amanecer del tercer día de convalecencia me desperté fresco y
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lozano. Aunque Leví insistió en que me convendría descansar otra jornada, acabé por
persuadirle para volver al camino. Claude ya había reiterado la necesidad de
apresurarnos si queríamos cumplir el itinerario previsto y alguno terminó por
apremiarme. Pasado el mediodía, estábamos preparados y el mismo Guzmán de la
Rúa acudió a la puerta a desearnos una feliz travesía.
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VIII. EL MILAGRO DE LA LUZ
21 de marzo de 1257
Me acomodaron en un carro y avanzamos con rapidez. El día 13 de marzo
atravesamos Logroño y llegamos a Nájera, cuyo nombre deriva del árabe y significa
lugar entre las peñas. Situada en el centro de un fértil valle, es una ciudad
relativamente reciente que crece sin cesar. Sus habitantes hablaban con orgullo de su
basílica, y presumían todavía más de su vino. De un lado, estaban convencidos de que
allí se había introducido por primera vez el cultivo de la vid, origen que también
había escuchado de labios borgoñones. Y de otro, se jactaban de la calidad de sus
caldos que, por cierto, son excelentes. Provengo de un país pródigo en buenos vinos,
he probado los mostos licorosos del sur de la península itálica, el vino áspero de
Córcega y el retxina griego. Hasta ahora, los mejores a mi paladar eran los
bordeleses. Sin embargo, esta región de Castilla produce algunos de tan buena o
mejor calidad que los nuestros. Hace pocos días tuve ocasión de hablar del tema con
mi anfitrión, don Çag de la Maleha, pero él torció el gesto, desaprobando su
consumo, supongo que por razones religiosas. Era una discusión inútil, don Çag ni
comprende sus virtudes ni sabe medir sus efectos. Le contesté que del vino no se
debe rechazar su uso, sino condenar su exceso. Como vi que me miraba entre apático
y displicente, le recordé que san Bernardo a quien profesa especial respeto nos
dejó escrito: Bebe vino de manera moderada y tendrás salud de cuerpo y alegría de
mente. Bébelo con sobriedad y te sacará de la pereza y de la desidia y te hará solícito
y devoto en el servicio de Dios.
Además, en Nájera habían tenido la habilidad de conseguir asociar el consumo
del vino con la economía de la región, por ser aquel lugar de paso en el Camino de
Santiago. En realidad, toda aquella comarca veneraba esta bebida. Aquella noche lo
confirmé sobradamente.
Por no encontrar espacio bastante para todos en ninguna posada u hospedería, nos
alojamos a la espalda de una pequeña ermita. Al principio nos disgustó no poder
dormir en una cama, así fuera en un dormitorio común, pero luego nos alegró lo que
había dispuesto la providencia. Antes de cenar se organizó espontáneamente una
pequeña fiesta y estuvimos cantando y bailando durante horas. Debimos de organizar
bastante bullicio porque se unieron a nosotros algunos lugareños e incluso, pasada la
medianoche, vinieron dos soldados a pedirnos que guardáramos silencio. Pero lo
hicieron con simpatía, dándonos tiempo a finalizar, y no nos molestaron.
Nada de todo eso fue ajeno al vino que consumimos, como dice con sabiduría el
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Eclesiastés: Dios nos ha dado el vino para la alegría del corazón. Es verdad, más de
uno se emborrachó. Viendo que los bailes se tornaban cada vez más atrevidos, pensé
en las palabras de san Ambrosio sobre los efectos del odioso vicio de la ebriedad:
Una vez distendido el vientre por los alimentos e irrigado con las bebidas del vino, se
sigue la voluptuosidad de la lujuria. La ebriedad es el fomento de la sensualidad,
rompe el sello de la castidad. Por ella se siguen las fornicaciones. Pero no hubo
mayores peligros, fuera de las manifestaciones normales de los jóvenes, de las que ni
por mi carácter ni por mi edad, debo escandalizarme.
En la fiesta, vi a Luca hablar con Fabianne de forma distendida y a Arlette sola en
un extremo del grupo. No le di mayor importancia. Después supe que esta última
había amenazado al italiano con contarle todo a su hermana. Pero Luca había
conseguido superar el dominio que hasta entonces había ejercido sobre él.
Ya no me asustas, Arlette le contestó abruptamente. Creo que estás
fanfarroneando, pero de todas formas me da igual. Cuenta lo que quieras y a quien
quieras.
Diré todo lo de Estella le amenazó.
No tienes pruebas contestó Luca, así que veremos a quién creen de los
dos. Además, ya estoy cansado de oírte provocarme a cada instante. Te lo he dicho.
No te tengo miedo. Si has de hacer algo, hazlo, pero no me vengas con más líos. Y
ahora, adiós. Espero no tener que hablar contigo más
Arlette comprendió que había perdido la pugna. No tenía elección y debía
reprimir sus baladronadas en espera de la ocasión para materializarlas. Mientras
tanto, Luca, cada vez más seguro de sí mismo, decidió continuar la obra que había
iniciado en Estella.
Cuando la fiesta estaba en su apogeo, se fue con Fabianne a un pequeño
bosquecillo sobre el que se extendían las sombras del crepúsculo. El bosque estaba
limitado por un muro semidestruido, donde trepaba una parra. Había también un gran
roble cuyas ramas se extendían por encima de la vista. Se sentaron mirando el cielo
oscurecido, viendo pasar las nubes por encima como un torrente de leche. Estaban
callados, Luca seguía teniendo una permanente sensación de inseguridad con
Fabianne y temía ser rechazado. A cada momento le parecía que su silencio era un
signo de mal agüero. Tardó tiempo en decidirse, pero al cabo se acercó a ella y, con
temor, le pasó la mano por los hombros. Fabianne, infinitamente más sabia, se
acurrucó con dulzura entre los brazos y le ofreció su cuerpo. También por esa
sabiduría, aun sin hablar una palabra, debió de notar la tensión del italiano.
Ya ves
dijo ella al fin. Se echó a reír y añadió: Después de todo, la
noche no es tan fría.
Poco a poco Luca fue recobrando la confianza. La besó de nuevo: tenía los labios
agrietados y blandos, con un cierto regusto a sal. Fabianne sonrió coquetamente y se
echó atrás para desasirse y tratar de incorporarse. Riendo también, Luca la sujetó por
la falda y la retuvo. Aturdido por los acontecimientos, notó que estaba un poco
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borracho: los árboles parecían ondular más allá del rabillo del ojo. Pensó que sólo
necesitaba un poco de valor. Volvió a mirarla. Tenía el cabello suelto y los ojos
brillantes; las piernas estaban desnudas y eran largas y esbeltas.
Con todo, no daba la impresión de ser más vulnerable y, además, parecía
encontrarse en su terreno. Al abrazarla, comprobó de nuevo que era más frágil de lo
que aparentaba a simple vista, tan frágil como un pétalo. Luca le apartó la camisa, le
acarició el pecho y se arqueó para besarle uno de los pezones. Se sentía más sereno
de lo que había imaginado. Cuando ella introdujo los dedos entre su jubón y
descubrió la dulce calidez de su piel, se excitó tanto que soltó un gruñido. Al cabo de
pocos minutos estaban unidos. Fabianne se abandonó a su propio éxtasis. Cerraba los
ojos y tarareaba tenuemente una canción mientras Luca se movía sobre ella. En ese
instante perfecto, ella, incluso echó la cabeza atrás para volver a reír. Fue un
momento de intimidad absoluta, de secretos compartidos. Fabianne se apretaba contra
él en cada impulso y Luca se excitó todavía más al ver su creciente jadeo. Fue
entonces cuando alcanzaron la cima, olvidando por un instante al cuerpo que se
agitaba junto al suyo. Después de dormitar un poco, al despertarse, él la miró con
detenimiento: tenía la boca grande y carnosa y en las mejillas parecían abrirse rosas
absorbiendo la luz. Pero sobre todo estaban sus ojos, aquellos ojos transparentes,
grandes, serios
Y luego los rizos rubios cayéndole sobre los hombros como una
cortina de seda. No podía creer que estuviera a su lado compartiendo el mismo lecho.
Por primera vez disfrutó el placer de sentir a su lado a la mujer amada, un cuerpo
suave y perfumado que se aquietaba al mismo tiempo que él. Se sintió renacer de
nuevo y comenzó a acariciarla. Ella abrió los ojos, medio dormida, resbalando de los
besos al sueño como si fuera su jardín privado; los esfuerzos que hacía para mantener
los ojos abiertos dilataban sus pupilas. ¡Cogerla entre los brazos, acunarla, adormecer
esta debilidad
!
Luego volvieron a estar juntos. Tras finalizar, abrazados, se quedaron
adormecidos. Luca reposó poco rato pero soñó con ella. Fue una pesadilla confusa de
la que se despertó sobresaltado. En ese momento oyó la tranquila respiración de
Fabianne, plácidamente dormida a su lado, y se tranquilizó. Pero las imágenes del
sueño persistían. El contraste entre su dicha y la desintegración de Arlette le parecía
algo grotescamente injusto. Era como si un sentimiento de culpa hubiera
permanecido aletargado todo el tiempo; se sintió como un criminal acusado ante un
juicio y, a pesar suyo, los días de vida en común con Arlette, que tanto se estaba
esforzando por olvidar, se abrieron de nuevo.
Cuando notó que Fabianne se despertaba, la besó en la oreja y, preso de la
confusión, se levantó para dar un paseo por el prado. Al notar su ausencia, ella tanteó
por debajo de la capa y se cambió de postura sobre el lecho de hojas secas y hierba,
contemplando el techo arbolado con los ojos medio entornados. Permaneció
somnolienta por espacio de varios minutos, escuchando el sonido de una canción que
canturreaba Luca diez pasos por delante. Vagamente pensó que conocía aquella
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música pero volvió a quedarse dormida. Fue un sueño muy corto; apenas unos
segundos más tarde, Luca, preocupado, la golpeaba con suavidad:
Fabianne, despierta. ¡Eh, boba!, ¡levántate! ¿O quieres que nos sorprendan
todos los de la caravana?
Ella se balanceó un poco, mirándole con sus ojos azulados, luego se dio la vuelta
y, tras apartar la capa de Luca, se fue poniendo la blusa con lentitud. Cuando se
levantó, ya arreglada, le puso una mano en el hombro y Luca se echó hacia delante,
pensando probablemente no en la sonrisa de la mujer con quien había dormido, sino
en la de la muchacha con la que soñó, que había inventado día tras día.
Aquella mañana tuvieron mucha suerte. Aunque cuando se incorporaron ya había
amanecido, nadie percibió su ausencia. Ni siquiera Enrique, normalmente tan
perceptivo, notó la llegada de su compañero. La pequeña expedición dormía con
sosiego bajo los efectos de la fiesta de la noche anterior.
Nos despertamos tarde y, aunque esperábamos llegar a Santo Domingo de la
Calzada antes de ponerse el sol, tuvimos que hacer noche en un claro, a orillas del
camino. Ese día nevó y, si bien después de la cena, al calor de la hoguera, me agradó
contemplar las vides rompiendo simétricamente el manto blanco de la nieve, me
desperté aterido por el frío y con ganas de llegar a la ciudad del santo ingeniero, uno
de los héroes de la travesía. Su historia es hermosa. Santo Domingo fue pastor en su
juventud, hasta que decidió retirarse como eremita a la ribera del río Oja, que ha dado
nombre a la región. Un día, viendo a los peregrinos en dificultades para cruzar el río,
decidió arreglar la vieja calzada romana y construir un nuevo puente. Después
levantó muchos hospitales y albergues.
Nos alojamos en una de aquellas hospederías, un edificio bien construido de
habitaciones grandes y tristes. No disfruté de la estancia, aún no estaba restablecido
por completo y, tras la nevada de la noche anterior, pasé todo el día destemplado y
con fiebre. Mis compañeros se compadecieron, consiguiendo que pudiera cenar un
reconfortante caldo de buey y dormir en una celda individual. Incluso negociaron con
un zapatero remendón para arreglar y reforzar mis botas, que iban acusando la dureza
del viaje. Poco después de recogerlas, yendo a mi estancia me asaltó un miedo
irracional. Tras atravesar el claustro, tuve que avanzar por un estrecho pasillo que olía
a orines para llegar a la escalera que conducía a mi aposento. Estaba alarmado y subí
corriendo. Pero la escalera era tan angosta que a cada paso rozaba con el codo el
revestido marrón; con el paso del tiempo se había ido desdibujando de tanto apoyarse
en él. Sobre mí, la luz temblorosa de la vela proyectaba una sombra siniestra en la
pared blanca. Llegué a mi cuarto exhausto y sudoroso. Después de acostarme, cuando
conseguí recuperarme, me reí a gusto pensando en mi injustificado temor. Sin
embargo, a la hora de la partida, al amanecer, me alegré de abandonar aquel caserón
siniestro.
En los días siguientes logré restablecerme. El tiempo mejoró y aunque el campo
se levantaba blanco, cubierto por un rocío helado, las mañanas solían ser claras y
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soleadas. Pero lo que determinó que tuviera que posponer y llegar a olvidar mis
dolencias fue el paisaje que atravesábamos, abrupto y difícil. Obligaba a estar muy
atento; todavía recuerdo la dura ascensión al alto de la Pedraja, en las inmediaciones
del monasterio de San Félix de Oca, llena de recovecos y desniveles, poblada de
animales salvajes, sobre todo osos y lobos, a los que entreveíamos en los inmensos
hayedos y robledales. Según decían, aquellos montes estaban llenos de bandidos y
rufianes que moraban en cuevas, por lo que extremamos las precauciones. Así por
ejemplo, al cruzar un río de cierta envergadura, enviábamos como primer pasajero a
un hombre armado, para evitar la emboscada que pudieran tendernos desde el otro
lado. Cuando llegamos al típico paisaje castellano, desolado y sin árboles, abierto al
horizonte como el mar, sentí un enorme alivio. Ahora, con la tranquilidad que
proporciona la distancia, siento no haberme detenido en alguna de las villas que
cruzamos, sobre todo en Villafranca, la Auca romana, porque cuando Guillen de
Monredón me marcó los lugares del itinerario a Santiago en los que se practicaban
ritos iniciáticos, había incluido especialmente estos parajes, repletos de símbolos. Y si
bien pude ver numerosas ocas representadas de las más diversas formas en
pequeñas esculturas, las marcas de canteros de casi todos los edificios, e incluso en
los nombres de villas y pueblos no pude prestarles demasiada atención.
Por el contrario, disfrutamos con tranquilidad la visita a San Juan de Ortega.
Casualmente llegamos el 19 de marzo, pero cuando nos informaron del milagro que
se produciría dos días después, insistí en que nos quedásemos a verlo. En el
monasterio se verifica dos veces al año el llamado prodigio de la luz. El arquitecto de
la iglesia había dispuesto la construcción con una habilidad tan portentosa que en los
dos equinocios, el 21 de marzo y el 22 de septiembre, un rayo de luz penetra a las
cinco de la tarde por la ojiva de la fachada e ilumina paulatinamente, en el capitel de
la izquierda del ábside, la escena de la Anunciación, luego la del Nacimiento y por
fin, la de la visita de los Reyes Magos.
Parte del grupo manifestó escaso interés por el fenómeno y hube de emplear toda
mi elocuencia para que nos quedásemos un par de días. Como indiqué antes, el
significado de la luz es uno de los temas a los que más tiempo de reflexión he
dedicado. Me impresionaba sobremanera que se hubiera construido una traza tan
refinada como aquélla. Como nunca había visto cosa igual, usé todas mis dotes de
persuasión, y después de comer prometí explicarles en detalle la importancia de
aquello. A la hora prevista, reuní nuestro grupo a los pies de la iglesia y les hablé de
la siguiente manera:
Como sabéis, las iglesias están hechas para el acercamiento de los hombres a
Dios. Esto se muestra disponiendo el templo mismo como el nexo de unión entre el
mundo de la materia y el mundo del espíritu. Observad les dije, señalando los
capiteles de las columnas que la parte baja de la iglesia, la zona obscura, está
decorada con motivos vegetales, mientras que, en las partes altas, los pilares,
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contrafuertes y pináculos representan el descenso de Dios a los hombres y, en sentido
ascendente, el de los hombres a Nuestro Señor. Esta idea se manifiesta también en la
Sagrada Misa, cuando el sacerdote alza hacia el cielo la hostia consagrada
Viendo que había conseguido ganar su atención, proseguí:
En este discurso, la iluminación tiene una importancia esencial. Las Sagradas
Escrituras lo manifiestan con claridad. San Lucas nos ha dejado dicho que Dios es luz
para la iluminación de las gentes. Y san Juan calificó a Nuestro Señor como luz
verdadera, poniendo en boca del mismo Cristo la frase yo soy la luz del mundo. La
importancia de estos principios es tal que, cuando los obispos o los monjes encargan
un templo y los arquitectos, escultores y maestros vidrieros lo realizan, tratan la
luminosidad como una manifestación divina. Normalmente se hace mediante
vidrieras, por converger en ellas la lux spiritualis, o sea, la luz de Dios mismo, y la
lux corporalis, es decir, la interpretación de los hombres del testimonio de Dios. Por
tanto, el fulgor corporal, el que recibimos a través de los ventanales, juega un papel
simbólico, representando en primer lugar a Dios como luz del mundo y después, lo
que aparezca en cada vidriera.
Sentí no estar en alguna de las grandes catedrales francesas para explicar cómo se
articulaban los efectos. San Juan de Ortega tenía los tragaluces lisos, sin dibujo
alguno, pero en este caso no importaba. Aquí no eran necesarios. Si el arquitecto
había sido capaz de concebir su iglesia con un resultado tan admirable, sobraba
cualquier otro.
Este efecto les dije ha sido destacado en los textos de muchos santos
autores. San Buenaventura afirmó que «la perfección de un cuerpo depende de su
luminosidad». Y también que «la luz es fuente de toda perfección». Por eso
continué este milagro es tan especial.
Hice una pequeña pausa:
Observad que en este monasterio se ha hecho de forma diferente a la habitual.
Con un rigor único, se ha perfeccionado el sistema, o mejor, se ha simplificado, para
que el mismo esplendor de Dios ilumine directamente las esculturas del interior sin
interferencia alguna. Ahora bien, no cualquier iluminación, ni cualquier escultura, ni
cualquier día, ni siquiera cualquier hora. En esta admirable iglesia, el hombre ha sido
capaz de organizar un sistema para que el destello llegue a un conjunto de esculturas,
en un día elegido y a una hora particular. Creo que ha llegado el momento de que lo
veamos. Acerquémonos.
Hubimos de esperar un poco, pero el espectáculo fue maravilloso. Tal y como nos
habían anunciado, a las cinco en punto de la tarde penetró un rayo en la penumbra de
la iglesia y, como si se tratara de la más certera de las flechas, se detuvo en un
pequeño capitel donde estaba representada la Anunciación.
Las pequeñas figurillas de la escena parecieron transfigurarse y cobrar vida. Lo
que un minuto antes era un capitel más del conjunto, se convirtió como por arte de
magia en el eje del edificio, ante nuestras sorprendidas miradas. Así ocurrió con su
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tránsito sucesivo, pues, paulatina pero casi imperceptiblemente, el rayo de luz fue
trasladándose a otro capitel que representaba el nacimiento de Nuestro Señor.
Finalmente, se posó en la escena del homenaje de los Reyes de Oriente y desapareció
por una ventana cubierta por una lámina de alabastro. Con ello, el ciclo del
nacimiento y glorificación del Maestro se completaba. El recorrido de luz apenas
duró diez minutos, pero nos dejó deslumbrados.
Dos días después del milagro de la luz en San Juan de Ortega nos acercamos a
Burgos. Antes de llegar, hicimos un alto. Era un atardecer muy agradable y habíamos
caminado todo el día. El resplandor de la ciudad delataba el bullicio que nos
esperaba. Preferimos descansar y, con la vista puesta en las casas, paramos en un
claro para preparar la cena y disponernos a reponer fuerzas. A la mañana siguiente
entramos en la villa por la calle de las Calzadas, próxima a la iglesia de San Lesmes,
el patrón de Burgos; éste fue un peregrino francés del siglo XI que, impresionado por
el Camino de Santiago, dedicó su vida a proteger a otros peregrinos. La desmesurada
fábrica de la catedral prometía rivalizar con las más famosas, pero apenas pasamos
una jornada en la ciudad. La algarabía de sus calles nos aturdió y Claude, el cura
valón, porfiaba continuamente por recuperar el tiempo perdido.
Yo no estaba muy conforme. La noche anterior les había expuesto mi interés por
visitar la rica abadía de las Huelgas, noble edificio cuya congregación albergaba al
conjunto mayor de hijas de príncipes, duques y condes del reino. Pero mis
compañeros se opusieron, recriminándome el tiempo empleado en la visita a San Juan
de Ortega y la conveniencia de acelerar el ritmo. Sentí no hacerlo y perderme el
prodigio mecánico de la imagen de Santiago del Espaldarazo, cuyo brazo articulado,
diseñado y construido con gran pericia por un alarife árabe, sirvió para armar
caballeros a muchos reyes, entre ellos, a Alfonso X, el monarca al que iba a visitar.
Cuando abandonamos Burgos, reproché al grupo con una cierta frustración su
falta de entusiasmo por estas manifestaciones del ingenio humano. Me respondió
Claude, indicándome que sus inclinaciones eran normales, mientras mis aficiones
parecían inagotables.
Queréis verlo todo, deteneros y recrearos en cada iglesia, en cada detalle me
dijo. Pero eso es imposible. Debemos cumplir un itinerario marcado.
Protesté por el injusto reproche, pero, antes de proseguir, Enrique suavizó la
tensión haciendo derivar la conversación al tema de las máquinas. Terció hábilmente,
con la insaciable curiosidad que le caracterizaba:
Lamento que no hayáis podido visitar el artificio ese de las Huelgas. Ya he
comprobado que si consideráis interesante alguna cosa, vale la pena verla, pero
debéis aceptar los argumentos, maestro. Claude tiene parte de razón, tenemos prisa y
a vos os atrae todo, hasta lo más ínfimo. Además, ¿cuál puede ser el interés de ese
artilugio?
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No es sólo esta máquina, sino todas ellas. Son uno de los caminos que nos
permiten acercarnos a Dios. Gracias a ellas reflexionamos sobre la Creación,
comprendemos mejor la naturaleza y perfeccionamos nuestro intelecto, facilitando el
trabajo de los demás.
Supongo que mi reiterativo tono didáctico a veces los aburría, pero Enrique con
sus comentarios me empujaba a argumentar y yo, una vez tomada la palabra, no me
arredraba con facilidad. Efectivamente, el toledano parecía querer saber más cosas.
Por mí no iba a quedar.
En la Antigüedad hubo artificios prodigiosos, pero la mayoría se ha perdido.
Algunas de las técnicas de los griegos y los romanos pasaron de Constantinopla y
Bagdad a Sicilia y a la Córdoba musulmana. Después llegaron a los monasterios de
Occidente donde, con el deseo de orden, se empezaron a difundir y desarrollar. Una
de sus primeras manifestaciones vino determinada por la necesidad de medir el
tiempo. San Benito añadió un séptimo periodo a las divisiones del día, y desde el
siglo vil, por una bula del papa Sabiniano, se decretó marcar los ritmos del
monasterio, es decir, las horas canónicas, tocando las campanas siete veces cada
veinticuatro horas.
Pero eso son tiempos pasados intervino Hugo, uno de los comerciantes
flamencos. Ahora tenemos el reloj con un ademán desdeñoso, añadió riendo:
En los monasterios será así, pero en las ciudades es diferente. Las campanas están
hechas para los campesinos ignorantes que viven en el campo. Si no fuera por su
sonido, no sabrían distinguir las horas.
Sí concedí, el reloj es un invento hecho para la vida en las ciudades. Pero
proviene de los monasterios. El primer reloj mecánico moderno, que funcionaba con
pesas, fue inventado a finales del siglo X por el monje Gerberto, investido después
Papa con el nombre de Silvestre II, a quien Enrique recordará, pues nos contaron su
vida en Eunate.
El toledano asintió e intentó añadir algo. Le corté con un suave ademán:
Pero tienes razón, Hugo continué. El reloj mecánico no se ha difundido
hasta que el orden de las ciudades exigió su funcionamiento. Hay relojes maravillosos
añadí, dirigiéndome de nuevo a Enrique. He leído que en la afueras de tu ciudad,
Toledo, hay o hubo, pues según parece fueron destruidas y no queda rastro de ellas,
unas clepsidras prodigiosas. Dice el historiador musulmán Al-Zuhri que ninguna
ciudad del mundo ha poseído semejante maravilla. Estas clepsidras eran dos
recipientes de agua, fabricados por el célebre astrónomo Azarquiel, que se llenaban
por completo en el curso de las fases ascendente y descendente de la luna, dando por
tanto la hora lo mismo de día que de noche.
En mi vida he oído hablar de ellas aseguró Enrique.
Hace ya más de cien años que fueron destruidas confirmé. Según me
contaron en Palermo, cuando Alfonso VII tomó la ciudad, quedó tan fascinado con su
disposición, que ordenó desmontarlas a un astrónomo judío llamado Hamis Ben
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Zabara para poder observar su funcionamiento. Quería reproducirlas en otros lugares
y, a poder ser, mejorarlas. Pero, por mucho que lo intentaron, no dieron con su
secreto. Ni siquiera pudieron volverlas a poner en marcha.
Esas máquinas son inventos del diablo refunfuñó con aprensión Claude,
nuestro cura.
Te equivocas corregí, las máquinas son magia natural y santa. Son
producto de la inteligencia humana y pueden reproducir sus formas y su modo de
actuar, del mismo modo que actúa el arte al imitar la naturaleza. Os parecerá mentira,
pero un día podremos navegar como los peces, a nuestro albedrío, con total libertad.
Gracias a ingeniosos instrumentos se podrá recorrer los mares sin estar limitados por
el viento y las mareas. Y se hará más aprisa que con los barcos impulsados por velas
o remos.
Eso es tan absurdo añadió con sarcasmo Claude como hablar de carros
que no necesiten ser movidos por animales.
Todos rieron. Medio enfadado, pero aún indulgente, continué:
No te burles, insensato, porque incluso esos carros autónomos existirán. No
debéis extrañaros de los progresos, sino aceptarlos con entusiasmo. Dios no ha puesto
límites al uso moderado de la naturaleza y la vida nos está dando constantemente
lecciones de evolución señalé con el dedo a Claude. ¿Crees que la naturaleza nos
limita y que debemos aceptar su orden como una imposición divina? Pues te
demostraré lo contrario.
Saqué de mi zurrón un pequeño estuche de cuero flexible y les mostré su
contenido.
Observa, por ejemplo, estos pequeños vidrios redondos. Sin ellos, apenas soy
capaz de leer. Necesito situar el pergamino a un metro de distancia. Pues bien,
corrigen los defectos de mi vista y me permiten distinguir las letras sin dificultad.
¡Qué decir de otros objetos similares! El mismo Enrique puede atestiguar la
existencia de máquinas facultadas para levantar grandes pesos a pesar de su
minúsculo tamaño. Y yo os digo que también habrá otras capaces de prodigios
inverosímiles.
¿Cómo lo sabéis? dijo Claude.
Lo sé porque la respuesta está en la misma naturaleza.
Dirigiéndome a Claude, que continuaba mostrando una expresión escéptica,
añadí: Si eres capaz de mirar con detalle el más ínfimo trozo del suelo, verás éstas y
otras maravillas. ¿O no te parece un milagro la extraordinaria fortaleza de las
hormigas, trasladando en su mandíbula porciones de comida o espigas de trigo muy
superiores a su tamaño? Si las miserables hormigas tienen esa aptitud, ¿alguien puede
demostrarme por qué el hombre no va a ser capaz de desarrollar instrumentos capaces
de superar nuestra limitada fuerza física?
Hablando para todos, continué poniendo ejemplos:
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Pensad en los imanes. O en los astrolabios. ¿No os parece que, si hemos
encontrado la forma de fabricar recipientes transparentes de vidrio enormemente
frágiles y al tiempo enormemente sólidos, si podemos domesticar y canalizar la
fuerza del agua, también seremos capaces de poder diseñar vehículos que anden por
sí solos, o incluso máquinas para poder volar?
¿Volar?
Sí, volar. Lo que digo es más lógico de lo que piensas. Si para volar, como se
cree, el elemento determinante fuera el peso, los miserables gorriones o incluso
aquella mariposa lo harían mucho mejor que las águilas o los buitres. Como han
demostrado insignes filósofos, el problema no puede ser el volumen que se arrastra,
sino la potencia de impulso de las alas y la resistencia al aire. Ambos dilemas tienen o
tendrán solución
En fin, no sé
Nosotros no lo veremos, pero estoy seguro de que
algún día se hará
Noté en sus miradas una expresión de incredulidad atenuada sólo por el respeto
que me profesaban. Supongo que debieron de verme como al típico hombre de
ciencia, un poco loco, perdido en ensoñaciones y desvelos quiméricos. No importa.
Es verdad que a veces me dejo llevar por las ideas y me expreso con excesivo
entusiasmo, pero también la ignorancia actúa a menudo con una osadía irritante. Por
eso sonreí con indulgencia y lo dejé pasar. En todo caso, la conversación pronto
languideció. Nos habíamos aproximado a un riachuelo y durante la parada para
repostar fuerzas y rellenar los búcaros de agua, cada uno se ocupó de sus quehaceres.
Aquéllos fueron días de caminar incesante. El paisaje era monótono, lineal. En los
confines del horizonte las lomas destacaban sobre el cielo diáfano, poniendo el único
contrapunto. Parecían cortadas a cuchillo. El campo de Castilla, compuesto de colinas
amarillentas pobladas de viñedos y de trigales, no resultaba hermoso de cerca, pero
desde el mirador de cualquier colina cambiaba la perspectiva y se comprendía que
estaba hecho para ser visto con una cierta distancia. En ese momento se podía
percibir la mezcla de colores de los bancales de tierra ocres, naranjas, morados,
amarillos unificada por la simetría de los viñedos. Entonces, la vista se perdía más
allá de los detalles, deteniéndose a jugar con los escasos accidentes: pequeños
arbolillos a la vera del camino, riachuelos que se deslizaban mansamente o el perfil
de la torres pardas de algún pueblo, en la lejanía
Era una tierra difícil de amar, difícil siquiera de comprender. Y no lo digo porque
a nosotros, acostumbrados a paisajes verdes y agua abundante, nos fuera extraña, sino
porque no parece ofrecer abrigo en parte alguna. Era inhóspita y dura. Pero al mismo
tiempo inspiraba sosiego. Incluso los escasos animales que la pueblan participaban de
esa insólita serenidad. Por ejemplo, las cigüeñas, con su majestuoso vuelo y su
permanente aire de indiferencia. Otras veces, el paisaje se invertía y nos
internábamos en frondosos bosques poblados de encinas y carrascales. Pero, por lo
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general, caminábamos bajo el sol, en medio de un silencio sepulcral, atravesando
polvorientas llanuras, áridas y amarillas, o sinuosas colinas de terrazo rojizo.
Aunque la temperatura era agradable para el mes de abril, hacía presagiar los
rigores que sufro ahora, en Toledo. Sin embargo, no era preciso esperar la sombra del
ramaje redondo de los pinos para encontrar descanso. Y muchas veces, antes del
pinar, reposábamos a la orilla de arroyos frescos y cristalinos, entre todo tipo de
flores y hojas silvestres, como el tomillo, el romero o el delicado cantueso y otras
cuyos nombres no recuerdo. También divisábamos de vez en cuando unas ruedas
hidráulicas muy ingeniosas llamadas norias, que han sido legadas por los árabes y
sirven para elevar el nivel del agua.
Los habitantes de aquella región, los castellanos, son hombres rectos, serios, de
pocas palabras y mirada orgullosa. Visten paños pardos muy austeros y conceden
gran importancia a los deberes del anfitrión. Aunque son de modales secos y no
hablan demasiado, reciben a los visitantes con calor y hospitalidad, alimento y ropas.
Con frecuencia nos dieron de comer su plato más típico, el puchero, como nosotros
tenemos el pot au feu, los italianos los macaroni y los árabes el cus-cus. El puchero
debe de derivar de este último. Se cocina de muchas formas y en sus diferentes
variantes puede tener los más diversos ingredientes: cordero, vaca, pollo, capón,
chorizo, tocino, pata de cerdo, ajos, cebolla y toda clase de legumbres: guisantes,
judías verdes, repollo y, sobre todo, garbanzos. Los garbanzos son la legumbre
nacional y, desde la época de los cartagineses, el acompañamiento esencial de todo
tipo de platos.
Antes de llegar a Castrojeriz paramos en el convento de San Antón. Uno de
nuestros soldados enfermó y sus frailes tenían fama de buenos médicos. Resultó que
tenía el llamado fuego sacro o mal de San Antón, una especie de gangrena provocada
por el cornezuelo del centeno que afecta a muchos peregrinos. Le curaron y, para dar
gracias a Dios, ordenamos una misa en su colegiata, frente a la imagen de la Virgen
del Manzano, a quien había dedicado unos poemas o cantigas el mismo rey de
Castilla al que iba a visitar, Alfonso X. Tuve que imponer cierto orden porque, al
verles orar, alguno de mis compañeros de grupo hizo comentarios jocosos y hasta se
rio abiertamente. La verdad es que los castellanos son bastante escandalosos al rezar.
No sólo se arrodillan sino que se inclinan sobre el suelo hasta tocarlo con la frente.
En señal de arrepentimiento se golpean el pecho con golpes repetidos y violentos.
Hubo también otro detalle que llamó mi atención. En la iglesia se oía por todas partes
el canto de los pájaros. Intenté descubrir sus nidos y me encontré con la sorpresa de
ver todas las capillas y el techo repletos de jaulas pintadas y doradas con ruiseñores,
canarios y otros pájaros. Luego comprobaría que no era inusual y que pasaba igual en
muchas otras iglesias de Castilla.
Esa noche anduve paseando con Enrique y pude reconstruir buena parte de su
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aventura francesa. Ya conocía algún detalle, particularmente su relación con Giselle,
pero fue entonces cuando comprendí sus preocupaciones e inquietudes. Andando,
llegamos a un pequeño claro de un bosquecillo y nos sentamos en el suelo. Al poco,
Enrique, más para sí mismo que para mí, comenzó a hablar:
Cuando salí de Toledo, únicamente tenía la intención de quedarme en París,
donde mi maestro, Martín, dejó buenos amigos en la obra de la nueva catedral de
Nuestra Señora. Confiaba en poder trabajar un tiempo en mi oficio y progresar hasta
convertirme en aparejador.
¿Y esa confianza?
Martín había escrito una carta al maestro mayor que acreditaba mi preparación.
Surtió efecto. No tuve problemas para que me admitieran como cantero en la obra.
Pero sólo eso. La nueva catedral era una gran obra y congregó canteros, aparejadores,
escultores, arquitectos, vidrieros y orfebres de toda Francia. Pronto me di cuenta de
que, si bien podría quedarme hasta finalizar la fábrica, difícilmente progresaría en la
profesión. Pasé varias semanas intentando encontrar el momento de realizar un
encargo de mayor envergadura, sin que surgiera ocasión de intervenir.
Y al final, te lo encargaron, ¿verdad?
No, en realidad hallé la solución por azar. Una tarde, cuando llevaba más de
dos meses sin ver salida, me desahogué con un compañero de la cofradía, Michel. Al
principio no comprendió mis desvelos y trató de desalentarme.
¿Por qué?
No me entendía. Me dijo que me pondrían mil dificultades y, en caso de
superar todas las pruebas del gremio, sólo conseguiría complicarme la vida, porque si
había un accidente, ¿quién sería el responsable? Yo, el maestro aparejador. Y todo
eso, ¿para qué? ¿Por un salario casi igual y muchas menos oportunidades? «Piénsalo
bien me dijo, mira que como canteros tenemos la seguridad de encontrar trabajo
en cada obra. Siempre serán necesarios muchos de nuestro oficio, pero hacen falta
pocos aparejadores. Y tienen que tener mucho prestigio. Eso sin contar con que eres
extranjero».
¿Y qué contestaste?
¿Qué podía decir? Tenía razón, yo sabía que mis proyectos me iban a traer más
problemas que ventajas, pero no podía evitarlo. Vos me entendéis, Raoul. Quiero
aprender el nuevo arte de construir y, aunque consiga únicamente mayores
responsabilidades por un poco más de dinero, es bastante para mí. No quiero ser para
siempre un mero instrumento de las ideas de otros. Me gustaría ser capaz un día de
disponer una obra por mí mismo. No me imagino llegar a maestro mayor de una
catedral, porque no tengo ni el origen adecuado ni la educación suficiente, pero si os
soy sincero, sueño con eso. Necesito sentirme capacitado para inventor, para dibujar,
para dar las trazas de un edificio y convertirlo en una realidad. Y si eso no es posible,
que, por lógica, no lo será, al menos desearía saber interpretar bien los planos de otro.
El maestro mayor viene poco a la obra y es el aparejador quien dirige realmente los
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trabajos, quien distribuye las tareas entre las cuadrillas, quien inspecciona lo que
realizamos y al final, quien hace posible que el dibujo del maestro se convierta en
realidad
Yo asentía suavemente.
En fin continuó Enrique, abriendo los ojos y mirándome, acabé
convenciéndole de que teníamos una forma diferente de ver la vida, y aunque, como
digo, Michel era más pragmático, me ayudó mucho. Habló con su tío, maestro de la
cofradía, y éste me citó una tarde en su casa. Me confirmó que su sobrino le había
explicado mis pretensiones y que en París, desgraciadamente, las posibilidades eran
escasas. Pero había otros lugares donde probar. «Hace poco estuvo a verme mi
hermano añadió que es aparejador en la ciudad de Bourges, como tú sueñas ser,
y me contó que todos los grandes artistas se habían concentrado en París o habían ido
a países donde pagaban mejor. Por ejemplo al lado del tuyo, en Aragón. O si no
matizó con malicia, fíjate en el obispo de la ciudad de Urgel. Acabo de enterarme
de que ha estipulado con un lombardo, un tal Raimundo, una renta vitalicia por
importe de la prebenda de un canónigo, si finaliza la catedral en siete años, después
de lo cual quedará libre para hacer lo que quiera con el prestigio y el dinero ganados.
En consecuencia, no me extraña que seas ambicioso con la posibilidad de esos
sueldos; pero, a lo que vamos
Lo importante es que mi hermano Jacques me pidió
que, si encontraba a algún cantero que despuntara en el oficio, lo mandara con él para
poder instruirlo, pues tiene que atender varias obras con un cierto aire de
resignación, continuó: Me hubiera gustado que mi sobrino Michel tuviera tus
inclinaciones, pero creo que su carácter es más acomodaticio que el tuyo. Ya sabes
que Michel está enamorado y quiere casarse aquí; con las rentas de su futura esposa y
de su trabajo seguramente vivirá mejor que si se deja llevar por estas ambiciones. En
suma, si te interesa, puedo escribir una carta a mi hermano y, si demuestras talento y
capacidad, podrás convertirte en aparejador».
Le miré unos instantes sin añadir nada, dejando a Enrique continuar su relato con
tranquilidad. El muchacho debía de encontrarse a gusto desahogándose conmigo, sus
palabras fluían sin la menor dificultad.
Así que continuó Enrique, me fui a Bourges. He estado allí año y medio y
durante ese tiempo he trabajado duramente para aprender el oficio. Al fin, hace seis
meses, me examiné ante el gremio, obteniendo el cargo con el que había soñado
durante estos años. Luego me trasladé a casa de Giselle
Habíamos hecho una pequeña fogata y Enrique tenía la mirada prendida en las
llamas.
Hasta el examen, mi única obsesión era aprender el nuevo sistema constructivo,
su estructura, sus técnicas, sus recursos; comprender el mecanismo que permite
desmantelar el muro y hacerlo transparente, sustituido por una vidriera. ¿Cómo es
posible, por ejemplo, que, con el nuevo sistema, a diferencia de la arquitectura
románica, donde la bóveda condiciona toda la estructura, ahora podamos organizar
cada elemento independientemente y el conjunto como una suma de partes?
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Y con ello concedí yo, cada edificio se convierte en una especie de
problema de lógica que resolvemos si aplicamos con corrección el método deductivo,
puesto que cada cosa nos conduce directamente a otra, aun estando distantes entre sí.
Exacto contestó con entusiasmo el joven cantero. En los nuevos edificios
cada parte está interrelacionada con las demás formando una unidad indivisible. Con
este sistema, el pilar nos arrastra a la bóveda y de ahí a la imagen de la cubierta,
mientras que hasta ahora la unidad de abovedamiento obligaba a concebir toda la
estructura como un bloque.
Enrique cogió unas pocas ramas del suelo, las acercó a las brasas y prosiguió:
Si para mí eran fundamentales los problemas técnicos, no podía imaginar que
en una catedral se manifestaran tantos pensamientos ajenos a la arquitectura. Aunque
soy un ignorante que no sabe casi latín, para mí supuso un descubrimiento penetrar en
el simbolismo que esconde cada elemento del nuevo arte. Supongo que vos sabréis de
estas cosas, pero para mí era todo nuevo. Por ejemplo, sabía que el dibujo de las
plantas de las catedrales con crucero representa a Cristo en la cruz y se basa en la
unión de tres rombos, pero desconocía que el de la cabecera simbolice a Dios padre,
el segundo a Dios hijo y el tercero al Espíritu Santo y que, por eso, en la intersección
entre el primer y el segundo rombo se sitúa el altar
De la misma forma que la pila bautismal le interrumpí se coloca a los pies
del templo, en la zona del Espíritu Santo.
Así es asintió Enrique. Y tantas y tantas cosas. El significado de cada
palmo de la iglesia, donde no hay detalle que no contenga alguna enseñanza. Allí
aprendí que la catedral es algo más que el templo de la ciudad.
En efecto le dije. La catedral es también una imagen perfecta del mundo,
el espejo de la vida moral, la unión del hombre con la naturaleza, el emblema del
amor de Dios y la conciencia de la urbe toda
Asintiendo levemente con la cabeza, Enrique cogió una rama del extremo de la
fogata y dibujó a grandes rasgos en la tierra las trazas de una iglesia. Después me
señaló con el extremo de su improvisado puntero y añadió:
También aprendí a entender las verdades escondidas en cada detalle. Que la
pared de la derecha representa a los paganos y la de la izquierda a los judíos. Que las
columnas y pilares muestran a los obispos y profetas que sostienen el templo y la
bóveda simboliza el cielo. Y el significado oculto de las criptas, la giróla, el crucero,
las puertas, las torres o las piedras. ¡Pensar que he sido cantero desde los doce años y
no sabía que las piedras cuadradas representan las almas perfectas, unidas por la
argamasa, que simboliza la caridad
!
Es curioso, ¿verdad?
Más que eso. Es fascinante. Para mí ha sido todo un descubrimiento.
Enrique me miró directamente a los ojos y abriendo las manos en señal de
impotencia, concluyó:
De todas maneras, es demasiado para mí.
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Sonreí con indulgencia.
No te desanimes le alenté con afecto. Es una tarea que lleva toda una vida
y todavía eres muy joven.
Parecía desazonado. Mientras reflexionaba, siguió haciendo líneas en el suelo con
el tizne del palo. Yo cogí otra rama para juguetear un poco con el fuego, esperando
que continuara.
No, no me desanimo prosiguió. En todo caso, la vida es extraña, hace
tiempo que no pensaba en todo esto. Cuando logré el cargo de aparejador, había
trabajado tanto para conseguirlo, me había privado de tantas cosas, que estaba como
exhausto. Desde entonces, me abandoné y prácticamente no he avanzado nada.
Primero, porque había que celebrarlo. Me sentía tan feliz que estuve tres días
seguidos de fiesta con mis compañeros, de taberna en taberna, comiendo y bebiendo
y, perdonadme, padre, de prostituta en prostituta. Y después, bueno, la verdad es que
el título se me subió un poco a la cabeza. Tenía ahorrado casi todo el salario de un
año en que nada me importó lo suficiente. Pero mi nueva posición cambiaba el
decorado. Así que me compré ropa nueva. Dos jubones de Flandes con brocados de
oro. Y zapatos de cuero fino. E incluso, aunque me da una cierta vergüenza, dos
calzas de seda. Dejé de ir tan a menudo a la obra
También me trasladé de
alojamiento. ¡En fin!, ya sabéis lo de Giselle
Y una cosa y otra fueron mi
perdición
O quizá no reflexionó, porque aquí estoy de vuelta a mi país,
empezando de nuevo
También fue en aquellos días cuando noté a Luca diferente. Estaba habituado a
sus cambios de carácter. Pero vi que había algo más. Enrique, con una personalidad
menos rica y más lineal, lo percibió antes que yo y hablaba mucho con él. Por la
noche solían ir a pasear o mantenían conversaciones aparte del grupo, en un rincón
del círculo que acostumbrábamos a hacer frente al puchero. Tardé en darme cuenta,
en parte por mi dificultad para que los demás me hagan cómplice de sus conflictos
personales; y en parte porque, desde mi disertación sobre la luz en San Juan de
Ortega, la mayoría de las noches el resto del grupo me pedía que les contara historias
o les aconsejara sobre sus dudas. Vivía en un estado de semicomplacencia en el que
me pasaba desapercibida la distancia abierta con mi joven amigo. De hecho, Luca
eludía hablarme y si coincidíamos contestaba con frases cortas, cuando no con
monosílabos. En mi descargo sólo puedo alegar ignorancia. Pero, aunque Enrique y
Luca estaban a menudo juntos, el toledano permanecía a mi lado en la mayoría de las
ocasiones, acompañándome durante la velada. Luca, en cambio, solía desaparecer por
espacios pequeños de tiempo. Y, como comprobaría después, desaparecía con
Fabianne. Si bien yo no lo había percibido, la situación era comentada por toda la
caravana. O por casi toda, puesto que sus padres también fueron ajenos a la intriga.
Alain, por su carácter sencillo, por su incapacidad para la malicia; Jacques, el
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hermano mudo, difícilmente podía haber manifestado nada; y en cuanto a las
mujeres, Catherine, la madre, no solía salir del carro; y Arlette, aunque quisiera
hablar, tenía los labios sellados por el secreto compartido.
No obstante, empecé a oír pequeños comentarios, ironías veladas, frases cargadas
de dobles sentidos, advirtiendo que algo pasaba. Una noche los vi salir del grupo,
sigilosamente; primero Fabianne, con la excusa de retirarse; más tarde Luca, sin dar
explicaciones. De pronto, como suelen ocurrir estas cosas, vi la luz y comprendí todo.
Fue como tantas veces, como siempre me ha pasado y supongo que me pasará en el
futuro. ¿Cómo no me había dado cuenta? Pero es mi sino, perpetuamente seré
sorprendido por la manera en que se desarrollan estas pequeñas intrigas. Durante un
tiempo el problema va fraguándose frente a ti, pero por desconocimiento, falta de
picardía, habilidad o cualquier otro motivo, permaneces aparte, al margen. Ahora
bien, desde el instante en que averiguas el hecho, te llueve información de todas
partes, llegándote a preguntar cómo pudo ser posible haber permanecido ausente a la
trama, por qué extraños cauces lo que hasta el día anterior era un enigma o un vacío
se convierte, de repente, en una evidencia tan aplastante. Quizá por eso, cuando al fin
«caigo del burro», como dicen los castellanos, trato de compensarlo buscando
intervenir rápidamente.
Al día siguiente insinué veladamente a Enrique el extraño comportamiento de
Luca: Está raro, es verdad, maestro me dijo, pero debéis comprender que a veces
todos estamos difíciles. Si lo notáis distante o un poco embrollado, os ruego que le
disculpéis. No le deis importancia. Pronto se acabará la peregrinación y ha de viajar
solo a Sevilla, donde debe labrarse un porvenir incierto. Es natural su inquietud
Claro, muchacho le respondí con una cierta ironía. Ahora bien, yo pensaba
que sus inquietudes no tenían orígenes laborales, sino más bien de upo personal le
miré con intención y añadí: Quizá me equivoque, pero su comportamiento parece
delatar razones más concretas y terrenales, curvas más generosas, incluso nombre y
apellidos, ¿no te parece
?
Me miró entre sorprendido y aliviado:
¡Ah, lo sabíais!
Sonrió y se encogió de hombros en señal de indiferencia:
¿Qué más da? Lo importante es el hecho. Y, con franqueza, me alegro de que
estéis al tanto, porque si vos lo notáis diferente, también yo estoy preocupado.
Primero me inquietó su relación con Arlette, que era un poco rara, ¿no os parece?
Ahora creo que andan medio enfadados.
Cambió de tono:
Lo de Fabianne es otra cosa. Yo les vengo observando desde lejos. Al
principio, andaban jugueteando, entre bromas y risas todo el día, y Luca estaba feliz.
Cuando después me contaba algo, siempre poco, lo hacía con el entusiasmo de un
enamorado. Pero últimamente regresa de sus escapadas serio. Con franqueza, padre,
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está afectado. Creo que se debate en un mar de dudas, pero no sabe cómo hacer para
abordaros y pediros consejo. Debe de estar pensando en la mejor manera de hacerlo.
Hubo un momento de silencio. Enrique ladeó su sombrero de ala ancha y volvió a
recomponerlo, pensando en la manera de proseguir.
Quizá hubiera sido mejor que os lo contara él antes de descubrirlo vos
mismo
Sin embargo, ¡parece mentira que todavía no os hubierais dado cuenta!
Carraspeé ligeramente.
Debéis disculpar mis palabras, maestro, pero ¿sabéis? añadió con un tinte de
sarcasmo en la voz, a veces he pensado en lo contradictoria que es vuestra
extraordinaria habilidad para descubrir los matices más recónditos en cualquier
objeto y, al tiempo, vuestra ceguera para entrever los detalles más cotidianos, aunque
sean tan palpables como los amoríos de Luca y Fabianne, que todo el grupo comenta.
¡En fin, ya está solucionado! Así podréis actuar.
Me dolieron sus palabras no tanto por los reproches implícitos como por saber
que respondían a una verdad evidente. Contesté un poco resentido:
Querido muchacho, estaré encantado de hablar con él y, si alcanza mi
entendimiento añadí con altanería, aconsejarle sobre el camino a tomar. O al
menos darle mi opinión. Pero deberías saber que así ha sido siempre; si Luca no ha
hablado antes conmigo es porque no ha querido.
Por favor, padre, no os ofendáis. No es del todo justo. Comprended la
situación. Para nosotros sois un monje venerable. Representáis a un maestro, a un
hombre de letras, situado a una enorme distancia de nosotros. Os vemos con respeto
y, las más de las veces, no nos atrevemos siquiera a manifestar nuestras opiniones
ante vos. Mucho menos nuestros temores o nuestros deseos.
Yo seguía con mi expresión altiva. Enrique prosiguió mansamente:
Veréis, se trata de un tema de amores, doblemente difícil de plantear
Aparte
de eso, disculpad, pero es complicado
Todavía me tenía preparada otra andanada. Añadió:
Nosotros hablamos de las cosas cercanas, cotidianas; nos preocupa nuestra vida
diaria, los pequeños deseos, los intereses comunes. Cosas, en fin, que nos parecen
alejadas de las vuestras. Vos, sin embargo, parecéis siempre ajeno a estos asuntos,
como si vivierais por encima de cualquier banalidad. No dais ocasión de compartir
anécdotas, detalles, cosas intrascendentes. Cuando nos hemos referido a algún tema
concreto, hemos encontrado poca respuesta
No sé cuándo contesté con voz neutra. Ponme un ejemplo.
Es difícil concretar, pero creo que Luca os ha intentado hablar alguna vez de
ello. Y mientras él intentaba mostraros cuánto le atraía Fabianne, vos creíais que
discutía de la belleza en general y disertabais desde un plano teórico muy distante de
sus intereses concretos.
Hizo una pequeña pausa y bajó el tono de voz:
Incluso yo mismo he sacado el tema a colación. Y también he recibido una
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respuesta doctoral, más acorde con un problema de filosofía que con una situación
real. Todavía no lo hemos comentado, pero ya os digo añadió con tono afectuoso
. Luca conversará con vos; estoy seguro que está deseando compartirlo si ve la
menor oportunidad.
Mirándome a los ojos, apoyó su mano sobre mi brazo y añadió con habilidad:
¿Qué más puede desear que recibir consejo desde vuestra experiencia?
Asentí comprensivamente. Ni siquiera podía alegar en mi defensa que escuchara
por primera vez reproches similares, si bien nunca me los habían expuesto con tanta
claridad. Ciertamente, aunque presumo de relacionarme con los jóvenes, he
compartido pocas experiencias cotidianas con ellos. En la Universidad me trataban
con respeto y venían presurosos a escuchar mis comentarios, que sabían eran
novedosos y diferentes. Pero no pasaban de ahí. Desconocía sus inquietudes
personales, sus temores o sus ambiciones inconfesadas. Además, en los últimos años
había viajado solo o en compañía de hombres de mi condición. Hacía mucho tiempo
que no convivía con dos jóvenes. Decidí abandonar mi soberbia actitud y actuar con
más humildad.
Tienes razón, Enrique. Es culpa mía si no he sabido comprender. Lamento no
haber ayudado antes, pero me gustaría intentarlo ahora. ¿Qué podemos hacer?
Cuéntame
Enrique sonrió de buen grado, demostrando poseer una virtud con la cual no le
había relacionado hasta entonces: la bondad.
Dejadme a mí, padre me dijo. Ya os contará Luca. Como he dicho, está
deseando encontrar la ocasión de hacerlo. Os avisaré muy pronto.
Esperé impaciente el resto del día. Supongo que resultaba paradójico contrastar la
indiferencia con que había contemplado el problema durante días traducida de pronto
en curiosidad, en atención extrema. Tampoco era exactamente así. Sabía que Luca
deseaba hablar conmigo y compartir sus problemas. En el fondo, si me conociera
mejor, habría intuido que pocas cosas me podían satisfacer en mayor medida. La
gente lo suele ignorar, pero el elogio que más me importa es que muestren aprecio
por mis opiniones, sentir que pueden ser provechosas para sus problemas personales.
Y no sólo ante los intelectuales.
Por eso, aunque hicimos un alto en Villalcázar de Sirga, no presté demasiada
atención a su iglesia, Santa María la Blanca. Después me lo reprocharía, pues es una
de las más queridas por el rey de Castilla. Edificada por los templarios como centro
de devoción a la Virgen protectora de los peregrinos, tenía fama de milagrera. El más
famoso de ellos provenía de la época de construcción de la iglesia, cuando un joven
peregrino fue falsamente acusado de haber robado una piedra de sillería. Condenado
a muerte, le colocaron en el cadalso para ser ahorcado. Pero la Virgen puso debajo de
sus pies una piedra, evitando que cayera al vacío. En una de las capillas laterales, la
Virgen de las Cantigas, de la que habla en sus poemas Alfonso X, recordaba el hecho:
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Romeus que de Santiago
ya forum-lle contando
Os miragres que a Virgen
Faz en Vila Sirga
Aquella misma noche esperé infructuosamente un acercamiento de Luca, pero la
velada transcurrió sin incidentes. A la mañana siguiente, mientras atravesábamos una
llanura polvorienta, Luca igualó el trote de su caballo con el mío y empezó a hablar
en tono casual. Al verlo venir hacia mi encuentro, me preparé, tratando de dominar la
impaciencia. Le contesté con afecto y cuando llegó, le golpeé afectuosamente con la
mano sobre la espalda, ademán que le sorprendió. Después me enteraría por Enrique
de un curioso comentario sobre el que he reflexionado a menudo. Según Luca, una de
las cosas que más le sorprendía de mi comportamiento era mi dificultad para el
contacto físico con las personas; aunque estuviera tocando a cada momento piedras y
objetos, mis dedos no solían siquiera rozar a la gente.
Así que ese inesperado acercamiento y alguna propiciatoria exclamación debieron
tranquilizarle instantáneamente. Ahora bien, si eso facilitó que recobrara su propia
seguridad y empezara a verme tal cual era y no como me había imaginado, también
debió de delatar mi impaciencia. No lo sé. En todo caso, deseaba demostrarle que,
lejos de serme indiferente, le profesaba aprecio. Pero por el momento cualquier
sentimiento suyo a mi respecto se hallaba en suspenso; yo era simplemente algo que
él podía necesitar, alguien que podía servirle para aclarar sus debates interiores.
Intercambiamos algunas frases en tono intrascendente y, al fin, después de
confirmarme que Enrique le había puesto al tanto de nuestra charla previa, me pidió
consejo.
A ese efecto, le propuse dejar los caballos para poder hablar sin necesidad de
atender a las dificultades del camino. No lo pensó dos veces. Se acercó al conductor
del carro de víveres y le ofreció cabalgar un rato, propuesta que le entusiasmó. Por mi
parte, até las riendas de mi caballo en la parte posterior del carro y me senté a su lado.
Al principio, me miró con respeto. Siempre había pensado que Luca se sentía
intimidado en mi presencia; entonces, al verme cuadrado en medio de aquel
carromato, pensé que me veía aún más severo. Yo sonreí imaginando que la ansiedad
y el temor hacían que me considerara el símbolo mismo de la reprobación y el
castigo. Me equivocaba. Dada la forma en que me manipuló, debió de verme más
simple y viejo que nunca. Mi vanidad me perdió. Y mientras yo creía que me
imaginaba en alguna especie de salón cuyas paredes estaban cubiertas de libros
encuadernados, él debía de tramar la manera de edulcorar los hechos. Hay
demasiadas diferencias entre la historia que oí aquel día y la que he ido
reconstruyendo después y he pergeñado en las páginas precedentes. Sin embargo, es
justo que narre los acontecimientos en el orden en que se desarrollaron.
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Enrique, que había observado toda la maniobra a una prudente distancia, se nos
unió al poco rato. Por su parte, Luca no perdió el tiempo y fue al grano. Necesitaba
desahogarse.
No sé qué hacer
empezó a decir. Todo es tan difícil
Ya estáis
enterado de mi relación con la hija de los Chartier, Fabianne. Estoy enamorado y ella
dice sentir lo mismo. Pero es un vínculo difícil de mantener. Sus padres no van a
querer saber nada de mí. Gracias a Dios, todavía no imaginan nada, pero cuando lo
sepan estoy seguro de ser rechazado. Vos me conocéis. No soy sino un aspirante a
mercader, sin más medios de fortuna que mis manos y mi escasa inteligencia.
Fabianne, en cambio, es hija de un noble y sus padres esperan un yerno de la misma
talla
Se quedó un instante reflexionando antes de continuar:
Pero no es sólo eso. Si os soy realmente sincero, tampoco estoy seguro de
querer casarme. Quizá os extrañe, pero no me imagino cambiando todas las ilusiones
con las que he viajado a Castilla por un acomodo más o menos digno en Aquitania.
Creo que allí sería considerado siempre como un advenedizo. Además, estoy seguro
de que no cuento con el apoyo de su hermana
Yo le miré entonces con expresión interrogante pero él se apresuró a continuar,
intentando evitar el escabroso tema que yo estaba tan lejos de sospechar.
Y además terció con habilidad, sus padres son demasiado orgullosos.
Esta vez mi extrañeza no pudo contenerse:
¿Orgulloso?, ¿Alain?
¡Oh! contestó Luca con ironía, quizá no lo sea con vos, pero no trata a
todos igual. No, maestro, hacedme caso. Quizá Alain sea un poco mejor, pero su
esposa Catherine no me puede ver. Dudo que alguna vez me consideraran como a un
igual, como a un verdadero yerno. Me da la impresión que si aceptan esta unión, lo
cual es más que dudoso, lo harán con resignación, como un hecho inevitable.
No creo que sea para tanto acoté.
Además, ¿sabéis? continuó él, sin escucharme, me gustaría probar suerte
en Sevilla. Durante el viaje he estado haciendo averiguaciones. Creo que tengo
posibilidades de convertirme en un buen mercader. Quisiera ser capaz de
demostrarme, de demostrar a mi padre y a mi querido hermano Paolo, que soy capaz
de valerme por mí mismo
Apartó los ojos de nosotros y bajó la vista:
Supongo que no entendéis muy bien el sentido de estas últimas palabras. Hasta
ahora os he contado poco sobre mi vida en Génova, porque, la verdad, no tenía ganas
de hablar demasiado. Ahora, sin embargo, debo hacerlo. Os dije que venía a Sevilla
porque en Génova tenía pocas posibilidades, puesto que Paolo, mi hermano, es el
primogénito y heredará el negocio familiar.
Así es.
Es verdad, pero no toda la verdad. Paolo no sólo es el mayor, sino además casi
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perfecto. Desde niño he tenido que sufrir comparaciones con él en las que
inevitablemente salía perdiendo. Y en general, con razón.
¿Por qué? preguntó Enrique.
Tú no eres ningún tonto dije yo.
No le conocéis contestó. Paolo es un ejemplo de virtud, el primero en
llegar al negocio y el último que lo abandona; recto en su trabajo, en sus relaciones,
en sus obligaciones familiares
Demasiado, en mi opinión. ¿No os parece extraño
que en sus veintisiete años no haya tenido un desliz, un amorío, una aventura?
Enrique dejó escapar una interjección blasfema de incredulidad.
¡Pues, que yo conozca, ni una sola! Antes de mi partida iba a casarse con la
hija de un socio de mi padre. Pero hablaba de su futura mujer con menos deseo que si
se refiriera a una tela flamenca o a un damasquinado árabe. Parece como si ella fuera
una posesión más, un simple objeto. En sus ojos no había deseo, para él era un
negocio más.
Así será dije. Pero eso no tiene por qué afectarte.
Sí me afecta. Paolo es muy duro conmigo. Bueno, conmigo y con casi todos.
Juzga con excesivo rigor a la gente que le rodea. Estoy seguro de que será un gran
negociante, pero no tiene amigos, ni puede tenerlos. No comprende que se pierda el
tiempo en las tabernas, cantando unas canciones o acercándose a alguna muchacha.
Hizo una ligera pausa, pasándose la mano por la frente.
Pero no es sólo Paolo. Con mi padre es mucho peor. Desde niño he tenido un
sentimiento de inferioridad respecto a él. Nunca llegaré a saber la causa del odio de
mi padre. Pero no me soporta. Cada vez que se sentía frustrado o disminuido, tenía
que pagarlo yo. Me daba tremendas palizas y, al principio, yo aguantaba sin gritar
para que no me escucharan Paolo ni los niños de la vecindad, pero el dolor era mayor
que mi voluntad y acababa por llorar y dar grandes voces. Luego Paolo se reía de mí,
yo pensaba que los chicos me habían oído gritar y no me atrevía a salir a la calle
durante días. Era una situación imposible porque en casa de mi familia me sentía
mucho peor. O bien me encontraba con mi padre, del que huía como la peste, o con la
mirada gélida de mi hermano mayor, sonriendo desde la distancia. Al verlos, yo
bajaba los ojos y no sólo porque fuera el chico más castigado de Génova, sino porque
también me sentía el más culpable. Esta irrazonable culpabilidad me hizo desarrollar
desde la infancia una indiferencia y un temor que me impedían cualquier contacto.
Estaba como prevenido contra la posibilidad de cualquier clase de amor, incluso el de
mi madre, que me parecía también sospechoso.
Hubo un silencio que se prolongó unos segundos. De pronto continuó con voz
reposada y ronca:
Durante mucho tiempo creí lo que mi padre decía de mí: no merecía ser amado.
El desprecio de mí mismo fue tan grande que desconfiaba de mis aptitudes, incluso
de las más simples. Estaba muy solo, aunque al final fuera precisamente la soledad lo
que me ayudara a afirmarme. Yo era ya ese bicho un poco raro que he sido más tarde
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y que ha suscitado malentendidos. Siempre en guardia contra el amor y la confianza.
No exageres, Luca dijo Enrique con simpatía.
El genovés se volvió hacia él y luego retornó a su postura original. Continuó:
Poco a poco me volví tímido y reconcentrado y, al mismo tiempo, cuando fui
creciendo, traté de dar salida a mi agresividad y deseo de suscitar afecto. Mi timidez
era recelosa y contradictoria y cuando me acostumbré a salir, empecé a convertirme
en el reverso del Luca familiar. Busqué divertirme, perderme entre las risas y las
bromas, aunque fueran ficticias. Empecé a frecuentar prostíbulos y pronto comprendí
que, si en mi casa yo no parecía existir, con las mujeres era otra cosa. Al principio no
era capaz de entender qué podían ver en mí, pero después de que los compañeros
comentaran con envidia mi éxito, fui envalentonándome.
Ya nos hemos dado cuenta.
Es verdad, me gusta disfrutar del placer del enamoramiento, el dulce jugueteo,
el entrelazamiento de miradas. Y otras cosas que ya os imagináis. No sé si será por
rechazo a la figura paterna, pero en Génova tenía fama de desordenado. Confieso que
a veces yo mismo la fomentaba conscientemente, harto de los ataques que recibía y
de la maldita perfección de mi hermano.
¿Y qué pasó después? preguntó Enrique.
Bueno, seguí actuando así durante bastante tiempo sin plantearme otra
posibilidad. Al menos, yo pensaba que aquello era inevitable. Pero a mediados del
año pasado las cosas cambiaron. Empecé a relacionarme con una hilandera de un
taller que trabajaba para nosotros y al final no vale la pena entrar en detalles
quedó embarazada. Si bien no estaba demasiado enamorado, traté de cumplir como
un hombre y le propuse matrimonio.
Con que te ibas a casar, ¡eh! No me habías dicho nada, bribón exclamó
Enrique.
Eso creía yo. Nella, ése es su nombre, aceptó encantada.
¿Y qué dijo tu padre?
Fui un ingenuo, creí que el gesto me agrandaría ante él. Pero, al contrario de lo
que preveía, mi padre se indignó con la propuesta: «¿Cómo me dijo tú, ¡un
Pontano!, casarse con una desgraciada como ésa?». Me demostró su desprecio sin la
menor misericordia. Dijo lo de siempre. Que desde que había nacido me tuvo por un
inútil inservible, y que cada día lo demostraba con más ahínco. «Pero me advirtió
al despedirme no creas que vas a comprometer el honor y el prestigio de la
familia».
¿Al despedirse? repetí. No entiendo.
Ahora veréis prosiguió. Me citó al día siguiente. Llegué, más muerto que
vivo, a la habitación donde solía recibir a sus clientes y repasar las cuentas de sus
negocios y préstamos. Estaba de pésimo talante. A su lado, Paolo, silencioso y lejano
como siempre. Había llegado a esta determinación: debía marcharme de Génova y
embarcar hacia Sevilla al cuidado de mi tío, con la posibilidad de poder abrirme
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camino por mis propios medios. En caso de que fracasara, no debería volver a
Génova, puesto que ni él ni Paolo me recibirían.
¿Y Paolo continuó callado?
Mi querido hermanito fue incapaz de añadir una palabra de comprensión.
Fueron implacables dijo lastimeramente. Jamás les perdonaré. ¡En fin, un
desastre! Me dieron algo de dinero y embarqué a los pocos días. A Jaca llegué una
semana después de desembarcar en Barcelona. El resto lo conocéis.
Miré a Luca. La frente, que había tratado de mantener en alto durante toda la
conversación, se humillaba ahora. Quedó apenado, con la mirada puesta en sus botas,
la cabeza baja, los brazos caídos. Parecía la imagen misma de la desolación. Aún
añadió penosamente:
¡Triste destino el mío! Espero encontrar algún día mi lugar. No lo hallé con los
míos. No estaba a la altura de un Pontano. Hoy tampoco estoy a la de Fabianne
Intercambié con Enrique una mirada de complicidad. Éste levantó las cejas,
animándome a tomar la iniciativa y responder a Luca. Cualquiera que fuese la
combinación de sentimientos que pudiera haber experimentado por mí, carecía ahora
de importancia. Era el momento de ayudarle.
Tranquilízate, Luca, no seas fatalista, ni te reproches nada respondí. La
vida lleva su curso y, en mi opinión, por lo que dices no has cometido ninguna falta
de la que debas sentirte avergonzado. Si ahora te has enamorado o trataste de
divertirte en Génova, tu ciudad, no creo que haya motivos graves para censurarte.
Eso decís ahora.
Es lo que pienso. Tuviste la gallardía de dar la cara y ofrecerte a reparar el
honor de aquella hilandera. Son excesos, sí, pero excesos típicos. Te digo más, a los
veinticuatro o veinticinco años, tu edad, el exceso es virtud. Me parece peor la actitud
prematuramente envejecida de tu hermano y sobre tu padre prefiero no hablar.
Apoyé la mano en el brazo y continué en tono animoso:
¡Anda!, deja de compadecerte y tratemos de afrontar el problema. Lo primero
de todo, cuenta con nosotros. En Enrique y en mí tienes dos amigos que van a estar a
tu lado en la línea que propongas. Si nos parece equivocada o injusta te lo diremos
pero, en todo caso, te vamos a apoyar.
¿De veras? preguntó el italiano, en un murmullo.
Pues claro respondió Enrique.
Aclarado esto, lo principal continué yo, y aunque ya nos has indicado tus
intenciones, reflexiona un poco y dime: ¿Qué quieres hacer con tu vida? Y antes de
eso, contesta: ¿qué pasa con Fabianne?
Mientras pronunciaba estas palabras lancé una rápida mirada a Luca, pero no
replicó. Sus labios se entreabrieron en una mueca y acabó frunciéndolos. Al fin alzó
los hombros con gesto vago, sin articular palabra.
Afirmas rotundamente que serás rechazado proseguí hablando. Y la
verdad, no estoy de acuerdo. Quizá lo hagan en un primer momento, pero si estás
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enamorado, como dices, y ella de ti, sus padres acabarán aceptándolo y tratándote
bien. No los conocéis.
Es posible reconocí. Pero te aseguro que lo harán. Por su propio interés.
¿No te das cuenta de que, si te conviertes en su yerno, te igualas a ellos; si te tratan
mal a ti, tratan mal a su hija?
Cualquier padre sabe que si rechaza al marido de su hija, la pierde a ella
añadió Enrique.
Además le dije yo, no sé por qué dudas del apoyo de Arlette. Os he visto
en el viaje reíros y charlar animadamente infinidad de veces. Si habéis tenido algún
pequeño enfado, supongo que podréis superarlo sin problemas.
Luca me miró incrédulo. Continué:
Ya ves que, por ese lado, lo podríamos arreglar, al menos en mi opinión. Pero
antes debes aclararte y determinar si lo deseas de verdad o se trata de una aventura
pasajera, en cuyo caso, es mejor que sus padres no averigüen nada. Te lo vuelvo a
plantear, Luca, ¿qué quieres hacer?
¿Y qué puedo hacer? preguntó él tontamente.
Lo que desees, Luca, lo que tú quieras. Lo sabes muy bien traté de imponer
un tono de seriedad en mi voz: No juegues con nosotros, Luca, te lo ruego. Sé
sincero.
No estamos aquí para juzgarte, ya te lo ha dicho Raoul insistió Enrique.
sino para tratar de ayudarte precisé yo. Ahora bien, no vamos a tomar
la decisión por ti. Eres tú quien debe hacerlo
Levantó la cabeza y con lentitud nos fue mirando a ambos. Después, situó su vista
al frente, en la lejanía, apretando con firmeza las palmas de las manos sobre los
muslos:
Ya lo he dicho antes. Fabianne me gusta. Es una muchacha deliciosa. Vos
mismo la alababais a menudo. Pero no sé si deseo casarme con ella. Todavía es
demasiado infantil. Aunque tiene quince años sigue siendo una niña. Fijaos hasta qué
punto. Creo que tú estás al tanto, Enrique, pero Raoul no debe de saberlo. No sé si lo
recordaréis, padre, u os disteis cuenta, pero en Estella y luego en Nájera, llegué a
pasar casi dos noches a su lado. Bien, pues nuestras relaciones sexuales fueron
inocentes. No voy a decir que no hiciéramos nada, pero fueron prácticamente castas.
Bajando la voz, añadió:
Fui incapaz de penetrarla mintió. Pude hacerlo, pero al final me dio
reparo. Otros dirían que fui tonto, pero al verla a mi lado, desvalida y entregada, sentí
una inmensa ternura y se me apagó el deseo. Estuvimos juntos, abrazados, hasta el
alba, pero sin mantener relaciones maritales.
Hizo una pausa como si quisiera recapitular:
Muchas mujeres evolucionan con más rapidez que nosotros, los hombres, y he
conocido en Génova a muchachas tanto o más jóvenes que Fabianne, cuya sabiduría
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para relacionarse, cuya picardía, cuya experiencia sexual, las convertía en verdaderas
mujeres
No sé muy bien cómo expresarlo, pero Fabianne no es así. Según dice, me
adora y quiere pasar la vida a mi lado, pero no estoy seguro. Sus palabras reflejan el
capricho de una niña, no el deseo de una mujer
Luca suspiró profundamente antes de proseguir. El tono de voz fue cogiendo
firmeza:
En todo caso, no quiero hablar de ella. No quiero utilizar sus sensaciones para
justificar mis actos. Como antes me decíais, Raoul, debo tomar mis propias
decisiones. Y por Fabianne siento afecto, ternura, cariño o como lo queráis llamar
¿No sientes pasión y deseo? le pregunté.
No, no tengo esas emociones.
Espera Luca arguyó Enrique. Hace un momento decías que estabas
enamorado de ella
El genovés se encogió de hombros. Después añadió:
Por otro lado, la herida de Génova debe cicatrizar. Y debo cerrarla, curarla yo
solo. Toda mi vida recordaré la mirada de desprecio de mi padre cuando me echó de
su casa, el gesto indiferente de Paolo asintiendo a sus palabras. Pues bien, ¡ahora
verán si puedo labrarme un porvenir!
Nos miró con sus ojillos vivarachos y siguió hablando, como si deseara
demostrarnos una voluntad inflexible:
No. Debo ir a Sevilla y empezar de nuevo en el único oficio que conozco: el de
mercader. Abandonar ahora y asumir la solución fácil que me ofrecen las
circunstancias es demasiado sencillo. Estaría siempre con la sensación de no haber
podido hacer nada por mí mismo, tutelado por mi padre o por el de mi esposa.
Hizo un silencio y su voz cambió de inflexión. Ahora era el Luca melancólico y
lastimero:
Pero es difícil resolverlo. No sé cómo hacerlo. Todavía quedan muchos días de
viaje hasta Santiago de Compostela y no puedo romper con Fabianne de repente.
Estará llorando todo el día y su familia acabaría por advertirlo. Y si continuamos,
puede ser todavía peor
Se pasó la mano por la frente y se dirigió a Enrique, como si le avergonzara
mentir mirándome a los ojos.
Fabianne continúa siendo virgen, puedo dar fe de ello, pero ¿quién sabe qué
pasará en los próximos días? Yo, desde luego, no me atrevo a garantizar mi fortaleza
permanentemente. Y además, si he de seros sincero, luego está lo de su condenada
hermana, Arlette
¿Qué pasa con Arlette? pregunté desconcertado.
Fue entonces cuando Luca accedió a contarme parte de la intriga. Habló durante
un buen rato, pero sólo descubrí la parte que quiso enseñarme. Luca actuaba por
instinto. Y por principio, siempre trataba de escapar. Contaba la mitad de la mitad,
jugando con datos ciertos que, aunque no cubrían el mínimo espacio necesario para
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apreciar la realidad, tampoco eran falsos. Quiero pensar que después, con el tiempo,
aprendí cómo tratarlo y comprendió que eran inútiles sus contradicciones y mentiras,
pero en ese momento supo engañarme. Sólo cuando asumí que mi pretendida
habilidad del pasado era inútil, empecé a ganar su confianza. Al principio, los
orígenes de Luca constituían un verdadero misterio y mis esfuerzos por aclararlo se
habían estrellado contra un muro. Pero en parte era culpa mía. Ahora sabía que el
sentimiento de inferioridad convertía su personalidad en algo demasiado sinuoso y
complejo para tratarlo con simplicidad. Y, sobre todo, sabía que debía esperar a que él
tomara la iniciativa.
Aquel día dimos el primer paso. Después sólo fue cuestión de tiempo. Poco a
poco, él mismo empezó a completar las escenas. En los días sucesivos supe que su
primera versión de la aventura con Arlette era bien diferente de como habían
transcurrido los hechos; conocí la profanación de la tumba en Estella y sus
verdaderos devaneos con Fabianne. Pero me enteré de forma paulatina. En realidad,
creo que hasta nuestra llegada a Santiago de Compostela no pude recrear las escenas
como las he narrado. Y por eso aquella mañana le contesté de forma bien diferente a
la que hubiera adoptado días después. Me manipuló, es cierto, pero en ese momento
mis datos eran insuficientes: Fabianne estaba enamorada y continuaba virgen, él no
podía garantizar su fortaleza ante el deseo y, sobre todo, no deseaba casarse con ella.
Mi respuesta no tenía opción:
No pienses en ello, Luca. Tienes razón, no podemos seguir exponiéndonos al
peligro de esa relación. Lo mejor es cortar cuanto antes. Pero sin rupturas. Hay que
hacerlo con más inteligencia. Debemos buscar una buena coartada
Después de considerarlo con atención, proseguí:
Atiende, porque mientras hablabas se me ha ido ocurriendo una idea que puede
solucionar el problema. En las cercanías de Sahagún, una villa a la que llegaremos
dentro de dos o tres jornadas, hay un monasterio en cuya biblioteca voy a imaginar un
códice del Apocalipsis de San Juan bellísimamente ilustrado, que me será
imprescindible ver. Esta noche hablaré de ello al grupo, insistiendo en su interés.
Estoy seguro de que no discutirán su belleza, pero al final se opondrán a la visita,
argumentando con toda clase de razones para no retrasar el itinerario previsto. Aun
así me las arreglaré para dar la impresión de no quedar convencido del todo.
Finalmente, mañana o pasado, les diré que, incluso comprendiendo sus razones y
argumentos, he decidido visitar el monasterio.
Intentarán disuadiros dijo Enrique.
Probablemente, pero me mostraré inflexible. El peligro es otro
Que acaben cediendo, ¿no? Asentí con un gesto ligero.
Para evitarlo continué, vosotros podéis alegar que no deben preocuparse,
pues empezasteis el camino conmigo y no vais a abandonarme ahora. Si lo hacemos
bien, podemos preparar la situación para quedarnos en Sahagún sin problemas,
amigos de todos.
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Y tú Luca, podrás separarte de Fabianne obligado por las circunstancias
acotó Enrique en voz baja.
Exacto dije yo. Debes mostrarle pena, impotencia y pedirle resignación.
Estoy seguro de que lo comprenderá
Sí, creo que podemos solucionar el problema
de esta forma. ¿Qué os parece?
A Luca se le iluminaron los ojos. Enrique me miró con su media sonrisa
característica, asintiendo con parsimonia.
¡Ésa es la solución! ¡Es una idea genial! afirmó Luca, sonriendo
ampliamente por primera vez desde que comenzamos nuestra charla. Como
corroborando el acierto de mis palabras, el italiano unió sus dedos índice y pulgar en
un círculo alrededor de los labios:
Conociendo vuestra fama, si decís que queréis ver alguna iglesia o documento
a nadie le extrañará. Ni buscará otras causas. Nadie pensará que se trata de eludir a
Fabianne, ni siquiera ella
Es perfecto.
Yo no estaba tan seguro como Luca de que una excusa tan simple evitara las
sospechas. Además de alterar mis planes iniciales, era posible que alguno viera más
allá del simple desarrollo de los hechos. Pero, al menos, el italiano tenía razón en
algo. Ni Fabianne ni su familia comprenderían nuestros verdaderos motivos. Y
dudaba de que alguno se los comentara. En todo caso, para entonces difícilmente le
creerían. Fabianne sería una niña, pero tenía la suficiente perspicacia para
comprender que, una vez sin Luca, no tenía ningún interés reconocer ante sus padres
sus amoríos y conseguir una reprimenda gratuita.
Luego informé a Velasco del nuevo curso de nuestros proyectos. Ciertamente, ya
había pensado detenerme en Sahagún. Mi única pista estaba allí. La información que
me proporcionó Miguel de Miranmón lo aconsejaba y las palabras de Leví situaban
en esa villa al menos a uno de los misteriosos magos que, teóricamente, habían
desaconsejado el matrimonio entre María Correa y Rodrigo García. Y para conocer
los hechos resultaba indispensable poder contar con su testimonio. Esperaba
convencer a la caravana para hacer una pausa sin despertar más sospechas de las
inevitables. Desde el intento de envenenamiento había comprendido que los rivales
del rey no iban a perder ocasión de conseguir sus fines. No obstante, evaluaba la
dificultad de retener al grupo y desde hacía días iba cavilando sobre el medio de
conseguirlo. Todavía no había hallado la solución al problema y el buen Luca vino a
eliminar cualquier atisbo de duda.
«En todo caso me dije, no creo que hubiera sido fácil retener al grupo más de
un día o dos. Claude quiere sentirse el guía y nunca le han gustado mis
interrupciones».
Una vez decidido el curso de los acontecimientos, convenía ponerse manos a la
obra. Sólo que ahora interesaba el efecto contrario. Necesitaba preparar la separación
del grupo sin despertar sospechas. Para ello, decidí cargar un poco las tintas y en la
siguiente villa importante que atravesamos, Carrión de los Condes, reuní a todas
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frente a la iglesia de Santa María del Camino para explicar en detalle el friso de la
portada. Fui conscientemente reiterativo y pesado, deteniéndome en los pormenores
de cada uno de los veinticuatro ancianos del Apocalipsis que, junto a los Apóstoles,
rodeaban al Pantocrátor. Hice una disertación doctoral, erudita, difícil, evitando los
detalles didácticos y las historias divertidas. Por ejemplo, me costó eludir algunos de
los frisos, especialmente el que narraba el tributo de cien doncellas que debían pagar
cada año al emir musulmán. Noté en la mirada de más de uno el aburrimiento, pero
no me importó. Me interesaban las consecuencias.
Por eso, cuando por la noche les manifesté mi decisión de quedarme un día en
Sahagún para ver el beato, los escasos apoyos que había conseguido la velada
anterior se disolvieron como el azúcar en el agua. Incluso alguno recibió la noticia
con alivio, cansado de tantas paradas y explicaciones ante cada monumento relevante.
Con ello, una vez más, se prueba la importancia, nunca bien ponderada, de saber
enseñar y transmitir con sagacidad los mensajes. Jamás se insistirá bastante, pero es
imprescindible deleitar con las explicaciones, incluso el tema más atractivo resulta
árido si se muestra de forma distante. Lo he comprobado innumerables veces. En la
labor del magíster se produce una relación causa efecto casi perfecta. Si el profesor
ama la materia y es ameno, el alumno también la amará. Por el contrario, si la expone
de forma triste, con desazón, los discípulos también sentirán la misma desgana. He
discutido este asunto en infinitas ocasiones con mis compañeros de claustro y, aunque
parezca mentira, casi ninguno está de acuerdo. Alguno de mis doctos colegas incluso
está convencido de lo contrario, llegando a proclamar la conveniencia de explicar los
temas de forma tediosa, para que los alumnos asuman su importancia. Y, lo que es
peor, lo hacen así, confundiendo la erudición con la pedantería, el conocimiento con
el aburrimiento. Con ello sólo consiguen discentes desinteresados, incapaces de
razonar lo que sustentan; o incluso peor, fanatizados que confunden la
disconformidad con la herejía. No quiero lamentarme, pero ¡cuántas veces la aversión
hacia las disciplinas está motivada únicamente por la forma en que se exponen!
Mientras tanto, Luca debía despedirse de Fabianne sin despertar sospechas. La
tarde siguiente, aprovechó que instalamos el campamento antes del anochecer para
dar un pequeño paseo y explicarle todo. Por una vez prudentes, decidieron obrar con
cautela. Se citaron en una pequeña colina situada detrás de la vaguada donde
acampamos. Luca se fue a esperar su llegada y ella aguardó con sus padres la ocasión
de partir sola.
El genovés esperó mucho rato a Fabianne. Ascendió por el barranco y se detuvo
junto a un bosque de pinos para tumbarse en la hierba, boca arriba. Los árboles del
camino desplegaban en el cielo un armazón de troncos y ramillas tan complicado
como las cubiertas de una iglesia. Luca estaba muy nervioso ante la perspectiva de la
entrevista y pensaba sin demasiado orden. Por un vestigio de sus temores de niño se
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puso a cantar. Le angustiaba la idea de que el sonido del corazón se hiciese
perceptible e intentaba exorcizarlo con su voz alta y aguda. Al sentir llegar a la
muchacha, tuvo miedo de volverse y ver su cara. Continuó con su canción, haciendo
como que no la veía. Fabianne no se inmutó; se sentó a su lado e hizo acopio de
paciencia. Frente a ellos, un caballo retozaba por el prado. Luca lo contemplaba con
aire abstraído. Fabianne, a su derecha, esperaba tranquilamente, jugando con un
puñado de arena, dejando escurrir los granos entre los dedos.
Cuando el genovés creyó que el corazón normalizaba el ritmo de los latidos, se
volvió hacia ella, buscando su mirada. Después le habló con convencimiento,
intentando persuadirla de que no tenía más remedio que acompañarme a Sahagún.
Fabianne continuó mirando de frente, dejándole hilvanar explicaciones y excusas. Al
finalizar, mientras él resoplaba exhausto, ella, repentinamente, como si hubiera
adivinado lo que de verdad quería decirle, se volvió y le puso una mano en el
hombro. Luego sonrió, le dio un beso fugaz y, antes de que él pudiera ver aparecer
sus lágrimas, se puso de pie y salió corriendo.
Luca la vio partir con los ojos llorosos y se quedó sentado, sin mover un músculo,
repasando mentalmente la interminable historia que ahora concluía.
Al principio no podía creer que todo hubiera sido tan sencillo. Convencido de que
habían sido sus razonamientos y no su actitud los que la habían hecho aceptar los
hechos con tanta facilidad, no comprendía que Fabianne maduraba por momentos y
había intuido sus palabras antes de que él las pronunciara. El italiano sólo percibía lo
que deseaba advertir.
Al incorporarse para regresar sintió ascender del barranco un viento fresco y
ligero. Lo engulló a pulmón lleno. Se encontraba muy bien; era maravilloso notar el
péndulo del corazón en el pecho y el alboroto del pelo sobre la frente. Le asaltaron
deseos de reír y bajó corriendo la colina. El sendero caía desbocado cuesta abajo y en
pocos minutos alcanzó la torrentera que abría paso a nuestro improvisado
campamento. Al llegar se sentía agotado y, al tiempo, inconscientemente pleno, como
si todo se hubiera desarrollado a la perfección.
Cuando después le vi lo decían sus ojos astutos pensé que había sido un gran
día para Luca. Luego, al explicarme lo sucedido, volví a preguntarme la razón por la
que aquel hombre podía tener tanto éxito entre las mujeres. Y, sin embargo, Fabianne
había crecido con la experiencia. Yo supe entonces que era ya una mujer. Lo confirmé
antes de llegar a Sahagún, cuando se acercó a mí para despedirse. Durante la
conversación le dije que se estaba convirtiendo en una joven muy hermosa. Ella me
contestó: «Yo había oído decir que, al llegar a cierta edad, hay como una savia
profunda que nos renueva. Me dijeron que el cuerpo se torna floreciente y los
hombres se vuelven a mirarnos por la calle. Y de pronto he comprendido que todo eso
me estaba pasando a mí. No sé si estoy preparada para este cambio, pero debo aceptar
que las cosas son diferentes me miró con calidez y dijo: Algo está claro. No se
debe dar más importancia a las cosas de la que verdaderamente tienen». Yo asentí
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ante sus enigmáticas palabras, sin querer añadir nada. Hubiera sido, además de
innecesario, gratuito.
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IX. LOS MAGOS DE SAHAGÚN
Finales de abril de 1257
Atravesamos Sahagún con prisa, sin detenernos a curiosear por la ciudad del
románico islámico o, como lo llamaban allí, el mudéjar; un arte de ladrillo, sin
relieves, incapacitado para relatar historias. En las últimas casas nos despedimos del
grupo con grandes muestras de afecto. Dimos un abrazo a nuestros compañeros y nos
deseamos toda clase de venturas, confiando en un posible reencuentro en Santiago.
Tras separarnos, tomamos la ruta de Palencia con la aparente intención de ver los
códices del cercano monasterio de la Peregrina. Allí pasamos buenas horas charlando
con los monjes franciscanos y recorriendo sus instalaciones. El edificio, construido
sobre los restos de un palacio árabe del que conservaba algunas trazas, estaba muy
lejos de las fastuosas descripciones que le atribuí, y su bibliotecario habría sido
mucho más feliz custodiando alguno de los manuscritos que mi imaginación había
situado entre los muros de sus dominios. Pero consideré que mi pequeña mentira
estaba justificada.
El prior era un anciano muy sencillo, de expresión afable; transmitía una
sensación de paz interior, integridad y benevolencia admirables. Cuando llegamos
estaba en la misma postura en la que le vi durante toda nuestra estancia, apostado en
la galería, contemplando el inexistente movimiento de la calle con sus serenos ojos de
niño viejo. Vestido con un hábito muy usado, parecía vivir en una atmósfera propia,
distinta de la de los demás mortales, cuyo ajetreo seguía con la mirada, como un gallo
en su corral.
A menudo siento envidia de estos monjes apartados del mundo. Después de haber
recorrido media Europa y vivido en regias abadías y lujosos palacios, cuando visito
este tipo de monasterios y conozco a sus moradores, pienso si no hubiera sido mejor
haberse dedicado a la vida de oración. Pero soy un homo viator, un hombre en el
camino. Un peregrino permanente condenado a vivir en el exilio. O como indica san
Isidoro de Sevilla, que hace derivar la palabra de extra soltum, alguien fuera del
propio suelo, fuera de los confines de la patria. Ahora bien, si mi condición natural ha
sido vivir lejos de mi territorio de origen, apartado de la continuidad de las tumbas de
mis padres y abuelos, sin los vínculos ambientales naturales y el marco de mi
parentesco, tampoco he conseguido anclarme en alguno de estos cenobios, donde la
paz, el sosiego y las plegarias habrían permitido tranquilizar mi espíritu. Supongo que
no debería escribir estas cosas, pues la condición de mi orden impone el desarraigo,
pero a menudo he pensado retirarme a algún pequeño monasterio y alejarme de los
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artificios de la corte y de tantas innecesarias especulaciones para vivir en medio de
arquitecturas desnudas, trabajando con las manos. ¡Cuánto más feliz sería
compartiendo mi vida con monjes sencillos como aquéllos, en vez de polemizar
enrevesada e inútilmente con mis compañeros de Universidad
!
No tuvimos que hacer excesivas averiguaciones para enterarnos de que, al menos
uno de los magos que había regresado de Galicia, vivía en las afueras de una villa
cercana llamada Grajal de Campos. Según parece, a su vuelta compró una casa
grande rematada por un gran palomar y toda la comarca andaba elucubrando sobre las
razones de su cambio de fortuna. Cuando el intendente nos acompañó a instalarnos en
una celda común para pasar la noche, saqué el tema a colación. No tuve que
esforzarme mucho.
Sin duda os referís a Salomó Sabarra. No os preocupéis nos dijo. Os será
muy fácil dar con él: es cojo, sólo tiene una pierna. Es un hombre poco hablador al
que no gustan las visitas. Pero aunque querría pasar más inadvertido y evitar los
comentarios que suscita su inexplicable riqueza, no ha podido ocultarlo en una región
tan poco poblada como ésta.
¿Tan brusco ha sido el cambio?
No es normal salir de aquí en la pobreza y regresar al cabo de pocos meses
súbitamente enriquecido. La gente no lo entiende y se pregunta el porqué se paró
para rascarse la cabeza. Tampoco sois el primero en preguntar por él.
Ah, ¿no?
A finales de enero o principios de febrero, no recuerdo bien, vino a verle otro
médico de su religión y después, al menos que yo sepa, ha recibido a alguien más.
Cualquiera os podrá indicar cuál es su casa.
Aunque el intendente estaba intrigado por el interés que despertaba el mago, pude
zafarme de él sin dar casi ningún detalle. No obstante, comprendí que estábamos
dejando un reguero de huellas fácilmente recuperable. Debíamos actuar con presteza.
Hablé con Velasco que, por su cuenta, había confirmado la misma información. Tras
contarle mis noticias, Velasco afirmó con un gesto y esa tarde nos comportamos
como simples peregrinos. No esperaba hallar la solución con tanta rapidez, por lo
que, si bien a la mañana siguiente reemprendimos el camino, lo hicimos con calma,
no fuéramos a encontrarnos con nuestros predecesores. Tal precaución resultó
innecesaria. Apenas habíamos caminado una legua, hallamos el carro de un mercader
judío de vinos con las mercancías por el suelo. Nos pidió amparo y le ayudamos a
recoger sus pertenencias en silencio, oyéndole maldecir su desgracia:
Llevo más de un mes recorriendo los pueblos vecinos sin haber tenido un solo
percance, y ahora, cuando casi podía divisar la torre de la iglesia de mi pueblo, Grajal
de Campos, soy atacado y desvalijado por bandidos. ¡Malditos bribones, asesinos,
que Nuestro Señor confunda!
Como estaba magullado y sucio, nos compadecimos por su mala suerte y le
acompañamos unas leguas hasta su casa. Por el camino pensé que aquélla podría ser
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una buena ocasión para facilitar el contacto con el mago Salomó y, de paso, conocer
las costumbres de los hebreos peninsulares. Por otra parte, los intereses de Luca
aconsejaban retrasar nuestra incorporación a la ruta compostelana. Más valía actuar
con prudencia. Por eso les pedí discretamente a mis amigos que no me identificaran
como clérigo. Bajo mi humilde apariencia de peregrino, procuré entablar
conversación con el judío y distraer el disgusto de la agresión.
Era un tipo interesante, de constitución ancha, bajo de estatura y rostro rubicundo,
pacífico. Si bien sus modales eran corteses, primaba en él esa astucia tan
característica de los campesinos: la lamentación permanente. Salmodió cien veces la
historia del asalto, su negra suerte, la pérdida del oro y el verano de miserias que
aguardaba a su familia. Cuando llegábamos a Grajal comenzó a relajarse. Lo mejor
era su nombre: Samuel Sabarra. Al escucharlo le miré con incredulidad. La fortuna,
tantas veces esquiva, parecía estar de nuestro lado. «Esa coincidencia en el apellido
no puede ser casual» pensé. Pero me mantuve silencioso y no comenté palabra,
confiando en el curso de los acontecimientos.
Al llegar a casa de Samuel nos sentamos en la entrada a tomar un pequeño
refrigerio: agua aromatizada con esencias de azahar y un cestillo de frutos secos
compuesto de almendras, piñones, avellanas y unos que probé por primera vez, los
pistachos.
Un rato después comprobaría la futilidad de sus lamentos, ya que había
conseguido ocultar en sus partes pudendas el grueso de sus ganancias. Le sorprendí
contándoselo a su mujer en un extremo del patio, donde estaba la cocina. ¡El muy
ladino! Casi me entra la risa al enterarme. Ocurrió por casualidad. Pensando que
nuestra estancia con ellos tocaba a su fin y que era el momento de comprobar mi
intuición o, al menos, de averiguar el paradero de Salomó, decidí curiosear un poco
por la casa, cuya disposición era muy diferente a la que esperaba. Los encontré en la
cocina, delante de un hornillo de barro alimentado por carbón vegetal. Samuel estaba
diciendo a su esposa: «No hay mal que por bien no venga, gracias a los bandidos, en
el pueblo se compadecerán de nosotros». Con ojillos traviesos, extrajo una pequeña
bolsa de fieltro y le mostró las monedas de oro. De pronto, volvió la mirada y se
encontró conmigo detrás. Al ver su expresión aturdida, instintivamente intenté
alejarme de la habitación, pero me detuvo. Reaccionó con rapidez y una vez pasado
el momento de la sorpresa, le restó importancia, limitándose a encogerse de hombros
y guiñarme un ojo.
Supongo que después lo pensó mejor. Al acompañarme a la entrada, donde
esperaban mis compañeros, nos rogó compartir la cena con su familia y pasar la
noche en el establo. Con sagacidad, insistió en ofrecernos una mínima muestra de
agradecimiento por nuestra ayuda. Imagino que, con ello, se quería asegurar de que
no revelásemos su secreto, sin comprender que para nosotros era indiferente la
difusión del verdadero alcance del robo. Lo cierto es que, como convenía a nuestros
planes, y fue razonablemente persuasivo, accedimos sin la menor dificultad.
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Nos presentó a sus dos hijos, Aarón y Rubén, y después de escuchar el toque de
vísperas, tras la puesta de sol, nos invitó a lavarnos las manos antes de sentarnos a
cenar. No esperaba este hábito cortesano en un simple comerciante, debía de tratarse
de una tradición religiosa. Luego nos sentamos en el suelo, sobre esteras de esparto y
pequeñas alfombras, delante de las cuales habían dispuesto unas mesitas con
escudillas y varias fuentes, llamadas ataifores, que contenían diversos alimentos. Con
gran ceremonia, nos ofreció varios tipos de panes: un pan trenzado de sabor dulce;
pan de uvas, pasas y azafrán; y hasta uno extraño llamado cenceño, hecho sin
levadura, que nos explicó se tomaba durante la Pascua, en recuerdo de la salida de
Egipto. Con mucha pompa, atendió a un ceremonial preestablecido. Nos sirvió
primero nuestras porciones, después la suya y a continuación las del resto de la
familia. Nos ofreció también un vino de Málaga, dulce y pegadizo, que agradó a
todos menos a mí. Aunque entonces pensaba que el vino era una bebida prohibida
para los judíos, se tomó sin disimulo alguno. Finalmente sacaron un gran plato de
pollo relleno acompañado de una guarnición de coles. Mientras lo comíamos, Enrique
tomó la palabra:
Hace unos días cenamos también coles. Claro que fue acompañando a unos
conejos cocidos. Estuvimos cazándolos todo el día añadió con orgullo. Yo
conseguí cuatro piezas.
Nos miraron seriamente, en silencio. La mujer de Samuel puso cara reprobatoria
y sus hijos bajaron la vista en dirección a sus platos. Al poco, Samuel cambió su
semblante, aclarando:
Debéis comprender la reacción de mi familia. Nuestra religión nos prohíbe
ingerir animales rumiantes o con la pezuña hendida. Tampoco podemos comer carne
con leche, ya que la Biblia advierte que el cordero no debe hervir en el flujo de la
ubre materna. Y sólo podemos alimentarnos de carne sin sangre que, después de
cocer, salamos y remojamos para dejarla bien limpia.
Poco a poco reanudamos la conversación, mientras se distendía la velada. Todavía
tenía reservada otra sorpresa; a diferencia de nuestras costumbres, la bendición de la
mesa se hizo al finalizar la cena. Nos rogó silencio y después, con la cabeza baja,
inició su oración de acción de gracias diciendo:
Bendito seas Señor, Rey del Universo, por los alimentos que nos proporcionas.
Después de tomar el postre, trasladamos nuestros enseres al porche. Hacía una
noche apacible, clara, con un suave viento de poniente. El pequeño jardín era muy
agradable. A la derecha, unas enredaderas con flores trepaban por la baranda hasta el
techo; y al otro lado, junto al pozo, una parra se encaramaba por la cuerda hasta la
garrucha. Al principio, Samuel nos contó sus dificultades, achacando al hecho de ser
judíos la causa de sus problemas, pero tal era la eterna cantinela de su raza y, desde
mi impresión, luego ampliamente corroborada, en Castilla se les trataba con una
tolerancia inusual; ese argumento no delataba las cuitas de religión sino la naturaleza
de sus negocios.
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Al poco se nos unió una familia que venía caminando sin prisa por el sendero. Al
llegar a nuestro lado, Samuel les recibió con alegría:
¡Salomó! ¡Qué agradable sorpresa! Venid, sentaos con nosotros, hermano.
Disfrutad de una copa de vino caliente con estos amigos.
¿Era posible que se tratara del hombre que andaba buscando? No podía creer en
mi buena suerte. Miré con complicidad a Velasco y le vi sonreír y afirmar con la
cabeza. En efecto, era él. Tal y como nos habían dicho, el hombre tenía una sola
pierna, y se mantenía erguido gracias a un bastón. Era un individuo ya mayor, con el
pelo ondulado y fino, apenas suficiente para cubrir su calva. Tenía la piel muy oscura,
rojiza, como si hubiese estado sometida mucho tiempo al sol, y vestía una especie de
camisola de seda verde sobre una túnica parda; además, llevaba alrededor de los
hombros dos correajes para sujetar una bolsa de cuero que le colgaba en la espalda.
Andaba con mucho esfuerzo y, cuando se sentó, sacó de su bolsillo un trapo
mugriento para enjugarse el sudor que le chorreaba por la cara.
Debían saber de nosotros porque su mujer, no bien se hubo sentado, dijo:
¿Acaso no sois vosotros los que han preguntado por la casa de mi esposo en la
Peregrina? Uno de los sirvientes del monasterio les oyó hablar de nosotros y nos dijo
que se trataba de cuatro hombres, dos de ellos jóvenes y otros dos mayores, uno de
constitución muy robusta.
La autora de la pregunta era una mujer gruesa, con el cabello recogido encima de
las orejas y un traje que le caía ancho de cintura. Mientras se dirigía a mí, cogió con
el brazo a uno de los chicuelos. La mujer le limpió los mocos con el extremo de la
falda y le atrajo con un ademán de orgullo. Hubo un momento de silencio, que
aproveché para recorrer el auditorio con la vista, advirtiendo las miradas pendientes
de mí. Sí, somos nosotros reconocí mirándola directamente al rostro. Aquel criado
era buen observador; la descripción que hizo de nosotros era casi perfecta. Luego me
presenté a mi anfitrión y añadí:
Debéis perdonarme, Samuel, por no haberos dicho que era un hombre de
religión, pero tenía curiosidad por conocer vuestras costumbres y prefería que no
supierais que soy un monje dominico.
Samuel hizo un gesto dando a entender que ese asunto no le importaba. Su
expresión parecía decir: «Dejad eso. Ahora no me interesa. ¿Qué queréis de mi
hermano?». Pero yo no estaba interesado en esa respuesta ni quería plantear mis
cuestiones delante de todos. En consecuencia, reconocí que, en efecto, deseaba hablar
con Salomó y eludí contestar lo que esperaban.
Me hubiera gustado observarle con más atención, pero no podía ser; las
circunstancias me obligaban a tomar la iniciativa. Me levanté y, dirigiéndome a
Salomó, le invité a dar un pequeño paseo. Creo que no le dejé elección.
Salomó se puso en pie con dificultad y caminamos en silencio por espacio de
algunos segundos. Un soplo ligero estremecía los arbolillos del camino y hacía
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oscilar la llama afilada de los cipreses.
Al llegar a un pequeño claro empecé a hablar. Primero le expliqué de manera algo
vaga que actuaba por encargo del arzobispo de Santiago para investigar unos sucesos
que habían ocurrido un año antes. El hombre asintió con la cabeza, animándome a
proseguir, demostrando que conocía los hechos. Estimulado, comencé a plantearle los
interrogantes que necesitaba aclarar. ¿Por ventura era él uno de los magos que se
habían instalado en las cercanías del monasterio de Santa Clara? Si era así, ¿dónde
estaba el otro adivino? Y aún, ¿qué les había inducido a instalarse allí? Y, sobre todo,
¿quién les había contratado?, ¿por qué había regresado a Grajal después? Y ya, lo
decisivo, ¿acaso había advertido a una joven llamada María Correa sobre la
inconveniencia de su próximo matrimonio?
Salomó no tenía el menor interés en mis pesquisas y hube de insistir. Sólo cuando
le mencioné que ya conocía el relato por boca de Leví, empezó a aflojar su
resistencia. «¡Ah, le conocéis!» me dijo con un punto de asombro en la voz. Sin
embargo, no quería hablar, estaba asustado, desconocía la intriga en la que, a su
pesar, estaba involucrado y temía comprometerse. Después de insistirle, contestó
escuetamente a la mayoría de mis preguntas, sin querer identificar a quien le había
contratado. Se escudó en la ignorancia:
Manteníamos los tratos a través de un intermediario. Yo no puedo añadir nada a
lo que sabéis.
Pero al menos sí sabréis quién le ordenó hacerlo.
Ni conozco, ni quiero saber el nombre de quien esté detrás me contestó con
voz cortante. Ya se lo dije a vuestro amigo Leví. Además, me lo han prohibido
expresamente
¿Cómo? exclamé. ¿Quién lo ha prohibido?
Nadie contestó con desgana. Bueno
lo hizo otro mensajero al que
tampoco conozco. ¡Oh, dejadme en paz! Ya os he dicho todo cuanto sé. No hablamos
con ninguna muchacha ni aconsejamos a nadie con quién debía casarse.
Salomó se encontraba incómodo. Le noté amedrentado y, viendo que podría sacar
poco más de él, preferí dejar la conversación como estaba. Tenía los datos esenciales
y le había convencido para que me recibiera al día siguiente en su casa para poder
hablar con tranquilidad. Al principio no quiso, alegando haberme contado todo
cuanto sabía, pero conseguí persuadirle con la excusa de solicitar su consejo como
adivino. Terminó aceptando sin interés.
No entiendo qué esperáis de mí, pero si queréis venir a consultarme, no puedo
impedirlo. En todo caso, hacedlo a media mañana, es el mejor momento.
Por otro lado, empezaba a hacer frío y mi acompañante jadeaba continuamente; la
respiración entrecortada delataba su cansancio y los demás aguardaban al fondo de la
larga vía que llevaba a la casa. Cuando nos sentamos, el grupo quedó en silencio
esperando alguna noticia de nuestra conversación. Pronto comprendieron que no les
íbamos a complacer. Sorprendí una mirada fugaz entre los dos hermanos y vi a
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Salomó hacerle un ademán como indicando que ya le diría más tarde.
Gracias a Dios el tiempo intervino para diluir la tertulia, inevitablemente rota. El
viento que antes soplaba ligeramente, se había detenido. Luego, la calma del
ambiente inundó al grupo. No se escuchaba ni un ruido, salvo el aleteo de los pájaros
en torno a la casa. Después, sentimos que el cielo se teñía de negro y Samuel
aprovechó esa circunstancia para cortar la embarazosa situación. Arguyendo que la
tormenta se avecinaba, se levantó y se despidió para acostarse. Como si las nubes le
hubieran oído, empezaron a caer gruesas gotas. Un momento después nos retirábamos
los demás.
Pero ninguno estaba cansado. Al poco de instalarnos en el pajar para dormir,
Velasco se me acercó y le informé del plan que estaba elaborando sobre la marcha:
Salomó me ha confirmado punto por punto la información que nos dio el
médico Leví. Nunca vieron a ninguna joven de las características de María Correa y
fueron despedidos a toda prisa, como si sus amos temieran algo. Parece que al
principio viajaron confiados y luego empezaron a recibir amenazas más o menos
veladas. Al final, decidieron que lo mejor era volverse a sus pueblos y tratar de pasar
desapercibidos por algún tiempo.
Velasco asentía suavemente.
Y por cierto continué, el otro mago se llama Todrós íbn Varga y, aunque es
toledano, está viviendo en casa de una hermana suya en una pequeña aldea cercana a
Oviedo. Así que, ya imaginarás, lo primero que hemos de hacer es localizarle
No está muy lejos Velasco calculaba mentalmente. Deben de ser, más o
menos, unas cinco jornadas desde aquí, pero es dirección opuesta a la de Santiago de
Compostela. ¿Cómo lo haremos?
En eso estoy pensando contesté. Creo que va a ser mejor dividir nuestras
fuerzas. Estamos a 20 de abril y sabemos que el juicio contra Rodrigo García se
celebrará el 26 de julio, por lo que todavía tenemos tiempo
Tampoco tanto, sobre todo si hay que seguir haciendo averiguaciones por el
camino matizó Velasco.
De momento nuestra única baza son los magos. Hay que conseguir que estén
en Santiago el día de la vista.
Es cierto, su testimonio puede ser revelador.
Por otro lado le dije, tú ya has sido reconocido en Estella y quizá nos estén
preparando alguna celada. Sí
hay que contar con tiempo.
¿Y cómo conseguiremos convencer a los adivinos para hacerles ir a Santiago?
Este, ya lo habéis visto, es un anciano lisiado. Dudo que quiera venir
Tú, déjame a mí, Velasco le dije con confianza. Te diré lo que he pensado.
Debemos persuadir a Salomó para que te acompañe hasta Oviedo a recoger a Todrós.
Mañana le diré que compraremos un carro para que pueda hacer el viaje cómodo,
pero si se muestra muy reticente, lo haremos al revés. Irás primero a por Todrós y
luego vienes a por Salomó. Lo importante es que lleguéis a Santiago a mediados de
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julio. Alto ahí, Raoul, tengo el expreso encargo de acompañaros y no os puedo
abandonar así como así
Ya lo he pensado, Velasco, pero no hay otro remedio. Hazme caso, no hay el
menor peligro. Es más, ya te lo he dicho antes, tú has sido reconocido. Tu presencia
puede acarrearme más peligros que ventajas.
Rezongando, acabó aceptando mis argumentos. Poco después volvíamos a
discutir las alternativas posibles.
Me gusta más la primera solución dijo Velasco con voz pensativa. Si
vamos a Santiago por la ruta de Oviedo nos será más fácil pasar desapercibidos.
Nadie supondrá que viajamos por esa ruta. Y vos también podréis esquivar miradas
indiscretas. Os esperan integrado en una caravana y no acompañado de dos jóvenes
de veinte años.
Hizo una pausa antes de añadir:
Y hablando de eso, ¿no va siendo hora de que sepan algo de nuestras
intenciones? Ya me han preguntado varias veces por nuestro extraño comportamiento
y he tenido que responder con vaguedades. Si a partir de ahora viajáis sin más
compañía que Enrique y Luca, conviene convertirlos en aliados, no vaya a ser que
por ignorancia o por sentirse excluidos actúen contra nuestros intereses.
Cierto convine. Ya lo había pensado. Mañana les pondré al tanto de
nuestros proyectos. Ahora bien le advertí, no pienso mencionar nada del encargo
real. Sólo les diré que he de intervenir en un juicio por encargo del obispo de Jaca. En
cuanto a ti, Velasco, si te preguntan algo, sigue evasivo con ellos. Si mis planes se
cumplen, mañana nos despediremos y no tendrás que disimular a su lado. Cuando nos
volvamos a encontrar en Santiago, ya te diré cómo debes actuar.
Una vez resuelto el plan, Velasco confirmó con un gesto y se volvió para
recostarse. Un instante después podía escuchar su respiración regular, rítmica. Era
pasmosa la facilidad de este hombre para conciliar el sueño. Su tranquilidad interior
constituía un verdadero enigma para mí. Nada le alteraba, nada le influía. Ningún
elemento, por distorsionador que pareciera, cambiaba su actitud práctica y serena.
Yo no pude dormirme con tanta facilidad. Me incorporé y, haciendo un remedo de
almohada con la capa, me apoyé contra el muro de adobe. La luz de mi vela era la
única encendida en toda la casa. Recorrí con la vista a los demás, tratando de repasar
las emociones del día. Pero estaba cansado y las imágenes reales se confundían con
escenas absurdas, sin sentido. Insomne, vacilando en las fronteras del sueño,
confundía mis esperanzas con las posibilidades reales y, como suele ocurrir en esas
horas de vigilia, sentía un estúpido optimismo ante los acontecimientos futuros. No
obstante, también estaba intranquilo por la espera. Y por si fuera poco me dije,
los ruidos: la respiración tranquila y juvenil de Enrique, el ronco resuello de Luca y el
suave ronroneo de Velasco, a mi lado. Y eso no era todo. Además estaba el monótono
«chap chap» de las goteras y el golpe sordo de un postigo desprendido de la
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buhardilla batiendo contra la ventana
Me volví a acostar, intentando dejarme
vencer por el sopor. Finalmente, cuando menos lo esperaba, conseguí conciliar el
sueño.
Me desperté muy temprano y salí a pasear. Por la mañana el cielo se había teñido
de gris y rosa, como una pradera, pero en vez de sosegarme, continué irritado. Las
noches de insomnio me sacan de quicio; luego me siento más pesado, no consigo
concentrarme y las sensaciones de mis brumosos sueños, aun siendo incapaz de
recordarlas con precisión, repiquetean en mi memoria. Por suerte, Velasco se había
dado cuenta de mi ausencia y me buscó por el patio. Debió de notar mi estado de
ánimo. Por una vez, el hombre que no hablaba si no tenía algo concreto que decir, me
dio conversación. No recuerdo nuestras palabras, pero para cuando llegaron los
demás, estaba de otro humor. Algo más tarde nos encaminamos a ver a Salomó.
Antes de llegar le vi esperándonos en la puerta de su casa. Al acercarnos miró a
Velasco con desconfianza y éste, sonriendo levemente, se apartó, dejándome a solas
con él. Yo no estaba demasiado lúcido, tuve que emplear todas mis dotes de
persuasión para intentar convencer a Salomó de que su presencia era necesaria en
Santiago en la fecha del juicio de Rodrigo García. Se resistió con denuedo. Salomó
argüyó tercamente contra mis propuestas alegando todo tipo de razones: la delicada
salud de su mujer, su dificultad en realizar un viaje, su desconocimiento de cualquier
intriga, sus escasos medios
Le propuse sufragar todos los gastos y hasta una pequeña recompensa. Y también
le insistí en que viajaría con toda comodidad instalado en un carro de bueyes.
Finalmente, me ofrecí para convencer a su hermano, de manera que su mujer
estuviera atendida. Sin embargo, siguió negándose. Todo parecía inútil. Miré el
huerto cubierto de zarzales y maleza, pensando que, si bien los ratones debían campar
a sus anchas entre la espesura, tanto el tamaño de la casa como su disposición
indicaban que no eran precisamente motivos económicos los que le impedían viajar.
En cuanto a su salud, acababa de regresar de Galicia sin sufrir mayores
contratiempos.
Mientras tanto, Velasco merodeaba por los alrededores. En una ocasión en la que
me miró directamente, le hice un gesto de impotencia dándole a entender que
nuestros planes podrían irse al traste. No se inmutó. Le vi afirmar con gesto grave y
cinco minutos después se acercó sigilosamente a nosotros. Al llegar a nuestro lado,
apoyó la mano en mi hombro derecho.
Maestro Hinault, si me lo permitís, me gustaría hablar unos instantes con don
Salomó. Por favor dijo con autoridad, dejadnos un momento solos. Os llamaré
dentro de un instante.
El adivino le miró con dureza y se volvió hacia mí como indicando: ¿quién es ése
para intervenir y cortar nuestra conversación?, pero Velasco le replicó con sus ojos
duros y no llegó a terminar el ademán. No sé con exactitud lo que le diría, pero
sorprendentemente, apenas diez minutos después, Salomó estaba dispuesto a
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acompañarle hasta Oviedo y participar en el plan tal y como lo habíamos previsto.
Intrigado, a la vuelta, le pregunté a Velasco qué argumento había utilizado para
decidirle; yo los había intentado todos sin el menor éxito. Él me contempló con su
mirada serena y esa media sonrisa que formaba parte de su cara.
Tranquilizaos maestro me dijo. Recordad que estoy aquí para ayudaros,
para intentar solucionar los problemas que no podáis resolver. Y también comprended
amplió la sonrisa, que no puedo mostraros todas mis cartas. Tengo instrucciones
concretas a ese respecto.
Debí poner un gesto de impaciencia, porque al instante añadió con calor:
Por favor, no os ofendáis. Os aseguro que más tarde entenderéis por qué se han
dispuesto las cosas así y todavía no debéis conocer ciertos aspectos.
No conseguí sacarle nada más. Durante un rato volvimos en silencio. Yo iba
cavilando sobre nuestra absurda relación: «Me trata con la deferencia de un criado
con su amo pensaba. Aunque le tutee y, en apariencia, sea yo quien imparta las
órdenes, es mentira. Él trata de hacerme ver lo contrario, pero no soy yo quien decide
los pasos a dar me dije con resignación. Y menos en casos como éste. Si la
situación es embarazosa, al final siempre acaba por solventarla Velasco».
Fui pensando en ello mucho rato. Tanto que hasta me vino a mientes una historia
paradójica a la que asistí años atrás, durante mi estancia siciliana. Ocurrió que un
criado de conducta irreprochable, del que sólo había escuchado alabanzas, vino un
día a quejarse a mi casa por haber sido echado sin contemplaciones del servicio de la
esposa de uno de los principales dignatarios de la corte: «Me han expulsado sin la
menor explicación se lamentaba. Sin un motivo, ni una razón. Nada». Yo le
prometí hacer por él lo que pudiera y cuando esa misma tarde le pregunté a su dueña
las causas del arrebato, me respondió lacónicamente: «Estaba harta de él. Era un
criado inaguantable. Siempre quería hacer más de lo que se le pedía». Al recordar la
escena debí de sonreír con la misma cara que cuando me lo explicó la dama siciliana.
Velasco, a mi lado, me miró extrañado sin comprender esa risa a destiempo. Pero
debió de darle igual. Con su pragmatismo natural, aprovechó mi semblante risueño
para recapitular nuestros proyectos.
Entonces, maestro, si os parece, mañana partiréis acompañado de Enrique y
Luca hasta Santiago por la ruta tradicional. Yo saldré después con Salomó por el
camino asturiano y recogeré a Todrós dondequiera que esté. Confío en que, cuando
lleguéis a Santiago, os aguardará un mensaje mío indicando dónde nos podéis
encontrar.
Al final acabó rogándome que mantuviera la calma; con franqueza, en aquel
momento me irritó escuchar otra vez una de sus continuas invocaciones a la
tranquilidad. Le contesté con un gruñido, pero ahora, desde la distancia, comprendo
la injusticia. Las cosas se estaban desarrollando razonablemente bien y no podía
reprochar nada a aquel hombre. En realidad, tampoco era justo al evocar por su causa
escenas como la de aquel criado siciliano. Los recuerdos arrastran recuerdos. Me
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viene ahora a la mente y trato de retener la imagen fugaz, familiar, del fiel Velasco.
Una noche me dijo una frase que resume a la perfección su manera de ser: «Hablo
poco porque nunca se dice lo suficiente y siempre se dice demasiado». No, Velasco
fue discreto y diligente, y debo reconocer que desempeñó su misión con total
eficacia.
Dos días después, a media tarde, Enrique, Luca y yo entrábamos en León por el
puente de Castro, desde donde nos aconsejaron encaminarnos hacia la iglesia de
Santa Ana, en cuyas proximidades estaban las hospederías. Por el camino les había
contado los antecedentes imprescindibles para que me resultasen útiles si fuera
necesario, sin correr el peligro de que pudieran desvelar lo esencial en caso de algún
incidente.
Me escucharon atentamente, satisfechos de formar parte de nuestros planes, y yo,
viendo su actitud sumisa y complaciente, recuperé buena parte de mi orgullo. Por eso
y porque íbamos con tiempo de sobra, por la mañana tomamos la rúa camino de la
iglesia de San Isidoro de Sevilla, cuyas reliquias fueron traídas a León doscientos
años antes. Deseaba volver a mi terreno. Necesitaba sentir la mirada fascinada de
Enrique y la actitud, indolente pero humilde, que adoptaba Luca ante mis
disertaciones.
Frente a la puerta del Cordero, me detuve a mostrarles la simbología de las placas
adosadas al tímpano. Empecé por las más tradicionales, como el clipeo con el cordero
entre las zarzas, entre cuyas patas sobresale una cruz, sostenida por dos ángeles.
Enrique no tuvo dificultad en reconocer al «Agnus Dei», el sacrificio de Abraham y
la cruz en la que nos redimió Cristo. Sin embargo, ante otras figuras en posiciones
insólitas, mostró su incomprensión:
Es extraña esta portada. No logro identificar casi nada reconoció después de
un rato de observación. Pues, ¿qué significan esos hombres descalzándose o tantos
jinetes, como aquél que está en la puerta de una casa, o ese otro avanzando y hasta el
que tiene un arco? ¿O se trata de simples figuras decorativas?
No, Enrique. Cada cosa tiene un significado expliqué. El que ves
descalzándose debe de ser Isaac, que se despoja del calzado para ser sacrificado. El
jinete que está ante la puerta simboliza al ángel que guarda la entrada del cielo,
mientras que los otros que señalas pueden tener varios significados. O bien
representan la paz y la guerra; o bien a Ismael, el otro hijo de Abraham, y a Agar, la
esclava de Sara. Pero observad también los signos del zodíaco mostrando la idea de la
eternidad, el mensaje por los siglos de los siglos. Y, sobre todo, fijaos en la figura de
san Isidoro de Sevilla, sentado como un obispo, bendiciendo majestuosamente a los
fieles. A su lado está otro santo al que no reconozco
Es san Pelayo intervino un cura que nos había estado escuchando. La
primitiva iglesia estaba dedicada a san Juan Bautista y san Pelayo. Pero entrad, en el
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interior hay muy buenos capiteles, que representan todo tipo de temas, entre ellos la
muerte del oso
¡Ah! le interrumpí. Qué interesante, el tema de la discordia y el pecado.
Sí, eso será asintió. Veo que sabéis de estas cosas. En ese caso, no dejéis
de visitar la cripta, pues está pintada con frescos de gran mérito.
Seguimos el consejo. Valía la pena hacerlo. No esperaba ese conjunto. Todo el
espacio disponible columnas, pilares y bóvedas estaba cubierto de pinturas que
complementaban los mensajes de las fachadas con escenas de todo tipo, tanto
sagradas como profanas. Interpreté que la ocasión era adecuada y decidí proseguir la
formación teológica de mis jóvenes alumnos:
Llevamos vistas ya un buen número de iglesias y palacios. Hoy vamos a
intentar dar un paso más para entender sus mensajes. Fijaos en que estamos en un
templo consagrado a san Isidoro de Sevilla, un hombre que estudió, compiló y
difundió todo el saber de su época. Murió hace casi seiscientos años, pero en los
veinte volúmenes de sus Etimologías están compendiados todos los conocimientos:
las siete artes liberales, la historia, la ciencia, la medicina y hasta simples
curiosidades. Todavía vivimos de ese legado.
Les miré con intensidad, tratando de captar su atención.
Atendedme porque os quiero contar algo importante. Esta iglesia, como tantas
otras, contiene en sus imágenes y figuras una síntesis similar a las Etimologías; es
decir, una recapitulación de saberes. Para entenderla es preciso asumir que los
símbolos son complejos y muchas veces encierran más de un significado. Son puertas
que abren otras puertas. Os lo explicaré utilizando el esquema de otro gran
divulgador, Vicente de Beauvais. Según este gran hombre, el saber se cimienta en los
llamados «cuatro espejos». Los llamó así porque, del mismo modo que los espejos
reflejan la realidad, las imágenes sirven para reflejar las verdades de la fe. En su
mayoría los podremos ver aquí mismo y, si no, recordarlos por otros templos como
éste.Me situé un poco más al centro de la sala, bajo un fresco lleno de colorido.
Según Vicente, el primero es el Espejo de la Naturaleza y sirve para manifestar
las realidades del mundo material y espiritual en el mismo orden en que Dios las ha
creado. Fijaos les dije señalando con la mano los frescos de las bóvedas en las
escenas con florecillas, hortalizas y animales diversos, palomas, conejos, caballos;
ése es el espejo de la naturaleza.
O sea dijo Luca, que cuando vemos flores, hojas o animales, los artistas,
aunque no lo sepan, están representando el reflejo de ese espejo.
Asentí con satisfacción esperando alguna otra interrupción, pero Enrique y Luca
atendían respetuosos, en silencio. Continué hablando:
El segundo espejo es el de la Ciencia. Aquí se le ha prestado especial atención.
Es sencillo de entender. Parte de la idea del hombre caído por el pecado, necesitado
de la redención de Dios, pero al mismo tiempo capacitado para redimirse por sí
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mismo a través del trabajo manual e intelectual. ¿Entendéis ahora por qué los artistas
glorifican las labores de la tierra en sus obras? Mirad arriba, en las bóvedas, cómo se
han reproducido los trabajos de los meses. Observad el detalle con que describe cada
estación del año. La siega de los prados representa al mes de junio, julio se simboliza
con la recolección y septiembre y octubre con la vendimia.
Mientras nos deteníamos para admirar la maestría con que estaban descritos los
distintos episodios, yo continué con mi disertación:
Junto a los espejos de la Ciencia y la Naturaleza, Vicente de Beauvois establece
el Espejo Moral. Este es un poco más complicado, pero ya veréis que no es difícil. Ya
sabéis que el fin de la vida no es el saber, sino el obrar. De ahí que se distinga entre
vicios y virtudes. Y se muestran ambos, para que todos podamos aprender. Lo hemos
contemplado en multitud de iglesias. Por ejemplo, acordaos de las figuras de mujeres
de expresión severa, sentadas, graves, majestuosas. Son las virtudes. Hemos visto a
menudo representaciones de las virtudes pero, si hacéis memoria, recordaréis que en
muchas menos ocasiones que las de los vicios.
¿Por qué? preguntó Enrique.
Es muy natural contesté, las pinturas y las esculturas son un medio para
aleccionar y lo importante es lo que debe combatirse. A diferencia de las virtudes, los
vicios se muestran mediante escenas y no por símbolos
Esta vez me interrumpió Luca, que no entendía el motivo.
También es lógico. En una escena se narra descriptivamente, es decir, se
pueden mostrar los efectos de un acto. Ahora lo entenderás mejor. Conocéis muchos
casos. Así, cuando veis una escultura con un marido que pega a su mujer se alegoriza
la discordia; si veis a un monje huyendo del convento, contempláis la inconstancia; si
un hombre adora a un mono, la idolatría; el hombre semidesnudo con una porra en la
mano, la locura
Sí asintió Luca. Y la lujuria mediante una mujer cuyo sexo está siendo
devorado por una serpiente
Exacto contesté riéndome.
Y, por último, el cuarto espejo, el Espejo Histórico. Es el más complejo. Si en
los otros se mostraba a la humanidad en abstracto, aquí se escenifica la humanidad
viviente bajo la eterna mirada de Dios, testimoniada por medio del Antiguo y del
Nuevo Testamento. No quiero aburriros con citas teológicas, pero al menos debéis
saber que cualquier interpretación de la Biblia puede contener al menos cuatro
sentidos. Son éstos. Primero, el sentido histórico, que nos da a conocer la realidad de
los hechos; después, el sentido alegórico, en el que el Antiguo Testamento actúa
como prefiguración del Nuevo. En tercer lugar, el sentido tropológico, que nos
descubre las verdades morales ocultas bajo la letra de la Sagrada Escritura. Por fin, en
cuarto lugar, el sentido analógico, que permite entrever los misterios de la vida futura
y la beatitud eterna.
¿Queréis decir apostilló Enrique, que las reproducciones de historias
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bíblicas cuentan al menos cuatro historias?
No tanto, muchacho. No tanto. Hay veces en que ocurre así, por ejemplo,
cuando se reproduce a la ciudad de Jerusalén, pero es más habitual que sólo tengan
tres significados. Pensad en cualquier catedral que hayáis visto. Recordaréis que en
las jambas de la portada principal se suelen colocar las esculturas de los patriarcas y
los profetas. Pues bien, cuando los vemos, visualizamos al menos tres historias: la
suya propia, la de cada patriarca o profeta; la historia del mundo, representada a
través de ellos; y, por último, el anuncio y emblema de Nuestro Señor Jesucristo.
Lo recuerdo reconoció apesadumbradamente Enrique pero nunca llegué a
vislumbrar que los contenidos pudieran superponerse de este modo hizo una
pequeña pausa y prosiguió con tono quejoso: Necesito aprender más cosas. Cuanto
más veo a vuestro lado, tanto más comprendo el enorme trecho que me falta
Se encogió de hombros y quedó de nuevo en silencio. De pronto le brillaron los
ojos y fue abandonando su expresión afligida:
A este respecto, hay algo que os quería preguntar. Llevo varios días dándole
vueltas. Recordaréis que en aquella extraña iglesia de Eunate me aconsejasteis
aprender de los templarios, porque se denominan a sí mismos caballeros
constructores. No quise interrumpiros entonces, pero no os entendí bien.
Perdóname Enrique, pero todavía piensas en la construcción como un cantero.
Piensas en un oficio. En modelar, en trabajar la materia, en proporcionarle una forma
determinada. Si no me equivoco, concibes los edificios religiosos pensando en un
espacio que sirva, o bien para albergar a la divinidad, o bien para invocarla.
¿Y no es correcto?
Hay algo más. Debes entender que el verdadero maestro intenta plasmar con la
arquitectura un plano superior. Es difícil expresarlo, pero la idea es ésta: el edificio es
un medio para que la divinidad pueda expresarse.
Eso lo entiendo.
Espera, trato de mostrarte lo siguiente. Como te he dicho, la materia tiene la
cualidad de albergar en sí a la divinidad; en consecuencia, el constructor debe dotarla
de la expresividad adecuada para que lo divino pueda transcender a través de ella y
trasmita su mensaje a los hombres. Por eso el aprendizaje de este oficio supera, en mi
opinión, la práctica de una habilidad manual o de memorización técnica. Y por eso
obliga a conocer íntimamente la naturaleza de la materia misma.
Enrique me miraba con expresión escéptica.
Quiero decir proseguí, llegar a tener la experiencia de abrir a la percepción
todos los sentidos para conseguir penetrar tanto en la apariencia y las relaciones
materiales de lo que te rodea, como en la naturaleza profunda, divina, de ese entorno.
Es demasiado complicado dijo Enrique.
Espera, lo entenderás mejor con un ejemplo. ¿Sabes qué dijo Dion Crisóstomo
ante el Zeus Olímpico, la obra maestra del gran escultor griego Fidias, hecha
quinientos años antes del nacimiento de Cristo? Exclamó: Nuestra intención es
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manifestar lo invisible mediante lo visible. Ponemos en acción el poder del símbolo
para captar lo impalpable y alcanzar lo inteligible a partir de lo sensible. Observa la
idea, hacer visible lo invisible. Es decir, que el magíster de tu profesión, el arquitecto,
debe ser un maestro de la técnica, sí, pero también un iniciado que conoce el modo de
trascender la naturaleza física de los objetos hacia un estado superior de consciencia.
Es alguien en contacto con la naturaleza íntima de la materia, alguien con poder sobre
ella. Quizá ahora entiendas mejor concluí, por qué necesitas un perfecto
conocimiento de los símbolos.
No sé si llegaré alguna vez a eso dijo apenado. Ni siquiera estoy seguro de
entenderos bien ahora
No importa. Ya lo irás comprendiendo, no temas. Pero recuerda que tu fin será
llegar a ese estado; ser capaz de dar el salto de superar la ortodoxia dentro de la
ortodoxia. Ya te dije una vez que es un camino largo. Pero ve tranquilo, estoy seguro
de que llegarás.
Enrique seguía mirándome con cara de desconcierto.
Debes recordar continué que el mismo Isidoro de Sevilla, a quien
veneramos en esta iglesia, ya definía al arquitecto como una unión de albañil y
proyectista. Desde entonces, este último plano se ha desarrollado sin cesar. Y es por
eso, por ser proyectistas, por lo que han dejado de ser considerados simples artesanos
y ahora son tan estimados. Lo que tú ambicionas ser, Enrique, es una profesión
importante. Los nombres de los más grandes maestros se esculpen en los edificios.
Además, habrás visto los laberintos inscritos en el suelo de las catedrales
¿Laberintos? repitió Luca.
Sí, hombre, ¡no me digas que no los has visto nunca! le dijo Enrique
aprovechando la ocasión. Son pequeñas inscripciones hechas con mármoles o
simplemente pintadas. Se trata de mostrar un camino imposible para que el fiel pueda
realizar simbólicamente una peregrinación física a Tierra Santa.
¡Ah, sí! dijo Luca con cara de no haber visto uno en su vida.
Me volví hacia él con simpatía pero sin prestarle demasiada atención; estaba
interesado en hacer captar una idea a Enrique.
Pues bien, en muchos laberintos, como en los de Reims y Amiens, se han
inscrito los nombres de los arquitectos en el centro y en los ángulos. Y no por
casualidad; el laberinto es la casa de Dédalo, el mítico padre de tu profesión.
El muchacho me miraba con expresión lastimera. Decidí concluir. Era bastante
por ese día.
Pero no quiero aburrirte con más datos. Lo decisivo era que comprendieras la
importancia de la profesión que quieres dominar. Como sabes, ahora, con la difusión
del nuevo arte, los maestros franceses son buscados en toda Europa. Pero esto lo
veremos mejor ante la nueva catedral, diseñada también por un francés.
Cuando llegamos, a pesar del tamaño imponente de la planta, el nuevo edificio de
la catedral de León me dio una impresión de fragilidad y de finura que no había
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percibido en otras iglesias similares. La cabecera era la única parte terminada; no
obstante, se había delimitado toda la extensión del templo y en muchos sitios estaba
construido hasta la altura de las bóvedas. Luego llegamos al claustro, en cuyas trazas
crecían un ciprés y varios laureles. Cansado de la visita, me senté en la esquina,
contemplando las piedras blancas de los muros, la grácil arquitectura de la arquería y
las notas de color que ponían las flores del jardín. En el centro había un pequeño
huertecillo con rosales.
Frente a mí, delante de una pequeña capilla, una hermosa joven oraba con
concentración. Estaba de perfil y su expresión tenía la misma sencillez del claustro,
con el pelo rubio, liso, recogido detrás. En torno a la frente unos mechones rebeldes
formaban una aureola dorada como una especie de nimbo. Tenía las manos fijas,
sobre la falda, y la mirada baja, pendiente de sus imágenes interiores. Únicamente
destacaba el ritmo lento del pecho, subiendo y bajando incansable. Pero no parecía
bisbear oraciones como las beatas, sino que, por el contrario, trasmitía la paz interior
y el recogimiento del fiel en contacto con Nuestro Señor.
Estaba fatigado. Cuando regresamos a la posada me retiré a dormir la siesta. Más
tarde, cuando bajé al comedor, encontré a Enrique y a Luca departiendo
animadamente con otro joven. Me uní a ellos y Luca me lo presentó como
compatriota suyo. Se llamaba Sandro y era un toscano más bien alto y bien parecido,
con una expresión arrogante que me inspiró desconfianza. Si bien aparentaba ser un
potentado, sus burdas ropas contradecían ese origen. Era comerciante de joyas y nos
contó una enrevesada historia según la cual, sus competidores le llevaron ante el
tribunal del gremio mediante una argucia legal, donde le impusieron el castigo de
peregrinar a Santiago de Compostela. Nos pidió que atestiguáramos la veracidad del
viaje y le extendí un pliego en el que acreditábamos haberlo conocido en León,
camino de Compostela, cumpliendo lo determinado por el tribunal florentino. Cuando
finalicé de redactar el documento lo agradeció con gran efusión, pues, según dijo,
tenía muchas dificultades para conseguir lo mismo de otros peregrinos. Se empeñó en
celebrarlo con nosotros y le acompañamos por varias tabernas. Pasadas unas horas y
ya un poco ebrios, acabamos en una posada siniestra, entre jugadores, rufianes y
meretrices. Yo estaba agotado, deseando retirarme, mientras Enrique, borracho hasta
las entrañas, dormitaba sobre un tablón. Pero Luca y su amigo, completamente
serenos, disfrutaban la juerga. En un momento dado, el comerciante desapareció,
volviendo al cabo de un rato acompañado de dos sonrientes prostitutas.
La mayor, de unos treinta años, tenía el pelo casi blanco y la cara sonrosada; la
otra era una chica pálida, de mirada huidiza, entre rubia y pelirroja. Estaba muy
delgada, parecía uno de los perros castellanos que veíamos perdidos por los pueblos,
los galgos. Con la piel sobre los huesos, tenía las cejas como pinceladas de oro, sin
apenas color, y los ojos azules, claros, como los de las mujeres de Bretaña. Aunque
yo la veía de esa manera, Luca dijo que era mujer para saborearla como plato y
paladearla como vino. Así lo debió hacer. Cuando luego se la describió a Enrique, le
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habló de una hembra de unos dieciocho años: lozana, madura, abierta, que destilaba
su mejor olor; a la que todo su jugo le salía de dentro, aun sin proponérselo.
Dejé a Luca y a su amigo Sandro disfrutar el «sabroso manjar» y arrastré
penosamente a Enrique hasta la hospedería. Nos despertamos tarde, de mal humor.
Cuando me levanté, estaba melancólico y perezoso. Llamé con insistencia a Enrique,
quien, a pesar de tener los ojos hinchados y la voz pastosa, se levantó con rapidez. El
sol inundaba la habitación. Volvió la cabeza lentamente. No debía ver a nadie. El mal
olor le hizo tragar saliva. Tenía sed. Le dolía la cabeza. Recobró la memoria poco a
poco: el florentino, las dos mujeres, el maestro Raoul
cerró otra vez los ojos.
Decidió que debía incorporarse. A su lado, Luca y su paisano, tirados como fardos,
roncaban ruidosamente; no hubo manera de hacerles volver a la vida hasta pasadas
las once. Les esperé abajo, sentado en el patio de la posada, intentando eludir la
pesada charla de un fraile franciscano.
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X. DON NUÑO SOMOZA
Mayo de 1257
Salimos de León con la intención de hacer noche en Hospital de Orbigo pero fue
imposible llegar. La resaca del día anterior nos hizo cabalgar con desgana y, pasadas
las seis de la tarde, teníamos suficiente por ese día. Acampamos al borde mismo de la
calzada, junto a un pequeño bosquecillo de álamos cuyas hojas, ese atardecer,
parecían llamas cobrizas saliendo de la tierra.
Al día siguiente, ya de mejor humor, divisamos Astorga entre una larga pincelada
blanquecina de niebla. La tarde estaba cayendo y todos los caseríos se parecían. Por
la mañana recorrimos sus calles empedradas, sobre las que se alineaban casas grandes
de ladrillo y pequeñas de adobe, con corrales, por encima de cuyas tapias sobresalían
las higueras. La ciudad no tenía excesivo interés, a pesar de ser la Asturica Augusta
de los romanos y de haber sido definida por Plinio como «ciudad magnífica». No
obstante, sus pintorescos habitantes eran muy curiosos. Se llaman maragatos y son
altos y robustos. Visten un extraño traje compuesto por un sayo sujeto por cordones
de seda terminados en unos herretes, ancho cinturón de cuero, medias de color,
sombrero de fieltro negro de ala ancha y unas bragas tan amplias que recordaban a las
de los musulmanes.
Al salir de Astorga, entramos en una zona de continuas gargantas y praderas, casi
deshabitada. Al bajar de una ladera sombría elegimos mal el cruce y nos extraviamos.
La niebla, vaga y suave al principio, dejando entrever las cumbres, fue haciéndose
cada vez más densa, hasta convertirse en impenetrable y acabar por confundirnos.
Acostumbrados a cabalgar entre llanuras, bajo el sol, no esperábamos ni esos parajes
inhóspitos y boscosos, ni el clima, húmedo y frío. Llegamos a un cruce de caminos y,
para nuestra desgracia, tomamos el equivocado, dirigiéndonos hacia el sur. Lo
advertimos poco a poco. De repente ya no había pueblos, sino tan sólo aisladas
cabañas con los tejados cubiertos de piedras, que apenas destacaban del entorno. De
tanto en tanto, un rebaño de ovejas, algún cabrero y, al final, nada, la soledad más
absoluta.
Pagamos caro nuestro error, aunque según nos dijeron más tarde, hubiera podido
ser peor. Fuimos sorprendidos en las laderas del pico del Teleno, cuya cumbre
dominaba toda la región.
Ocurrió por sorpresa, sin darnos tiempo a reaccionar. De pronto, en un recodo del
camino, aparecieron dos jinetes de expresión hosca, conminándonos a detener la
marcha. Volvimos la vista y nos encontramos rodeados por otros cuatro o cinco
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hombres. Se dirigieron a mí, supongo que por ser el de más edad de nuestro pequeño
grupo, exigiéndonos agriamente nuestras pertenencias. En silencio, nos quitaron los
caballos y nos registraron con detenimiento, despojándonos de todos nuestros objetos
de valor. Enrique les miraba aterrorizado, pero Luca, de manera insólita, se echó a un
lado y animó a los bandidos a robarnos y castigarnos.
Fingiendo ser nuestro criado, exclamó:
Ya es hora de que reciban su merecido dijo, mirándonos con resentimiento
. No son sino simples artesanos, pero me tratan como si ellos fueran duques y yo su
esclavo. ¡Dejadme ir con vosotros y unirme a vuestro grupo! Entiendo de armas y
cabalgo bien. Seré buena compañía
Los malhechores lo tomaron a chanza, empujándolo por tierra. El jefe, un rufián
de poco más de treinta años, grueso, ordinario, encarnado y basto, con trazas de
matón, contestó con desprecio; en su grupo no acogían extranjeros pero, ni aun
tolerándolos le admitirían a él, un traidor infiel a sus amos. Se acercó al árbol donde
nos habían atado a Enrique y a mí, para reconvenirnos:
Francos, cuidaos otra vez cuando contratéis a un criado. Éste es un bellaco que
no entiende de lealtades. Si conseguís liberaros y capturarlo, castigadlo como merece.
Quedó pensativo, dudando, y acabó encogiéndose de hombros:
En todo caso, es asunto vuestro. Será un maldito traidor, pero nosotros no
tenemos nada contra él.
Dio la vuelta a su caballo y se encaró a Luca:
Márchate, cobarde. Agradece esta oportunidad. Vete solo y confía en que no te
vuelva a encontrar, porque si tus amos no te dan tu merecido, lo haré yo.
Con voz enérgica, le ordenó:
¡Corre y desaparece de mi vista!
Luca, cubierto de barro, se levantó del suelo con expresión amedrentada. No llegó
siquiera a incorporarse del todo. Medio agachado, con el temor y el odio brillándole
en los ojos, dio media vuelta y echó a correr. Los bandidos rieron, comentando que
los lobos darían buena cuenta de él en pocas horas. Al poco, se marcharon
dejándonos solos en medio del monte.
Cuando quisimos reaccionar habían desaparecido en el bosque. Enrique y yo nos
miramos en silencio. El toledano movía la cabeza de lado a lado, sin poder entender
el comportamiento de Luca. Se mantuvo callado, serio, mirando con insistencia al
frente, sin ver nada en particular. Yo estaba igual, impotente, indignado, resignado.
Pasados unos segundos que parecieron minutos, vimos a Luca emerger de los
matorrales. Nos miró desde lejos con el dedo índice en la boca, reclamando silencio.
Luca se limitó a sonreír con tranquilidad. Caminó parsimonioso hacia nuestro
lado y nos liberó de las ataduras. Le dejamos hacer sin decir palabra. Mientras nos
quitábamos las cuerdas y nos dábamos un pequeño masaje en las muñecas, el italiano
nos miraba con expresión traviesa:
Todavía no comprendéis, ¿verdad?
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¿Qué hay que comprender, maldito genovés? le contestó Enrique con
resentimiento.
No te das cuenta, idiota dijo Luca, dirigiéndose a Enrique, de que, gracias
a mi comedia, estás vivo. ¿Acaso crees que, en este lugar perdido del mundo, esos
rufianes no nos hubieran dado muerte? Lo único que pretendí fue confundirlos. Yo
sabía muy bien que jamás me permitirían formar parte de su banda. ¿Para qué iban a
querer una boca más? Como ha dicho su jefe, soy extranjero y me he comportado
como un traidor. ¿Quién me admitiría en su grupo? La farsa tenía la intención de
salvarnos. Cuando los vi frente a nosotros, en medio del monte, comprendí que debía
hacer algo. Por extraña que parezca ahora, era la única solución.
Sonriendo con picardía, añadió:
Si no fuera por mi estratagema, ¿quién te hubiera liberado de las ligaduras
antes de que llegaran los lobos? Dime, Enrique, ¿cómo pensabas pagar de aquí en
adelante comida y hospedaje?
Dio un pequeño salto y riendo, sacó una pequeña bolsa de cuero de debajo de la
cintura:
Aunque os parezca mentira, mirad lo que he conseguido conservar
No puedo creerlo exclamó Enrique, ¿cómo conseguiste escamotear esa
bolsa de dinares?
Luca se limitó a abrir los brazos e inclinar con solemnidad la cabeza hacia
adelante como un actor. Nos echamos a reír al unísono. Prevenidamente, desde el
principio había distribuido sus monedas en dos bolsas separadas; una, la que le
habían robado, en un cinturón de piel en torno a su cintura; y la otra, atada con un
cordel, sobre sus testículos. Al ver a los bandidos, comprendió la urgencia de inventar
una treta para salvar la vida. Sobre la marcha, fue urdiendo el plan que escenificó.
Con cierta arrogancia, puso epílogo feliz a la aventura. Cierto es que Luca, como la
mayoría de nosotros, tenía un fondo de comediante que exigía espectadores y le
impulsaba muchas veces a los mayores absurdos. Pero también es cierto que su
representación había sido, además de inesperada, asombrosamente eficaz.
Con expresión orgullosa, añadió:
Al proclamarme vuestro criado me paralizó el pánico. Una sola palabra vuestra
y se habría descubierto la urdimbre. Y aunque no la hubieran comprendido, habría
dado igual. Esos canallas no eran hombres de muchas especulaciones. Habrían
cortado por lo sano, matándonos a todos. Vi vuestra expresión de asombro, pero os
callasteis y pude continuar mi enredo. Ya ves que las apariencias engañan, Enrique.
Con un tono afectuoso que no ocultaba el recelo, continuó:
Me conoces desde hace varios meses; llevamos muchos días conviviendo
juntos, ¿de veras creías que me iba a comportar de esa manera? ¿Pensabas que os
abandonaría a vuestra suerte? ¿Tan egoísta me ves?
Enrique le miró con comprensión, avergonzado. Se acercó a Luca y se fundieron
en un abrazo. Los miré con afecto. Pero había que tomar una decisión con rapidez, el
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lugar era peligroso y no debíamos permanecer mucho tiempo allí. Después de
pensarlo con detenimiento, decidimos continuar adelante. Los parajes que habíamos
dejado atrás eran difíciles e inseguros y el pueblo anterior distaba al menos cuatro
horas a pie. Nos arriesgamos a seguir el sendero. Tuvimos suerte. Primero nos
topamos con una ancha huella dejada por reses y caballos; después, vimos subir el
humo y luego se abrió ante nosotros un profundo valle, en cuya ladera apareció un
modesto pueblo. Dos horas después entrábamos en una aldea cuyo nombre no
olvidaré jamás: Santa Colomba de Somoza.
Nos dirigimos a la iglesia, el único edificio sólido de la minúscula villa. Delante
de la puerta, el cura departía con un caballero bien pertrechado, acompañado de su
mozo de armas. Interrumpimos su conversación para narrarles nuestras desventuras.
Tras presentarme adecuadamente, ambos escucharon atentamente mis palabras,
moviendo la cabeza con expresión resignada. Luego el cura nos indicó nuestro
extravío y el verdadero camino:
Siguiendo la ruta equivocada, habríais llegado a la comarca de la Cabrera,
inundada de lobos y verdadero callejón sin salida. Pero ahora no debéis preocuparos
añadió. Os presento a don Nuño López de Somoza, señor de estas tierras, de
regreso a sus dominios en Santa Marina. No le importará que le acompañéis y, desde
allí, os será muy fácil llegar hasta Rabanal, por donde pasa la calzada de Santiago.
Don Nuño asintió y se puso en acción de inmediato. Después de lavarnos en la
casa del cura tomamos un pequeño refrigerio. Al regresar a la plaza, encontramos a
don Nuño con su séquito al completo y tres cabalgaduras aparte, un caballo para mí y
dos mulas para Enrique y Luca.
Es todo lo que he podido conseguir
me dijo, casi disculpándose.
Don Nuño era un hombre agradable, si bien de pocas palabras. De expresión
severa, frente ancha y ojos profundos, observé que sus manos parecían hábiles, pero
desproporcionadamente grandes, sobre todo en comparación con las piernas. Diez
pulgadas más y se habría hablado de un físico proporcionado. Nos contó que muchos
peregrinos se extraviaban en los cruces de caminos, siendo presa fácil de los rufianes
que poblaban los bosques:
Viven en cuevas y se esconden en la espesura, por lo que es difícil atraparlos.
Pero estad tranquilos, conmigo no corréis peligro. Ya me gustaría que se atreviesen a
atacarme. Pero no. Conocen cada palmo de estos montes y saben quién va por los
senderos. El peligro ya ha pasado
Al atardecer nos desviamos por una trocha zigzagueante hasta llegar a un valle
donde una pequeña aldea, Turienzo de los Caballeros, nos ofreció cobijo para pasar la
noche. El regidor recibió con respeto a don Nuño, ofreciéndole la única cama de su
casa. Nosotros nos instalamos en el establo con la familia. Por la noche, insomne,
Enrique decidió salir a recorrer la aldea. De pronto, sentí que me despertaba, presa de
una gran agitación.
Raoul, no lo creeréis, pero acabo de ver a uno de los bellacos que nos asaltaron
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esta mañana. Hace un momento charlaba en la puerta de una cuadra con otro
hombre
Me incorporé, ya despierto.
¿Estás seguro, Enrique?
Sí, maestro, seguro. Reconocería esa cara entre una multitud. Decidme, ¿qué
haremos?
No lo dudé un instante. Desperté a don Nuño y tras explicarle la situación, nos
dirigimos en su busca con el campesino que nos alojaba. Estaba en el sitio exacto
donde había indicado Enrique. E indudablemente era uno de ellos. Durante el asalto
se situó a la derecha del jefe del grupo y le habíamos podido ver a la perfección. Nos
acercamos en silencio. Al volverse y encontrar un grupo de hombres a su alrededor,
rodeándolo, puso cara de duda. Pero, al reconocernos, le mudó la expresión. A pesar
de la oscuridad de la noche, pude notar su faz lívida, aterrorizada. Ni siquiera intentó
escapar. Se dejó caer sobre la tierra y se quedó con la cabeza baja, como si intentara
pensar en algún ardid. Al poco empezó a sollozar implorándonos perdón:
¡No me matéis! Si prometéis perdonarme la vida, os diré dónde están los otros
con vuestros caballos.
Nuño, con expresión fiera, le exigió hablar de inmediato:
Están dos casas más abajo, en un burdel, gastando el dinero que os hemos
robado esta mañana. Id ahora añadió torvamente. Les sorprenderéis fornicando y
no tendrán tiempo para reaccionar y huir.
Vamos allá rugió don Nuño. Y tú, facineroso, ven con nosotros e
indícanos el sitio exacto.
Rodeamos la casa. Uno de ellos intentó escapar por la ventana y lo atrapamos sin
dificultad en las calles de la aldea. Felizmente resultó ser el jefe del asalto. Desnudo
de cintura para abajo, su aspecto era patético. Sin embargo, debía ser hombre
orgulloso; si bien nos miraba sin dar crédito a sus ojos, se mantuvo callado y no
suplicó clemencia como su compañero. Para entonces, superada la sorpresa inicial,
toda la aldea estaba despierta. De hecho, parecían encantados con el incidente y, entre
risas y chanzas, nos ayudaron a amordazarles con cuerdas y les llevaron a un pequeño
establo, donde quedaron atados junto al ganado. Aquellos malhechores debían de
tener aterrorizada a la comarca.
Recuperamos la mayor parte de las monedas y los caballos de Enrique y Luca,
pero no el mío. Lo habían matado esa misma mañana para comérselo. Al darme a
elegir entre el que montaba y el corcel del malhechor, Luca dijo que ganaba con el
cambio, pero sentí la pérdida. Me había encariñado con mi animal y lamentaba que, a
la postre, la pobre bestia fuera la única baja de la aventura.
Abandonamos Turienzo al día siguiente acompañados de los forajidos. Un
pequeño afluente del río del mismo nombre llegaba hasta el collado del castillo de
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don Nuño en Santa Marina de Somoza, donde, nos dijo, se haría justicia. Vinieron
con nosotros diez o doce hombres del pueblo y algunas de sus mujeres, deseosas de
ver el espectáculo del juicio a los bandidos. Hicimos la travesía entre cánticos y risas,
mientras nuestros asaltantes caminaban en medio, atados y vencidos.
Por el camino hablé detenidamente con el señor de Somoza, aclarándole mejor mi
condición de magister dominico, oculta tras el humilde sayal de peregrino. Si bien yo
no pertenecía a la nueva caballería de los monjes soldados de las órdenes militares,
era al menos un religioso y teníamos en común la pugna spiritualis, la lucha contra el
diablo.
Me habló de sus aficiones y sueños. Era hombre educado, conocía los textos
literarios y había leído nuestra Chanson de Roland. También dijo maravillas de un
cantar de gesta, llamado Cantar de Mio Cid, compuesto medio siglo atrás, que he
podido consultar ahora, en estos días de tranquilidad toledana.
Su interés por la literatura abría otras posibilidades:
Creo que vuestro rey Alfonso practica la poesía con gran esmero. He oído decir
que compuso versos muy hermosos dedicados a la Virgen
Es verdad. Los escribió muy joven, cuando se educaba con su ayo, mi buen
amigo García Fernández, señor de Celada, por cuyas tierras habéis pasado, ya que su
villa está unas leguas al sur de Astorga. Pero aunque el rey pasó por aquí algunas
veces, vivió sobre todo en Allariz, otra posesión de los García situada en Galicia. Por
eso los escribió en la lengua de esa región, el gallego. Se llaman cantigas e hizo gran
cantidad de ellas, tanto religiosas como profanas. Algunas de estas últimas son muy
divertidas. Las llamamos de escarnio y maldecir
¡Ah, sí! ¿De qué tratan?
En general, versan sobre temas satíricos, en los que, por ejemplo, el poeta se
mofa del poco valor demostrado en la guerra por los coteifes o soldados de baja ralea,
o se reprueba la cobardía a ciertos hidalgos.
Ñuño sonrió recordando, probablemente, algún pasaje. Poco a poco retomó su
serio semblante:
Y, en efecto, tienen gran calidad. De hecho, encargué que me hicieran copia de
muchas cantigas. Si tenéis interés, os las dejaré leer cuando lleguemos a mi casa.
Sin embargo, por buenos que fueran los versos del rey castellano, otras imágenes
ocupaban mi pensamiento. ¿Así que don Nuño era buen amigo de García Fernández?
Le miré por el rabillo del ojo esforzándome en no delatar la impaciencia. La ocasión
parecía perfecta para intentar confirmar mis datos.
¿García Fernández? pregunté con expresión inocente. ¿No será ése el
padre de don Rodrigo, el muchacho del que cuentan por todo el Camino que será
ajusticiado en Santiago?
Ese es, amigo mío. Pero no me saquéis el tema, que nos tiene muy afligidos a
toda la familia. Mi esposa Beatriz no podía creer que un joven tan bondadoso como
Rodrigo haya cometido la felonía que le imputan. Y si os soy sincero, yo tampoco
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entiendo lo ocurrido. Le conozco bien, sé cómo ha sido educado y me resulta
imposible aceptar los hechos que cuentan. ¡Pero, como bien sabréis, padre, por
vuestro ministerio, la vida está llena de sorpresas!
Sin duda le contesté.
Él asintió lentamente. Sus ojos apagados iban pendientes de la calzada y, de
pronto, cambiaron el punto de enfoque. Me miró un momento. Los labios mantenían
el esbozo de una sonrisa educada, pero la cara estaba moteada por la rabia, con la
boca medio abierta a punto de hablar. Se lo impedí.
La verdad dije, tratando de imprimir serenidad a mi voz es que no estoy
demasiado al tanto del crimen de don Rodrigo. He oído decir que mató a un noble por
el amor de una dama, pero nada más. Todo lo que sé lo he escuchado en hospederías
y posadas, a través de cuentos de ciegos y versiones de otros viajeros. He ido
escuchando esta historia a retazos y, francamente, estoy un poco intrigado
Le tomé del brazo y me incliné hacia él con una media sonrisa.
Y ahora, cuando al fin me codeo con alguien que puede hablar con
conocimiento, no os apetece hablar de ello. No quiero forzaros, pero cuando lo
consideréis oportuno me gustaría conocer la verdadera trama.
Don Nuño puso cara de aflicción, como si le doliera expresar en alto sus
sensaciones y sintiera que el dolor mismo era el más eficaz alimento de la memoria.
Luego lo debió de pensar mejor, me miró e hizo un gesto de asentimiento.
Antes os dije que no deseaba conversar sobre ello porque mi afecto por don
Rodrigo me hacía sentir implicado respondió. Pero sea, al menos oiréis una
versión más objetiva que las medio verdades, cuando no insidias, que os hayan
podido referir por el camino.
Hizo un pequeño alto y comenzó a decir:
Conozco a Rodrigo García desde que nació. Ya os he dicho que me precio de
ser buen amigo tanto de su padre como de su madre, doña Mayor Arias. Le he visto
empezar a andar, jugar con mis hijos pequeños, corretear a caballo, entrenarse con sus
primeras armas y, en suma, crecer ante mis ojos.
Sabéis de quién habláis.
Exacto contestó. Fue un niño noble, sincero, sin dobleces, y ha sido un
hombre recto hasta que hace apenas unos meses cometió un acto que contradecía el
comportamiento de toda la vida. Todavía no lo entiendo. ¡En fin! En todo caso, el
tema trascendente es otro. Como sabréis, don Rodrigo es hermano de Juan, el mejor y
más temprano amigo del rey Alfonso. Compañeros de juegos, de armas y hasta de
otras cosas que me callo por vuestra condición de fraile
Se paró y me puso una mano en el hombro. Era suave, grande, morena. Continuó
en tono burlón:
¡Incluso sobre esto último dejó versos escritos! Si tenéis curiosidad por saber a
lo que me refiero os pasaré en mi casa sus ingeniosas estrofas sobre las soldadeiras,
como llamamos por aquí a las barraganas que andan entre la tropa
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Apartó su mano del hombro y me miró fijamente. Su brazo quedó levantado en el
aire y lo empezó a bajar gradualmente.
Me estoy desviando. Sólo quería poneros en antecedentes sobre lo extraño del
caso. En realidad, la historia es muy simple. Desde que era casi un muchacho, don
Rodrigo había estado enamorado de una de las jóvenes más hermosas de Galicia,
doña María Correa. Según he oído, ella también le correspondía y nada hacía suponer
que algún acontecimiento impidiera ese enlace. Pero la moza tenía otros
pretendientes. El más destacado es un medio pariente de la mujer de don García, con
quien éste se casó en segundas nupcias. Se llamaba Diego Pérez Arias y aunque
peleaba bien, tanto a pie como a caballo, nunca me gustó demasiado.
Enarcó las cejas y le correspondí con una mirada interrogante.
¿Y eso?
Para empezar, porque desconfío de los hombres que hablan tan poco como él.
Muchas personas aprecian esa conducta, pero yo no. Suele encubrir o bien a quienes
no tienen nada que decir, o bien a los que ocultan sus ideas. Y ninguna de las dos
cosas me agrada. Además, era retorcido y torticero y aunque, ya os lo dije, era buen
jinete, le he visto tratar con excesiva dureza a sus criados.
Yo continué con el rostro dubitativo, aparentando no seguir bien el hilo de sus
ideas. Mis ojos trataban de alentarlo a continuar y él pareció adivinar el rumbo de mis
pensamientos.
¡Tened un poco de paciencia! Es bueno que conozcáis mi punto de vista sobre
los protagonistas de esta tragedia. Debéis saber quién es quién. Y ya os digo, Diego
no era de fiar. Todavía recuerdo cómo mancilló a una pobre aldeana delante de sus
hombres. No soy hombre que se escandalice con facilidad y comprendo que los
soldados necesitan desahogarse de vez en cuando. Pero una cosa es desfogarse y otra
maltratar innecesariamente a quien no puede defenderse
Nuño carraspeó con desprecio. Todavía, después de tanto tiempo, no soportaba el
recuerdo.
Ya voy al tema que os interesa. Como os dije, Diego también deseaba a doña
María, pero ésta estaba más inclinada por los favores de don Rodrigo y, según había
oído decir, se prometerían en matrimonio en poco tiempo. Por entonces ella
terminaba sus estudios con las monjas de Santa Clara, un pequeño monasterio que
hay en las cercanías de las tierras de Diego. No sé qué diantres ocurrió entonces. De
forma inesperada quien formalizó el compromiso nupcial con doña María fue Diego.
Poco después estuve en casa de don García y pude hablar con Rodrigo. Recuerdo
muy bien su actitud. Es verdad que estaba abatido, pero se mantenía como siempre y
no había el menor motivo para sospechar ningún incidente, y menos tan terrible,
como el que ocurrió.
¿Y qué fue? le dije impaciente.
Es difícil saber con exactitud lo qué pasó. Los hechos de los que os puedo
hablar son los siguientes. No creo que llegaran a pasar quince días desde que estuve
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con Rodrigo hasta que volvimos a coincidir en la boda de Martín de Guzmán e Isabel
Torregrosa. Se celebró en un pazo cercano a Santiago. Apenas le vi durante el torneo
y en la fiesta del banquete me fijé en que charlaba relajado con Gonzalo Anes do
Vinhal, otro poeta, también un amigo común de nuestro rey. Cuando finalizaban las
celebraciones y yo ya andaba pensando en retirarme, apareció en la puerta del salón
un soldado requiriendo con urgencia al padre de doña María, Alonso Correa, hombre
cabal donde los haya. Viendo la alarma del soldado, acompañamos a Alonso varios
hombres hasta un pequeño salón, donde nos encontramos con la sorpresa de ver el
cuerpo inerte de don Diego tumbado en las losas.
¿Estaba muerto?
Sí, tenía un profundo tajo en la espalda. A su lado, de pie, María lloraba
desconsolada, mientras que don Rodrigo sostenía una pequeña daga florentina que
Diego solía usar de adorno. La escena no parecía albergar dudas sobre su desarrollo.
Sin embargo, Alonso, siempre justo, preguntó qué había pasado. Ambos guardaron
silencio durante un tiempo, pero al fin, Rodrigo con una voz de ultratumba acabó por
aceptar que había asesinado a Diego por celos, pues no podía soportar la idea de que
María se casara con otro hombre que no fuera él.
¿Rodrigo confesó su crimen?
Ya os lo he dicho contestó irritado. Luego pareció pensarlo dos veces y
añadió. Bueno
no es que lo proclamara, pero cuando le acusaron del asesinato él
lo aceptó. ¡Yo mismo le vi asentir con la cabeza!
Nuño hacía lo contrario. Meneando su rostro de lado a lado siguió hablando:
Os aseguro que no podía dar crédito a mis oídos. ¡Don Rodrigo asesinar por la
espalda a un rival! ¡Imposible! Un hombre que renunció a honores en la corte para
cuidar de sus padres cometiendo tal perfidia. Sin embargo, él mismo lo reconocía.
¿Y después?
Os lo podéis imaginar. Se dejó prender sin ofrecer resistencia y desde entonces
se encuentra encerrado en una mazmorra de Santiago, esperando el juicio que, con
toda probabilidad, le conducirá a la muerte.
¿Cuándo se celebrará?
Dentro de poco. Creo que a finales de julio. De hecho, tengo por costumbre
acudir cada año a Compostela el día 25 de julio, a celebrar la festividad del santo
Apóstol. Pero este año no iré. No deseo ver ajusticiar a quien consideré un amigo. No
podría consolar a sus padres, ni siquiera ser mínimamente cortés. Supongo que ese
día saldré a cazar y luego me emborracharé sin prisas
Es una historia muy triste reconocí. E igualmente, como decís, un poco
incomprensible. Tiene que haber algún detalle que no conozcáis, alguna razón que
explique tan extraño comportamiento.
Eso creo yo respondió. Hay demasiados interrogantes. ¿Por qué cambió
María de opinión tan de repente? ¿Por qué aceptó a don Diego, si sabíamos que no le
profesaba especial cariño? Pero dejando esto, que entender las razones de las mujeres
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es tarea imposible, lo que resulta inexplicable es que Rodrigo le quitara su puñal a
don Diego y se lo clavara por la espalda.
¿Por qué?
Primero, porque él nunca actuaría así. Si quería enfrentarse con él, lo hubiera
hecho cara a cara, como un caballero. Pero es que, además, Diego no era ningún
chiquillo. Dudo que nadie hubiera sido capaz de arrebatarle su arma sin pelear. Ya os
lo dije, era diestro con las armas y sabía defenderse.
¿No había huellas de lucha en la habitación?
Ésa es otra. Salvo algún mueble descolocado, aquella habitación no mostraba
señales de ninguna disputa.
No parece un panorama normal le confirmé.
¿Verdad? El comportamiento de todos es contrario a su carácter. Incluso el de
María. Es verdad que es una frágil dama, pero siempre ha sido altiva y nunca tuvo
complejos para expresar sus opiniones cuando le venía en gana. Comprendo que
estuviera impresionada por la escena, pero ¡tanto como para ser incapaz de
pronunciar una sola palabra en todo el tiempo! No obstante, así fue. No abrió la boca.
Al principió sollozaba quedamente, pero luego adoptó una posición de serenidad y,
aunque tenía ojos de loca, no dijo nada
¿Ni una palabra, ni un gesto?
Nada. Permaneció de pie, junto al cadáver, durante un buen rato. Luego llegó
su madre, se abrazó a ella y al poco se marcharon de allí. Pero bueno, era
comprensible que en ese momento estuviera anonadada por el impacto de lo
sucedido. No lo es, sin embargo, que hasta hoy siga sin haber comentado una sola
palabra. De hecho, toda Galicia está ansiosa por saber lo que va a declarar en el
juicio.
¿Acaso creéis que su testimonio cambiará los hechos?
No lo sé. Este es un caso complicado y se han polarizado en exceso los
partidarios de unos y otros. Es difícil poder aventurar algo. Lo único seguro es otro
aspecto que quizá a vos os interese menos, pero que tiene su importancia
De nuevo le animé a continuar con la mirada. Continuó:
Veréis, ya os he comentado que Rodrigo es buen amigo de Alfonso X, el rey de
Castilla. De hecho, cuando rechazó ir con él a la corte como habían hecho sus
hermanos, se comentó mucho su comportamiento. Pero lo hizo por cuidar a sus
padres y para casarse con María Correa y a don Alfonso no le molestó. Y por otro
lado, también os lo dije, el hermano mayor de Rodrigo, Juan, es el mejor y el más
antiguo de los compañeros de nuestro monarca. Así que muchos pensaron que don
Alfonso intervendría en favor de Rodrigo. Buena parte de la nobleza anduvo
expectante para ver cuál sería su reacción. De hecho, hasta hubo una especie de
conjura más o menos explícita para evitar que pudiera hacer algo.
Sonrió despectivamente antes de añadir:
¡Bah! No le conocen. Si es declarado culpable, Alfonso sentirá como la herida
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más profunda la muerte de Rodrigo, pero no moverá un dedo para evitar que se
cumpla el veredicto. ¡Es rey antes que otra cosa y cumplirá su papel a la perfección!
Me he hartado de decirlo a todos pero, aun así, más de uno desconfía. Dicen que ha
maniobrado para retrasar la fecha del juicio, y es posible que sea cierto, pero eso no
cambia en nada los hechos
Y, ¿por qué iba a querer retrasar el juicio?
Hombre, padre, sed lógico. Ya os he dicho que hay demasiados puntos oscuros
en la trama como para que ninguno esté satisfecho. Parece natural que intente
prolongar el tiempo de espera por si se aclara algo, ¿no os parece? Es más, supongo
que debe de tener trabajando a alguno de sus leales para intentar despejar las dudas. Y
otra cosa, ¡ojalá consigan hacerlo! ¡Quiera Dios que podamos comprender las oscuras
razones de don Rodrigo! Os aseguro que no me gustaría morir sin saber qué pasó en
realidad.
Mientras don Nuño pronunciaba estas palabras, podíamos ver al fondo las
primeras casas de la aldea emplazada a los pies de su castillo. En consecuencia, opté
por dejar la conversación como estaba. Habría tiempo para retomar nuestra charla.
«Quizá me decía este don Nuño se pueda convertir en un inesperado aliado. Pero
no conviene precipitarse».
Por entonces, los acontecimientos se agolparon impidiéndome cualquier otra
reflexión. Desde las afueras de la villa, fuimos recibidos con gran alborozo. Una
treintena de personas, entre hombres y mujeres, se unió a nuestra comitiva. Cuando
ascendimos hacia las murallas éramos una pequeña multitud. En la puerta del foso
esperaban a don Nuño su esposa y señora, doña Beatriz, y sus tres hijos. Tras ellos, el
castellán, los soldados que custodiaban el castillo y la servidumbre. Después de besar
afectuosamente a su familia, saludó uno a uno con gran pompa. Luego me presentó a
todos y comentó las líneas generales de nuestra aventura con los ladrones. Casi de
inmediato, dio instrucciones para pasar al interior de la fortaleza, donde satisficimos
su curiosidad, contándoles repetidas veces el suceso.
Felices con la vuelta del señor y la captura de los malhechores, organizaron una
gran fiesta aquella misma noche. Quedó únicamente la guardia cumpliendo su
servicio. El banquete se celebró en un gran salón dentro de la torre del homenaje,
junto a la muralla del lado este. Al atardecer los sirvientes y muchos otros hombres y
mujeres cogieron tablas y caballetes de un montón apilado en un lado del salón y
montaron una larga mesa. Cuando cayó la noche se encendieron velas de junco y
grandes hachones de cera para la mesa principal, que se colocó perpendicular a la que
atravesaba el salón, en forma de T. Una vez dispuesto todo, nos sentamos a su
alrededor en los bancos. Enrique y Luca se acomodaron entre la gente del castillo,
pero a mí me guardaron sitio en la cabecera. Uno de los criados fue repartiendo
grandes boles y cucharas de palo, contando en voz alta a medida que los entregaba.
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Otro de los sirvientes llevó tazas de madera a todos los comensales y las fue llenando
de vino con unos grandes jarros. Vi a Luca coger su taza para empezar a beber, pero
pude indicarle con un gesto que esperara la llegada de nuestros anfitriones.
Don Nuño apareció al poco con su mujer y sus tres hijos. Estaban vestidos para la
ocasión y querían demostrarnos su largueza exhibiéndose ante nosotros.
Descendieron por la escalinata pausadamente, dándonos tiempo a observarlos en
detalle y poder comparar sus adornos: la condesa, con una redecilla de hilos de plata
en torno a su cabeza y un traje de seda de Damasco. Por su parte, el conde se había
rizado la barba y llevaba una piel de marta alrededor de los hombros. Cuando se
sentaron, don Nuño revisó con la mirada la gran estancia y levantó su copa haciendo
una especie de brindis a toda la mesa antes de probar el vino. Tras él bebimos todos.
Después aparecieron tres grandes calderos con la sopa y seis hombres trajeron la
carne. Antes, el cocinero había afilado su cuchillo para matar dos carneros y varios
cochinillos que luego don Nuño, una vez asados, partiría por el curioso
procedimiento de golpearlos secamente con el filo de un plato de barro. Una vez
finalizada la ceremonia de trinchar la carne, el mismo conde cogió una gran hogaza
de pan blanco y la cortó en rebanadas. Luego se la pasó a un sirviente que estaba tras
él haciendo las funciones de maestresala, y éste se las devolvió una a una, para que
pudiera disponer grandes trozos de asado encima del pan. El mismo Nuño las repartió
entre los que ocupábamos la mesa principal. Al tiempo, varios lacayos repartían otros
panes diferentes, sobre todo el que llaman tranquilan, es decir el compuesto de trigo
y centeno, para el resto de la gente. Cuando el conde finalizó de servir a nuestra
mesa, cubrió tres o cuatro rebanadas más y fue sustituido por el maestresala hasta que
cada uno tuvo su buen pedazo de carne sobre pan. Pero éramos tantos que, cuando
finalizaron de preparar todas las raciones, nosotros ya comíamos nuestras porciones
desde hacía rato. Oí al conde dar la orden de reservar vino para la guarnición y luego
se volvió a departir con todos nosotros.
A nuestro alrededor la algarabía era total. Risas, exclamaciones, cánticos y el
rumor de cien conversaciones colmaban la estancia. A ello se unió el ruido de un
grupo de personas que empezaron a disponer sus instrumentos al fondo de la sala. Se
trataba de unos juglares provenzales que más tarde nos deleitarían con poesías
trovadorescas. Empezaron por la delicada música del Principado de Cataluña, mas no
tardaron en tocar ritmos mozárabes. Del salterio pasaron a la viola y al rabel,
finalizando con una melodía que hizo callar a toda la mesa. Era una cadencia
insinuante, impregnada de una dulzura que nos fue hechizando. En mitad de la
canción, como por ensalmo, surgió entre los músicos una bailarina que nos cautivó
aun más que la música. Iba engalanada de la cabeza a los pies, pero a diferencia de
los amplios ropajes del resto de las damas, sus ropas eran un conjunto inabarcable de
velos y pequeñas joyas que se ceñían a su cuerpo como un guante a la mano.
Es una qayna me dijo don Nuño con expresión de orgullo. Yo no le entendí y
debió notarlo. Así llaman los árabes a las esclavas con formación de cantantes,
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bailarinas y conversadoras. Esta es muy buena y aunque os parezca una niña, tiene al
menos veinticinco años.
Efectivamente, parecía no haber salido de la adolescencia. Su cuerpo, si bien
mostraba en las caderas la plenitud de las mujeres, tenía el pecho pequeño y la cara
dulce, infantil, con formas como desvaídas. Ese contraste y su fuerza repentina nos
embriagaron más que el vino y la música. Danzaba como si los instrumentos sonaran
dentro de su cuerpo, como si las manos estuvieran hechas para expresar los sonidos
que se esparcían por el salón. Tenía la cabeza pequeña y el pelo negro, liso, recogido
detrás, pero eso más que verse, se adivinaba. Cubierta por un velo hasta la altura de
las cejas, un collar con pequeños anillos de latón le circundaba la frente. Alrededor de
las muñecas, los brazos y los tobillos llevaba otros adornos similares, de tal forma
que cada vez que se movía se unía el tintineo de los pequeños aros a la melodía
principal. Su actuación duró sólo unos minutos, pero nos dejó a todos embobados.
Se oyó primero el sonido suave, incesante, del laúd y de un violín. Y luego,
cuando apareció la qayna, el tamboril, seco, rítmico, sordo. Ella permaneció inmóvil,
como una estatua griega. Al unirse la flauta al tamboril, las manos de la quayna,
como por ensalmo, empezaron a moverse, entrelazándose, disparándose en el aire.
Luego se sumó otra flauta a la armonía y durante un momento pareció que se
entablaba un duelo entre los dos instrumentos. La muchacha movía los brazos
alentando esa disputa simbólica. La música fue intensificando el compás, obligando
al tambor a aumentar la cadencia de los golpes. La qayna se dejó llevar y, si al
principio parecía que sus movimientos eran dictados por los instrumentos, finalmente
fue ella la que los animaba. Su cuerpo, inmerso en el baile, se deslizaba por el
espacio, por un espacio minúsculo, con una energía y una delicadeza difícil de
transcribir. Los cascabeles empezaron a sonar. La qayna cogió una pequeña pandereta
y comenzó a girar en rápidas y sucesivas piruetas con el cuerpo completamente
curvado. La pandereta aleteaba en sus manos como una mariposa. Los velos de su
cuerpo, disparados al aire en continuas oleadas, semejaban pequeñas nubecillas de
verano, látigos al viento, bandadas de pájaros que avanzaban y retrocedían. Dentro de
ellos, la bailarina se retorcía como si fuera ingrávida: sus pies saltaban, andaban y se
deslizaban como si no pesaran nada, sin llegar siquiera a hollar el suelo.
Cuando finalizó quedamos en silencio y ella se agachó en una delicada reverencia
que fue interrumpida por el estruendo de aplausos y vítores en toda la sala. Animados
por el éxito de la qayna, los músicos continuaron con canciones cada vez más
rítmicas.
Mientras tanto el vino hacía sus efectos. Por eso concluyeron, ya medio
borrachos, entonando canciones plagadas de dobles sentidos que al fin se hicieron de
una obviedad insultante. La gente aplaudía y coreaba los estribillos con entusiasmo.
Pero yo me había quedado ensimismado con la bailarina y no participé. Me dio la
impresión de ser el único sobrio, el único pendiente del desarrollo de la fiesta y el
único consciente del apenas perceptible tránsito que se iba produciendo desde la
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elegancia más sutil hasta el desenfreno más procaz.
Cuando se lo comenté a Enrique respondió que, en su opinión, el suceso no había
tenido nada de extraño. Pero a mí sí me lo pareció. Sin duda fue harto curioso. Yo
conocía el desarrollo de otras fiestas similares y, aunque ésta transcurrió como casi
todas, hubo momentos mucho más intensos que en la mayoría de ellas. Tanto la danza
como los juegos de palabras finales fueron, ¿cómo decirlo?
más excitantes. Al
principio don Nuño dirigió a su señora, doña Beatriz, un largo poema cargado de
referencias cultistas en el que describía su ausencia del hogar y el amor que le
profesaba. Pero, conforme transcurría el festín, el tono fue tornándose cada vez más
grosero, sin que a nadie le importara, ni siquiera a la condesa, que respondía con
descaro a las procacidades. Finalmente todos reían y se golpeaban el pecho con los
puños. Fue como siempre y, también, como en cada ocasión, volví a sorprenderme
por la ambivalencia entre el amor platónico y la impudicia con la que los caballeros
viven sus relaciones con las damas.
Nos acostamos tarde y cuando conseguí acomodar mi cuerpo en un rincón cerca
de la chimenea, sentí que mi cabeza daba vueltas y sólo conseguía mantenerme en
cierta paz si cerraba los ojos. Cuando desperté, el fuerte dolor de cabeza me reveló
que la noche anterior no había permanecido ajeno a la juerga.
Estaba escrito el destino que esperaba a nuestros asaltantes antes de ser juzgados.
Desde el mediodía escuché un incesante claveteo que delataba la construcción del
cadalso. Por la mañana, estaba finalizado. Desde la ventana pude contemplar la
tétrica imagen de cuatro picotas o rollos nombre por el que se conocen aquí
alineados en el centro de una tarima de madera levantada en el patio de armas.
No obstante, se celebró el juicio. Al atardecer estaba todo dispuesto. Don Nuño
me pidió que me sentara a su derecha, entre él y Diego, su hijo mayor. La ceremonia
fue lenta y procelosa. Vinieron a declarar al menos cinco testigos además de nosotros
mismos. El veredicto fue unánime y la sentencia se cumplió al amanecer. Por la
noche fui a intentar consolar a aquellos pobres diablos, pero sólo uno admitió la
confesión. El resto me maldijo entre gruñidos e insultos, acusándose unos a otros de
haberse perdido perdonándonos la vida. Su imagen patética, desolada, meciéndose en
las horcas, muñecos rotos batidos por el viento, me persigue desde entonces.
Pasamos dos días más descansando en el castillo de los Somoza. Hablé con el
capellán y con el hijo mayor de don Nuño, Diego, quien me informó del resto del
Camino a Santiago. Después, con coquetería femenina, me enseñó su armadura
completa, espada y escudo. Más adelante se dirigió a su mozo de armas y le ordenó
ayudarle a ponerse la coraza, sujetando las perneras de cuero al dorso de su muslo y
espalda. Al tiempo me miraba de soslayo; quería mostrarme su destreza con los
pertrechos militares. El mozo peinó hacia atrás a su señor, y apenas éste se colocó en
la cabeza un casquete de lino, lo insertó bien adentro. Inmediatamente después le
acomodó otro grueso casco de cuero relleno con pelo de conejo y, tras ello, la
caperuza de la coraza con el protector del cuello, sobre la cual, le pondría, por fin, el
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yelmo de hierro templado. Luego dijo al mozo que le ciñera el cinturón de la espada,
le sostuviera el estribo del caballo y le llevara la lanza. Recalcó todas estas órdenes
para nosotros, para que entendiéramos su significado. También le hizo otras
advertencias sobre la manera de sujetar las cinchas de la silla, la hebilla del cinturón y
todas las otras correas. Yo, que sabía que sus palabras estaban destinadas a mis oídos,
me hice cortésmente el impresionado. Acariciando el cuello del poderoso caballo de
guerra, me dijo con orgullo:
En la próxima expedición acompañaré a mi padre. Llevo entrenándome dos
años. Sé sostener una lanza, blandir la espada y llevar a cabo un ataque a caballo
Es cierto confirmó el sargento de la guarnición, que estaba a nuestro lado.
Pelea bien a pie y montado. Aunque, admitidlo le dijo, debéis mejorar como
jinete, no hay nadie que luche tan bien como vos cuerpo a cuerpo, salvo, claro, su
padre. El otro día, en la instrucción reconoció, me venció con limpieza
Por la noche había tomado la decisión de tantear definitivamente a don Nuño. Si
mi intuición era atinada podía convertirse en un valioso aliado para la clarificación de
una intriga que ya estaba empezando a vislumbrar con nitidez. De ser ciertas mis
impresiones, el juicio a don Rodrigo implicaba bastante más que acreditar la verdad
sobre unos hechos dudosos. Como me había asegurado Miguel de Miranmón y
corroboraba ahora, el monarca castellano estaba haciendo tantos cambios en su reino
que no le faltaban enemigos. Sin embargo, por lo que llevaba visto, don Nuño no
formaba parte de ese pulso. Me precio de ser un buen fisonomista y, o bien Nuño era
un consumado actor, o bien la expresión de su rostro delataba una lealtad para con
Alfonso incompatible con la participación en una revuelta. Es más, al hablar
conmigo, Nuño se había alineado con claridad junto a su soberano. Estaba persuadido
de ello; en caso contrario, podía estar jugándome la vida.
Le informé de mis propósitos y me pidió que le acompañara a una pequeña
antesala de su dormitorio. Nos sentamos frente a la chimenea y paulatinamente le fui
introduciendo en mi conocimiento de los hechos. Quise actuar con cautela y
hablamos primero de las innovaciones legislativas y las transformaciones que se
habían introducido en la corte. Necesitaba confirmar mis impresiones. Cuando
comprobé que su opinión era favorable a los cambios «Son duros, pero
inevitables», me dijo con sequedad, le pregunté directamente qué pensaba de los
levantamientos de Vizcaya y Andalucía:
¿Qué voy a pensar? contestó abruptamente. He sentido pena por Diego
López de Haro, a quien apreciaba, pero creo que su posición de alférez de
Fernando III le hizo creer que podía maniobrar con su hijo Alfonso con excesiva
facilidad. Se equivocaba. Con Alfonso no se puede vivir de rentas ajenas. En cuanto a
la rebelión del infante Enrique, no hay mucho que decir. Es un intrigante nato y,
aunque no deseo mal a nadie, me alegra saber que estará fuera de la Península
muchos años. No creo que su hermano le perdone y le comprendo.
Era el momento. Después de disculparme por las prevenciones que había tomado,
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puse a don Nuño en antecedentes. Le dije que conocía parte del enredo de Rodrigo y
María Correa e iba a Santiago para averiguar sus pormenores. Aunque supongo que
le sorprendería escuchar mis palabras, su rostro no delató ni sorpresa ni el menor
reproche por mi comportamiento anterior. También en esto comprobaba que don
Nuño era un hombre de acción. Incluso su mente era práctica, poco dada a las
especulaciones innecesarias, atenta a los hechos.
¿Quién os hizo el encargo?
El obispo de Jaca, Guillermo. Antes, fui enviado por el rey Luis de Francia a
requerimiento de vuestro monarca. Provengo de la Abadía de Saint Denis, pero me
informaron de que debía venir a la corte de Toledo para una misión no demasiado
clara
¿Y bien?
Veréis respondí. Por lo que intuyo, se trata de dar a Alfonso X una especie
de asesoramiento sobre sus reformas. Pero ya os digo, las instrucciones no fueron
demasiado claras. En realidad añadí a modo de disculpa, quien me trasmitió el
encargo del rey, el canciller de la Universidad de París, no se distingue precisamente
por ser diáfano. En todo caso, no me molestó demasiado. Y además, no tuve tiempo.
No me dieron otra opción que realizar el viaje de inmediato.
Y lo que ocurrió, si no me equivoco me cortó don Nuño, es que en Jaca os
ordenaron desviaros a Santiago para investigar esta intriga
Algo así reconocí. Pero fue todo mucho más ambiguo. Al principio,
Guillermo, el obispo jacetano, trató de convencerme para viajar a Santiago como un
peregrino cualquiera, argumentando que había llegado a España demasiado pronto y
que el rey no me podría atender hasta el verano.
Una expresión extraña debió de pasar por mi rostro. Me miró con astucia. Luego
abrió los ojos y, con la mirada brillante, preguntó:
Ya, ¿y cómo averiguasteis lo que querían de vos?
Levanté las manos con ademán de fastidio y bajé la mirada, aprovechando para
examinarme las uñas.
Bueno, Guillermo empezó sugiriéndome que lo hiciera así, pero, como os
podéis imaginar, la situación no me gustaba. Había realizado el viaje desde París a
Jaca con toda la premura posible y, de pronto, me decían que eran innecesarias tantas
prisas. No concordaban los hechos levanté la mirada. Así que empecé a
cuestionar sus sugerencias. Pero él fue muy hábil. Al final acabó medio ordenándome
que realizara el Camino para darle en mano un mensaje al obispo de Santiago. No
obstante, continué insatisfecho. Sus explicaciones no bastaban. Seguí preguntándole
insistentemente hasta que por fin dije con expresión de triunfo concretó lo que
deseaba de mí
Ya veo susurró don Nuño. Ese taimado de Guillermo conoce su oficio. Si
no sabíais el objeto del viaje, no podíais traicionaros y, en consecuencia, delatar al
rey. Ahora bien, no entiendo su seguridad en que acabaríais averiguando los hechos.
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¿En qué se fundaba para confiar en que investigaríais por vuestra cuenta?
No lo sé a ciencia cierta. Supongo que conocía algo de mí y pensaba que si
iban dejando ciertas pistas como por azar, acabaría intrigándome y decidiría
investigar
No, eso no es lógico reflexionó el conde. Aun cuando fuerais el hombre
más curioso de la tierra y él lo supiera, sería demasiado arriesgado suponer eso. Tiene
que haber algo más
Decidme, ¿os acompañan sólo esos dos muchachos con los que
os encontré o hay alguien más?
Se lo expliqué. La manera casi casual con que me había indicado la conveniencia
de ser acompañado por una persona de su confianza. Y cómo, también casualmente,
pues no había otros hombres más apropiados disponibles, se le había ocurrido el
nombre de Pedro García de Velasco, un eremita retirado en San Juan de la Peña.
¿Pedro García de Velasco? No creo conocerlo
Sería difícil que así fuera. Es un hombre muy discreto y también de los más
efectivos que he conocido. Ahora se encuentra de camino a Asturias para buscar a un
mago que nos puede dar una de las claves para resolver la intriga
Don Nuño me miraba con expresión anhelante. Le precisé lo restante. La boda en
Estella, mi extraña conversación con Cárdenas y después con Miguel de Miranmón,
quien, a través del médico Leví, nos había puesto en la pista adecuada, el fallido
intento de envenenamiento, nuestro desvío en Sahagún, y finalmente, la decisión de
que Velasco fuera a buscar con Salomó Sabarra a Todrós, el otro mago.
Hablé mucho rato. Al terminar noté la boca pastosa. Sin embargo, don Nuño no
me interrumpió una sola vez. Se mantuvo tranquilo, a la expectativa, con el mentón
apoyado en la mano y los ojos prendidos en mis ademanes. De vez en cuando asentía
con solemnidad, y hubo un par de momentos en los que se levantó para dar la vuelta a
uno de los troncos de la chimenea o remover los rescoldos. Pero lo hizo sumido en
mis palabras, alentándome a continuar. Cuando acabé tenía la sensación de no haber
dejado nada en el tintero. Me equivocaba. Le había pormenorizado los hechos y él
necesitaba precisar los detalles. Tras hacerme multitud de preguntas, se dirigió al
balcón y abrió las contraventanas. El sonido que llegaba del patio resonó
instantáneamente. Por debajo del ruido, su expresión pensativa me indujo a creer que,
gracias a los nuevos datos, estaba extrayendo mayor riqueza de información que mis
conclusiones. Incluso consiguió identificar a Velasco:
Ese Velasco
¿no se tratará de un hombre grande y fuerte, de unos treinta
años, moreno, de expresión apacible? Un hombre que, aunque pasa desapercibido y
no parece demasiado ágil, se mueve como un gato y parece estar siempre por delante
de los acontecimientos
No habríais podido describirle mejor reconocí. Es ése, sin duda. ¿Le
conocéis?
Personalmente no. Pero he oído hablar a menudo de él. Lo he hecho utilizando,
creo, las mismas palabras con que me lo describieron a mí. Pero, tenéis razón, debe
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ser la misma persona. Es un hombre extraño. Parece ser que conoció al rey en la
campaña de Murcia, hace casi quince años. Desde entonces le profesa una fidelidad
perruna y lo ha empleado en las más diversas misiones. Por lo que me contáis,
deduzco que en San Juan de la Peña tenía otras ocupaciones y no era en absoluto un
eremita, como os dijeron. También creo que si se trata del hombre que os hablo, su
elección fue todo menos casual.
Ahora empezaba a entender. Comprendía, por ejemplo, por qué Velasco siempre
actuaba con tanta seguridad; por qué insistía en despreocuparme. Pero además,
entendía las causas por las que tomó las decisiones cuando debían ser tomadas. Ahora
cobraba sentido no sólo su aparente sumisión, sino también aquella sensación de
impotencia que a veces había sentido a su lado y empezaba a encajar la importancia
que el rey de Castilla concedía a todo aquel asunto.
Pero no fui yo sólo quien evaluó el grado de interés de Alfonso X. Don Nuño
seguía pensativo, y aun cuando pasaran por su cabeza imágenes similares a las mías,
su valoración debía de contener matices más consistentes. No bien hube terminado,
me habló de la siguiente manera:
Supongo que ya habéis asimilado, padre, que el problema al que os enfrentáis
supera con mucho al asesinato de Diego Pérez Arias. Aquí están en juego muchas
cosas y el juicio a Rodrigo no es sino una excusa. Ahora bien, si como insinuáis y
parece deducirse, se hubiera urdido alguna trama, sería necesario prepararse.
Se levantó de nuevo y se acercó a la lumbre. Pasó algunos segundos jugueteando
con un tizón hasta que se volvió frente a mí y dijo con voz reflexiva:
Sin embargo, sigo sin comprender por qué se obstina María en permanecer
callada. Ni qué obliga a Rodrigo a confesarse causante del crimen, salvo que sea su
verdadero autor. No consigo entenderlo
¡En fin!, supongo que esperabais de mí
alguna ayuda para resolverlo, pero de momento no os puedo aportar mucho
De pronto, se volvió y vino hacía mí. Señalándome con la mano, añadió:
Pero estad seguro de que lo averiguaremos. ¡Por cierto que os ayudaré! Y no
vamos a esperar mucho. ¿Cuándo pensáis partir para Santiago?
Yo había pensado hacerlo mañana mismo contesté con una cierta vacilación
en la voz.
Pues mañana será. Pero si no os importa, llevaréis un acompañante más en
vuestro grupo. No os lo he dicho antes, pero llevo horas dándole vueltas a la
afortunada casualidad de nuestro encuentro.
Pareció recapitular, pero añadió casi de inmediato:
Ahora debo deciros algo. Soy decidido partidario de afirmar la autoridad real y
he estado trabajando activamente para ello.
Volvió a sentarse para explicarme en detalle su papel.
El año pasado estuve en las Cortes de Vitoria dijo. El rey las convocó para
sellar el fin de las sublevaciones nobiliarias y la paz con Aragón y Navarra. Me hizo
un encargo especial: debía mantenerle al tanto de cualquier alteración que se
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produjera.
Una intuición pasó por mi mente:
O sea, que cuando nos encontramos en aquella aldea perdida
Efectivamente, venía de inspeccionar la frontera navarra prosiguió don
Nuño. Ya entiendo contesté impulsivamente.
En ese caso, o vos sois muy sutil o yo muy torpe respondió con ironía.
Le miré con extrañeza y se echó a reír:
Lo digo porque el viaje estaba envuelto en una excusa. En apariencia iba a
comprobar si había habido incursiones de los herejes cátaros en nuestro territorio
En realidad fui a ver a Teobaldo II, el joven rey navarro con voz socarrona, añadió
: En Pamplona dieron por buenos los motivos oficiales del viaje, no suponía que
las verdaderas motivaciones fueran tan obvias
Confuso por mi torpeza, traté de salir del paso preguntándole por sus objetivos
con Teobaldo II. Nuño no quería hacer sangre de la herida. Me sonrió afablemente y
continuó hablando:
Don Alfonso le hizo acudir a las Cortes de Vitoria para que le prestara
homenaje. Como imaginaréis, los nobles navarros no vieron con entusiasmo el
sometimiento de su rey al monarca castellano.
En otras palabras añadí, veníais de comprobar la situación sobre el
terreno.
Algo así contestó. También fui para intentar pacificar el ambiente, si
hubiera sido preciso.
¿Y no lo fue?
No. Ahora las cosas están más calmadas. No obstante, la herida de las
insurrecciones es tan reciente que bastaría cualquier pequeña fisura para volverla a
abrir. Y, según percibo, esta ocasión puede ser perfecta para los que buscan generar
agravios insatisfechos.
Con voz resuelta, concluyó:
Sí, decididamente, iré con vos a Santiago. Creo que os podré ayudar a
completar la información y evitar peligros. La gente no es idiota y no tardará mucho
en saberse vuestra verdadera misión. Aparte de que mi antigua amistad con Rodrigo
os puede servir para conseguir una explicación más satisfactoria.
Asentí con entusiasmo. Ciertamente, había sido un afortunado azar coincidir con
don Nuño en aquel pueblo perdido de Santa Colomba. Con él a mi lado, en efecto,
sería más fácil acercarme a Rodrigo; y sin duda, por su cuenta, podría averiguar otros
detalles a los que yo tendría acceso con más dificultad.
Después de ponernos de acuerdo, el conde pasó a la acción y al poco del alba del
día siguiente nos despedíamos de su familia. Decidimos tratar de mantener el
anonimato y cuando Nuño apareció, me costó reconocerle. Su poderoso caballo de
guerra había quedado en el establo y su cabalgadura tenía una apariencia todavía más
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discreta que la mía. Por lo demás, se había recortado la barba y vestía un humilde
sayal de peregrino. Era otro hombre. Recuerdo la mirada de incredulidad que
pusieron tanto Enrique como Luca al verle. Sin embargo, prudentes, optaron por
esperar acontecimientos y no abrieron la boca, tomando por natural tanto su
apariencia como su presencia entre nosotros.
Decidimos seguir fieles al itinerario compostelano. Durante el viaje hablamos
mucho y el mismo don Nuño nos informó de que en Foncebadón debíamos cumplir el
ritual peregrino, echando una piedra a los pies de una curiosa cruz de hierro situada
en una pequeña colina. Cerca, el importante burgo de Ponferrada también tenía su
origen en este metal, por estar su puente reforzado con grapas de hierro la Pons
Perrata. Dominada por un importante castillo templario, pasamos el tiempo
indispensable en sus calles, con una única idea en las mentes: recuperar el tiempo
perdido.
Un día después, entre los montes Aquilinos y la cumbre de la Aguiana, tuvimos
un encuentro pintoresco. Bajábamos por una ladera contemplando el río que se
deslizaba mansamente, cuando escuchamos un fuerte quejido. A nuestro lado yacía
un campesino. Mientras estaba subido a un árbol cogiendo fruta, se cayó y se rompió
una pierna. Fabricamos una pequeña parihuela y le trasladamos a su pueblo, situado a
poca distancia de un cruce de la calzada principal. Su mujer nos recibió alarmada,
pero le advertimos que el accidente tenía poca importancia. De todas formas, el
labrador se quejaba con intensidad. Avisaron a un médico cercano, que vino con
premura. Cuando le tocó bajo la rodilla y comprobó el percance, no perdió tiempo.
Encargó buscar una tabla lisa del tamaño de la pierna, y Enrique la encontró en la
cuadra. Tras limpiar la herida cuidadosamente, el médico le intentó encajar el hueso,
pero los fuertes músculos del campesino lo protegían, impidiendo la maniobra. Nos
pidió ayuda para sujetarlo. Su mujer le puso en los labios un poco de un licor
transparente llamado orujo para atenuar el dolor. Finalmente, con la ayuda de todos,
conseguimos encajar los extremos del hueso en su lugar. Luego el médico
confeccionó un cabestrillo con tiras de trapo y se lo ciñó al pie y tobillo. Por fin ató
ambos con la tablilla. Cuando finalizó su trabajo, le advirtió que debía estar
inmovilizado durante un mes. El aldeano, con expresión cansada, contestó:
En ese tiempo, ¿cuidaréis vos de mis frutales? ¿Daréis vos de comer a las
bestias y a mi familia?
El médico se encogió de hombros y se despidió. Por el camino hablamos con él y
nos invitó a cenar, permitiéndonos pasar la noche en el establo de su casa, al abrigo
del calor de las bestias. Era un hombre de mediana edad, de barba recortada, con los
ojos grises y la mirada escéptica. Hacía lo que podía, pero como señaló al final:
La mayoría de los casos son iguales al que habéis visto. En dos o tres días,
volverá al trabajo y la pierna no sanará nunca.
Aquélla era zona de fauna variada y don Nuño la conocía bien. Nos enseñó los
urogallos, que yo no había visto nunca, y otros animales como rebecos y lobos. Se
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trataba de una región aislada, que vivía en torno a sí misma, con casas características.
Las llamaban pallozas y su disposición era muy singular, pues no tenían chimenea, de
manera que el humo se filtraba a través de la paja del centeno y la retama del tejado.
Tenían un lar o lareira, cadena para colgar el puchero sobre el fuego, y, en el techo,
unas curiosas ruedas de madera donde se colgaba la matanza. Los muebles también
eran extraños. Por ejemplo, solían disponer de una tabla abatible para disponer la
comida.
De aquellas últimas jornadas recuerdo especialmente el aroma de los pinos y el
dormir en montones de hojas de haya en las chozas de los leñadores. Sin embargo,
echaba de menos el paisaje castellano, seco y duro, con sus mañanas admirables.
Aquellas vistas magníficas, en las que ningún obstáculo impedía que la mirada
abarcara el profundo horizonte. Si bien la primavera tocaba a su fin, en Galicia, las
tardes, al caer, eran menos claras; y el cielo, a pesar de estar limpio, era mucho menos
diáfano. En todo caso, cuando deteníamos nuestra marcha al atardecer me gustaba
sentarme a percibir el silencio y el reposo que destilaba cada terrón de tierra, cada
brizna de aire. Pero en ningún sitio como en Castilla la sensación de recogimiento y
quietud parecían formar parte del paisaje mismo.
Ascendiendo por las laderas de una montaña, entre valles surcados de riachuelos,
una mañana coincidimos con un grupo de vaqueros y acabamos compartiendo la
comida con ellos. Les preguntamos si ese año había mucho trasiego de gentes a
Santiago. El que actuaba de jefe, un hombretón de cara sonrosada, nos respondió con
simpatía:
Sí que vienen, sí.
Pero fue don Nuño quien puso el contrapunto, al afirmar orgullosamente:
Por esta calzada milenaria del Camino han cabalgado romanos, moros y
cristianos, reyes, arciprestes, buhoneros, trovadores, busconas, monteros y todos
cuantos han tenido necesidad de franquear el río por puerto seguro. Pero han
cabalgado, más que nadie, vaqueros como vosotros.
El aldeano sonrió agradeciendo sus palabras. Aunque no reconoció la condición
del noble tras sus vestimentas peregrinas, se sintió en la obligación de informarnos
sobre otras obligaciones y costumbres:
En el pueblo de Tricastela debéis coger un trozo de piedra caliza para llevarlo a
Castañeda, donde están los hornos de cal, contribuyendo así a la construcción de la
catedral compostelana. Todos los peregrinos lo hacen.
Cumplimos tanto esta tradición como la de Lavacolla, después de atravesar
Portomarín, donde había un torrente en el que los caminantes franceses se lavaban
sus partes y todo su cuerpo. Al cruzarlo, Enrique tuvo la desgracia de caer del caballo
y romperse una pierna. Tras entablillarle, le acomodamos en su cabalgadura y nos
dirigimos con presteza a Santiago ascendiendo al monte del Gozo, o Montxoi, desde
cuya cima se dominaban los muros de la ciudad compostelana. Mientras
contemplábamos por primera vez sus torres, cogí mi guía del peregrino en las manos
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y les leí las palabras de Aymerich:
Quien vea la catedral de Santiago,
aunque esté triste, se vuelve alegre.
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XI. EL MURO JACOBEO
Santiago de Compostela, junio-julio de 1257
El 20 de junio atravesábamos las puertas de la mítica Compostela. Rodeada de
montañas, la ciudad estaba presidida por la inmensa mole de la catedral. Entramos
por la puerta Francígena o de Francia, continuando por la rúa francesa hasta llegar a
Santa María del Camino. Buscamos hospedería y conseguimos una estancia para los
cuatro, limpia y acogedora. Ya instalados, envié un mensaje al obispo Teobaldo
Fortún, solicitando audiencia. En él explicaba que debía entregarle en mano una carta
del obispo de Jaca, el único objeto de valor que había logrado conservar en el
intervalo del asalto y la captura de los bandidos. Dos horas después, un joven diácono
me informó de que Su Eminencia me recibiría dos días después, a las nueve de la
mañana.
La catedral estaba al fondo de una gran plaza, ocupada tan sólo por un palacio en
su extremo derecho. No me impresionó desde fuera, pues era similar e incluso menor
que otros templos románicos de mi país. Sin embargo, a la entrada quedé estupefacto
ante la delicada perfección del Pórtico de la Gloria.
Con el paso de los días aprendí a amar aquel templo. Sobre todo desde fuera. No
sólo por sus mensajes, también por su apariencia, la catedral del Apóstol es una y
varias. Lo es ahora y estoy seguro de que lo será a través de los siglos. Aparece
distinta en las diversas horas del día y se debe de mostrar diferente con las estaciones.
En los días de nevada, la imagino levantándose blanca, con sus torres y cúpulas,
sobre la ciudad blanca. De todas formas, yo sólo la he visto bajo el sol o bajo la
lluvia. En tales ocasiones, se envolvía del mismo aire melancólico del resto de la
villa. Resultaba especialmente atractiva. De hecho, cuando la contemplaba desde
debajo de alguna casa, entre el ruido incesante del agua que caía de los canales sobre
la calleja, me parecía más subyugadora que nunca. Quizá porque la cortina de agua
sólo permitía adivinar una imagen vaga, o porque la lluvia cayendo sobre las piedras
transmitía una sensación especial de limpieza. O quizá porque el ruido natural
sustituía al murmullo humano. O será, en fin, porque en esos momentos podía
apropiármela y sentirla mía. Tal vez sea esto último, sobre todo porque Santiago es
una ciudad de multitudes, donde las riadas de peregrinos y el vocerío continuo de las
gentes te confunden a cada instante. No lo sé, pero creo que asociaré toda la vida mi
recuerdo de la catedral compostelana con las piedras mojadas. Y esta sensación tan
física me sorprende. Al fin, mi buen Enrique me estaba transmitiendo algunas de sus
cualidades. ¿Quién iba a imaginar que pensara conservar como recuerdo del sepulcro
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del apóstol Santiago una imagen como ésta?
El palacio del obispo Teobaldo era una hermosa mansión de piedra, construida en
la misma época del Pórtico de la Gloria por Gelmírez, el gran benefactor de Santiago.
En la puerta había muchos peregrinos y pobres esperando un plato de sopa. Me abrí
paso hasta la entrada y, tras identificarme, ascendí por una escalera muy ancha hasta
una puerta de bronce. Al llegar, un arcediano me introdujo en la antesala. Cuando
entré, el zaguán estaba en penumbra y me costó atisbar entre las sombras. Era una
sala grande, con un asiento de piedra labrado en la misma pared. Había bastantes
personas repartidas por la estancia, pero el grupo principal se congregaba alrededor
de la chimenea. Debía de tratarse de una grave discusión; estaban enfrascados en
torno al fuego y hablaban en voz baja y seria, unos con la indumentaria clerical y
otros con los costosos trajes de la pequeña nobleza. Al verme guardaron silencio y se
volvieron hacía mí, intentando reconocerme, pero pronto reanudaron su
conversación. Poco después me introdujeron en una habitación grande, destartalada,
en cuyo fondo se recortaba la silueta de Teobaldo Fortún, obispo de Santiago de
Compostela. Sentado frente a una mesa, firmaba documentos que un ayudante le
presentaba sin cesar. Después de esperar un par de minutos delante de él, levantó la
vista y me saludó con afecto:
Querido hermano Raoul, bienvenido a la ciudad del Apóstol me dijo,
dándome a besar el anillo.
Lo hice e inmediatamente le entregué la carta del obispo de Jaca. Ni siquiera la
miró. Conforme la recibía, la pasó a su ayudante.
Pero venid, sentaos conmigo.
Me acompañó a una esquina del salón y nos sentamos juntos, bajo un gran
ventanal del tiempo de la catedral compostelana. Le observé con atención. Se trataba
de un hombre alto, flaco, vestido de negro, de cara larga y expresiva, con los ojos
profundos y la barba rala. Casi calvo, con las sienes cubiertas de canas, caminaba
encorvado, pero al levantar la vista, destilaba inteligencia. Hablaba con frialdad,
pensando cada palabra, con una voz monótona y lenta. Y no se le escapaba nada.
Después verificaría que, más allá de esa sensación, tenía una personalidad
subyugadora en la que se aunaban las facultades superficiales y brillantes de los
grandes clérigos con la facilidad de dar color a detalles, relatar anécdotas, barajar los
últimos acontecimientos políticos, aplicarlos con audacia y, en definitiva, seducir a
quienes le oyesen. Pero eso fue mucho después. En aquella primera entrevista no
pude apreciar casi ninguna de estas cualidades.
Hablamos por espacio de una hora. Comprobé que conocía hasta el mínimo
detalle el encargo original y los beneficios que esperaban de él en París. Pero,
respecto a la nueva misión, se mantuvo ambiguo, sin querer tomar una postura clara
sobre el asesinato de Diego Pérez. Cuando traté de explicar mis pesquisas, me dejó
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hablar por un tiempo, pero al concretar mis sospechas, su cara se mudó en una
expresión impaciente y al fin cortó mis palabras con un ademán seco:
Mi querido Raoul, basta ya. Creo que no os han informado sobre mi posición
en el próximo juicio a Rodrigo García. Disculpadme, pero si la supierais no hablaríais
con tanta ligereza del asunto
Intenté protestar, pero contuvo mis palabras con un gesto duro, autoritario:
No, escuchadme. Se me ha designado para presidir la sala en la que se
enjuiciarán los acontecimientos sobre los que estáis hablando y mi posición me
obliga a mantener la imparcialidad. Os he dejado hablar, como he permitido hacerlo a
tantos otros. El caso ha sido y es demasiado comentado para que sea posible
permanecer ajeno a él. Ahora bien, todo tiene un punto de equilibrio. Ni puedo, ni
debo permitir sugestiones concretas sobre aquellos acontecimientos. No lo tolero a
personas allegadas al caso, así que menos puedo hacerlo con vos, que no tenéis nada
que ver con los sucesos. Os ruego que cambiemos de tema.
Pero le dije, sorprendido. ¿Y la carta de Guillermo, el obispo de Jaca?
¿Qué carta? respondió. Luego cayó en la cuenta. ¡Ah, sí!, la que me
trajisteis. La verdad, no le di mayor importancia. Supuse que se trataba de una simple
presentación y, como habéis podido comprobar, ya conocía las razones de vuestra
llegada. Pero, bueno, veamos esa carta.
Hizo un ademán a su ayudante y tras rasgar el lacre, leyó el contenido de la
misiva que guardé durante todo el viaje como el más precioso de los tesoros.
Mientras lo hacía, le vi asentir con la cabeza con gestos de corroboración. Terminó de
leerla. Su perpleja mirada gris se hizo aún más profunda. Se pasó la lengua por el
labio superior.
La verdad, no entiendo qué habéis querido decir hizo un ademán al aire,
exhibiendo el manuscrito. En la carta, tal como imaginaba, Guillermo os presenta
como enviado por la Universidad de París para asesorar a nuestro rey en Toledo. Me
dice también que, por indicación suya, habéis pospuesto vuestra llegada para
peregrinar a Santiago como un buen cristiano, y, por último, me pide que os ayude en
lo que esté en mi mano, cosa que haré con sumo agrado, pero ¿qué tiene todo esto
que ver con el tema anterior?
Aterrado, comprendí en ese instante el error. Teobaldo desconocía el encargo que
me habían hecho en Jaca y en la carta tampoco se desvelaba. De pronto pude
entender las razones del reservado comportamiento de Guillermo sobre el verdadero
motivo de mi viaje; finalmente sabía por qué hube de insistir para averiguar el
contendido de la misión. Y, sobre todo, asumía ahora, en ese instante, su verdadera
envergadura. Con esa revelación, de ahora en adelante, en Santiago tenía que aceptar
mi condición de simple monje dominico. Alguien que, en hipótesis, trabajaría en el
futuro al servicio del rey. Si, tal y como me lo habían ordenado, quería intervenir en
el juicio debía ingeniármelas para introducirme en él. Sin ayuda. Solo.
Era necesario reaccionar. Como pude, argüí una excusa para salir de la situación,
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buscando atropelladamente la forma de conseguir una vía para atravesar las
dificultades y poder entrar en la acción.
Me habéis entendido mal contesté con una media sonrisa. Pensando sobre la
marcha, continué:
Veréis, durante el viaje he oído hablar a menudo del asesinato de don Diego
Pérez y con franqueza, me ha intrigado sobremanera la historia. Si antes os hablé de
la carta, fue por suponer que en ella Guillermo os pediría que me prestaseis ayuda.
Me detuve y con una cierta solemnidad, añadí:
Pues bien, quisiera pediros algo
Sus ojos se achataron.
Vos diréis
Traté de afirmar la voz:
Quisiera que me concedieseis el favor de poder asistir al juicio de Rodrigo
García
Pareció relajarse.
Si sólo deseáis eso, considerarlo hecho. Yo mismo firmaré la autorización.
Hay algo más. De forma casual, he podido conocer ciertos datos que considero
útiles para el esclarecimiento del caso y, aunque imagino que todos ellos y muchos
más saldrán a relucir durante su transcurso, quisiera obtener de vos el favor de
intervenir si lo considerara necesario. Y quisiera añadí con la más seductora de mis
sonrisas que guardarais en secreto esta conversación.
El obispo, con expresión interrogante, chasqueó los dedos. No le permití
interrumpirme.
Supongo que es una precaución innecesaria continué. Pero si, como
intuyo, la información que he averiguado surge de manera espontánea durante la
vista, ¿qué necesidad hay de que se sepa que os he pedido mediar? Casi con
seguridad seré sólo un espectador. En ese caso, ¿para qué vamos a inquietar a nadie,
sobre todo en un tema tan debatido como éste, revelando una participación más que
dudosa?
Cierto reconoció. No conviene crear más causas de inquietud. Pero
tampoco logro entender la trascendencia de lo que hayáis podido saber por el camino.
El caso está bastante claro. El mismo Rodrigo lo ha reconocido así. La verdad, no os
comprendo
Sólo pido el beneficio de la duda. Ya os informaré más adelante. Ahora, como
bien decís, vuestra posición os impide escuchar consideraciones que vayan más allá
de los hechos. Pero os reitero mi ruego, permitidme la reserva de poder intervenir.
Permitidme que continúe mi pequeña investigación
Me miró con recelo, entrecerrando los ojos.
¿Qué queréis decir?
Bueno, es difícil de concretar, pero me gustaría hablar con Rodrigo García y
María Correa antes de que se celebre el juicio.
No necesitáis mi autorización para eso contestó pesadamente. Para hablar
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con Rodrigo basta con que os dirijáis a la prisión y lo pidáis al capitán que la
custodia. En cuanto a María, es su padre quien ha de permitirlo
No os estoy pidiendo permiso, simplemente os informo de que me propongo
hacerlo para que si estas visitas llegan a vuestros oídos, no os extrañe. Sólo eso. Lo
que sí os pido, repito, es que me concedáis la facultad de poder decir algo en el juicio
si lo considero conveniente.
Sus ojos me miraron con recelo. La idea estaba generando en él consideraciones
que yo no podía sospechar y me pregunté si no estaría actuando con precipitación.
Tras un instante pareció pensarlo mejor y adelantando los hombros hacia delante,
contestó:
Sois muy persuasivo, Raoul. Ya le dije a don Andreo que no veía el alcance de
vuestra posible aportación, pero
en fin, ¡sea! Intervenid si lo deseáis, yo os
autorizaré a ello. Ahora bien, os ruego que lo hagáis tan sólo si es verdaderamente
imprescindible. Esta historia nos trae en jaque a todos. Os confesaré que estoy
deseando que acabe cuando antes.
Abandoné el palacio de Teobaldo Fortún sumido en la perplejidad. Hasta
entonces estaba convencido de que en él encontraría el apoyo necesario para poder
dilucidar el misterio del asesinato, pero de pronto, esa posibilidad se evaporaba en el
aire. Tomé conciencia de mi soledad frente a los acontecimientos. Si participaba en el
juicio, sería a título particular. En todo caso pensé, contaba con suficientes
elementos como para sentirme optimista. El testimonio de los magos debería ser
suficiente para que Rodrigo saliera de su obstinado silencio y nos informara de lo que
había ocurrido. Y por si eso no bastara, existía la posibilidad de que lo hiciera el
capitán de Diego Pérez, la persona que les había contratado y despedido. Únicamente
faltaba por averiguar quién era aquel misterioso Andreo que había insinuado al
obispo que yo querría intervenir en el juicio. Al oír hablar de él le había preguntado al
obispo quién era, pero sólo obtuve silencio por respuesta y una mínima información
acerca de su cargo: pertiguero mayor de Galicia. En todo caso, imaginaba que don
Nuño estaría ocupándose de esos pormenores, y deseaba verle lo antes posible. Un
poco más animado pensé que pronto conocería los detalles que me permitirían
elaborar la estrategia definitiva.
No tuve que esperar mucho. Cuando regresé a la hospedería vi a Nuño sentado
tranquilamente en una mesa junto a la puerta departiendo con otros dos hombres.
Pasé por su lado y le hice un gesto de inteligencia que captó de inmediato. Pocos
minutos después nos encontrábamos en mi cuarto. Estaba impaciente por conocer las
novedades y no le di tiempo a preguntarme nada.
Nuño, querido amigo. Estaba deseando veros. Decidme, ¿habéis podido hallar
al capitán de Diego Pérez? Me miró con satisfacción.
Sí, Raoul, lo he hecho. No ha sido fácil, pero he conseguido encontrarlo y aún
más, asegurarme de que se encuentre a nuestra disposición para el futuro sonrió
para sí. Mis buenos dineros me ha costado, pero nos esperará.
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Según me explicó, se trataba, en efecto, de un soldado de origen portugués a
quien todos conocían por su apellido, Otero. Lo describió como hombre mal
encarado, robusto y vivaz, algo mayor, de pelo rojo y marcado por la cicatriz que nos
habían señalado. Conocía de oídas la reputación militar de Nuño y le había tratado
con deferencia. Le confirmó que, por orden de Diego Pérez, había contratado a unos
magos para trabajar en las inmediaciones del monasterio de Santa Clara; él mismo los
había despedido cuando constató que María Correa les había consultado. El
portugués estaba orgulloso de la inteligencia de su señor: había conseguido avivar la
curiosidad de la dama y fue capaz de suplantar a un adivino junto a otro compañero
de armas sin levantar la menor sospecha.
Otero estaba satisfecho del desenlace inicial del proyecto. Al principio, todo salió
según lo planeado. María se comprometió con Diego y Rodrigo no había desconfiado
por el insólito cambio de parecer. Sin embargo, nadie imaginaba el desenlace final. A
Otero le resultaba imposible que Rodrigo hubiera podido quitarle el arma a Diego y
asesinarle por la espalda, pero no tenía más remedio que aceptar el veredicto de los
hechos. Eso sí, confiaba en que Rodrigo recibiera pronto su merecido. Quería ver con
sus propios ojos el momento en que la soga ciñera su cuello. Don Nuño me dijo que
el soldado portugués se encontraba muy tranquilo.
No es ningún estúpido. Es consciente de haber participado en una trama que
pudo haber tenido consecuencias fatales para él, pero sabe que ahora eso ya no
importa a nadie.
Es verdad dije yo, aunque para mí sea fundamental, desde el punto de
vista de Otero, después del asesinato de don Diego, ¿a quién le puede importar el
medio que éste pudiese utilizar para comprometerse con María Correa?
Además, con aquellas gestiones Otero ha conseguido una jugosa recompensa.
De momento está sin empleo, pero no tiene prisa por conseguir otro. Según parece, el
compañero de Diego en la farsa ya le ha insinuado que le tomará a su servicio y
piensa con razón que no está nada mal pasarse unos meses descansando.
Yo apenas podía contener mi alegría.
¿Quién es? ¿Cómo se llama? le interrogué con impaciencia.
Es un buen conocido mío. O mejor dicho, de quien sé todo lo que hay que
saber es de su padre, Munio Fernández. Ha sido responsable del merinazgo de Galicia
durante muchos años, pero ahora ha sido sustituido por Rui Suárez. Este cambio
forma parte de la remodelación que el rey ha emprendido en la corte. ¿Recordáis? Os
hablé de ello en mi casa. ¡Y por cierto que éste lo apruebo! afirmó con énfasis.
Rui Suarez es un caballero cabal, mejor persona y seguro que mejor administrador
que Munio.
Yo estaba impaciente por descubrir el nombre. Le miré con gesto expectante.
Os advierto que la decisión ha sido muy criticada
Da igual, toda Galicia lo
apreciará en el futuro Nuño hablaba para sí. Ha de ser de esta manera; si se
quiere modificar ciertos hábitos sólo hay una forma de hacerlo. De nada sirven las
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medias tintas. O Alfonso actúa con decisión o no podrá cambiar nada
Se volvió hacia mí y pareció caer en la cuenta de mi ansiedad por saber el nombre
del acompañante de don Diego.
Disculpad si me desvío de lo que os interesa, pero me hierve la sangre cuando
veo a la gente protestar durante años por la administración del merinazgo y, ahora que
Alfonso sustituye a su responsable, parece increíble que algunos hipócritas se echen
las manos a la cabeza y le llamen osado
¿Cómo se llama? le interrumpí al fin.
¡Ah, sí! A lo que vamos, el caballero que acompañó a Diego Pérez haciéndose
pasar por mago judío es Garci Fernández.
¿Y cómo es? pregunté con una cierta impaciencia.
Parecido a como fue Diego contestó Nuño con tranquilidad. Buen
soldado, aguerrido y fuerte en el combate, pero débil de carácter y de tortuosa
personalidad. No he hablado aún con él porque he creído más oportuno informaros
antes, pero sé dónde localizarle.
Mientras tanto yo pensaba a toda velocidad. Así que el misterioso compañero de
Diego también tenía motivos sobrados para odiar a Alfonso X. Y además, su hermana
estaba casada con aquel Cárdenas que intentó envenenarme en Estella. Los hechos
iban concordando de forma cada vez más clara.
Habéis hecho bien le respondí.
Era el momento de darle a conocer mis novedades.
Esta mañana he averiguado, para mi sorpresa, que el obispo Teobaldo
desconoce mi misión y presidirá el tribunal que juzgue a don Rodrigo.
El conde no se extrañó demasiado. Intuía ese resultado tras su encuentro con don
Andreo.
Otra vez el mismo nombre. La conversación comenzaba a exasperarme.
¿Pero quién es ese misterioso don Andreo? le dije. Teobaldo también me ha
dicho que habló con él de mí y no sé quién es.
Nuño me explicó que ostentaba el cargo de pertiguero mayor de Galicia y, por
tanto, actuaba como agente real en la jurisdicción del señorío de la iglesia de
Santiago. Su misión había consistido en persuadir a Teobaldo para que no pusiera
inconvenientes a mis pretensiones pero, según le manifestó a Nuño, el obispo se
mostró poco receptivo con él. De ahí que no le sorprendieran mis palabras. Sin
embargo, como no podía ser menos, también quería saber todos los detalles de la
entrevista. Le informé pormenorizadamente y al final convinimos en que había sido
acertado posponer su visita a Garci Fernández. Las prioridades eran otras. Primero,
localizar a Velasco y los magos, que debían de estar a punto de llegar; después,
garantizar la asistencia de Otero por si fuera necesaria; y, por último, intentar hablar
con Rodrigo y María Correa para que éstos desistieran de su obstinado silencio y nos
contaran la verdad.
Hablamos durante mucho rato, planificando en detalle el desarrollo de los
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acontecimientos. Tal y como preveíamos que marcharían las cosas, teníamos motivos
sobrados para sentirnos animados. Si bien aquella mañana me encontré perdido al
comprobar que el obispo de Santiago desconocía mi misión, confiábamos en que los
datos recientes hicieran salir de su mutismo a Rodrigo. Por su parte, Nuño estaba
fatigado, pero también se encontraba a sus anchas pensando en las sorpresas que
podría deparar el juicio.
Incluso especulamos un rato sobre lo que debió haber ocurrido en la estancia de
María Correa, pero lo hicimos con un cierto espíritu de juego, guiándonos por
hipótesis inconfirmables, al menos entonces. Al fin decidimos cortar esa línea de
pensamiento. No conducía a nada y era hasta peligrosa. A pesar de mis simpatías
personales, mi posición me hacía sentir con orgullo que el encargo real era tan simple
como averiguar la verdad. Yo no estaba participando en ninguna trama, ni a favor ni
en contra. Únicamente debía confirmar hechos ciertos y facilitar que se hiciera
justicia. En consecuencia, quise evitar entrar en la peligrosa senda de las afinidades,
pues sé por experiencia que a veces anula el juicio y hace ver las cosas de forma
interesada.
A la mañana siguiente recibí un mensaje de Velasco. Salía de la posada cuando se
me acercó trastabilleando un buhonero desharrapado y borracho. Traté de esquivarlo
pero el hombre, en su torpeza, acabó por tropezar conmigo. Enfadado, le increpé por
su descuido, pero éste aprovechó el encontronazo para intercalar entre sus
balbucientes excusas que encontraría a Velasco en la hospedería del Puente de Roxos.
Dejó escapar el recado en un susurro. El asombro me dejó inmóvil. Volví sobre mis
pasos para averiguar que Roxos era una pequeña villa cercana a Santiago. Sin perder
un segundo, subí de nuevo a nuestra estancia para dar la nueva a Nuño.
Cuando entré, venía tan alborozado que no pude impedir que Enrique y Luca,
hasta entonces ajenos a nuestras últimas andanzas, se enteraran de la novedad. Nuño
les señaló con los ojos, intentando evitar la indiscreción, pero no pude o no supe
evitarla. Aunque ahora, al reflexionar sobre aquellos acontecimientos, compruebo
con pesar cuánto mejor hubiera sido haber continuado dejando a los muchachos al
margen, especialmente a Luca, entonces no me importó. De hecho, corregí al conde:
Da igual, e incluso es mejor que sepan todo, Nuño. A partir de ahora debemos
actuar con cautela y tratar de proteger nuestras pruebas le dije. Si exceptuamos
que Teobaldo ignorara mi misión, las cosas están marchando perfectamente.
Demasiado bien, en mi opinión. Vale más que seamos prudentes y utilicemos todos
los elementos que están a nuestro alcance
¿Qué insinuáis? me cortó Nuño, todavía con un punto de irritación en la voz.
Sonreí con suficiencia.
Lo obvio respondí. ¿No crees que sería buena idea que Luca nos
acompañase a ver a Velasco y se quedara al cuidado de los magos hasta el momento
del juicio? Faltan todavía veinte días para que se celebre y aún pueden pasar muchas
cosas.
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Mientras Nuño asentía rezongando y Enrique protestaba por mi elección,
intentando ser útil como fuera, traté de exponerles con claridad las ideas que
rondaban por mi testera. Durante el viaje Luca había demostrado con creces su
ingenio. Convenía mantenerlo como reserva para proteger una de nuestras pruebas
más concluyentes. En cuanto a Enrique, tumbado en el jergón e inmóvil desde su
desgraciado accidente, debía esperar en Santiago. «Seguro le dije que tendrás
más de una ocupación. De momento, sigue reponiéndote y no te preocupes, verás
cómo contamos contigo para otros quehaceres».
Por otro lado, el día anterior habíamos averiguado que Alonso Correa y su hija
María se encontraban descansando en una casona situada en las cercanías de Noia, a
orillas del mar, por lo que dispusimos ir a ver a Velasco para ponerle en antecedentes,
dejar con él a Luca, y continuar viaje hasta la casa de los Correa.
Por la tarde estábamos con el buen Velasco. Nos escuchó con tranquilidad,
confirmando nuestros planes con breves movimientos del mentón. Tras él se
encontraban Solomo y el otro adivino, Todrós, al que habían localizado sin dificultad
en Asturias. Era un poco más joven que Solomo, pero caminaba tan encorvado que,
visto de lejos, parecía tener diez años más. Casi calvo, llevaba una barbita
delicadamente recortada y se mantenía detrás de nosotros, con las palmas de las
manos unidas bajo la nariz, tratando de esconder una inquietud por lo demás bastante
evidente al observar cómo se las frotaba. Traté de tranquilizarlo, su testimonio sería
confirmado por otras personas y, en consecuencia, no corrían el menor peligro. Pero
ni él ni Salomó se conformaron con mis palabras, alegando tantas dificultades que
hube de prometerles una buena cantidad de dinero por su intervención. Velasco me
miró con expresión desaprobadora, pero, a esa altura de los acontecimientos, ya
estaba deseando pasar a la fase siguiente. Ni tenía tiempo ni ganas para entretenerme
en detalles nimios. Nos esperaban los Correa y deseaba volver cuanto antes, para
tener la ansiada entrevista con Rodrigo García.
Llegamos a Noia al atardecer del día 10 de julio. A la entrada del pueblo había
una pequeña posada y después de dejar nuestras cabalgaduras a buen recaudo, fuimos
a pasear un poco.
Todavía guardo en la retina la impresión que nos produjo el encuentro del mar.
Azul, inundado por el sol poniente, con la superficie llena de luces y de reflejos. Al
llegar al pie del acantilado nos quedamos callados, viendo extenderse los meandros
de espuma plateada, formados por el batir de las olas; la reverberación del sol en las
aguas inquietas arrancaba hermosos reflejos. Aún con la vista turbada bajamos a la
orilla del pequeño puerto. Algunos pescadores remendaban las redes, otros sacaban
las barcas a encallarlas en la arena, y los chicuelos jugaban descalzos y medio
desnudos.
Tuvimos suerte y sobre el mismo muelle cenamos sardinas y pulpo, bebimos un
vino ácido y fresco que llaman ribeiro, y hablamos durante horas. Nuño se explayó
relatando sus correrías guerreras, los años pasados en la corte e incluso algunos de
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sus sentimientos íntimos, esperanzas y anhelos. Yo le correspondí narrándole otras
tantas aventuras. Fue una de esas extrañas ocasiones en las que la conversación se
desenvuelve con tal naturalidad que sientes la presencia de un lazo invisible de
proximidad. Al final comenzaron a caer algunas gotas y decidimos retirarnos a
dormir. Caminando bajo la lluvia y los efectos de aquel peligroso ribeiro volvimos a
nuestro alojamiento con una euforia tan exultante como artificial.
Alonso Correa era un hombre aún joven a pesar de contar unos treinta y cinco
años. De ojos pardos, sereno, se veía que estaba acostumbrado a mandar. Se alegró
mucho al ver a Nuño, pero cuando le expuso nuestras pretensiones, cambió de
expresión. Yo me mantenía aparte, a la expectativa, dejándole hablar. Alonso escuchó
la intriga urdida por Diego para conquistar a María paseando con ímpetu por la
habitación, sin disimular su incomodidad.
¿Y eso qué cambia, Nuño? Tú sabes que Diego no era santo de mi devoción,
pero le prometí a María, cuando apenas era una niña, que no la obligaría a casarse
con alguien a quien no quisiera y he cumplido mi compromiso. Fue ella, y no yo, la
que eligió a Diego. Si él actuó tortuosamente, ahora ¿qué más da? Lo cierto, lo único
cierto dijo con indignación, es que Rodrigo asesinó a Diego por la espalda. Yo
mismo le escuché reconocerlo. ¿O no es así, María?
Su hija se había acercado a nosotros y escuchaba las revelaciones de Nuño con
expresión aterrada.
Llegó con tanto sigilo que me asustó. Mientras Alonso hablaba, la examiné con
atención. Casi una niña, tenía la cara muy triste. Los ojos verdes estaban encajados en
el rostro, adoptando una expresión de lejanía, como si estuviera pensando en algo
muy distante y perdido para siempre. El cuello era muy fino, delicado y pálido; más
pálido aún que las mejillas. Observé sus manos: dedos inmóviles, transparentes como
cirios y tan blancos que las uñas ponían en ellos unas manchas violáceas.
La miré con una sensación de dulzura en los labios. Busqué algo que decir y al no
encontrarlo, sonreí. La muchacha me examinó de reojo alguna vez pero tenía un nudo
en la garganta y no podía decir nada. Entre los párpados casi cerrados distinguí el
blanco de los ojos extraviados. Sus altos pómulos le daban un aspecto lánguido y los
labios rosados, largos, fueron adoptando un gesto grave que se transformó en estupor
al saber la manera en que fue conquistada. Yo la veía como un pajarillo que hubiera
venido a morir allí, sobre el mantel. Sin embargo, era muy bella. Obsesionante,
inolvidablemente bella. Al mirarla con detenimiento, comprendí con resignación que
ese lindo rostro pudiera ser causa de tantos desvelos.
Nuño y el padre de María seguían debatiendo con calma. De vez en cuando
Alonso me miraba con inquietud, preguntándose quizá por mi papel en todo aquello.
Cuando el conde acabó de comentarle todo, él volvió a levantar su mirada fría hacia
mí, interrogándome con los ojos. Decidí ser sincero y le expliqué el alcance de mi
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misión. Al referirme al desconocimiento del obispo de Santiago sobre la dimensión
de mi encargo, comentó con un suspiro irónico:
No me extraña. Ese hombre ha llegado donde está por la fuerza del viento y no
por la de su voluntad.
Nuño no debía de ver claro mi proceder, me miraba con expresión de duda y me
hacía gestos como implorándome discreción, pero interrumpí su actitud:
Espera, Nuño, sería arbitrario e injusto ocultar la verdad a los Correa. La
verdad
dije mirando a María. En realidad, sólo perseguimos eso. Saber lo que
pasó
Es cierto, María continuó Nuño. Como te dirá tu padre, el rey no pretende
sino hacer justicia. Ahora bien, auténtica justicia, recta, íntegra, escrupulosa con los
hechos.
Y hablando de eso le interrumpí, ¿no tienes nada que contarnos,
muchacha?
Alonso meneó la cabeza en señal de aprobación y la miró. Aunque ella estaba
como ausente, la pregunta pareció tocarle el lado realista. Se irguió en el borde de la
silla y sostuvo nuestra mirada. Después, abatida, la bajó y se volvió hacia mí, pero
sus ojos eran otra vez duros y vacíos, como agujeros. Tenía las manos cerradas con
tanta intensidad que las uñas debían herirla. La miré tratando de mantener una
expresión grave e imagino también que sin saber esconder mi pena. Su aspecto, de
tan frágil, invitaba a prodigarle atenciones cariñosas. Estaba muy delgada. Tras los
puños prietos, se adivinaba una fibra especial en los dedos largos y húmedos, pero
muy al fondo. En ese instante sólo demostraban la crispación de la impotencia.
Al fin, se levantó de repente y se marchó envuelta en un silencio corrosivo. Dio
unos pasos, pareció cambiar de idea y se quedó quieta, de espaldas a nosotros. Sin
embargo, no llegó a pronunciar una palabra. Sentí su cuerpo en tensión, concentrado,
a la defensiva. La vi inclinar la cabeza de un lado a otro, absorta en sus pensamientos;
creí escuchar un suspiro sombrío e incluso adiviné una mueca de impotencia, pero lo
único que pude constatar es que, tras alguna pequeña duda, echó a andar con decisión
hacia el interior de la casa.
Alonso nos miraba ácidamente. Se encogió de hombros y señaló la puerta por la
que había desaparecido su hija.
Ya lo habéis visto dijo con voz resignada. Yo no puedo hacer más. Sólo os
diré una cosa. No soy ningún imbécil y sé que hay algún secreto en esta historia, pero
únicamente pueden desvelarlo quienes estaban allí. Y por lo que respecta a mi hija
añadió abruptamente, no toleraré la menor presión.
Pobre muchacha dijo Nuño con voz comprensiva.
Alonso pareció tranquilizarse. Se acercó al conde y le cogió suavemente del
brazo. Vive como en tinieblas nos dijo. Ni habla, ni come, ni vive. Ha perdido el
interés por todo y cuando la veo deambular por las estancias como una sonámbula,
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me siento inerme como un recién nacido con un suspiro apesadumbrado, añadió:
Antes, su rostro estaba iluminado por una sonrisa permanente, pero ahora es otra
persona. Hemos venido a esta casa con la esperanza de que el aire del mar le hiciera
recobrar la salud, pero ya veis cómo se encuentra
Su cabeza se hundió todavía más. Nuño hizo un gesto para indicarme la
conveniencia de marcharnos sin despedidas. Le hice caso y nos levantamos en
silencio, pero no llegamos a abandonar la habitación. Mientras abría la puerta, Alonso
dijo a nuestras espaldas:
Sólo puedo prometer una cosa parecía haber recobrado el temple. Durante
estos días he estado dándole vueltas a la supuesta obligación de que María asista al
juicio. Aunque en teoría está forzada a hacerlo, he dudado si alegar razones de salud
sin llegar a tomar una decisión. Pero hoy lo he visto claro. El día 26 de julio
estaremos ambos en la sala. Será la última oportunidad de que ella y Rodrigo nos
aclaren las dudas.
Era bastante. Echamos a andar sin responderle. Fuimos en silencio. Al fin, en un
recodo del camino, Nuño me habló con pena de su amigo:
No sabes cómo ha adelgazado. Me ha impresionado su mirada lánguida y la
palidez de su rostro bajo la barba. Parece como si otro hombre hubiera tomado
posesión de su cuerpo. Te parecerá mentira, pero si lo hubieras conocido antes, dudo
de que lo hubieras reconocido ahora.
Su voz era pensativa. Antes de encerrarse en un mutismo dolorido, que duró todo
el camino, agregó a modo de consuelo para sí mismo:
Esperemos que la brisa marina les siente bien.
Asentí con gravedad, sin saber qué contestar. Luego, aunque el aire estaba
templado, empezó a lloviznar y aceleramos nuestro paso hasta llegar a la posada.
Preparamos nuestros enseres y nos pusimos en camino. Sobre nosotros caía la
misma lluvia, ligera, persistente, de la noche anterior. Cabalgamos callados,
pendientes cada uno de sus imágenes particulares. Yo iba dando vueltas a lo que me
parecía obvio después de haber visto a María y había sospechado siempre. Ese estado
de inconsciencia sólo tenía sentido si ella había participado directamente en los
hechos. En cuanto a la actitud de Rodrigo, era perfectamente explicable en un
caballero con su sentido del honor. Pero sabía que no debía compartir esas conjeturas,
tenía la certera sensación de que Nuño y Velasco pensaban de la misma forma y
hubiera sido deshonroso manifestarlo en voz alta. Aunque no compartiera
exactamente su punto de vista sobre los deberes de un caballero, era consciente de
que con ese debate no ganábamos nada. ¿Qué más daba quién fuera el autor material
de los hechos? Lo importante era salvarlos a ambos. Traté de ahondar en otra línea de
pensamiento, especulando con la idea de mantener otra entrevista con el obispo
compostelano. Desde el principio me había costado aceptar su ignorancia. «¿No sería
factible pensaba que cambiase de opinión si conociese los testimonios que iban a
prestar los dos adivinos judíos y el capitán de don Diego?». Alentado por esa
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posibilidad, expuse a Nuño mi idea. Lo discutimos y al fin se mostró de acuerdo en
intentarlo de nuevo. Luego permanecimos en Roxos el tiempo imprescindible para
informar a Velasco. Por la noche, estábamos de nuevo en la hospedería de Santiago.
Sin embargo, Teobaldo Fortún no respondió en la forma que esperaba. Me habló,
eso sí, de la corte de Toledo y Sevilla, sobre la inutilidad de las revueltas nobiliarias
del año anterior y hasta se explayó analizando las posibilidades de Alfonso en la
pugna por la corona imperial. Aquel día conocí tanto al clérigo mundano como al
hombre frío, al negociador que trataba los hechos de forma objetiva, sin nexo moral
con las personas o las cosas que eran materia de su trabajo. Aunque Alonso lo había
descrito cruelmente y, por consiguiente, esperaba menos de su inteligencia, esa
ausencia de compromiso, esa aparente neutralidad, le permitió mantenerse a
distancia, a salvo de cualquier sospecha por mi parte.
Le obligué a escucharme. Debía conocer los hechos. Tan sólo le oculté mi íntima
convicción sobre el desarrollo de los hechos y las razones de mi periplo hasta
Compostela, argumentando que, al principio, conocí detalles del caso por casualidad
y luego, picado por la curiosidad, decidí seguir investigando. Pasado el primer
momento de estupor, el obispo se levantó de su mesa y fue hasta la ventana.
Permaneció así un rato, mirando a través del cristal. Luego decidió obviar el
tratamiento, se me acercó y me señaló con un dedo:
Hablas de dos supuestos magos de los que no he oído hablar nunca. Y además,
judíos
Con franqueza, Raoul, yo no comparto las simpatías de nuestro rey por esa
raza y, en principio, dudo que su testimonio vaya a cambiar algo. Ahora bien, tal y
como lo cuentas, la historia es sin duda inquietante. He visto varias veces a Otero y
Garci Fernández era, efectivamente, uno de los mejores amigos de Diego.
¿Entonces?
Sigue resultándome increíble que te hayas enterado por casualidad de estos
hechos, como afirmas, pero así será. De acuerdo. Debo reconocer que tus inquietudes
están fundadas. Me has convencido de la conveniencia de tu intervención. Ahora
bien, por muy coherentes que sean los argumentos, he de hacerte una seria
advertencia
Su cara pareció achicarse y endurecerse. Apoyó una mano sobre mi brazo.
Continuó:
La ley castellana es tajante sobre estos asuntos. Te prevengo, Raoul, si medias
en el juicio más vale que estés seguro de probar lo que plantees. Si de tus palabras se
deduce alguna duda sobre el honor de cualquier caballero, éste tendrá el derecho de
poder lavarlo, retándote en combate. De nada te valdrán los hábitos.
¿Qué costumbre es esa? pregunté en tono irónico.
Una muy antigua que siempre ha sido respetada. Si un hombre es acusado en
un juicio y se demuestra que la acusación es infundada, bien porque así se acredite o
bien, recuérdalo Raoul, simplemente porque no pueda probar lo que dice, el ofendido
tiene derecho a tomar venganza y puede matarlo en combate.
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¿Aunque sea clérigo?
Ya me has oído antes. Es una ley sin excepciones que nos afecta a todos,
incluso al rey.
Sostuve su mirada durante un tiempo, tratando de dominarme y dominar la
situación. Intenté sonreír, pero fue un triste fracaso. Incliné la cabeza en silencio.
Es una tradición extraña, pero parece razonable contesté con todo el aplomo
que pude. Os agradezco la información.
Ya suponía tu sorpresa. Pero así ha sido siempre en este país. Creemos que el
acusador es quien ha de probar su declaración y no el acusado su inocencia. Se
estableció esta ley para prevenir las calumnias. De esa forma, si un caballero escucha
cualquier murmuración sobre él, puede obligar a quien la haya pronunciado a
ratificarla o a desdecirse en juicio público
Ya os dije que me parecía razonable.
Se acercó a mí, pisando las losas con suavidad felina. Me miró por encima del
hombro y, mucho más obsequiosamente, añadió:
Te digo esto, Raoul, porque tus palabras encierran una dura acusación contra
Garci Fernández. Aseguras que conspiró con Diego; dices, nada menos, que se hizo
pasar por un adivino judío para engañar a María Correa. Son inculpaciones muy
serias. Estoy seguro de que las rebatirá invocando pruebas. Y en el caso de que no
puedas confirmar punto por punto lo que digas, también puedo asegurar que exigirá
una reparación. Pues bien concluyó, quiero que comprendas que si se
desarrollaran los acontecimientos de esa forma, no tendré más remedio que
concederle el derecho al desagravio. Y eso, amigo mío, es condenarte a una muerte
segura. Garci es uno de los mejores caballeros de la región y está perfectamente
entrenado en la batalla. No le durarías un solo minuto
Todavía aturdido por el resultado de la entrevista, acudí con Nuño a ver a Rodrigo
a la prisión. Estaba situada al sur de la ciudad, detrás de una torre fortificada. Se
trataba de un edificio de piedra largo y estrecho, sin ventanas. Delante de ella se
extendía una explanada vasta y oscura, barrida por el viento. Nos enfrentamos a las
ráfagas secas y frías caminando de prisa y con la cabeza baja.
Al llegar, vimos que la única abertura era una sólida puerta de madera con clavos
de hierro. Después de llamar, la puerta se abrió tétricamente y entramos a una sala
que destilaba polvo acumulado y putrefacción. A derecha e izquierda, pude
vislumbrar varios compartimientos separados por paredes de cascotes, pero no nos
fue posible pasar de un recibidor estrecho. Dos soldados bien pertrechados nos
obligaron a detenernos. Desde el fondo, un hombre sentado en una pequeña silla nos
preguntó qué queríamos:
Estamos aquí para ver a don Rodrigo García contestó Nuño con energía.
Permitidnos pasar.
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Hoy es imposible, señor contestó el carcelero. Se ha acabado el tiempo de
visitas. Debéis volver mañana.
¿A qué hora?
¡Oh! Eso es difícil de precisar respondió con voz meliflua. Las normas
cambian de día en día. Pero venid y os indicaré si es hora de visita o no lo es
Basta ya le interrumpió Nuño. Dinos el precio por verlo ahora mismo.
Pero ahora es imposible, mi señor. Ya os lo dije. Tengo un empleo que
mantener y si me descubrieran incumpliendo las normas, podría perderlo
El carcelero se levantó y vino hacia nosotros con los brazos colgantes y paso
inseguro. Las articulaciones de sus rodillas y tobillos eran abultadas y rígidas, al
parecer, por la artritis. Desde su inclinación perpetua, nos miró ansiosamente, con los
ojos entrecerrados. A su vez, Nuño le miraba con fiereza manteniendo el pulso.
Está bien retrocedió haciendo una mueca que intentaba hacer pasar por una
sonrisa. Sé reconocer a un hombre importante en cuanto lo veo. Me arriesgaré a
permitiros pasar, pero
os costará caro.
¿Cuánto? rugió Nuño.
El carcelero se puso el nudillo del pulgar derecho entre los dientes y arrugó la
cara como un conejo.
Cinco monedas de oro contestó rápidamente.
¿Cinco? Tomad dos y no me hagáis perder más tiempo, bribón del demonio.
El hombre cogió velozmente las monedas e hizo un ademán a los soldados para
que nos permitieran pasar. Inclinado hacia delante, arrastró sus pies, cogió una vela
grande y nos condujo por un corredor hasta una escalera estrecha. En el trayecto no
pronunciamos una sola palabra. En eso oí como un grito ahogado a mi izquierda. Me
di la vuelta. Tropecé con algo en el suelo y me agaché para evitar caerme. Toqué pelo
con las manos y sentí una inmensa arcada recorrer mi organismo. Pero logré
sobreponerme y bajar con rapidez los escalones. Abajo había una pequeña sala donde
esperaban Nuño y el siniestro encargado. Sonreí al primero con turbación
Es la segunda celda de la derecha. Avisadme cuando queráis salir.
Luego, sin decir otra palabra, el carcelero empezó a subir las escaleras.
¡Eh, espera! Necesitamos luz, maldito rufián. Déjanos tu vela.
El hombre se volvió tranquilamente.
Mi vela. ¿Por qué habría de dárosla? Si la queréis, vale otra moneda de oro.
Nuño le miro con rabia. Sin ganas de discutir, sacó de su bolsa una moneda y se
la tiró a los pies. Un instante después, con la vela en la mano, atisbamos con
aprensión hacia donde nos había indicado. Bajo el tenue resplandor vislumbramos
varias puertas, aseguradas por fuera con barras de hierro. Llegamos a la celda. Nuño
levantó la barra de su abrazadera y la apoyó contra el muro. Después abrió la puerta y
avanzamos hasta una reja. Dentro la oscuridad era total y se olía un tufo repugnante.
¿Quién es? preguntó una voz.
Don Rodrigo, soy Nuño Somoza y vengo acompañado de Raoul de Hinault, un
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clérigo francés. Acércate, venimos a hablar contigo.
No tengo nada que decir contestó Rodrigo. Ya te lo dije cuando me
visitasteis en la otra prisión.
Haz el favor de acercarte, Rodrigo
Escuchamos el tintineo de las cadenas por el suelo. A la luz de la vela, que Nuño
mantenía en alto, vi por primera vez a Rodrigo. Llevaba el pelo largo y la barba le
llegaba hasta el pecho. No obstante, a pesar de que su ropa estaba hecha jirones y
hedía a orines, me estremeció el contraste entre la palidez de su rostro y el brillo de
sus ojos.
¿Quién sois? dijo, dirigiéndose a mí. No os conozco.
No me podéis conocer respondí con la entonación más cordial de mi voz.
Como te ha dicho Nuño, mi nombre es Raoul y provengo de la Universidad de París,
en Francia. He sido reclamado por vuestro rey Alfonso a la corte de Toledo, pero,
antes de llegar, me han encargado que verifique las circunstancias de la muerte de
Diego García. Lo que ocurrió en realidad insistí con énfasis, para que trate de
hacerlo valer en el juicio contra vos.
Rodrigo respondió con una sonrisa cansada.
Supongo que ya os habrán contado lo que pasó. ¿Por qué creéis que estoy aquí?
En todo caso, os diré lo que he repetido hasta la saciedad. No tengo nada que añadir a
la acusación formulada contra mí.
Espera un poco le dijo Nuño. Debes saber, Rodrigo, que este hombre ha
averiguado muchas novedades que quizá te hagan cambiar de opinión. Escúchale con
atención
Con voz tranquila empecé a enumerarle todos los detalles que habíamos
conseguido indagar. Luego Nuño me quitó la palabra y le explicó la intriga urdida por
Diego gracias a los adivinos, así como la forma en que habían conseguido alejar de él
a María Correa. El testimonio de Otero nos confirmaba los hechos, y nuestra
convicción de que ocultaba algo. Nuño se dirigió a Rodrigo con voz paciente,
reiterándole los argumentos con perspicacia. Finalizó diciendo:
Debes entender Rodrigo, que tu juicio no es sino una excusa para intereses de
otro tipo. Si todo el reino está pendiente de su desenlace es por algo. Piensa que tu
hermano mayor, Juan, ha sido encumbrado por el rey a uno de los más relevantes
cargos de la corte y ahora se rumorea incluso que será nombrado Adelantado Mayor
de la Mar. Tampoco olvides los honores que han recibido tus hermanos Fernán y
Alfonso. Comprende que si resultas condenado, se cuestionarán los nombramientos.
Y con ellos, volverá a tomar fuerza el descontento de muchos nobles. Recuerda las
revueltas del año pasado, ¿te gustaría que se repitieran por tu causa?
Le miramos con expresión anhelante. Negó con la cabeza. La tenue luz de la vela
apenas bastaba para iluminar su cara, pero pudimos verle debatirse en su interior,
dando vueltas a las novedades. Permaneció en silencio. Nosotros mantuvimos
nuestros ojos en los suyos, esperando sus palabras.
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Dices que habéis estado con Alonso Correa. ¿Visteis a María?
Sí, Rodrigo, la vimos.
¿Cómo se encuentra? ¿Está bien? preguntó. Hablaba con lentitud y de vez en
cuando le temblaba la voz. ¿Qué dijo cuando se enteró de la maquinación de
Diego? No he sabido nada de ella durante este tiempo, ha sido la peor tortura que
pudieron imaginar. Dime, Nuño, ¿qué te contó?
El conde reconoció que también ella se había obstinado en guardar silencio y
apenas pudimos sacarle unas pocas palabras. Por lo demás, se encontraba bien de
salud y su padre nos había confirmado que ambos acudirían al juicio contra él.
Rodrigo le miraba con ojos graves, absorbiendo cada palabra. Viendo que persistía en
su silencio, don Nuño insistió de nuevo.
Por favor, Rodrigo, cuéntanos la verdad de lo que ocurrió aquella tarde
¿La verdad? ¿Cuál es la verdad? respondió Rodrigo con voz baja y ahogada
. Os agradezco lo que me habéis contado, pero no insistáis. No voy a decir nada
más. Tengo derecho a ello.
Se había rehecho sin darnos tiempo a aprovechar el momento de debilidad.
No, no lo tienes contestó irritado Nuño. No, cuando están en juego
intereses más importantes que tu propia vida. No, cuando sabemos que estás
mintiendo.
Nuño le cogió de los hombros a través de los barrotes y le movió con fuerza:
Respóndenos, Rodrigo.
Éste se dejó zarandear sin oponer resistencia. Luego debió de pensar algo, porque
vi proyectarse hacia delante su labio inferior y la mandíbula, transformando la forma
de la cara en algo deforme y feo. Observé cómo sus puños se crispaban y los nudillos
se ponían blancos. Luego inclinó su torso hacia la puerta y bajó la cabeza,
encogiéndose de hombros.
Miré a Nuño en silencio, tratando de expresarle que no había nada que hacer. Pero
el conde era persistente. Esperó a que Rodrigo levantara su mirada fría hacia él y
cuando sus ojos se encontraron, le miró con intensidad. Rodrigo hundió todavía más
la cabeza y empezó a retirarse al fondo de la celda.
Os ruego que me dejéis tranquilo. Os repito por última vez que no diré nada
sobre la muerte de Diego.
Nuño, que no debía de sentir la mínima satisfacción por esa pírrica victoria en la
pugna de miradas, trató de detenerle:
Espera, Rodrigo, no te vayas todavía el timbre de su voz adquirió un tono de
complicidad al añadir con intención: Sabes muy bien que comparto tu sentido del
honor, pero dinos al menos si se te ocurre alguna idea que debamos conocer en
relación con el proceso.
Nuño sabía que había llegado hasta el límite y permanecimos expectantes.
Enfrente, el rostro de Rodrigo se mantuvo inmóvil como el bronce durante un
momento largo. Finalmente, sacudió la cabeza y respondió con acento hosco:
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No.
Retrocedió hacia la oscuridad y le perdimos de vista. Dirigiéndome al vacío, me
despedí de él. Un instante después, lo hizo también Nuño. Luego, volvimos sobre
nuestros pasos y cuando estábamos colocando la barra de hierro en el travesaño, le
oímos decir:
Adiós, Nuño. Te veré el día de mi condena.
El conde, furioso, colocó con ímpetu el pasador y salió despedido hasta la
escalera. Yo seguí como pude la luz de la oscilante llama de la vela hasta que
atravesamos la planta baja y salimos al aire libre. Nuño seguía caminando a grandes
zancadas por delante de mí. Le dije que me esperara y di una pequeña carrera hasta
ponerme a su lado, pero él mantuvo su ritmo. Andaba con brusquedad, como
intentando desahogar su impotencia en la energía física. Mientras tanto, yo empezaba
a comprender que la aventura no se prometía tan feliz como ingenuamente había
pensado dos días antes. Si Rodrigo no aportaba algo nuevo en el juicio, por mucho
que demostráramos que Diego había conseguido comprometerse con María mediante
engaños, no valdría de nada. Desesperado por el callejón sin salida en el que, en
apariencia, nos encontrábamos, pensé que no había otra solución que hablar con
Garci Fernández, el otro falso mago. Cuando se lo comenté a Nuño, pareció salir de
sus ensoñaciones y se detuvo, mirándome con severidad.
No veo la utilidad, ¿de qué nos servirá hablar con él? Aun cuando admita
haberse disfrazado de adivino, ¿crees que ese testimonio podrá ayudar a Rodrigo? Y
eso, suponiendo que reconozca algo, lo que es más que dudoso. Además, con ello le
estarás avisando de que pretendes acusarle en el juicio. Sigo sin comprender el interés
de esa visita. Con sinceridad, creo que ni contestará a nuestras preguntas.
Es posible reconocí. Pero ¿qué podemos perder? Quizá sepa algo y se
traicione. En todo caso añadí con voz impotente, es lo único que se me ocurre
para poder ayudar a este pobre muchacho.
Me detuve. Tal y como había temido, mis simpatías personales estaban
empezando a influir en los juicios. Me maldije interiormente.
Quiero decir rectifiqué, para poder averiguar los hechos. Porque no sé qué
pensaréis vos, Nuño, pero yo estoy cada vez más persuadido de que Rodrigo miente
para proteger a María. Desconozco los detalles, pero lo que ocurriera en aquella
habitación es demasiado terrible para que se atrevan a confesarlo.
También yo estoy convencido. Ya os dije que nunca me cuadró esa escena con
su actitud anterior. Luego, cuando habéis probado la maquinación, he confirmado mi
presentimiento. Pero, ya veis, no hay nada que hacer. No hablarán.
Volvió la cabeza para mirarme y yo acabé por sacudir negativamente la mía.
¡En fin! continuó Ñuño, supongo que tenéis razón y no podemos hacer
otra cosa que intentar sonsacar algo a Garci Fernández. Pero me extrañaría que
consiguiésemos algo substancioso.
Sin otra opción en la cabeza, encaminamos nuestros pasos al palacio de los Eanes.
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Nuño había estado otras veces y marchaba con paso firme, sorteando los obstáculos
de las estrechas callejuelas de Santiago. La casa era un buen edificio de piedra, pero,
al estar construido en un callejón atestado de tenderetes, apenas destacaba. Antes de
llegar a la puerta, vimos salir a una dama de mediana edad acompañada de una
sirvienta musulmana y Nuño se dirigió a ella sin pensárselo dos veces. Se trataba de
Ana Eanes, la madre de Garci, e iba discretamente ataviada. Después de saludarse
con afecto, negó con la mano y nos informó de que su hijo no se encontraba allí, sino
en una iglesia cercana, escuchando misa con Jaime, su hermano pequeño. Nuño se
despidió cortésmente de la mujer y emprendimos el camino de la iglesia, pero un
sirviente nos detuvo cuando apenas habíamos andado unos pocos pasos:
No le busquéis en ninguna iglesia. Su madre cree que ha ido porque desea que
sea así y a él no le cuesta trabajo complacerla. Pero Garci las aborrece. Dice que son
viejas y sombrías y, perdonad, padre, pero también dice que los curas sólo saben
hablar de los terrores del infierno. Estará en el castillo de su padre
Con todo, fuimos a la iglesia y Nuño le buscó entre los fieles. Intentó reconocerlo
desde atrás, pero era difícil. El templo estaba oscuro y, al principio, resultaba
complicado distinguir la cara de la gente en la penumbra. Al cabo de un momento,
sus ojos se acostumbraron y localizó a Jaime. Lo señaló con discreción. Estaba en el
lado sur de la nave, cerca de las primeras filas, junto a varias damas y hombres de
armas. Nuño me hizo una señal y abandonamos la iglesia para esperarlo en la puerta.
A la salida nos confirmó que Garci le había acompañado hasta la puerta y se había
despedido en dirección al castillo.
Pero, por favor nos suplicó, no digáis nada de esto a mi madre.
Nuño, sonriendo, le prometió mantener la boca cerrada.
Es curiosa la vida me dijo por el camino. La esposa de Munio vive
dedicada a la oración y se pasa la vida en la iglesia, entre confesores, capellanes y
obras de caridad. Y, por lo que veo, su hijo menor sigue sus pasos. Por el contrario,
tanto Munio como Garci, ya lo verás cuando los conozcas, no piensan en otra cosa
que no sea el dinero y las empresas militares.
¿Conocéis bien a Munio?
Ya lo creo. Es un hombre muy práctico, de carácter retorcido. Odia a su mujer
y trata con desprecio a Jaime, pero pone mucho cuidado para evitar ofenderlos.
Ahora, después de haber ocupado tantos años el merinazgo mayor de Galicia, ha
conseguido fortuna propia, pero vivió mucho tiempo de la dote que aportó Ana al
desposarse. Y en cuanto a ésta continuó reflexivo, no pienses que, por vivir
rodeada de sacerdotes, es la típica beata sin temperamento. Tiene personalidad; es
una organizadora nata y no suele pasársele nada por alto. Ya ves concluyó, sabe
que ha perdido a su hijo mayor, Garci, pero no renuncia a Jaime
¿Y la hija, la que está casada con Cárdenas?
Esa no cuenta. Nunca ha sido muy lista
Pero ¿y Cárdenas?
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Cárdenas es un oportunista nato. Apoya a Munio por conveniencia, pero podría
estar del lado de la madre de igual modo.
No me ha dado la impresión de tanta pugna soterrada contesté.
Pues es así afirmó Nuño con énfasis. Pero saben mantener las apariencias.
Si te digo la verdad, Raoul, no conozco a otro matrimonio más dispar que éste, ni a
hermanos tan diferentes
Al día siguiente, después de haber preparado nuestros caballos, nos pusimos en
camino. Era una mañana clara y fría, más propia de comienzos de primavera que de
la estación en la que estábamos, pleno estío. El monte, la tierra mojada, los campos
verdes y, a nuestras espaldas, la ciudad inmensa y parda, resplandecían al sol,
avivados tras la lluvia caída en la última noche.
El castillo de Munio Fernández distaba casi ocho leguas de Santiago. Avanzamos
con paso ligero, sin apresurarnos demasiado. A medida que nos acercábamos, Nuño
me explicó que se trataba de una fortaleza importante. Munio, obsesionado siempre
con la seguridad, había transformado la obra primitiva con diversos añadidos.
No sé de dónde habrá sacado el dinero para acometer una obra tan costosa. A la
muerte de su padre, este castillo estaba medio en ruinas. Si lo hubieras visto entonces,
te costaría reconocerlo. Te digo esto para que comprendas los beneficios que pueden
obtenerse del cargo de Merino Mayor. Así entenderás mejor su irritación con el rey
por haberle depuesto.
Vimos la fortaleza mucho antes de llegar, primero envuelta en la niebla y después,
destacando contra el horizonte. Al llegar a un pequeño promontorio desde donde se
dominaba la imponente silueta, Nuño sujetó las riendas de su caballo.
Sobre nosotros, unas pocas nubes blancas, deshechas en harapos, ondeaban al
viento y los vencejos parecían ir en su busca, jugando reiteradamente a ascender, caer
y remontarse de nuevo.
Observa la profundidad de los fosos me dijo. Me habían hablado de ellos
y, desde luego, parece exagerada, pero es indudable que, con esas dimensiones, no se
podrá acercar nunca una máquina de guerra a más de quince pasos. Luego, fíjate: ha
cubierto la rampa de acceso con un voladizo de piedra y hecho excavar debajo un
pasadizo subterráneo, sembrado de obstáculos para proteger a los soldados que entren
de cualquier ataque del exterior. ¿Lo ves, Raoul?, la entrada está a la derecha del
puente levadizo, marcada por un alfiz.
Confirmé con la cabeza, mientras Nuño seguía hablando:
Está muy bien pensado. Es tan estrecho que obliga a caminar en fila. De esta
forma, evita sorpresas y puede identificar y, en su caso, repeler a cualquier
indeseable.
Es impresionante. ¿Qué dimensión tiene ese pasadizo?
Unos setenta pasos. Está construido de forma paralela a la muralla, pero luego
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se desvía en un brazo más estrecho que conduce al recinto interior. Porque ésa es otra
agregó riendo. Ha reforzado ese recinto como en los krak de Tierra Santa.
Cuando entremos, verás de lo que trata. O mejor, lo veremos los dos, porque yo no lo
conozco acabado. Pero es, sin duda, un modelo muy sagaz.
Viéndole divertido analizando la arquitectura militar, le pregunté cuál era la
originalidad de esa medida.
El concepto, como todas las buenas ideas, es bastante simple. Se trata de
construir un talud de refuerzo junto a la muralla, en paralelo a ella, pero en vez de
caer a plomo sobre el suelo, desciende en forma de rampa, formando un ángulo
agudo con la tierra, mientras que en lo alto delinea la curva de las torres.
Ya entiendo, se trata de dificultar los trabajos de zapa.
Más que eso. Si los zapadores superan el obstáculo, al llegar a lo alto se
encuentran en el aire, con un foso frente a ellos y bajo torreones circulares en los que
rebotan sus proyectiles.
Al acercarnos recordé las advertencias del obispo compostelano. El hijo del
constructor de aquella fortaleza debía de ser un buen soldado. Poco tendría que hacer
frente a él. Nos acercamos al centinela de la entrada y, después de identificarnos,
fuimos admitidos sin más requisitos. En el interior del círculo inferior, protegidos del
exterior por murallas de tierra, estaban las cuadras, las cocinas y los talleres. Reinaba
un ambiente tranquilo, pero Nuño desconfiaba. Dejamos nuestros caballos al cuidado
de un palafrenero y nos dirigimos al salón de la torre del homenaje, donde, al parecer,
se encontraba Garbi. Así era. Le encontramos en el extremo más alejado, jugando a
los dados con un grupo de caballeros de su edad entre los que me pareció reconocer a
Cárdenas.
Nos vio acercarnos desde lejos. Noté cómo nos observaba con detenimiento,
esbozando una media sonrisa. Cuando estábamos a cuatro o cinco pasos de su grupo,
se puso en pie:
¡Don Nuño Somoza! ¡Qué agradable sorpresa! Hacía mucho tiempo que no os
veíamos por aquí con cara de satisfacción, añadió: ¿Qué os parecen las
modificaciones que hemos realizado en el castillo?
Nuño arrugó el entrecejo al oírle hablar en plural.
Impresionantes, sin duda. Tu padre matizó ha construido la fortaleza más
segura de Galicia.
Sí, eso creemos nosotros había perdido la sonrisa. Nuestro maestro de
obras estuvo en Tierra Santa combatiendo en la última cruzada y ha copiado algunas
de las soluciones de los krak.
Tengo referencias de esas moles. Se lo venía contando a Raoul, mi
acompañante, a quien te quería presentar
Garci me miró por encima del hombro, con expresión desdeñosa. Era un hombre
joven, apenas pasada la veintena, de rostro agraciado, rubio y con la barba bien
cortada. Llevaba puesta la cota de mallas, pero iba cubierto por una túnica blanca
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hasta la altura de las rodillas.
¿Raoul de Hinault? repitió en voz alta. He oído hablar de vos. No os
extrañéis, Santiago es una ciudad más pequeña que París y las novedades duran poco.
Afirmé suavemente pensando en Cárdenas, a quien busqué con la mirada sin
éxito. Al mismo tiempo, Nuño, viendo a su grupo de amigos detener la partida y
escuchar atentamente nuestras palabras, le cogió del brazo para sugerirle que nos
apartásemos de ellos.
Queremos hablar contigo en privado.
Garci Fernández nos condujo a través del salón hacia una pequeña puerta que
comunicaba con las escaleras. Subimos hasta la cubierta de la torre, y allí, sin más
compañía que un soldado que permanecía en el interior de su garita, nos preguntó qué
deseábamos.
Se lo expuse con mucho cuidado, tratando de hacerle hablar. Para ello, intenté
darle la impresión de haberme enterado por casualidad de la argucia empleada para
suplantar a unos magos y fingí desconocer que habían sido contratados por ellos
mismos. Zalameramente, le comenté la gran amistad que había demostrado con el
fallecido Diego Pérez.
Y eso añadí, sin mencionar los reflejos que demostrasteis, aprovechando
la coyuntura de que esos adivinos trabajaran en las inmediaciones del monasterio de
Santa Clara.
No sé quién os ha podido contar tal hatajo de mentiras contestó seco. Lo
que decís resulta divertido y hubiera podido estar bien, sobre todo si, como
consecuencia de ese ardid, al final se hubieran casado Diego y María Correa. Pero,
como debierais saber, Diego fue cobardemente asesinado por Rodrigo García, y no
me gusta que venga nadie a verter insinuaciones maledicentes sobre su memoria.
Nuño trató de suavizar la tensión.
Bueno, Raoul asegura que se lo han confirmado esos magos en persona.
Sin embargo, Garci no ocultó su irritación. Abrió las manos en ademán de
desdén, exclamando:
Me extraña mucho que nadie haya podido confirmar tal cosa. ¡No sé qué
confianza os pueden merecer unos malditos adivinos, pero, desde luego, a mí,
ninguna! Vos veréis dijo, dirigiéndose a Nuño a quién debéis creer, si a unos
miserables judíos o a mí.
Miré a Nuño con intención. También lo había percibido. Aprobó con el mentón.
Respondí en su nombre:
Perdonad, Garci, yo no he mencionado la procedencia de esos magos, ¿cómo
sabéis que eran judíos?
Su rostro se turbó repentinamente, pero fue sólo un instante. Se dio la vuelta y se
detuvo frente a mí, encarándome con una mirada de dura sospecha. Se movía como
un luchador, con sus manos grandes curvadas hacia dentro. Luego, de forma
paulatina, fue serenándose. El golpe había precipitado en él una segunda personalidad
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y me preguntaba si podríamos aprovechar la contradicción.
Lo he supuesto contestó a la defensiva. No sé cuántos adivinos habrá en
Francia que no sean judíos, pero aquí lo son casi todos. ¿O no es así, Nuño?
Aunque ya desde ese instante comprendí que, pasado el momento de debilidad, se
había repuesto, y, en consecuencia, no iba a sacar mucho de él, traté de insistir en el
mismo tono suave. Pero, como imaginaba, se estaba creciendo. A las siguientes
preguntas contestó cada vez más altivo, riéndose a carcajadas en más de una ocasión
ante mis veladas alusiones. Al final, la cara se cerró como un puño y, obviando por
primera vez el tratamiento, me advirtió con voz amenazante:
Te diré algo. Mira, francés, no sé quién eres ni qué deseas. Has venido a mi
casa acompañado de un querido amigo, y por ese motivo he contestado tus preguntas,
e incluso olvidaré tus ambiguas palabras. Ahora bien, si persistes en esa lí nea, tendré
que olvidar mi hospitalidad e invitarte a abandonar estos muros.
Se acercó hasta un paso de mi rostro, y, desde una distancia segura, blandió el
dedo índice en el aire:
Te lo advierto solemnemente, Nuño es testigo. Ten mucho cuidado en farfullar
otra vez insinuaciones calumniosas sobre la memoria de mi buen amigo Diego o
sobre mí mismo.
La próxima vez que lo hagas, te exigiré que pruebes cualquier afirmación. Si no
lo haces, Nuño puede explicarte cuál es el procedimiento en este país.
Se detuvo y miró al vacío como si fuera a añadir algo más. Pareció pensarlo
mejor.
Y ahora, si me perdonáis, debo volver con mis amigos. Disculpad si no os
acompaño hasta vuestros caballos. Hemos estado hablando mucho tiempo y les debe
extrañar mi tardanza.
Y dirigiéndose a Nuño, le dijo:
Otro día os enseñaré con detalle las reformas que hemos hecho en el castillo
enfatizó el plural. Ahora debo regresar. El centinela os indicará el trayecto.
Salimos cabizbajos, incapaces de comprender la inexplicable seguridad con que
se expresaba el joven Garci. Es verdad que nuestras conjeturas sólo permitían probar
la intriga urdida para conseguir que Diego se comprometiera con María. También era
cierto que necesitábamos el auxilio de Rodrigo. Sin él no podíamos avanzar un paso
para resolver la causa de la muerte de Diego. Ahora bien, ¿por qué negaba
rotundamente Garci haber suplantado a los magos? Tampoco tenía tanto que perder.
Otero actuó con lógica cuando le confirmó esos datos a Nuño, quitándoles toda
trascendencia, pues ¿a quién podía importar, a estas alturas de los acontecimientos,
cómo se hubiera conseguido un compromiso matrimonial que nunca se consumó?
¿Quién iba a cuestionar ese detalle cuando el novio había sido asesinado por el
antiguo pretendiente de María Correa? No conseguía entender el comportamiento de
Garci Fernández. Nuño, a mi lado, mantenía la misma mueca de incomprensión.
Volví a mis reflexiones con inquietud.
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Lo único claro de todo aquello, la única causa que podía justificar esa
seguridad
Esa arrogancia sólo tenía sentido si
Nuño debió de llegar a la misma conclusión que yo. En ese instante se quedó
parado y me cogió impetuosamente del brazo.
¿Los magos?
En eso estaba pensando. ¿Crees que puede haberles pasado algo?
Sobraban las palabras. Nos miramos aterrorizados y, sin perder tiempo,
descendimos hasta las cuadras para ensillar nuestros caballos. Tardamos casi cuatro
horas en recorrer las nueve leguas que separaban el castillo de Munio Fernández y
Roxos, pero antes del anochecer vi a Nuño descabalgar a toda velocidad y dirigirse
corriendo a la pequeña casa de las afueras, que Velasco, por mayor precaución, había
arrendado cuando volvimos de Noia. Yo iba un poco rezagado y le contemplé entrar a
grandes zancadas por la puerta. Todavía con el pie en el estribo escuché sus primeros
juramentos. Corriendo, me encaminé yo también a la casa.
Dentro, el espectáculo era terrorífico. Frente a mí, sentado en una pequeña silla, a
la izquierda de la sala, la barbilla exánime de Luca reposaba sobre el pecho. Me
acerqué a él y tras el cuello, observé el puño de una daga firmemente hundido en su
espalda. Un pequeño ventanuco, detrás, mostraba el camino que debieron de utilizar
los asesinos para sorprenderle. Nuño, desde el piso alto, me llamaba sin cesar. En un
estado de total desconcierto, subí a contemplar el resto de la fechoría. Tumbado en un
jergón, la cara de Solomo tenía la expresión de terror de quien intenta reaccionar
inútilmente al estrangulamiento. Sobre el cuello y la sábana, un fino cordel se
desparramaba indolente.
Nuño no podía dar crédito a sus ojos. Maldiciendo sin parar, se desgañitaba
jurando tomar venganza de aquello. Yo me acerqué con parsimonia a su lado, sin
poder aceptar los hechos. Miré por toda la estancia y, de pronto, caí en la cuenta de
que faltaban los cuerpos de Velasco y Todrós. Rápidamente, volví sobre mis pasos y
regresé al piso bajo. Tampoco estaban allí:
¡Nuño! ¡Nuño! voceé. ¿Has visto a Velasco o a Todrós, el otro mago?
Un par de segundos después llegó su respuesta.
Aquí no están. Ven, busquémoslos fuera de la casa.
Sin embargo, a pesar de que recorrimos minuciosamente el pequeño jardín y los
alrededores, no encontramos el menor rastro de ellos. Escudriñando por encima de
unos matorrales, Nuño, más tranquilo, me informó de que el ataque debió de ser
perpetrado aquel mismo día, pues los cuerpos no estaban fríos. Al instante caímos en
la cuenta del peligro. Era necesario salir lo antes posible de aquel lugar. Si, como
parecía, los crímenes no habían sido descubiertos, corríamos el peligro de ser
acusados nosotros de haberlos ejecutado. Por suerte, era ya noche cerrada y la casa se
encontraba a más de cincuenta pasos de cualquier otro lugar habitado. Desandamos el
camino con cautela y, tras ensillar los caballos, nos dirigimos a Santiago.
Completamente desalentados, los únicos que agradecieron el cambio de ritmo fueron
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las pobres bestias, que venían casi agotadas después de galopar sin descanso desde el
castillo de Munio Fernández.
Todavía no habían terminado las sorpresas de aquella jornada. Al llegar a la
posada, sin ánimo para nada, destrozados física y moralmente, ascendimos a nuestro
cuarto con la intención de descansar, aun a sabiendas de que nos sería imposible
conciliar el sueño. Yo creía que mi capacidad de asombro había tocado su límite, pero
fui incapaz de contener un grito de alegría cuando vi a Velasco dormitando en mi
lecho. ¡Velasco! ¡Te creía muerto! ¿Dónde has estado? ¿Qué ha pasado? Acabamos de
regresar de Roxos, y de ver a Salomó y Luca asesinados. Dinos pregunté excitado
, ¿qué ha ocurrido?
Calmaos, maestro contestó con voz baja mientras se desperezaba. Por
desgracia, sé tan poco como vosotros y todavía estoy impresionado por la muerte de
nuestros compañeros.
¿Cómo ha sido? pregunté con impaciencia.
Esta tarde me ausenté unos minutos para comprar provisiones. Llevábamos dos
días en la casa aguardando pacientemente y no habíamos percibido ninguna señal de
peligro.
¿No viste ninguna cara nueva en el pueblo? dijo Nuño.
No, Roxos es una aldea pequeña y ya conocía a casi todos sus habitantes. Al no
hallar ningún motivo de alarma, me había tranquilizado. Pensé que debíamos
avituallarnos un poco, porque se nos estaban agotando los víveres. No obstante, por
precaución, llevé a Todrós conmigo y dejé a Salomó al cuidado de Luca, pero,
cuando regresamos, encontramos la misma escena que debéis haber visto vosotros.
Vuestro amigo Luca con una daga clavada en la espalda y Salomó, con huellas de
haber sido estrangulado mientras descansaba.
Ambos escuchamos sus palabras con pesar.
Los asesinos fueron muy profesionales aseveró Velasco con un cierto deje de
admiración. No debieron ni verlos. Luca parecía descansar con placidez en una
silla y Salomó estaba tumbado en su jergón. Creo confesó con pesadumbre que
no sintieron la muerte hasta que les cayó encima. No había la menor señal de lucha.
Supongo que desde que entraron en la casa hasta que les mataron no debieron
transcurrir más de unos pocos minutos
Me quede atónito. Pues ¿no parecía sino que Velasco se complacía con la
diligencia de esos canallas? Él debió de entender la transformación que experimentó
mi rostro mientras le miraba.
Maestro, estos detalles son más importantes de lo que suponéis. Demuestran,
para empezar, que nos enfrentamos a hombres decididos, con la fuerza y los
instrumentos necesarios para llevar a cabo sus planes.
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Nos dejó un tiempo para asimilar la hondura de su razonamiento.
Y hemos recibido sólo un aviso
¿Cómo? ¡Un aviso! ¿Te parece que matar a traición es un aviso?
En mi opinión, así es. Hay que aceptar las cosas como son. Y yo las veo de esta
forma. Primero, si hubieran querido podrían habernos sorprendido también a
nosotros; segundo, los hechos acreditan tanto el peligro al que estamos expuestos
como, y esto es lo más importante, que están dispuestos a acabar con cualquier
prueba con la que creamos contar.
Sin embargo, todavía contamos con el testimonio de Todrós contesté
inmediatamente. Y tú, Nuño, ¿acaso no sabes dónde está Otero? ¿No dijiste que, si
lo necesitábamos, podrías localizarlo sin problemas?
Sí, creo conocer su paradero respondió el conde. Le di una buena
recompensa con esa condición. Ahora bien, tras los últimos sucesos no podría
asegurar que le encuentre donde le dejé
Claro está confirmó Velasco. Otero jugó con vos, Nuño. No le importó
confesar algo que sabía no iba a tener la menor repercusión y, de paso, se ganó una
buena cantidad de dinero.
Y tras un instante de reflexión, añadió dirigiéndose a mí:
Sois demasiado ingenuo, Raoul, yo siempre he pensado que eso era todo lo que
ese capitán portugués haría por nosotros. Nuño, ¿no afirmasteis que esperaba ser
tomado al servicio de Garci Fernández? ¿Acaso creéis que va a declarar en contra de
su futuro señor? No, desengañaos, amigos, Otero no ha pensado nunca testimoniar a
nuestro favor. Es mucho más simple, vio una manera fácil de ganar unas monedas y
os manipuló a su conveniencia.
Quizá tengas razón, Velasco contesté cada vez más hundido. Pero ¿y
Todrós? ¿Estará contigo, verdad?
Algo así. En realidad, se encuentra mejor protegido que si estuviera a mi lado.
Está escondido en la judería, con los miembros de su comunidad. Allí no corre
ningún peligro. Están habituados a las dificultades y pueden esconder a un hombre
durante meses, sin que se sepa nada de él.
Testificará en el juicio, ¿no? le interrumpí.
Ésa es otra cuestión respondió sombrío. Está muerto de miedo. Mientras
veníamos a Santiago, miraba continuamente a izquierda y derecha, viendo enemigos
por todas partes. Sólo se tranquilizó un poco cuando le dejé en manos del nasí, el jefe
de su comunidad. Éste me garantizó que, por intermedio suyo, podría ver a Todrós
cuando quisiera, pero dudo que ahora piense lo mismo.
¿Por qué no habría de permitirlo? repuse. Le salvaste la vida.
Eso mismo dijo el nasí. Estuvo muy obsequioso conmigo, agradeciéndome con
todo tipo de melindres haber salvado a un miembro de su religión. Pero yo los
conozco. Son negociadores natos y no les cuesta nada pronunciar palabras. Sin
embargo, pensad un poco; ahora Todrós les habrá contado que él ya había sido
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precavido y se encontraba a buen recaudo cuando fui a buscarle a Asturias. Les habrá
explicado que pretendemos involucrarle en un pleito que no tiene el menor interés
para ellos. Daos cuenta de que queréis utilizar la palabra de un judío para contradecir
a un noble
Naturalmente, Velasco tenía razón. Hasta entonces yo había considerado la
intervención de Todrós con excesiva ingenuidad. De hecho, me sentía tan simple
como un niño sorprendido haciendo una travesura.
Deben de estar debatiendo sus posibilidades continuó Velasco. Y, con
sinceridad, no albergo muchas dudas. Supongo que a estas horas o, cuando mucho,
mañana, Todrós saldrá de la ciudad camuflado entre las mercancías de algún
mercader. Lamento decir esto, Raoul, ojalá me equivoque, pero sospecho que hoy he
visto por última vez a ese hombre.
Pero, si imaginabas esa actitud rebatí con desgana, ¿por qué le llevaste a
ver al nasí? ¿No había otro sitio donde esconderlo con seguridad? Y, por favor, deja
ya el tratamiento, llevamos demasiado tiempo juntos y hemos pasado demasiadas
cosas, para aceptar que me sigas hablando con esa distancia.
De acuerdo asintió. Y, por lo que respecta a lo primero, te contestaré
claramente: no, no había otro sitio. Y además, en todo caso, ¿qué podíamos perder?
Si el objetivo era garantizar su seguridad, más me valía hacerlo de una manera
convincente. Si ahora Todrós es poco útil, mucho menos lo sería muerto. Pero no es
sólo eso. La única posibilidad de conseguir que colabore con nosotros es
protegiéndolo con eficacia, demostrándole que estamos de su lado.
¿Y si no quiere hacerlo? pregunté.
Que no querrá matizó Nuño.
¿Cómo le vamos a obligar? concluyó Velasco. No, Raoul, desengáñate
Traté de hacerle patente mi disgusto con una mirada entre la impotencia y la
resignación. Su voz delataba una mente más serena.
Hay algo claro continuó. Si Todrós declara en el juicio, ha de hacerlo por
convencimiento propio. Es mejor dejarle tomar la iniciativa, hacerle sentir que
confiamos en él, apelando a su sentido del honor. De todas formas añadió con tono
pensativo, reflexionad un poco. Si ya estábamos en una posición en la que él iba a
hacer lo que quisiera, ¿no te parece mejor darle facilidades? Nos guste o no nos guste
concluyó pesadamente, va a decidir según los dictados de su conciencia. Por
consiguiente, prefiero que piense que hemos sido honestos con él. Eso, aparte, repito,
de no contar con medios para garantizar su vida. La verdad, no me gustaría llevar
sobre la conciencia el peso de otra muerte
Se detuvo, para recuperar el aliento. Continuó:
Por otro lado, ¿os habéis parado a considerar un poco los asesinatos? ¿Quién
tenía interés en impedir testimoniar a los judíos? ¿Quién podía saber que estábamos
en esa aldea?
La pregunta me dejó helado. Traté de poner en orden las ideas, pero no tuve que
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esforzarme demasiado. La respuesta llegó por su propio peso: ¡Teobaldo! ¡El obispo
de Santiago! De nuevo tenía razón. Sostuve su mirada durante un tiempo, tratando de
dominar la situación. No obstante, estaba cansado y como prematuramente
envejecido. Me volví hacia ellos, recorriendo sus siluetas sin verlos. Estaba rendido,
literalmente derrotado. Todos los esfuerzos se habían frustrado. Había que admitirlo.
Si después de la primera visita al obispo salí un poco desconcertado por su aparente
ignorancia, ahora cobraban sentido sus palabras. Teobaldo estaba en nuestra contra
desde el principio. Sólo así se explicaba la arrogancia impertinente con que nos trató
Garci Fernández; sólo así se entendía la facilidad para localizar a los magos judíos y
el asesinato de Luca y Salomó. Pues, ¿quién, si no él, conocía estas circunstancias?
Debía ser realista, todo estaba perdido. Si antes, con la ayuda de los adivinos,
teníamos una ligera esperanza de esclarecer la verdad puesto que el testimonio
decisivo dependía de Rodrigo o de María, ahora, sin ellos, se desvanecían todas las
posibilidades. Desconcertado por los acontecimientos, reflexionaba intentando hallar
una salida.
De pronto, una imagen se me apareció con total nitidez. Suspiré, pasándome una
mano por la frente.
En realidad les dije, entornando los ojos con un esbozo de sonrisa que no
lograba asentárseme en los labios contamos con algo seguro. Lo único que
podemos asegurar, o mejor dicho, que puedo casi confirmar, es la amenaza de Garci
Fernández
Tal y como están las cosas, supongo que debo esperar el reto. Más vale
hacerse a la idea, ¿no os parece?
No te preocupes demasiado por eso contestó Velasco. Ya lo había pensado
antes y puedo actuar como tu al-barraz.
¿Al-barraz?
¿No sabes qué son? Se trata de una vieja institución castellana. Los al-barraces
son duelistas profesionales, tanto en las cortes andaluzas como en las castellanas.
Luchan al servicio de su señor en las filas de batalla, contra un desafiante enemigo, o
en un duelo sujeto a normas cuando su señor o algún miembro de su familia o de su
séquito no puede librarse de otro modo de una grave acusación.
Desconocía que existiera esa figura contesté. Es la primera vez que oigo
referirse a ellos.
Pues es una costumbre muy arraigada aquí. Suponía que, aunque seas
extranjero y lleves poco tiempo en la Península, habrías tenido noticias de ellos. Sin
embargo, me cuesta creer que no. ¿De veras no has oído hablar del famoso al-barraz
del emir de Zaragoza, que cobraba quinientos dinares anuales y combatía con un
látigo?
Ya ves que no lo sabe le reconvino Nuño. De todas formas, Velasco, ¿estás
seguro de poder ser al-barraz de Raoul? Disculpa, pero creía que eras pardo y, como
bien sabes, si así fuera, no te sería posible combatir en duelo público con un noble.
Yo estaba cada vez más confundido.
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¿Qué es un pardo? pregunté débilmente.
Es el nombre popular con el que se alude a los caballeros villanos contestó
rápidamente Velasco. Pero no estaba interesado esta vez en satisfacer mi curiosidad.
Dirigiéndose a Nuño, añadió con orgullo:
Aunque mis apellidos no tengan la raigambre de los vuestros, no soy pardo,
sino infanzón. Puedo acreditarlo en el momento en que sea preciso.
¿Podéis explicarme de qué estáis hablando? les dije, ya un poco irritado.
Claro, Raoul respondió Nuño, con cordialidad. Los pardos, ya te lo ha
insinuado Velasco, no son caballeros, ni tampoco soldados profesionales. A estos
últimos, se les llama hidalgos. En cambio, los pardos son milicianos, es decir,
pequeños propietarios plebeyos del campo o de las ciudades fronterizas, lo bastante
adinerados como para procurarse caballo y armamento y participar, de vez en cuando,
en cabalgadas por territorios moros.
Una vez que creyó satisfecho mi desconocimiento de los usos hispanos, continuó:
En cuanto a ti, Velasco, si te han ofendido mis palabras, te pido disculpas por
mi comportamiento. Has sido tan discreto sobre tu vida privada que por error había
supuesto que se debía a una cierta vergüenza por el origen. Supuse que no te gustaba
hablar de tu pasado porque tu ascendencia era villana.
Hizo una pausa y añadió con voz resignada:
En todo caso, amigos, admitámoslo, nuestros planes se han arruinado. Hay que
saber cuándo se gana una contienda y cuándo se pierde. Y, por desgracia, ésta se ha
perdido antes de librarla. Me cuesta reconocerlo, pero nuestros adversarios han
sabido maniobrar mejor que nosotros. Y si he aprendido algo con el tiempo es a saber
retirarme del campo de batalla cuando no puedo ofrecer combate en buenas
condiciones. Siento decir esto, Raoul, pero es innecesario que Velasco se bata por
vos. Creo que sería mejor asumir la derrota.
Pasado el primer momento de sorpresa, le miré aturdido. Una cosa eran mis
sensaciones y otra plantear abiertamente la conveniencia de abandonar. No podía dar
crédito a mis oídos. Intenté protestar balbuceando algunas palabras.
Mientras, Velasco nos escuchaba discutir. Estaba muy tranquilo apoyado contra la
pared, con los brazos cruzados sobre el pecho y el ala del sombrero tapándole los
ojos. Un momento antes me sentía abatido, desalentado, prematuramente derrotado,
pero ahora, al oír la reacción de Nuño, no podía aceptar esa iniciativa con sumisión.
Me levanté del jergón como un águila, como si una ira más allá del lenguaje hiciera
de mí, por fin, un hombre de acción. Situado en el centro de la estancia, tomé la
palabra:
Esperad un poco; por decirlo con tus mismos términos, Nuño, no podemos
rendirnos, no acepto esa rendición. No hemos llegado hasta aquí para abandonar sin
presentar batalla. Y tampoco toleraré que se salgan con tanta facilidad con la suya.
Quedé un momento pensativo:
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Y ahora que lo pienso, ¿no podría ayudarnos ese don Andreo del que me
hablasteis? Si es el agente real de Alfonso X y tiene jurisdicción en este señorío,
tendrá informaciones interesantes, ¿o no?
No, su papel es muy delicado y tiene que obrar en segundo plano. Ya os lo dije,
es el pertiguero mayor de Galicia. Además, ya ha hecho todo lo que estaba en sus
manos. Ha conseguido garantizar la autorización para que podáis intervenir y, aunque
ahora os parezca mentira, ha estado protegiendo discretamente nuestra seguridad. No
puede hacer más. Es mejor olvidar esa salida.
Otro camino vedado. Impotente, levanté las palmas de las manos, mirándoles en
detalle. Me fue invadiendo una sensación de rabia contenida y al final la dejé salir:
Os diré algo. Hasta ahora creía contar con las fuerzas y las facultades de tres
hombres adultos, pero si sólo me queda la mía, bastará. Es cierto que las
posibilidades son muy pequeñas, pero también ahí radica nuestra única esperanza.
Ésa tiene que ser la baza a explotar. En este momento nuestros enemigos deben de
estar frotándose las manos. Estarán tan confiados que nos imaginarán preparando
nuestro equipaje a toda prisa
Hice una pequeña pausa:
Pues bien, eso es precisamente lo que dejaremos que crean. Y además añadí
con pesadumbre, es lo menos que podemos hacer por la memoria del buen Luca
¡Luca! Pobre muchacho. Los acontecimientos me habían hecho aceptar su muerte
sin dedicarle un momento de reflexión. Me detuve un instante. Estaba cansado y
sentía frío bajo el hábito. Contuve el aliento y paseando me acerqué hasta la ventana.
Permanecí así un rato, mirando a través del marco de la pared. Y, una vez más, mi
mente empezó a evocar su recuerdo sin dificultad. Pobre Luca
La vida había sido
cruel con él, pero se había rebelado contra ella en busca de un mejor destino. Estaba
seguro de que en Sevilla se hubiera convertido en un mercader de éxito. El ladino y
astuto Luca. Capaz de divertirnos e inquietarnos, su carácter siempre había sido una
incógnita y, a la postre, fue con quien más intimé, a quien mejor conocí en el largo
camino a Santiago.
En ese instante, su imagen apareció nítida ante mí. Le podía ver mirándome con
sus ojos socarrones o haciendo ese gesto tan característico suyo de unir en un círculo
los dedos índice y pulgar. El buen Luca, el atrevido y seductor Luca. En verdad, yo
no era la persona más apropiada para valorar sus aptitudes, pero no podía dejar de
admirar que él hubiera sido el único capaz de cortejar y seducir a las damas del
grupo, Arlette y Fabianne. El resto miró y criticó, pero él era quien se comprometía,
quien parecía querer exprimir cada gajo de la vida como si se tratara de un limón
maduro.
No, no podía olvidar a quien nos salvó la vida cuando fuimos atrapados por los
bandidos y dejados a merced de las bestias del bosque. No quería alejar de mi mente
al perspicaz y melancólico genovés que hacía de cada pequeño acontecimiento de la
vida una batalla de su continua pugna por rehabilitarse consigo mismo. No debía
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tolerar que las cosas quedaran así. Teníamos una deuda de honor con él. Debíamos
vengar su muerte. Aunque sólo fuera en su memoria
Me volví hacia ellos. Mi mirada vieja se había esforzado por ver a través del paso
del tiempo, pero ahora volvía al presente:
Dime, Nuño, cuando te encontré llevabas un año fuera de tu casa, separado de
tu mujer y tus hijos. Sin embargo, a pesar de no haber estado con ellos más que unos
días, no dudaste en abandonarlos para ayudarme en este envite. Y ahora, ¿vas a
desentenderte con tanta facilidad?
Él contemplaba el suelo con expresión dubitativa. No quiso mirarme, sabía que le
estaba dirigiendo una mirada de súplica y, sin saber responder, optó por ignorarme.
Yo me mantuve firme y al fin abrió las manos con gesto impotente, pero no le permití
contestar:
Y tú, Velasco, ¿no tienes, acaso, como única misión ayudarme a tratar de
esclarecer la verdad de los hechos?
Afirmó con la cabeza.
¿Y vas a abandonar ahora?
Me miró con una leve sonrisa. Sacudiendo la cabeza, negó con energía.
Aún tardamos un poco en superar el momento de indecisión, pero finalmente
comprendieron la cobardía de abandonar a Rodrigo a su cruel destino. Después
charlamos mucho rato, examinando todas las posibilidades de acción que se abrían
ante nosotros, pero para entonces yo sabía que en el fondo había poco que decir.
Mientras ellos se debatían tratando de escudriñar en sus mentes algún argumento,
yo volvía a mis soledades. Pasado el momento de entusiasmo, una vez restablecida la
situación, sentí de nuevo ablandarse mi cuerpo por la falta de energía. Con la
sensación de encontrarme al borde de un barranco en uno de esos días en los que el
cielo está agitado y se masca en el aire un clima de tormenta, me veía como si
hubiera corrido hasta su borde para ver si podía hacer algo y encima de mí se
agolparan las nubes, siniestras y amenazantes, la atmósfera tensa esperando el rayo
desgarrador del velo de las nubes, el espacio infinito frente a mis ojos. Allí estaba yo.
Desafiando a la naturaleza entera y a todo un bosque de pruebas y silencios.
No podía engañarme. Al final, lo decisivo, iba ser el desarrollo del juicio. Si era
capaz de encontrar algún resquicio para hacer hablar a Rodrigo o María, quizá
pudiera solucionarse el enredo, pero si las cosas se desarrollaban con normalidad, iba
a ser testigo del ajusticiamiento de un hombre sobre cuya culpabilidad albergaba
serias dudas. Si los enemigos de Rodrigo actuaban con un mínimo de serenidad no
sólo iba a dar al traste con la misión encomendada, sino que, además, el sacrificio de
Luca y de Salomó habría sido en balde.
Llegamos a la única conclusión posible. Nuño y Velasco se concentrarían para
conseguir el testimonio de Otero. Por mi parte, trataría de pergeñar una línea de
defensa que me permitiera intentar atrapar a Garci en alguna contradicción. También
sabíamos que debíamos extremar las precauciones.
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Al atardecer me trasladé a una posada algo más incómoda y bastante más
discreta. Velasco se encargó de todo. Al acompañarme, me hizo atravesar el salón y
entrar en mi estancia tan embozado que parecía un fugitivo de la justicia. Una vez
conseguido el cambio de alojamiento, asumí la conveniencia de reducir al mínimo las
salidas y pasé los ocho días siguientes en la soledad de mi cuarto, repasando las
posibilidades del procedimiento judicial, con el único consuelo de saber a Enrique a
salvo por su afortunado accidente
Siete días después, el 25 de julio, festividad del Apóstol, Santiago se despertó
pletórica. Desde primeras horas de la mañana escuché el rumor de un griterío
constante que se repartía por todos los barrios. Me hubiera gustado poder estar
presente en las celebraciones, pero no podía ser. Desde mi estrecho mirador,
observando la calle de enfrente, abierta como una raja en la masa desordenada de
casas, contemplé la algarabía con envidia. En la plaza del fondo, unos pocos
harapientos merodeaban alrededor del buey que giraba imponente, perforado por un
asador grande como una lanza de guerra. Otros adquirían vituallas a los vendedores
ambulantes que circulaban pregonando su mercancía de pasteles, quesos y jamones.
Un bufón remedaba, en un soportal, los ritos del jubileo alrededor de un grupo de
peregrinos. Al final de la tarde fui incapaz de reprimir el deseo y salí a dar una vuelta.
Esa noche recorrí con un cierto detalle por última vez la ciudad. Fue un hermoso
paseo. A esa hora, Santiago desprendía un halo melancólico que se acompasaba
perfectamente con mis propias sensaciones. Los viejos caserones de piedra, las calles
empedradas con sus grandes losas, apenas atravesadas por algún gato, los
desperdicios por el suelo, conferían a la villa un aire de paz que contrastaba con el
gentío mañanero. A veces se oía pasar un carromato allá en la lejanía, apagado como
un palpitar de sienes. A trechos, alguien se perfilaba a la luz de un resplandor: algún
borracho, un viandante perdido. Al fondo escuché los últimos estertores de una
canción. Era una bella melodía entonada por voces graves, dulces y ásperas, cantando
sencillamente la alegría elemental de la fiesta. Luego vi a un hombre en medio de la
calle. Tenía una sola pierna, y se mantenía erguido gracias a un bastón. Era un
individuo de edad indefinida, con el pelo enmarañado y la piel oscura, como sometida
mucho tiempo al sol. Con su pata de palo, el traje raído y la cara hosca, tenía algo de
inhumana rigidez. Mientras le observaba, me sentí muy cerca de él. Como yo, estaba
impedido, era incapaz de caminar por sí mismo más que unos pocos pasos y vivía
dependiente del auxilio ajeno.
Era la hora del crepúsculo y ya se notaba el fresco de la noche. Al salir de la
posada alcé los ojos, el sol no llegaba sino a los balcones más altos, pero vi en una
terraza a una mujer de mediana edad contemplándome con curiosidad. La ciudad
mostraba un inconfundible aire de resaca; las calles estaban sucias y se presentía tras
aquella inmundicia el hueco que deja la fiesta. Las cancelas estaban echadas, nadie
asomaba por las ventanas, ni había niños jugando bajo los soportales. Poco a poco fue
cayendo la noche, hasta que, al fin, las casas se sucedieron confusas en una sola
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fachada borrosa con el sabor de un decorado. El frío de la noche comenzaba a calar
mis huesos. Me embocé con la capucha, cara al viento, que ahora soplaba cortante y
helado como un carámbano. Estaba dispuesto a continuar, pero era inútil, ya no se
veía nada. Decidí regresar al calor de mi habitación.
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XII. EL JUICIO DE SANTIAGO
Compostela, 26 de julio de 1257
Por la mañana me engalané y acudí junto a Nuño al edificio donde se celebraría el
proceso. Adosada a la catedral, la sala del juicio era bastante impresionante: treinta
pasos de fondo por unos quince de ancho. Tres pilares enroscados sobre sí mismos
los que los italianos llaman tórtile sostenían la estructura, cubierta por bóvedas de
crucería. Al fondo, el espacio reservado para el tribunal estaba presidido por un sillón
profusamente tallado sobre el que descansaba un pequeño almohadón de terciopelo.
Delante de él, a su izquierda y derecha, habían instalado cuatro filas de bancas con un
pequeño pasillo en el centro. Había además tres sillas aparte, reservadas una para el
acusado, otra para el escribano que daría fe de lo que sucediera y, la tercera, para ser
ocupada por los testigos.
Nuño y yo fuimos de los primeros en llegar. La noche anterior, cuando regresé de
mi paseo, estaba durmiendo y no quise despertarle. Esa mañana se había mostrado
taciturno y reservado.
A la espera de las noticias que traiga Velasco me dijo. Ya te enterarás
durante el transcurso del juicio.
El soldado que custodiaba el ingreso a la entrada del salón nos dejó pasar sin que
fueran precisas identificaciones. Contemplé en silencio aquel escenario vacío. Al
poco empezaron a llegar los demás; una hora antes del comienzo previsto, la sala
estaba atestada. Todos los eclesiásticos importantes de la región y algún otro enviado
desde Castilla estaban allí. Don Nuño se acercó a saludar a sus conocidos y yo quedé
aparte, viéndoles hablar dentro de sus mejores galas. Iban embutidos en capas de
armiño y otras pieles preciosas y los trajes de seda y las lanas de brillantes colores se
entremezclaban con vistosos adornos dorados, espadas y collares de plata. Reconocí a
muy pocos: Garci Fernández y dos o tres caballeros de su castillo hablaban en un
pequeño grupo del fondo; algunos de los eclesiásticos que había visto mientras
esperaba ser recibido por primera vez por el obispo Teobaldo se volvieron a mirarme
cuando pasaba. Por su parte, Alonso Correa y su hija María llegaron tranquilamente
y, con la vista fija al frente, se dirigieron a las primeras filas para ocupar su sitio, sin
detenerse a hablar con nadie, a pesar de que fueron requeridos por el camino en dos o
tres ocasiones. Estaban en línea diagonal conmigo y les podía ver bien. María, a
diferencia de las otras damas, vestía de forma austera y ni su pelo, recogido en una
elegante trenza circular alrededor de la nuca, ni su largo vestido azul de seda de
Alejandría, llamaban la atención.
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Mientras recorría con los ojos a los espectadores, dispersos en pequeños grupos,
tenía la sensación de encontrarme en los prolegómenos de una fiesta palaciega,
aguardando la aparición del monarca. Sin embargo, lo que toda Galicia y el reino
mismo estaban aguardando era el veredicto del tribunal. Claro que lo que menos
importaba era el asesinato de Diego Pérez o la virtud de Rodrigo. Lo que allí estaba
en juego era el pulso final entre ciertos nobles y su rey.
El obispo de Santiago hizo su aparición con toda majestad. Entró con parsimonia
estudiada y, desde el momento en que se sentó, su solemne traje carmesí, doblado y
esparcido por el suelo en bucles perfectos, se impuso como punto de referencia.
Luego llegaron los otros miembros del tribunal y el escribano, un sacerdote de
expresión asustada que intentaba pasar lo más desapercibido posible. Por último,
apareció Rodrigo García custodiado por dos hombres de armas. Le habían cortado el
pelo y arreglado la barba, pero tenía la misma expresión de palidez que me había
inquietado al visitarle en la prisión. Con una túnica de algodón blanco por única
indumentaria, se dejó caer con indiferencia en el lugar reservado para él, después se
llevó ambas manos alrededor de la cintura e introdujo los dedos pulgares en el
interior del cinturón. Desdé esa orgullosa apostura dio un rápido vistazo por la sala y
concentró sus ojos en el presidente del tribunal.
Teobaldo Fortún introdujo el caso sucintamente. Anunció que estábamos allí para
escuchar, reflexionar y dar un veredicto sobre el cargo de asesinato cometido por don
Rodrigo García a don Diego Pérez. Una vez expuestos los hechos, nos informó de
que el acusador real establecería las circunstancias, pudiéndose defender Rodrigo
bien por sí mismo o bien a través de quien deseara representarle entre los que
estábamos en la sala. A tal fin, previno a todos los espectadores sobre los riesgos que
comportaba una intervención innecesaria. Terminó su alocución, dirigiéndose a
Rodrigo:
Después de haber oído los cargos, ¿tenéis algo que alegar?
Rodrigo seguía mirándole fijamente, pero se mantuvo en silencio.
Llegado este punto, el obispo hizo una señal y entró el acusador en la sala.
Incrédulo, titubeé al verle dirigirse a su lugar. ¡No podía ser! El caballero que había
entrado andando con una cadencia de príncipe y ahora nos recorría con la mirada era
el mismo Cárdenas y Villarroel que conocí en Estella, el mismo hombre que me
anunció el caso y emitió su veredicto sin albergar la menor duda sobre la culpabilidad
de Rodrigo. Quien me relató la historia de forma tan torticera que hizo intervenir a
Miguel de Miranmón para que empezara a apreciar las primeras imposturas. El que
casi había conseguido envenenarme y quizá asesinó a Luca. Con razón me había
parecido reconocerle en el castillo de Garci
De nuevo se apoderó de mí el
desánimo. Día tras día había ido comprobando la cuidadosa urdimbre con la que
habían tejido los detalles para evitar caer en el menor error. Ahora constataba que, en
el caso de que se cometiera algún desliz, tanto el fiscal como el presidente del
tribunal podrían enmendarlo sin la menor desavenencia.
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Cárdenas presentó el tema con inteligencia:
Estableceré nos dijo que Rodrigo asesinó por la espalda al querido Diego
Pérez sin causa alguna, sin haber recibido la menor afrenta.
Luego explicó con minuciosidad «su turbio comportamiento, impropio de un
caballero, fundado únicamente en el despecho por no haberse podido prometer con
María Correa». Finalizó anunciando que exigiría del tribunal la condena a muerte,
para ejemplo de buenos cristianos y escarnio de cobardes.
Tras el largo parlamento, mandó levantarse a Alonso Correa y le ayudó a tomar
asiento. Poco a poco, con determinación, fue estableciendo los hechos fundamentales:
Decidnos, Alonso, al escuchar los gritos de vuestra hija y dirigiros a la estancia
de la que provenían, ¿qué encontrasteis al entrar en ella?
Vi a Diego Pérez tumbado sobre las losas del suelo, sobre un charco de sangre.
A su lado, arrodillado, se encontraba Rodrigo García, mientras María, mi querida
hija, estaba situada al fondo de la habitación, presa del desconsuelo, hipando y
llorando.
¿Creéis que murió asesinado?
Sin ninguna duda.
¿Le asesinó Rodrigo?
Sí, así lo creo. Sostenía la daga de Diego en la mano y, lo que es más
importante, cuando le pregunté por ello, lo confirmó con la cabeza.
Poco después salía al estrado María Correa. Avanzó con gran dignidad, pero tras
la máscara de fortaleza que cubría su rostro, se la adivinaba asustada y frágil. La
expectación recorrió la sala. La mayoría la miraba de forma comprensiva,
compadeciéndose del sufrimiento de la mujer que ve morir a su prometido días antes
de la boda; otros pocos entre los que me encontraba la veíamos con esperanza,
pendientes de sus silencios y omisiones; y uno sólo, con la fascinación del
enamorado, como si se enorgulleciera del nicho de secretos compartidos que
albergaba con ella.
Cárdenas no era ningún estúpido y llevó el interrogatorio de forma muy delicada.
Consciente de su pesadumbre, le dirigió atenciones que conmovieron a toda la sala.
Nos explicó que conocía a María desde la cuna, y que era para él mucho más que la
hija de un buen amigo. Incluso llegó a pedirle apear el tratamiento.
Ella asintió en silencio.
Te lo agradezco, María le reconoció Cárdenas. Te conozco desde la niñez
y me es más fácil hablarte sin formalismos.
La cortesía no impidió que prosiguiera inquiriendo con tenacidad. María dijo que
no podía recordar nada, pero él supo plantear las cuestiones de manera tal que la
muchacha debía responder con una afirmación o una negación. A la postre, una vez
hubo dado su testimonio, quedó claro que esa tarde se había retirado a su cuarto a
descansar. Después llegaron Rodrigo y Diego y, tras discutir acaloradamente, se
enzarzaron en una dura pelea. Ella, asustada, optó por cerrar los ojos, y cuando los
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abrió, su prometido estaba por el suelo, herido de muerte.
Aunque Cárdenas tuvo la habilidad de eludir que se pronunciara por las razones
de la disputa y tampoco le permitió concretar quién había irrumpido primero en su
estancia, cuestión que me interesaba especialmente, fracasó en su pretensión de
hacernos escuchar de sus labios una acusación concreta contra Rodrigo.
María se escudó tras la ignorancia, alegando no haber visto nada.
Me cuesta explicarlo dijo, tengo como un velo que me impide recordar el
menor detalle.
Cárdenas no se daba por vencido con facilidad. Viendo que ella era testaruda e iba
a persistir en su idea, desvió el interrogatorio.
Dime, María, ¿de quién era la daga con que asesinaron a Diego?
No lo sé. Ya os he dicho que no me fijé en detalles.
Te lo preguntaré de otra forma.
Se acercó a la primera fila de la izquierda y recogió un objeto envuelto en un
lienzo de terciopelo verde. Abrió el envoltorio con delectación. Después nos lo
mostró a todos. Se trataba de un pequeño puñal con el mango de bronce, adornado de
piedrecillas preciosas. Se dirigió de nuevo a María:
¿Conoces esta daga? Ella la miró con atención.
Sí, la conozco reconoció. Era de Diego. Me la había enseñado varias
veces. Pues bien anunció con voz triunfal, con este puñal se perpetró el asesinato.
Volvió a envolverlo con detenimiento, dejándonos apreciar el efecto de la prueba.
Inmediatamente después, volvió a acercarse a su testigo:
Otra cosa, María, ¿crees que Diego era un hombre fuerte, o más bien débil?
Ésa es una pregunta ociosa contestó ella con rabia. Toda Galicia sabe que
era un soldado aguerrido, fuerte como un toro.
En cambio, no describirías a Rodrigo de esa forma, ¿verdad?
María guardó silencio. Por lo demás, el contraste entre uno y otro era evidente.
Rodrigo era más bien magro y, aunque bajo su delgadez se adivinaba la fibra de la
agilidad, nunca se habría dicho de él que fuera un aguerrido soldado.
Insistes en reiterar tu imposibilidad para recordar. Según dices, no pudiste ver
nada. Está bien dijo con estudiada magnanimidad, aunque estoy seguro de que
debes tener una opinión formada, no te preguntaré más por ello.
Gracias murmuró ella.
Si no quieres hablar, respetaré esa discreta actitud. No obstante, sí podrás
responder a esto. Dime, ¿crees posible que Diego se clavara el arma por accidente?
Es posible reconoció con una débil sonrisa.
Me estremecí. El hábil Cárdenas estaba empezando a manipular a María sin que
se diera cuenta. Jugando con las insinuaciones veladas y las medias verdades, le
estaba haciendo creer que si ella, la única testigo, no podía acreditar fehacientemente
los hechos, se evitaría la condena de Rodrigo, sin percibir que, con ese ardid, el astuto
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interrogador la estaba haciendo entrar en un callejón sin salida.
¿Crees que todo pudo deberse a un accidente? ¿Que quizá Diego se pudo haber
caído sobre su arma y habérsela clavado él mismo? ¿O es que piensas añadió con
ironía que ni siquiera fue preciso eso, que él mismo se la clavó por la espalda?
No entiendo lo que insinuáis se excusó María.
Quiero decir lo siguiente. Recuerda que has jurado sobre la Santa Biblia decir
la verdad
Aunque no vieras casi nada, ¿piensas, te atreves a afirmar que, desde tu
punto de vista, la causa probable de la muerte de Diego fue un accidente
involuntario?
Yo sólo he dicho que
balbuceó María, consciente del juramento podría
haber sido un accidente.
Quedó pensativa durante un instante que transcurrió eternamente. Después,
levantó la cabeza y con voz más serena, añadió:
Sin embargo, no afirmo que la causa probable de su muerte fuera accidental.
En justicia, no creo eso, no puedo aceptarlo.
Cárdenas se volvió con arrogancia hacia nosotros. Ella misma dijo, ¡la única
testigo del suceso!, lo había corroborado. No fue un penoso contratiempo. Por si
fueran poco las palabras de Alonso Correa reconociendo haber visto a Rodrigo
asentir cuando le preguntaron si él había matado a Diego, el testimonio de María no
dejaba lugar a la duda. Sólo había tres personas en esa sala y salieron dos; luego, si
no fue un accidente, una de ellas mató a Diego. Obviamente, María no lo había
perpetrado, estaba al fondo del salón mientras ellos porfiaban.
En consecuencia dijo, señalando de manera amenazadora a Rodrigo tú
eres el asesino de Diego.
Nuño me susurró al oído:
Creo que debemos prepararnos para perder. Tal y como se están exponiendo,
los hechos no plantean el menor interrogante.
La exposición inicial ha sido perfecta reconocí con tranquilidad.
Vamos a perder, Raoul, y de forma aplastante. Preferí no contestar.
Inmediatamente después, Rodrigo fue llamado a declarar. Estaba como
inconsciente y no respondió a la mayoría de las preguntas. Se mantuvo fiel a la
misma cantinela de la prisión.
No tengo nada que añadir a lo dicho por María Correa.
Cuando finalizó su testimonio, Teobaldo tomó la palabra y, con una amplia
sonrisa, anunció un receso hasta la tarde. Nuño me cogió del brazo, para ayudarme a
levantar. Le miré con resignación, pero él parecía estar desolado. Salimos cabizbajos,
como si diera igual el futuro desarrollo de la vista. No obstante, aún esperaba que se
produjera el milagro y pudiéramos encontrar la forma de desentrañar el hilo de ese
imposible ovillo. Mientras Nuño me explicaba su sensación de hundimiento, sentí de
nuevo el ansia de rebelarme. Le contesté con sequedad que tuviera un poco de
paciencia. Él fue más duro:
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Tu pasión es aplastante, Raoul, pero también es inútil.
Calma, Nuño. Hemos visto el primer acto, pero lo que cuenta es el final.
Veremos qué pasa después de comer.
¿Qué puede pasar?
Voy a sacar a Garci Fernández al estrado y obligarle a confesar.
¡Vas a obligarle a confesar! repitió con ironía. ¡No sé cómo! ¡Tú me dirás
las pruebas con las que cuentas!
¿Qué sabes de Velasco? ¿Qué está haciendo?
Te lo puedes imaginar, Raoul. Intenta conseguir el testimonio de Otero, pero
con franqueza, no creo que pueda convencerle me cogió del brazo y con un tono
más tranquilo, añadió: Mira Raoul, deja a un lado tu orgullo, lo único que
conseguirás es un reto a muerte, ver a Velasco combatir con Garci en tu nombre y a
uno de los dos muerto.
Se pasó una mano por el pelo y se rascó la coronilla.
Debo reconocerlo añadió pensativo, Velasco parece un buen soldado, pero
antes de dar ese paso, piénsalo bien; Garci es un magnífico espadachín. Francamente,
no me gustaría llevar sobre mi conciencia la pérdida de un hombre como Velasco,
sobre todo si es innecesaria.
Alto ahí, Nuño le dije con resolución. No tienes derecho a hablarme en ese
tono. No quiero intervenir por orgullo, sino para desentrañar lo ocurrido y, si es
posible, para salvar a Rodrigo. Lo lamento, pero tengo una misión que cumplir y
nadie puede cuestionarme lo que debo o puedo hacer.
Le puse la mano en el hombro antes de proseguir:
La única esperanza de Rodrigo se basa en las posibles contradicciones de
Garci. No hay otro camino para sonsacar los verdaderos antecedentes. Hace un
momento te sentías hundido. Tú mismo has dicho que todo estaba perdido. Te digo
como la otra noche, ¿acaso vamos a abandonar?, ¿permitiremos dejar las cosas como
están?
Supongo que no reconoció Nuño. Pero ten mucho cuidado con las
acusaciones infundadas. Pon especial atención con las alusiones a su honor, si lo
hieres las consecuencias pueden ser terribles.
Estate tranquilo. Pero debes comprender que necesito una cierta osadía para
averiguar la verdad.
¿Y cuál es la verdad? Desengáñate, Raoul, no lo sabemos y, aunque lo
supiéramos, la verdad es siempre difusa. No quiero entrar a discutir contigo de
filosofías, soy un profano y, en cambio, tú un experto, pero sé algo. ¿Cuál es la
verdad? ¿Qué es lo verdadero y qué lo falso?
Yo tampoco estaba interesado en ese debate.
Digamos que persigo hechos tangibles, pruebas, signos inequívocos de lo que
ocurrió aquella tarde. Y para conseguirlos, insisto, tengo que ser audaz. Si quiero
arrancar testimonios, no puedo frenarme ante un testigo esencial.
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Mira, Raoul, si piensas que te puede atrapar, debes dominarte. No sé si eres
consciente de tu situación, pero estarás solo. Recuerda que actúas por tu cuenta, sin
respaldo de ningún tipo.
Estás equivocado. Es cierto que no tengo un sólido bastón para sostenerme,
pero me han ordenado una misión muy clara.
No, Raoul, no es así. Insisto, cuando saques a testificar a Garci no esperes
encontrar apoyo alguno. Ni en la sala ni fuera de ella. Y si, como es probable, no
consigues arrancarle una confesión, tu única recompensa será el castigo. Ojalá no sea
así, pero prepárate a desistir del viaje a Toledo si las cosas no salen bien. El rey ni te
recibirá
Nuño me miró con afecto, como si fuera un niño atrancado con la explicación
más sencilla. Continuó:
No puedes invocar que cumples una orden real. Don Alfonso ha sido muy
consciente al obligarte a actuar solo. Date cuenta. Siendo quien era Rodrigo y tras las
revueltas del año anterior, tenía la obligación de minimizar sus riesgos. De esa forma,
si fracasabas, no pasaría nada. Nadie podría alegar una intervención real. Sé lógico,
¿por qué piensas que has sido elegido tú, precisamente tú, un clérigo francés sin
apenas experiencia y conocimiento del país? ¿Crees acaso que no hay en Castilla
hombres mejor preparados para desempeñarla? ¿No te has preguntado por qué el
obispo de Jaca fue tan reticente contigo y sólo después de insistirle, te indicó la
misión? Dime, ¿tampoco te has interrogado por la ausencia de cualquier respaldo
oficial?
Me miraba con astuta desconfianza. Asentí cabezonamente.
No me hables como si fuera idiota. Mi punto de partida es precisamente ése. El
rey ha planteado su posición de la única manera posible para él, sin arriesgarse. Sé
que sólo intenta ayudar a restablecer la verdad. Y también sé, recuérdalo, que han
dejado a mi libre albedrío la manera de actuar.
Eso es verdad. Pero hay algo más. Conozco a don Alfonso, tengo referencias
sobre sus prioridades y puedo aventurar cómo ha previsto abordar el problema. Por
eso te digo lo siguiente: estoy seguro de que si alguien de la sala sospechara estos
antecedentes, el rey preferiría que fuera condenado Rodrigo a reconocer su
participación. Con todo el dolor de su corazón, sin duda, pero al final pesarían las
razones políticas sobre los afectos.
De acuerdo, Nuño, has dejado clara tu opinión sobre el tema le dije con tono
de apremio. Conozco las consecuencias de mis actos, pero antes tengo que
realizarlos.
Poco después del mediodía nos reintegramos al salón del juicio. La antesala
estaba atestada de gente y el rumor de las voces y comentarios impedía avanzar con
comodidad, pero de las pocas frases sueltas que pude oír se deducía claramente una
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sentencia unánime: Rodrigo sería condenado a muerte.
Un poco antes de entrar vi a Alonso Correa en una esquina hablando con un
pequeño grupo de gente. Cuando nuestras miradas se cruzaron me hizo un gesto de
impotencia, como diciendo ¿qué puedo hacer yo? Respondí con una leve inclinación
de la cabeza. Un instante después estábamos dentro, esperando la reanudación de la
vista.
Teobaldo Fortún y Cárdenas debían de esperar una sesión de mero trámite. De
hecho, cuando el primero de ellos tomó la palabra, casi lo anticipó. Con voz grave y
parsimoniosa hizo un pequeño resumen de lo acreditado hasta entonces antes de
anunciar que, si alguna persona deseaba intervenir en defensa del acusado, debía
hacerlo entonces. En caso contrario, el acusador real establecería las conclusiones a
las que había llegado y se emitiría el veredicto.
Se hizo el silencio en la sala. Noté la mirada del obispo pendiente de mis
movimientos, pero yo también estaba a la expectativa. Había decidido esperar a ver si
por casualidad otra persona se animaba actuar pero, como sospechaba, nadie lo hizo.
Pasaron tres interminables minutos y cuando Cárdenas ya se levantaba jubiloso,
dispuesto a anudar el cáñamo alrededor del cuello de Rodrigo, me levanté,
proclamando en alta voz:
Esperad, solicito intervenir en defensa de Rodrigo.
Mientras a duras penas salía de la banca sintiendo las miradas de toda la sala
concentradas en mis pasos, vi a Cárdenas esbozar un gesto de protesta que Teobaldo
cortó con un seco ademán.
Si ésa es vuestra decisión, os autorizo a hacerlo.
Luego, dirigiéndose a todos, me presentó a la sala, explicando mi legitimación
para intervenir:
Hace unos días, en una entrevista previa conmigo, Raoul de Hinault me puso
en antecedentes sobre cierta serie de hechos que me determinaron a permitirle actuar.
Continuó alegando que, según le había manifestado yo mismo, esos hechos
habían sido averiguados de forma casual y se basaban en presunciones, cuando no
sospechas. A continuación explicó cómo había confiado en que la fuerza aplastante
de los testimonios expuestos a lo largo del desarrollo del juicio me hicieran desistir
pero, puesto que, en todo caso, ésa era una decisión mía, la aceptaba. Concluyó
diciendo:
Antes de daros el uso de la palabra, y tal y como os previne cuando me
anunciasteis vuestro propósito, debo haceros dos advertencias. Primero, si llamáis a
los testigos previstos, debéis respetar escrupulosamente todos los requerimientos de
la ética personal y militar. Y segundo, si de vuestras preguntas o conclusiones se
deduce alguna imputación que afecte al honor de un caballero, queda autorizado para
exigir de vos la reparación contemplada por los usos y las costumbres del reino.
Le miré con gravedad. Aquello, más que advertencias, eran pura y llanamente
amenazas. Sin embargo, para bien o para mal, la suerte estaba echada.
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Solicito que venga a declarar don Garci Fernández.
Garci recibió la noticia con cara de pocos amigos, pero cuando salió de la banca y
se dirigió al sitio reservado a los testigos, su rostro ostentaba una expresión tal de
seguridad, rabia y desafío que me hicieron palidecer.
Decidí actuar con toda la cautela posible.
Tras explicar que la presencia de Garci estaba motivada por haber sido el amigo
más cercano de Diego García y participar junto a él en ciertos acontecimientos que
podrían arrojar luz sobre los antecedentes del caso, le pedí que confirmara mis
palabras.
Todos saben que me unía a Diego una estrecha amistad. No voy a negar eso. Lo
que no acabo de entender es adonde queréis ir a parar con esa amalgama de
insinuaciones. No sé cuáles son esos acontecimientos, ni qué luz pueden arrojar para
esclarecer el asesinato.
Ya llegaremos a ese punto le corté. Ahora, os ruego que contestéis a
algunas preguntas concretas.
Bien.
¿Os extrañó que Diego anunciara su matrimonio con María Correa?
No. ¿Por qué habría de extrañarme?
¿No sabíais, acaso, que estaba prácticamente comprometida con Rodrigo
García y cambió de opinión en el último momento?
Que yo sepa no había ningún acuerdo formal entre los Fernández y los Correa.
Por otro lado, María es una mujer de temperamento, todos la conocemos; para mí no
tuvo nada de extraño que acabara prefiriendo a otro pretendiente. Además, no se
trataba de un cualquiera, sino de don Diego Pérez Arias, heredero del señorío de
Bembriz.
Decidí abordar otro ángulo del problema:
¿Oísteis hablar de unos misteriosos magos judíos que se establecieron en las
inmediaciones del monasterio de Santa Clara, llamados Salomó Segarra y Todrós Ibn
Varga?
Algo oí, sí, pero no sé qué tiene eso que ver
Les conocisteis.
Yo no.
Y Diego, ¿creéis que los conocía?
No lo sé. ¿Cómo lo voy a saber? exclamó con desdén. No entiendo
vuestras preguntas ni dónde queréis llegar.
En ese instante se levantó Cárdenas como impulsado por una palanca. Se dirigió a
Teobaldo:
El testigo tiene razón. Este es un diálogo irrelevante sin relación alguna con los
hechos del juicio. Solicito que emplacéis al defensor de Rodrigo para que finalice
cuanto antes.
Me anticipé a responder al obispo:
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Os ruego un poco de paciencia. Necesito un pequeño margen para poder
establecer ciertos hechos que considero fundamentales.
Rezongando, Teobaldo me dio la razón:
Un margen pequeño. Más vale que lleguéis a algo pronto.
Proseguí en mi línea explicando a la sala los pormenores del caso. De pie, sin
dirigirme a nadie en particular, con un tono casi ligero, empecé a hablar. Tal y como
se había acreditado, Rodrigo estaba medio comprometido con María Correa cuando
ésta, de repente, cambió inexplicablemente de opinión. Según Garci, no hubo motivos
para ello. No obstante, yo demostraría que se había elaborado y puesto en práctica un
plan muy cuidadoso para determinar esa decisión. Con mi mejor retórica relaté cómo
el joven Diego había preparado todo; primero, contratando por mediación de Otero,
su capitán, a dos adivinos judíos para que se establecieran cerca del monasterio de
Santa Clara, donde ella estaba recluida. Pronto, la fama de estos magos asombró a la
región, por lo que María y otra amiga suya, Marta Alvear, decidieron ir a
consultarlos. A continuación, expliqué cómo los magos advirtieron a María del grave
peligro al que estaba expuesta si se comprometía con el noble con quien pensaba
hacerlo, pues éste, lejos de ser un hombre íntegro, era un ser ruin y vengativo.
Después, describieron a ese pretendiente con tal lujo de detalles que María se
asombró al ver retratada la imagen exacta de Rodrigo. Anonadada por la entrevista,
decidió romper su compromiso y aceptar al de Bembriz.
Lo que María ignoraba concluí es que su entrevista no se produjo con los
verdaderos magos, sino con Diego Pérez y Garci Fernández, disfrazados como tales
para suplantarlos. Por eso pudieron darle a María esos detalles tan significativos.
Había tratado de pintar un cuadro plausible y franco. Luego me volví con
tranquilidad a Garci, mirándole directamente a los ojos:
¿Os atrevéis a negar los hechos que he descrito?
No tengo por qué negar ni afirmar nada. Habláis de una historia fantástica de
suplantaciones y equívocos sobre la que no tengo nada que añadir.
Insistí con denuedo:
¿Juráis por la Santa Biblia que no suplantasteis a esos magos junto a Diego
Pérez? Recordad que puedo llamar a declarar a María Correa o a Marta Alvear para
corroborar mis afirmaciones.
Hacedlo si lo deseáis contestó Garci con desdén. Ya he dicho cuanto tenía
que decir. Si estáis tan seguro, os reto a probarlo y, en todo caso, insisto, no sé qué
tiene esto que ver con el asunto que nos ha traído aquí.
Veo que os negáis a contestar. Os preguntaré otra cosa. Vos conocéis bien al
acusado, Rodrigo Fernández. Sabéis que hasta ahora ha sido considerado un ejemplo
de probidad y rectitud. Sabéis también que es incorruptible y que se ha caracterizado
por dejar bien sentada su postura sobre cualquier acontecimiento importante. Si no
me equivoco, incluso habéis tenido algún enfrentamiento en el pasado por eso, ¿no es
cierto?
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Es verdad, Rodrigo parecía sentirse superior a nosotros y un día se permitió
reprendernos con dureza por ciertos hechos que no vale la pena explicar. Le
contestamos como merecía, ¿quién era él para inmiscuirse en nuestras vidas?
Y sabiendo eso, ¿no os ha extrañado su silencio esta mañana cuando estaba
sentado en vuestra misma silla?
¿Y por qué había de extrañarme? Supongo que estará avergonzado por la
fechoría
Se le habrán pasado las ganas de llamar la atención sobre los defectos
ajenos, pero ni lo sé ni me importa.
A mí sí me importa. Yo puedo explicarlo. La verdad es que ocurrió algo. Lo
cierto es que, con su comportamiento innoble, Diego alteró sustancialmente
No pude acabar. Cárdenas se levantó violentamente, interrumpiendo con grandes
voces mi parlamento.
Esto es intolerable. Pretende mancillar el honor de un soldado muerto con la
desesperada ilusión de ganar puntos basándose en una apariencia de incorrección y
dirigiéndose a Teobaldo continuó: Permítame recomendarle, señor, que Raoul sea
reprendido por su conducta y que el testigo se retire con las más profundas disculpas
del tribunal.
Teobaldo seguía su propio cauce. Me interpeló inopinadamente:
¿Afirmáis que hay una conexión entre la suplantación y el asesinato de Diego?
Sí repuse con energía. Y afirmaré más que eso
El obispo me miró con indecisión, casi presto a aceptar la iniciativa de Cárdenas.
Mientras, Garci sonreía irónicamente con una mueca de desprecio. Traté de
aprovechar la incertidumbre del instante.
Os parece gracioso esto.
No, no lo es contestó Garci. Es patético.
¿Patético? repetí. Lo que a mí me resulta patético es comprobar que habéis
sido incapaz de contestar de manera concreta a ninguna cuestión. Os lo diré de nuevo,
¿tenéis una respuesta para los hechos que he narrado?
Por supuesto respondió con altivez. Mi respuesta es que no lo sé. No sé
cuál es el carácter de Rodrigo ni tengo por qué saberlo. ¿Acaso son éstas las
preguntas? ¿Son éstos los interrogantes que he venido a resolver? ¿Sobre el carácter
de Rodrigo Fernández? ¿He abandonado mi casa y he sido llamado a declarar para
opinar sobre la forma de ser de Rodrigo?
Se detuvo un instante, entrecerró los ojos y, dirigiéndose a mí, añadió:
Por favor, dígame que no ha asociado sus esperanzas al carácter de Rodrigo.
Permanecí en silencio hasta que la voz de Teobaldo cortó mis pensamientos.
Raoul, ¿tenéis alguna pregunta más para el testigo?
Fue el momento más difícil de aquel penoso interrogatorio. Sentí que estaba
pisando terreno resbaladizo sin conseguir asentarme sobre ningún argumento
consistente. Supongo que debió de traslucirse en mi cara el titubeo. Teobaldo no
perdió la ocasión.
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Repito. ¿Hay alguna pregunta más para el testigo?
Apenas debieron transcurrir unos instantes, pero yo seguía paralizado. Sin
embargo, la providencia quiso que Garci decidiera acabar su declaración y se
precipitara. Se levantó con tranquilidad y, sin esperar contestación, se dispuso a
marcharse. Al pasar por mi lado, comprendí la necesidad de reaccionar de inmediato.
Alto, Garci. Volved a vuestro sitio. No he terminado todavía con vos.
Este, irritado, miró al juez y viéndole asentir, regresó de mala gana. Sin embargo,
no estaba dispuesto a ser devuelto a declarar sin añadir algo. Después de sentarse, se
volvió a Teobaldo para comentar:
Decidme, ¿qué vamos a discutir ahora? ¿Mi carácter, el vuestro o el de María
Correa?
La sala estalló en una carcajada. Toda la tensión acumulada se desahogó con ella.
Miré a Garci. Tenía una expresión satisfecha, pero yo aún me debatía sobre el camino
a tomar. Al final opté por la única línea posible:
Os advierto, Garci, que se os ha preguntado con insistencia para que no
pudierais alegar desconocimiento. Pero si os negáis a hacerlo, dará igual. Fuera de la
sala está esperando el antiguo capitán de Diego, Otero, que vendrá a declarar después
de vos para atestiguar quién suplantó a los magos.
Garci me miró con odio y no repuso nada. Al fin veía aparecer la duda en sus
ojos. Indeciso, miró anhelante a Cárdenas y éste, con las palmas de la mano puestas
hacia el suelo, le conminó a tranquilizarse. Sin embargo, estaba claro que no se sentía
seguro. Pasados unos segundos, contestó balbuceando:
No entiendo la relación de todo esto con el asesinato de Diego Pérez.
Traté de ahondar en su inseguridad. Con tono parcial y conciso, le sugerí:
Puedo hacer hablar al capitán de Diego, Otero.
Era el momento de la verdad. No obstante, Garci no era idiota. Pasado el primer
momento de indecisión, comprendió el envite y acabó retándome:
No lo veo en la sala, pero llamadlo, si queréis. Y dejad ya de decirme lo que
vais a hacer. Haced lo que sea y permitidme finalizar.
Teobaldo asintió gravemente. Tomó la palabra para señalar que estaba insistiendo
en una senda de preguntas irrelevantes. Luego me advirtió con palabras que
empezaron suaves y terminaron secas y cortantes: quería cuestiones concretas,
porque, si no, quien cortaría el interrogatorio sería él.
Aturdido por la advertencia, retomé mis argumentos llegando a la mínima
conclusión de que Garci era incapaz de asegurar si se cometió un fraude incitando a
María a rechazar a Rodrigo. El pequeño malabarismo no tuvo ninguna eficacia.
Voy a poner fin a esto dijo el obispo con impaciencia.
Esperad le pedí. No es mi intención demostrar la cobardía de Garci, sino
acreditar que actuó motivado por otras razones
Cárdenas no pudo soportarlo más. Se irguió como un gato ante su presa y,
dirigiéndose al juez, habló a todos los rostros que nos contemplaban:
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No sé por qué estamos tolerando este torrente de insinuaciones improcedentes
que no conducen a ningún sitio.
Tenía razón. En ese momento, tuve la sensación de que todo estaba perdido. Me
volví a Nuño con la expresión impotente de quien lo ha intentado.
Fue entonces, en ese instante, cuando se abrió la puerta y vi entrar en la sala a
Otero, el capitán portugués. A pesar de no conocerle en persona, su imagen no dejaba
lugar a dudas. Venía vestido con una cota de mallas y ostentaba tanto los colores del
blasón de la casa de Bembriz como sus inconfundibles rasgos, el enmarañado pelo
rojo del que me habían hablado sin cesar y la huella de una honda cicatriz en la
mejilla derecha.
Finalmente entreveía una esperanza. Velasco había conseguido convencerlo. Me
volví a Garci con otra expresión. Ahora era él quien temblaba. También había
contemplado la entrada de su futuro capitán. Al principio, le miró incrédulo, pero
ahora estaba asustado.
Garci le dije, bien sabéis que a veces los hombres deben resolver sus
asuntos por su cuenta. Con honor, pero entre sí. En consecuencia, no os debéis
preocupar por acontecimientos que pasaron hace tanto tiempo.
Él me miraba fijamente. Continué:
Os lo preguntaré de nuevo, Garci. Y esta vez os exijo una respuesta clara
No me dejó terminar.
No tengo por qué contestar, insolente monje francés.
Estáis equivocado. Debéis hacerlo. Decidme, ¿estabais con Diego en aquella
cueva? ¿Suplantasteis a los magos judíos? Cárdenas protestó ruidosamente. Teobaldo
se dirigió a Garci.
El testigo no tiene por qué contestar.
Sin embargo, puedo invocar otros testimonios alegué yo.
Pero Garci ya estaba fuera de sí. Con voz impaciente me cortó:
¿Quieres respuestas?
Creo que tengo derecho a ellas.
Sin escucharme, Garci repitió chillando:
¿Quieres respuestas?
Quiero la verdad le contesté.
¿La verdad? ¿Qué sabrás tú de la verdad? Tú no quieres la verdad. Cuestionas
el modo en que resolvemos nuestros problemas como si fueras mi juez, pero no eres
nada de eso
Yo no iba a darme por vencido en ese momento:
Contesta, Garci, ¿estabas con Diego cuando éste suplantó al adivino judío?
Hice lo que tenía que hacer.
¿Estabas con Diego?
Al fin fue incapaz de contenerse:
Por supuesto que estaba. ¿Y qué?
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El silencio recorrió la sala como un fantasma. Finalmente había conseguido
hacerle confesar. No obstante, quedaba lo más difícil. Suspiré con alivio y me volví al
testigo, pero, antes de que pudiera decir una palabra, oí a mis espaldas la voz
cristalina de María solicitando intervenir en el juicio.
Como una sola persona, todos la vimos ponerse en pie y dirigirse hacia la parte
delantera de la sala. Me aparté a un lado para dejarla pasar. Por el rabillo del ojo
observé a Garci volver su rostro hosco y torturado hacia Teobaldo y Cárdenas.
Acabó inclinándose hacia delante, sin querer ver a María, que lentamente se
aproximó a mí.
De pie, junto a un extremo de la mesa del escribano, empezó a hablar con la
cabeza baja. Parecía no dirigirse a ninguno en particular, pero yo sabía que sus
palabras estaban destinadas a tres personas: Rodrigo, su padre y yo mismo. Su tono
era grave, tranquilo, casi un murmullo:
Quiero hacer una declaración pública. Primero debo pedir perdón a todos y,
antes que nadie, a mi padre, que ha soportado mi presencia ausente de los últimos
meses. Pero si he permanecido ciega y sorda, lo hice sin la menor intención de dañar
a nadie. Hoy he recibido el aldabonazo que me ha hecho despertar, pero hasta hace un
momento, vivía en una niebla en la que era imposible apreciar cualquier detalle.
Aquellos terribles acontecimientos que presencié me sobrecogieron de tal manera que
he dejado transcurrir el tiempo sin ser capaz de hacer nada positivo. Lo cierto es que,
hasta ahora, yo misma he creído que todo transcurrió de la forma en que ha sido
presentado esta mañana. He pasado días dándole vueltas a aquellos minutos sin
conseguir recordar nada, absolutamente nada. Confusa, me retorcía tratando de
indagar en mi interior. ¿Qué pasó realmente? Pero no supe o no pude contestarme. La
fuerza de los acontecimientos me golpeó con tanta crudeza que bloqueó mi
inteligencia. Sólo podía atestiguar lo que sabía. De hecho, no podía recordar más que
el final de la escena: Rodrigo arrodillado, junto al cadáver de Diego, y yo detrás,
aterrorizada, incapaz de entender ese resultado. Recuerdo el afecto de Rodrigo al
verme en ese estado y también recuerdo el terror con el que me retiré hacia atrás
cuando intentó tomar mi mano. Después todo fue un continuo agolpamiento de
sucesos. La llegada apresurada de mi padre a la estancia y tras él no sé cuántos
hombres más. Entre los gritos y las exclamaciones, mi padre preguntó a Rodrigo por
las causas de aquella muerte y yo le oí aceptar con expresión humilde ser el culpable
del asesinato de Diego. En ese momento, yo también le creí. Por eso, esta mañana no
podía jurar sobre la Biblia que pensaba que Diego había fallecido de manera fortuita.
Se acercó a Rodrigo y con voz muy tenue, continuó:
Compréndeme Rodrigo, ¿cómo iba a jurar que Diego había muerto por
accidente cuando yo misma te había oído declararte culpable? Es verdad que no
recordaba aquellos instantes, es cierto que no vi la escena y me tapé los ojos con las
manos. Pero también había partes obscuras. Hasta ahora no lo he sabido, pero
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mientras escuchaba al maestro Hinault interrogar a Garci, ciertas preguntas sin
respuesta han empezado a resonar en mi mente: ¿Cómo empezó todo? ¿Quién vino
primero a mi estancia? ¿Por qué llegó el otro? ¿Cuál fue la causa de la supuesta
pelea?
Hablaba con voz bien timbrada, conmovedora y firme. Se detuvo y miró a su
alrededor, haciendo una pausa. Todos la observábamos con atención.
Se dirigió a mí:
¿Sabéis, Raoul? Al principio no comprendía dónde queríais llegar. No os
entendía bien. Pensaba que estabais intentando dilatar la condena de Rodrigo,
buscando cualquier excusa para retrasar lo inevitable. Con franqueza, no podía
aceptar que Diego y Garci hubieran sido capaces de actuar de forma tan tortuosa. Sin
embargo, conforme avanzaba el proceso, he ido asimilando vuestros argumentos.
Pero, sobre todo, he comprendido que el interrogatorio no estaba dirigido ni a
Teobaldo, el presidente del tribunal, ni a Garci, vuestro testigo. Ni siquiera a la sala.
Tenía una sola dirección: yo misma
yo misma y también Rodrigo García. Sin
embargo, él no contaba, ¿verdad? Vos sabíais que Rodrigo jamás hablaría antes de
que yo hubiera comprendido todo.
Afirmé con la cabeza.
Por fin he entendido vuestra estrategia. Sin posibilidad de condenar al
verdadero culpable de toda la intriga, éste tenía que condenarse a sí mismo. Ahora
bien, ¿cómo hacer que se delate un cadáver?
Sonrió ligeramente al mirarme.
¿Es así? me preguntó.
Algo así.
Pues bien, habéis logrado resolverlo. Porque si Diego, muerto, no podía
delatarse, vuestro único punto de apoyo era que yo, completamente ofuscada desde
entonces, exánime y también como muerta, renaciera. Debíais conseguir que volviera
a brotar para poder recordar aquella tarde. Finalmente ha ocurrido. Os diré lo que
pasó
Se detuvo un instante para recuperar el aliento. Nosotros apenas respirábamos,
pero podíamos oír nuestros latidos. Ella continuó su parlamento mientras jugaba
lentamente con un anillo. Casi enfrente, Rodrigo seguía inalterable; ni se había
movido, ni se observaba ningún cambio en su expresión grave, absorta. Estaba con
las manos sobre las rodillas y la cabeza baja, como si se encontrara en la iglesia.
María levantó la cabeza en dirección a la sala.
Ocurrió de la siguiente manera, amigos. Raoul estaba en lo cierto. En el
monasterio oí hablar de la pasmosa clarividencia de unos magos y fui a visitarlos con
mi amiga Marta por curiosidad, sin otro fin que divertirnos. Por eso mi sorpresa fue
mayúscula cuando me predijeron terribles consecuencias si contraía matrimonio con
alguien que sólo podía ser Rodrigo.
Se acercó a él y le cogió de la mano. Por primera vez, Rodrigo cambió de
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expresión y sonrió con dulzura. Yo le había mirado muchas veces sin notar el menor
cambio en su rostro, pero ella lo consiguió con un mínimo gesto.
Dijeron de vos, querido amigo, que bajo la supuesta afabilidad, escondíais un
carácter terrible y manteníais aventuras secretas con muchas doncellas de la comarca.
Y, la verdad, consiguieron amedrentarme. De hecho añadió, quedé apenada pues,
tú lo sabes, estaba enamorada de ti
Pero ante unos detalles tan concretos, ¿qué
podía hacer? Era imposible que un mago extranjero pudiera saber tantos matices
Y,
bueno, no vale la pena buscar justificaciones: acepté su advertencia y cuando tu
hermano Juan propuso a mi padre nuestro matrimonio, tuve miedo y fui incapaz de
aceptarte. Poco después, Diego me pidió que me casara con él
Yo no estaba
interesada, seguía aturdida por los temores que habían introducido en mi cuerpo los
magos, pero me dejé arrastrar
Se mesó el cabello con suavidad y levantó la vista al auditorio:
Insisto, no quiero justificarme. Consentí comprometerme con Diego.
Rodrigo no respondió. No era necesario.
Unos días antes de la fecha de nuestra boda, acudimos todos a otro enlace. Se
casaba mi buena amiga Isabel Torregrosa. La fiesta fue larga y al final yo estaba
cansada, por lo que me retiré a mis aposentos. Mientras me refrescaba un poco la
cara, vi entrar subrepticiamente en mi cuarto a Diego. Estaba muy bebido y bromeaba
sobre cualquier cosa. Al principio no me dio miedo, pero poco a poco se fue
acercando de forma peligrosa. Después intentó forzarme. Yo traté de disuadirle y me
resistí como pude. Forcejeamos, pero poco podía hacer frente a su fuerza. Cuando
terminó de humillarme, ahora lo recuerdo muy bien, Diego me dijo que la próxima
vez sería más sumisa. Él sabría encontrar la forma de dominarme, igual que consiguió
convertirme en su prometida. Le miré confundida pero, antes de dejarme llevar por la
rabia, tuve la paciencia de preguntarle por qué decía eso. Orgullosamente, se pavoneó
de su inteligencia. Al final me confesó con desdén la manera en que me había
engañado, cómo se había fingido un mago y me adivinó el porvenir. Ahora veo todo
el cuadro con claridad. Aterrada y ciega de ira, me dirigí a él, tratando de golpearle,
de hacerle daño, pero mis puños apenas hacían mella en su pecho. Diego se rio en
mis narices, incluso reía cuando conseguí quitarle una pequeña daga de su cintura.
Abrió los brazos y recorrió con la mirada toda la sala. Su cara era una mueca de
impotencia:
Todos le recordáis, ¿qué podía hacer yo contra él? Pero estaba como poseída y,
aunque no podía enfrentarme a su corpachón, necesitaba hacerlo. Él me trató con
desdén y, al final, optó por marcharse con tranquilidad. Sin embargo, no podía ser.
Cuando Diego iba a salir por la puerta, me abalancé contra él y le hundí la daga en la
espalda. Luego me quedé mirando el cuerpo hasta que apareció Rodrigo y se
encontró con los hechos consumados.
Me dolía interrumpirla, pero era el momento de precisar todos los detalles de la
historia. Pregunté directamente a Rodrigo por qué había acudido a esa estancia:
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Estaba intranquilo contestó con una voz que venía de lo más hondo,
paseando por los corredores, cuando oí sus gritos. Sin pensarlo corrí presuroso hasta
los aposentos de María y encontré la situación que ella ha descrito.
Recordad también, Rodrigo dijo María con tono cariñoso, mi absurdo, mi
imperdonable silencio. Sin embargo, no os importó. Me tendisteis la mano y yo,
paralizada y presa de un pavor incomprensible, la rechacé. Lo cierto es que ni
entonces ni hasta hace unos pocos minutos, fui capaz de recordar los hechos. Y
también es cierto que tú, querido Rodrigo, aceptabas pagar con tu vida una muerte en
la que no habías tenido nada que ver.
Él lo reconoció en silencio, con un suave gesto de la cabeza. Cuando calló la voz
de María, no se oyó un rumor en toda la sala. El tribunal sentado en torno a la
mesa, los ojos fijos en ella y todos habíamos quedado anonadados. Tardé un poco
en reaccionar, pero era necesario aclarar algunos puntos. Tomé la palabra:
Lo demás podemos imaginarlo. Don Rodrigo no sabe qué ha pasado, pero
comprende que la causante de la muerte debe ser María. En ese instante pasarían por
su cabeza muchas imágenes, pero para un hombre como él, sólo importaba una. Si
María había matado a Diego, debía haber alguna justificación. Por eso decidió
esperar acontecimientos. Cuando acudieron a la habitación Alonso, los guardias y el
conde palatino, Rodrigo siguió aguardando pacientemente. Al escucharles deducir
que había sido él quien intentó penetrar en los aposentos de doña María y quien mató
a don Diego, se debió quedar tan sorprendido como escandalizado. No obstante, su
honor de caballero le impedía acusar a María. Debía ser ella quien lo aclarara todo.
Mientras tanto, los recién llegados seguían acumulando datos: la prueba del asesinato,
la herida en la espalda de Diego; la prueba de la indefensión, haber sido muerto con
su propia arma. Ante tal cúmulo de disparates, Rodrigo optó por refugiarse en el
silencio. Sin afirmar ni negar nada, se dejó prender. Supongo que esperaba ver
reaccionar en ese momento a María. Pero ella estaba bloqueada y muda, como un
testigo de cera. No había nada que hacer y se dejó llevar por el curso de los
acontecimientos.
Hice una pausa y dirigiéndome a Rodrigo, le dije:
Fue más o menos así, ¿verdad?
Aproximadamente contestó con desgana. Pero ahora eso ya da igual. Si las
apariencias me delataban, ¿qué podían pensar? Es mejor no darle excesiva
importancia a hechos que ya no tienen solución
Debo reconocerlo. Le miré con un cierto asombro. Rodrigo llevaba sufriendo en
silencio desde hacía meses la más penosa de las situaciones, aquélla en la cual tienes
conciencia de tu inocencia, pero te impiden demostrarla deberes superiores a ti
mismo. No estaba habituado a reacciones de ese nivel de generosidad. Esperando un
cierto grado de rencor, o al menos de despecho, me costaba aceptar tal grandeza de
ánimo. Hubiera sido humano un talante menos virtuoso, algo más arrebatado. Pero
también dudo que hubiera tenido esa efectividad: bastaba contemplar el arrobo con el
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que le miraban María y el resto de las mujeres de la sala para comprender su
inteligente postura.
Teobaldo, desde la tribuna, consciente de que el villano se estaba trasmutando en
héroe con demasiada rapidez, le miraba irritado. Mientras, Cárdenas, nervioso, se
mantenía ocupado arreglando y recolocando los enseres de su pequeña mesa. Garci ni
se había movido de la silla de los testigos. Aún mantenía la mirada perdida y la
cabeza entre las manos, intentando evaluar la dimensión de la derrota, debatiéndose
entre el ridículo espantoso que había cometido y la posibilidad de asumir un
comportamiento tan caballeresco como el de Rodrigo.
El obispo, con voz alterada, quiso poner fin al procedimiento lo antes posible.
Sabiendo que todos sus empeños habían naufragado de manera miserable, decidió
concluir sin demora. Así pues, tomó la palabra para felicitar a Rodrigo por su noble
actitud, eximir a María de cualquier culpa por haber matado al hombre que abusó de
su honor y cerrar el juicio con presteza.
Sin embargo, los acontecimientos le estaban superando. Al tiempo que
pronunciaba las últimas palabras, Alonso Correa se levantó y con paso lento avanzó
hasta Rodrigo para, con toda la solemnidad posible, fundirse en un abrazo. Cuando se
separaron, María avanzó hacia él, en la vasta sala repleta, y le tendió los brazos.
Estaba aún más hermosa que la vez anterior, su mirada tenía la blancura de la nieve
recién caída y el cabello ceñido enmarcaba su rostro ovalado y los ojos verdes,
espejeantes, como los de ciertos insectos. Manejaba su cuerpo con una gravedad
parsimoniosa: el ritmo lánguido, la cadencia infinita llegaron por fin hasta Rodrigo.
Le cogió las manos y durante unos segundos se reconocieron con lentitud. Luego se
acercó Nuño para felicitarlos por el feliz desenlace. Durante unos minutos hubo una
auténtica procesión de nobles y eclesiásticos para estrechar la mano del caballero. Al
poco estábamos los cuatro juntos charlando amigablemente. Ya quedaba muy poca
gente en la sala. Teobaldo, tras su arenga final, al comprobar el escaso eco de sus
palabras, había levantado el vuelo con toda la celeridad posible. Cárdenas aprovechó
su salida para ir en pos de Teobaldo. En cuanto a Garci, desapareció
inadvertidamente, se esfumó en el aire sin llamar la atención. No me importó, había
todo el tiempo del mundo para que la justicia le requiriera por su posible perjurio.
Iban quedando muy pocos en la sala. Entre ellos, al fondo, continuaba Otero, el
bendito capitán portugués cuya intervención, a la postre, resultó innecesaria, pero
cuya presencia había sido esencial para dar el giro definitivo del proceso.
Al verle solo en aquella esquina, le llamé para unirse a nosotros. Él asintió
sonriente y se levantó con calma. Paramos un momento la conversación mientras se
iba acercando. Avanzaba despacio, con una cadencia muy especial. Desde que se
levantó empezó a restregarse con fruición la cicatriz de la mejilla. Luego se pasó la
mano por el pelo y la barba varias veces. Venía con una sonrisa irónica que
atravesaba todo el salón. Al llegar a nuestro lado, le miramos con detenimiento. Nuño
se echó a reír inmediatamente y, dándome un codazo, se dirigió a él hasta fundirse en
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otro abrazo. Yo estaba tan asombrado que no sabía reaccionar.
¿Pero
? ¡Tú no eres Otero! ¡Dios mío, Velasco, mi buen Velasco! ¡Será
posible!
Nos echamos a reír todos. Primero de forma natural, después con risas
desenfrenadas, y al fin, casi histéricas.
¡Grandísimo bribón!
Sí, maestro contestó con picardía. No hubo más remedio que acudir a esta
estratagema. Otero se negó a acompañarme. Por el camino vine pensando en nuestras
posibilidades y, al final, se me ocurrió que si la base de toda esta intriga había sido el
engaño y el disfraz, ¿por qué no podía serlo también su desenlace?
Verás cuando se entere Teobaldo dijo Nuño, conteniendo la risa.
¿Y qué? arguyó Velasco con fingida inocencia. Yo no he mentido a nadie.
Hombre, nos has engañado a todos dijo Alonso.
Espera, Nuño, Velasco tiene razón repliqué yo, no ha mentido. Mientras
Diego y Garci mintieron a conciencia para elaborar su trampa, él no ha abierto la
boca. La diferencia entre ambas farsas es que los primeros forzaron la realidad para
provocar acontecimientos, mientras que Velasco no ha dicho una palabra. Todos
hemos creído lo que deseábamos. Esperando ver a Otero en la sala, creímos que era
él, sin cuestionarnos los detalles. Pero Velasco ni lo ha confirmado ni lo ha negado.
Nadie puede acusarle formalmente de haber suplantado a Otero.
Volvimos a reír con estruendo.
Aquella noche celebramos el inesperado desenlace con una pequeña fiesta.
Enrique, que había permanecido ajeno a los últimos acontecimientos, nos miraba con
envidia mientras recreábamos cien veces las escenas del juicio. Rodrigo y María
estaban ensimismados por la dicha; salvo algún instante en que ella hizo algún
comentario sobre los pormenores del proceso, permanecieron cogidos de la mano,
pendientes el uno del otro. En cuanto a Nuño y Alonso, no podían ocultar su
satisfacción; el primero, por haber contribuido a abortar la semilla de otra posible
revuelta contra su soberano, y Alonso, por ver de nuevo a su hija pletórica, dueña de
su destino. Yo escuché tantas lisonjas que siento vergüenza de transcribirlas. En
resumen, celebramos el desenlace como merecía y a los postres, para evitar nuevas
demoras, les anuncié lo siguiente:
Es hora de finalizar esta curiosa peregrinación a Santiago, amigos. Debo
emprender el camino de vuelta a Toledo sin tardanza. Aunque ahora podamos
reconocer que el rey ha estado tras de mí, me espera otra misión a su lado
¡Bah! No exageres dijo Nuño. A Alfonso no le importará que tomes unos
días de merecido descanso. Vente conmigo a Santa Marina de Somoza. Lo pasaremos
bien
Poco después se disputaban los ofrecimientos. Rodrigo quería invitarme a su
casa; Alonso opinaba que lo mejor era que descansara unos días en el mar y hasta
Velasco terció para persuadirme. Pero yo estaba decidido. Quería averiguar de una
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vez por todas lo que esperaban de mí en la corte castellana. Al final acabaron por
aceptar mis argumentos y concluimos la celebración.
Si bien pasé una jornada paseando con tranquilidad por las calles de Santiago,
cuatro días después estábamos en Astorga y, apenas una semana más tarde, en
Plasencia. El día 4 de agosto, acompañado de Enrique, entraba en Toledo, donde
escribo estas notas recordando las palabras de aquella bruja quiromante que
conocimos cerca del monasterio de Leyre: «No obtendrás reconocimiento de lo que
imaginas, pero serás reconocido por lo que no esperas».
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XIII. EL TABLERO DE AJEDREZ
Camino de Granada, finales de junio de 1258
La naturaleza nos traiciona, la fortuna cambia, un dios mira las cosas desde lo
alto. No descubro nada, lo afirma un viejo adagio romano: natura deficit, fortuna
mutatur, deus omnia. Evoco estas palabras recordando las páginas que escribí al
llegar a Toledo hace diez meses, antes de entrevistarme con el rey. Hace pocos días
me encerré por última vez con ellas en mi cuarto del Alficén. Durante horas fui
desplegando sobre la mesa los manuscritos para repasar los pormenores del viaje. No
quise leerlos. A pesar de ello, permanecí largo tiempo, tal vez horas, frente a las hojas
de papel, meditando sobre los meses pasados. Ahora, entre los anillos de humo del
tiempo, me esfuerzo por recobrar esos instantes. No es fácil. Es más sencillo
olvidar
Tratar de borrar esa especie de tufo acre que impregnaba mi cabeza, la
sensación de cansancio y de bochorno permanente
Al anochecer, quedé prendido de un trémulo rayo de luz que cruzaba
oblicuamente la estancia. Acabé tendido en mi jergón de lana. De fuera me llegaban
los ruidos de la penumbra: una lejana conversación, apenas un susurro; el leve frisar
de los árboles en la calle; el ronquido rítmico de Rabiçag en el cuarto de al lado; el
golpear de un casco de caballo en la calzada. Levanté la cabeza y me moví para
desentumecerme: zumbaba un mosquito. Al fin terminé sentándome en el lecho,
ajustándome el hábito, el cinturón y las sandalias para incorporarme.
Abrí los postigos pero el aire frío no purificó el ambiente. Los hombres que me
arrastraron durante el tránsito compostelano seguían dibujando en mi mente su ronda
discorde: Hugo de Conques, el canciller de mi Universidad, inmenso, pesado y
triunfal, agitando la cabezota con su voz monótona; el obispo Guillermo, aquel
taimado y sutil clérigo de ademanes corteses; don Nuño, el franco y leal Nuño; don
Çag, el irreprochable cortesano; Velasco, silencioso y eficaz; y también Alfonso X, el
rey seductor, capaz de alabarme y humillarme en el intervalo de una sonrisa. Había
muchos otros. Mi añorado Luca, Enrique Haro, la dulce Fabianne
¡Tantos
personajes! La búsqueda de Rodrigo y María Correa, los peligrosos Cárdenas y
Teobaldo Fortún
Salí a respirar el aire nocturno. Era una noche singularmente clara, que confería al
paisaje una rara palidez, como si todo él estuviera sembrado de luces indirectas. De
repente, me vi solo y extraviado
Yo era consciente de ser el culpable de cuanto me
acontecía y no dejaba de repetirme que no había tenido ni la calma ni la perspicacia
necesarias para advertir mi posición. Es verdad, no podía haber previsto los últimos
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acontecimientos políticos, pero no me conformaba
Sólo estaba claro un hecho: dos
días más tarde abandonaría la capital hispana sin otra alternativa que volver
inmediatamente a mi país
o hacer caso a Rabiçag y viajar a Granada. ¿Cuánto
tiempo permanecí allí, asombrado, dudando, tratando de entender? ¿Y si yo estuviera
equivocado? ¿Y si todo este reflexionar frente a los acontecimientos no fuera más que
un juego retórico? No, esos pensamientos desazonantes no podían ser retóricos.
Tampoco lamentaba especialmente mi falta de experiencia cortesana, pero no podía
dejar de reprocharme mi imperdonable orgullo
Para ahuyentar estas acidas reflexiones, que proclamaban mi inicial y estúpido
fracaso un fracaso cuya magnitud yo no había vislumbrado en el momento me
refugié en las imágenes de mi universo íntimo. Buscando llegar al final del laberinto
por el que deambulaba a tropezones, traté de concluir de manera digna: ser de nuevo
un viajero y, al mismo tiempo, amo, capaz de ver y dominar al mismo tiempo. Sí,
viajaría a Granada, ¿qué otra cosa podía hacer? Cuando alcancé esta obvia conclusión
vi claro mi camino y, como en un juego cuyas piezas se arman velozmente, me
percaté del único desenlace posible para un pobre dominico. Fue entonces cuando me
di cuenta de la ventaja que significa ser un hombre nuevo y un hombre solo, sin
ligaduras, hijos, ni misiones, un Ulises cuya Ítaca es sólo interior: homo viator.
No pensaba volver a coger la pluma para referirme a esta extraña misión. De
hecho, conforme andaba leguas hacia el sur, incluso había comenzado a
reconciliarme conmigo mismo. Pero cerca de Ciudad Real tuve la desdicha de
enfermar de calenturas y deber guardar cama. La dolencia me ha dejado pálido y
macilento; tras ocho días de reposo, todavía no me encuentro en condiciones de
proseguir el viaje. Mi cuerpo viejo sigue pasando factura. Con las primeras fiebres
me indigné: daba la impresión de que el destino no perdía ocasión de mofarse de mí.
Sin embargo, ahora creo que el receso está siendo providencial. La calma y el
silencio opaco de estas tierras me permitirán algo más importante que el mero
restablecimiento físico.
He decidido reseñar los postreros acontecimientos de mi estancia en la corte
desde la distancia que proporciona conocer el desenlace. Y también, desde la
suficiente cercanía temporal para rastrear mis sensaciones y dejar constancia de ellas
antes de que se apaguen las huellas de las heridas, los agravios y los honores.
Dejé en manos de Çuleman las páginas anteriores, el grueso de este legajo
personal al que quise llamar Informe. Es curioso, en Toledo hablé muy poco con él.
Sin embargo, su influencia fue decisiva durante mi estancia en esa ciudad. Me dio las
sugerencias precisas para transcribir la primera parte, y es, en buena medida,
responsable de esta postrera etapa granadina. Sólo Çuleman conoce la existencia y el
fin del manuscrito. Así pues, considero justo que posea también su conclusión. Debo
hacérsela llegar cuando la finalice.
Hace ya casi un mes que abandoné la capital hispana. Lo hice con tristeza; de
hecho, he atravesado el mar de tierra que llaman La Mancha apesadumbrado por el
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escaso bagaje de este último año, consciente de haber sido poco más que un desecho
inútil en la corte toledana. De nada valía lamentarme. Una vez aceptados los hechos,
no podía seguir compadeciéndome por mi buena o mala suerte, sobre todo cuando la
suerte es un poco como la inspiración; no se tiene porque sí, es preciso ir en su busca.
Escribo la mayor parte del día. Al atardecer me gusta vagar con mi burda sarga
del hábito y unas zapatillas de esparto entre los carros y las mulas, las ruedas y las
esteras. A veces me detengo a descansar en árboles solitarios, la alegría de unos
palmos de verdor y agua: ese sueño castellano. Se trata de pequeños paseos en los
cuales evoco a menudo los meses pasados, como si quisiera preparar las ideas para la
siguiente jornada y hacer balance de mi estancia en España.
He llegado a algunas conclusiones. Para empezar, mi ingenuidad. Esta confesión
me produce sonrojo. En realidad, ¿qué podía esperar de una situación que me
superaba? ¿Cómo podía albergar la menor duda frente a políticos y protagonistas cien
veces más sutiles que yo? Pero es indudable, el rey, el obispo Guillermo y hasta el
buen Velasco me manejaron a su antojo. Y lo hicieron con tanta habilidad que no lo
he percibido hasta el final. Su perspicacia fue mayor porque comprendieron la altura
de mi vanidad y jugaron con ella, haciéndome creer parte fundamental de una partida
de ajedrez, en la que me creí visir y sólo era peón o, como máximo, caballo. Tampoco
deseo exagerar. Durante el periplo, fueron varias las ocasiones en que me vino a la
cabeza esta misma comparación con el tablero de ajedrez. Con el transcurso de los
meses fui asumiendo mi verdadero papel: el de una pieza capaz de moverse y realizar
ataques por sí misma, pero en todo caso, mero instrumento de un programa mucho
más global.
También creo que no he podido hacer más por Alfonso porque no me lo permitió.
Estas últimas palabras suenan a excusa y quizá lo sean. Necesito superar la estancia
en la corte toledana y únicamente puedo continuar mi andadura por medio de la
pluma. Celebro haber tenido la previsión inconsciente de cargar en mi zurrón
suficientes pliegos de papel.
Una cosa más, don Çuleman solía afirmar que entre los fracasos, cada uno escoge
el que menos compromete su orgullo. Probablemente tuviera razón y ahora me
encuentre eligiendo una vía de escape. No lo sé. Sólo puedo argüir que intento
retomar las riendas de mi destino y que trataré de atenerme con fidelidad a los
hechos. Tal y como los recuerdo, transcurrieron de la siguiente manera:
Hace diez meses, poco antes de finalizar mi informe personal, recibí el encargo de
ir a entrevistarme con el rey Alfonso. Esa tarde había estado escribiendo
concienzudamente durante varias horas. Cuando empezaba a describir las primeras
escenas del juicio compostelano, atardecía en Toledo. La luz, hasta entonces tan
fuerte que me obligó a proteger la ventana con un visillo se estaba convirtiendo en un
tenue hilo anaranjado que apenas alumbraba. Yo me resistía; con un movimiento
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instintivo del brazo, abrí los batientes de la celosía y me apresuré a tomar tinta del
tintero, intentando aprovechar los últimos estertores de claridad buenas tardes,
maestro Hinault
. Don Çag había llegado silenciosamente a mi estancia y tras
abrir la puerta, llevaba unos minutos contemplándome sin querer interrumpir mi
tarea: le gustaba ver trabajar a los hombres de ciencia, embebidos en su asunto,
ajenos a cualquier otra cosa que no fuera el tema que tenían delante. Más tarde me
comentó que al llegar inició un saludo cortés, pero viendo mi estado de abstracción,
sus palabras quedaron entre la boca y el aire. Luego me miró con calma. Yo estaba
sentado de espaldas a la ventana con un pequeño chal sobre los hombros. A contraluz
mi larga silueta debía perfilarse con nitidez. Pasados unos momentos de espera,
decidió intervenir
Buenas tardes, maestro Hinault. Os veo muy concentrado
¡Eh!
sí
bueno. Buenas tardes, don Çag. No os había visto.
Ya me he dado cuenta contestó sonriendo. Estabais tan ensimismado que
me daba pena interrumpiros
Nos os preocupéis por eso respondí de buena gana. Llevo demasiadas
horas escribiendo y ya es tiempo de hacer un descanso
O de dejarlo completó la frase don Çag con decisión. Me miró con
curiosidad. Espero que alguna vez tengáis la bondad de contarme lo que os traéis
entre manos
Sonreí en silencio. Continuó:
¡En fin, no pierdo la esperanza! Pero no debéis fatigar más la vista trabajando a
la luz de una vela. Mañana proseguiréis. Ahora deberíamos bajar a tomar algún
alimento. Además, tengo que hablaros.
Asentí quedamente al tiempo que ordenaba y recogía mis papeles. Él fue al grano.
Lo enunció con su voz monocorde, precisa:
Vengo de palacio de despachar con el rey y me ha encarecido que vayáis a
verle esta misma noche después de cenar. Desea hablar con vos.
Bajé la mirada mientras me ponía en pie, me sacudía el pantalón y me
desperezaba.
Volví a sonreír a don Çag; llevaba muchos días esperando la noticia y, en ese
instante, al escucharla de labios de mi anfitrión, quizá por la forma de plantearlo, por
el cansancio acumulado o porque todavía seguía absorto en los recuerdos, mi rostro
no delató la menor reacción.
De acuerdo. ¿Dónde he de verlo? ¿En el Alcázar?
No. Va a ir a cenar a su casa de las afueras, un pequeño palacete llamado la
Huerta del Rey o palacio de Galiana.
¿Tiene dos nombres?
Esa casa, como casi todas las de Toledo, tiene cierta historia y guarda sus
leyendas y sus misterios. Sin embargo, en este caso el nuevo nombre se le ha dado
por asimilación. Está construida sobre los restos de la vieja Almunia Almansura, un
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viejo caserón moro edificado hace más de doscientos años por el rey Al Mamón. Tras
castellanizar su nombre, siempre ha sido conocida como la Huerta del Rey
¿Y lo de Galiana?
Los palacios de Galiana fueron la residencia de los reyes visigodos de Toledo.
Están en el Alficén, frente al puente de Alcántara y se les llamó así por una curiosa
tradición, según la cual fueron al principio morada de una distinguida dama toledana
destinada a casarse nada menos que con Carlomagno.
Ya entiendo le corté. Con la típica afición a los juegos de palabras de esta
ciudad, el nombre alude a que dicho puente es el arranque del camino de las Galias ¿o
no?
¡De las Galias y de cualquier otro sitio! contestó don Çag riendo. No hay
otro puente en la ciudad, así que vos diréis. Pero sí, ésa es la explicación. Tras la
conquista cristiana, los monarcas castellanos se establecieron en el Alficén, al menos
por temporadas, pero Alfonso X ha trasladado su residencia oficial al Alcázar. Parte
de los viejos palacios de Galiana se han reestructurado para acoger a la Escuela de
Traductores y al Observatorio Astronómico.
¡Ah!, están ahí contesté.
Sí. Del resto de los edificios se está deshaciendo. Hace unos meses donó uno
de ellos a la orden de Calatrava y ha repartido otras porciones entre sus amistades. Y,
para concluir, aunque el rey viva en el Alcázar, ha arreglado el viejo palacio moro de
los arrabales. Tiene especial predilección por él, era el preferido de su antepasado
Alfonso VI, al que tanto admira, y le gusta pasear por los mismos rincones en los que
anduvo él.
Sigo sin comprender la razón de dos nombres.
Siempre se llamó «de Galiana» a la morada de verano. Y ahora, de forma
inconsciente la vieja Huerta del Rey también está tomando el nombre del palacio del
Alficén.
¿Cómo llegaré hasta allí?
No os preocupéis por eso. El rey mandará un carruaje a recogeros dentro de
una hora u hora y media.
Se acercó hasta mí para cogerme suavemente del brazo.
Y ahora, si os parece, bajemos a refrescarnos y tomar algún alimento hasta
vuestra partida.
Mientras descendíamos al salón, le mencioné que era una extraña hora para
recepciones reales.
No debe extrañaros, Alfonso duerme poco y le gusta conversar de noche. Suele
tener invitados durante la velada. Además, puedo asegurar que desea hablar
tranquilamente con vos, sin los agobios y las interrupciones de la corte. Y, como
pudisteis comprobar, en el Alcázar era muy difícil hacerlo. No receléis, conociéndole,
es muy lógico que haya elegido este momento.
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Una hora y media después me encontraba camino del palacio del monarca
castellano. Al principio temía que el hombre que guiaba el carruaje fuera el típico
charlatán. Nunca he entendido la extraña razón por la cual la mayoría de los
mayorales se han sentido obligados a darme conversación, tenían opiniones sobre
cualquier tema y las trasmitían sin desmayo. Pero éste, ¡gracias a Dios!, era un
hombre silencioso. Apenas me introdujo en su pequeña carreta, concentró su vista en
el caballo y no me dirigió la palabra. El hecho era, además, doblemente sorprendente
porque la travesía no presentaba la menor dificultad, el camino estaba bien
pavimentado y la noche era muy clara.
Hacía una noche templada, de luna llena; su resplandor iluminaba con claridad los
campos. El castillo de San Servando brillaba enfrente, como una mole rectangular de
aristas plateadas. Al atravesar el río y pasar ante los restos del acueducto romano, me
estremecí de alivio con el cambio de temperatura. Levanté la mirada para contemplar
el inmenso cielo bordado de estrellas. Una brisa ligera me acariciaba el rostro y
formaba remolinos y olas entre las adelfas. A su lado, en los barbechos, sobresalían
los lirios silvestres de flores azules y los grandes cardos morados.
En realidad, apenas podía distinguir nada; mi ánimo no estaba en el paisaje.
Necesitaba poner en orden mis ideas antes del encuentro con don Alfonso. Me sentía
un poco perplejo. Tenía la paradójica sensación de encontrarme al fin del camino. O
al principio del fin, ¿quién podía asegurarlo? Una cosa era indudable: desde que
había puesto los pies en Toledo, sólo había tenido una referencia: poder escribir mi
pequeña reflexión, intentar armonizar mis pensamientos. Aquel minúsculo cuarto de
la casa de don Çag en el que había manuscrito tantas páginas se convirtió para mí en
el único punto fijo de una capital que me habían descrito como hospitalaria y
tolerante, pero que yo sentía distante y tenebrosa. Las pocas veces que abandoné la
casa de don Çag me abrumó la corte.
Era casi paradójico, pues si durante la travesía a Santiago me había detenido en
cada pueblo y en cada ciudad, en Toledo quise permanecer al margen y las jornadas
transcurrieron en una especie de niebla. Una vez resuelto a escribir mi informe, llegué
a la conclusión de que, mientras no pudiera situarme, mientras viviera en la
ignorancia, todo me parecería irreal y fuera de sentido: la gran población de Toledo,
los cientos de seres humanos que cruzaba todos los días, los mercaderes, los puestos
callejeros, las calles llenas de gritos y gente de todos los países, los rostros rubios,
morenos, grandes y pequeños.
Y ahora me decía quizá todo eso cambie. Por fin podré hablar con
tranquilidad con Alfonso X.
Desde antes de llegar a Castilla había estado recibiendo noticias dispares sobre él.
En París, Hugo de Conques me había insinuado su carácter, pretensiones, alianzas e
incluso su política internacional. Por Hugo confirmé que el síndico de la República
de Pisa, Bandino di Guido Lancia, le había propuesto ser emperador, dejando
traslucir que tras ellos se encontraba toda Italia. Estaba al tanto de que Alfonso había
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aceptado encantado la propuesta y conocía el nombre de Ricardo de Cornualles, el
otro candidato. En todo caso, a mis efectos, esa disputa tenía poca trascendencia.
Iba a ver al rey. Evoqué la única vez en que me había encontrado cara a cara con
él: la sorpresa que me produjo la palidez de sus treinta años, el color plateado de sus
sienes, el frío de sus ojos azules, y aquél mentón apuntado
Don Alfonso
Recordaba algunos datos que había ido obteniendo en el camino. Por ejemplo, su
promiscuidad y, por ende, la escasa importancia de su vínculo matrimonial con
Violante de Aragón. No sólo porque cuando se casaron el monarca tuviera veinticinco
años y Violante doce, sino porque, además, el Papa le obligó a esperar dos años para
consumar el matrimonio. Y lo peor es que, tras consumarse, ella tardó demasiado en
quedarse embarazada. Tanto que, según me habían dicho, don Alfonso se impacientó
y estuvo a punto de repudiarla. Existía incluso una leyenda según la cual hizo venir a
Castilla a la bella Cristina de Noruega para casarse con ella. Sin embargo, yo sabía
que la hija del rey Hakon de Noruega estaba destinada a Felipe, el hermano del rey.
En todo caso, hubiera sido imposible repudiar a la infanta aragonesa: Violante dio a
luz a Berenguela antes de la llegada de Cristina.
¡Berenguela!
pensé, evocando a la abuela a quien homenajeó el monarca
al dar este nombre a su hija. Pero si el recuerdo de aquella reina fue importante para
Alfonso X, había sido mucho más decisiva la influencia de su madre, Beatriz de
Suabia. Durante el viaje había escuchado a menudo comentarios elogiosos sobre ella.
Rubia, de ojos azules y mirada serena, llegó a Castilla con veintiún años y fue
expresamente buscada por Berenguela, cuyo matrimonio con un compatriota,
Alfonso IX, había sido desgraciado, mientras que el de sus padres, Alfonso VIII y
Leonor de Aquitania, fue muy feliz. Como en otros asuntos, Berenguela tuvo razón,
el matrimonio resultó muy fecundo.
También era consciente de ir a vérmelas con un hombre muy culto, quizá el
monarca mejor formado de Occidente. Un hombre que además tenía las ideas muy
claras en lo concerniente a política cultural. Hugo de Conques lo había advertido con
claridad. Consciente de la importancia del legado árabe y la pobreza de la tradición
en latín, había apostado por una vía diferente del saber: oficializar el idioma
vernáculo. Durante la travesía a Santiago había podido comprobar la trascendencia de
esa decisión. Sin duda sería interesante oírla de sus labios
Sí, Alfonso X era un
monarca cultivado
En ese momento me vino a mientes alguno de sus preceptores,
como el gran jurista Jacobo de Junta. Yo sabía que, desde que apenas tuvo uso de
razón, Alfonso escribía versos y tenía estrechas relaciones con literatos y hombres de
ciencia. En los cinco años que llevaba como rey, su corte había adquirido fama de
fastuosa. Conocía algunos nombres: trovadores como Gonzalo Eanes do Vinhal,
poetas como Per Amigo de Sevilla, Bernardo de Bonaval o Men Rodríguez Tenorio.
Además, estaba rodeado de traductores, eruditos y juristas y había creado en Sevilla
un Estudio General para promover la enseñanza de las ciencias en árabe y traducir
los textos más importantes al castellano.
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No todo era perfecto. Había comprobado en carne propia alguno de sus problemas
con la nobleza. Al principio todo marchó bien; su padre había dejado el reino en paz,
bien trabada la unión entre Castilla y León y con los nobles disfrutando del botín de
la Reconquista. Pero él había querido imprimir su propio sello renovando la corte en
profundidad. Desde entonces ya nada fue igual. Según Nuño, todo aquello era agua
pasada. Todavía sentía resonar en la mente cómo minimizaba estas disputas.
No hagáis caso de rumores me decía don Nuño. Siempre habrá
descontentos, pero el rey está más afirmado que nunca. Después de dominar a la
nobleza rebelde, ha hecho reconocer su hegemonía al rey de Navarra y firmado la paz
definitiva con Aragón.
Sin embargo, para mí no estaba tan claro. Las sublevaciones nobiliarias de
Vizcaya y Andalucía parecían más importantes que una mera revuelta. Percibía que
alguna de estas dificultades seguía estando latente. Es más, lo había podido
comprobar en carne propia. E incluso había tomado consciencia de otras no menos
trascendentes, como, por ejemplo, la situación económica. Estaba aterrado ante el
alza desmesurada y constante de los precios. Tanto en Toledo como durante el viaje,
cuando pregunté por sus causas me dieron la misma respuesta: se habían puesto en
circulación enormes masas de moneda acuñadas por la proliferación de guerras. Pero
ésa no era razón suficiente para la carestía de la vida.
Abstraído en estas reflexiones, no percibí el giro de la carreta al entrar en un
pequeño zaguán y avanzar paralela a la fachada hasta un jardincillo lateral de la
Huerta del Rey. Al notar el freno del carruaje, mis pensamientos se interrumpieron
sobresaltados y traté de situarme.
No tuve ni tiempo de preguntar al mayoral. A mi lado un oficial de la guardia del
rey me miraba con expresión de dureza. Otro soldado había sujetado las riendas del
caballo e interpelaba al conductor:
Un momento. ¿Viene contigo el maestro Hinault?
Me quedé mirando al oficial. Era un hombre viejo, acartonado, con ojos oscuros.
Aunque el cochero debía haber asentido, respondí yo mismo:
Sí, yo soy.
Entonces bajad. Sed bienvenido, os están esperando
Descendí con tranquilidad. Tras los soldados se encontraba un mayordomo del
palacio.
Me desperecé un poco contemplando el edificio: la Huerta del Rey era
cuadrangular, con un cuerpo central y dos alas laterales. Construida en piedra
arenisca amarillenta y ladrillo rojo, la puerta era baja, pintada de verde grisáceo, el
mismo tono decolorado por el sol y los años de tantos palacios moriscos.
El mayordomo, tras saludarme con la cortesía reservada a los grandes dignatarios,
me rogó que le siguiera. Caminando con rapidez, me dejé llevar por varios salones
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decorados de manera austera. El interior del palacio estaba distribuido con tanta
confusión que necesité concentrarme en los pasos del sirviente. Atravesamos una
cocina enlosada en la que se quemaban sarmientos y se acumulaban grandes braseros
de cobre repujado hasta llegar a la puerta trasera. Luego enfilamos por un estrecho
camino arbolado iluminado por antorchas que discurría paralelo a la casa.
Estudié el terreno con admiración. Varios abetos enormes se elevaban en el
cercano parque ondulante y las claras aguas de las fuentes refrescaban el aire.
Llegamos a un pequeño patio adornado por un brillante macizo de florecillas
estivales, la mayoría tan exóticas que desconocía el nombre. Al fin cruzamos un
porche estrecho, en el que una pequeña orquesta interpretaba piezas andalusíes sobre
una tarima, y atisbé lateralmente un grupo de personas conversando.
Estaban sentados en una especie de terracilla y delante de ellos había varias mesas
pequeñas con recipientes de metal.
El mayordomo abrió el brazo y la mano derecha para que le precediera. Afirmé
con un ligero movimiento del mentón y le pasé delante, dirigiéndome al círculo de los
sillones. Se oía hablar con animación: pude distinguir entre los demás el timbre
especial de la voz del rey, vibrante y, al tiempo, velado. Estaba sentado en una
postura indolente con una copa de vino en la mano. A su lado otro hombre de su edad
le hablaba gesticulando con grandes ademanes.
El monarca parecía muy tranquilo.
El servidor me indicó que me acercara a ellos y se retiró de inmediato.
Al llegar a su lado vi que había una silla vacía a la izquierda del rey. Supuse que
estaba destinada a mí y me acerqué. Antes de sentarme, don Alfonso giró la cabeza y
me encontré con su mirada azulada:
Maestro Hinault
Veo que por fin habéis llegado. ¿Conocéis a estos amigos?
puse cara de duda. En ese caso, permitidme presentároslos
A mi derecha está
alguien de quien habéis oído hablar a menudo y que os está especialmente
agradecido, Juan García de Villamayor, el mayordomo de la corte. Tras él, frente a
vos, mi buen amigo Nuño González de Lara y, a su lado, Pedro López de Arana. Y
luego, entre nosotros dos, se sienta Rodrigo Alfonso.
Escuché la larga retahíla de los altisonantes apellidos españoles, respondiendo
con pequeños asentimientos de salutación ante cada uno de ellos. Sin embargo, estaba
más pendiente de cómo era observado por los invitados que en retener sus nombres.
Y, sobre todo, miraba al rey. Éste, vestido con una cómoda jubba de algodón, hablaba
con el tono distendido de los buenos anfitriones.
Al finalizar las presentaciones formales, Juan García se incorporó y vino hasta mi
lado con los brazos abiertos.
Permitidme que os abrace, maestro Hinault tenía el cálido rostro envuelto en
una sonrisa. Esta tarde, cuando el rey nos anunció que contaríamos con vuestra
presencia, me llevé una gran alegría. ¿Sabéis? Mañana debo partir a Galicia a
resolver algunos asuntos. Nada me complacerá más que decir a mis padres y a mi
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hermano Rodrigo que os he podido trasmitir personalmente nuestra gratitud.
Tras el sonoro abrazo, me dejé caer con pesadez en la silla mientras recorría con
la mirada al grupo.
Eran todos hombres en torno a los treinta o treinta y cinco años,
aproximadamente la misma edad del rey, e iban vestidos de manera similar a él, con
túnicas de manga larga. Aunque Juan García estaba pendiente de mi mirada, yo
estaba situado casi de costado a él, lo que me permitía observarle con cierta
tranquilidad. Al poco, quise evitar encontrarme con sus ojos tan a menudo y me
dediqué a repasar a los demás.
Había oído hablar de casi todos y sabía que componían parte del círculo más
íntimo del rey. Quien estaba a mi derecha, Rodrigo Alfonso, debía de ser el de más
edad; era hijo bastardo del último rey de León, Alfonso IX, y había sido liberado del
ostracismo al que le sometió Fernando III con un importante cargo en las antiguas
posesiones de su padre natural. Los demás también habían sido favorecidos por el
monarca, bien con posesiones en el repartimiento de Sevilla, bien con cargos en la
corte. Se trataba, pues, no sólo de un grupo de amigos, sino de un grupo de leales
inquebrantables.
Como tenía por costumbre, traté de mantenerme durante un tiempo al margen de
la conversación. Apoyado sobre los codos, no contestaba ni intervenía a menos que
fuera interpelado de manera directa.
Hablaban con rapidez, pasando de un tema a otro: repasaron los resultados de la
última embajada al Vaticano para obtener el apoyo del Papa en su candidatura
imperial; valoraron la necesidad de que los mudéjares de Murcia vendieran sus
propiedades a los cristianos y algún otro tema político. Pero aquélla era una velada
fuera de la corte y la conversación terminó rondando el tema más natural, las
mujeres. Ninguno parecía cohibido por mi presencia, ni siquiera por mis hábitos.
En un momento dado, Pedro López se dirigió a Nuño González para anunciarle
que Andrea Guzmán había tenido un hijo.
Noté estremecerse a Nuño. Intentando mantener la calma, preguntó:
Sí. ¿De quién?
Me lo han atribuido a mí contestó Pedro; pero no cargo con el mochuelo.
No he sido yo el único que ha rondado por esas piernas
Se echaron a reír todos. En ese momento, el rey decidió que era bastante y les
llamó la atención sobre mi condición religiosa. Lo hizo riéndose también:
Calmaos, amigos
No debemos escandalizar a nuestro monje al que, además,
estamos dejando al margen.
Pedro sonrió con embarazo y Nuño con alivio. Un instante más tarde me llegaron
preguntas de todas las direcciones sobre mi viaje por Castilla y el asombroso éxito
del juicio a Rodrigo García.
Bueno, tampoco es para tanto contesté. De veras. Sólo que
bueno, he
tenido un buen año.
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Siguieron preguntando y les hablé de mi buen año. Había empezado en París,
donde me encontraba trabajando como magíster de Saint Denis.
De pronto dije dirigiéndome al rey con cautela, cuando menos podía
esperar una misión de esa índole, fui llamado de forma un poco intempestiva por el
canciller de la Universidad para acudir con presteza a Toledo, para, según creo,
perdonad, prestaros asesoramiento
¡Ah, ese canciller! comentó Alfonso con vivacidad.
La luz rojiza de las velas sobre su rostro le hacía aparecer colérico, pero sonreía
con su media sonrisa. El incidente le divertía.
¿Así que os dijo que yo reclamaba a una especie de asesor? ¿Y para qué?, si no
os molesta que os lo pregunte tan directamente.
No lo explicó con claridad respondí, abriendo los brazos en un gesto
burlesco de desesperación. Yo entendí que buscabais a alguien con una cierta
experiencia en las cortes de otros países europeos para compararla con la vuestra.
Pero eso es más una intuición que una certeza. Él fue vago a conciencia añadí con
una sonrisa cansada. No me dejó opción. Debía abandonar todo y dirigirme con
presteza a la frontera castellana
Y, sin embargo, os encontrasteis con que vuestra presencia en Toledo no era tan
urgente, ¿verdad? acotó Juan García.
Exacto. Mi primera gran sorpresa fue la entrevista con Guillermo, el obispo de
Jaca. Primero me disuadió de venir a la corte con la rapidez que me habían ordenado
y, después, me puso en el camino de Santiago con una misión completamente
diferente.
Mi querido Guillermo
contestó el rey en voz baja y ausente. Luego
continuó con decisión:
Ciertamente, Raoul, nos habéis complacido al solucionar este enigma con tanta
brillantez. Siempre os estaré agradecido por eso. Esta ha sido una larga historia
¡Y
sórdida!
Pero ¡gracias a Dios, ha acabado bien! Alfonso sonrió con una sonrisa blanca y
agradable. Contadme, ¿cómo fueron los hechos en realidad? Los he oído explicar a
muchas personas, pero sólo vos podréis aclararlos por entero.
Debí de poner cara de sorpresa. ¡Como si él no lo supiera! De pronto, caí en la
cuenta de la presencia del resto de los invitados. ¡Ah!, me dije, está digiriendo la
conversación. Bien, sea.
Se lo conté. Sabía que estaba entre un círculo de íntimos y podía hablar con
libertad. Sin embargo, opté por guardar ciertas precauciones. Les describí mi
conocimiento paulatino de la historia, la extraña intervención de Cárdenas en Estella
y el oportuno acotamiento de Miguel de Miranmón. Les hablé de la inteligente
perspicacia de Velasco, «sin cuya ayuda añadí, nunca hubiera podido conseguir
los resultados finales». Sin hacer referencia al intento de envenenamiento, me extendí
con don Nuño y los Correa y hasta mencioné en detalle a mis dos compañeros de
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correrías, Enrique Haro y el pobre Luca, asesinado en las cercanías de Santiago.
Debí hablar con gran intensidad en la voz; Alfonso se volvió para mirarme a los
ojos. No le devolví la mirada; no podía. Narraba acontecimientos que me habían
dejado una honda huella y mi expresión debía de ser ensoñadora, con el rostro
concentrado fijamente en el horizonte negro de la noche. Acabé diciendo:
Nunca olvidaré este verano. Ha sido un mes muy intenso. Cuando llegué a
Santiago con Nuño estábamos persuadidos de poder solucionar la intriga sin
excesivos problemas y, pocos días más tarde, nuestra posición había variado de tal
forma que parecía imposible encontrar una salida razonable. La verdad reconocí,
estuvimos a punto de abandonar. Sin embargo, al final hubo suerte
Paré de hablar un instante. Rodrigo Alfonso, desde mi izquierda, tomó la palabra:
Es cierto, habéis tenido suerte. Quizá demasiada.
Su afirmación me inquietó. Rodrigo mantenía su sonrisa gastada y no añadió
nada. Miré al rey de reojo. La sangre ardía en su mejilla y enrojecía su oreja.
¿Por qué dices eso, Rodrigo? preguntó el monarca con suspicacia.
Bueno, según parece, el juicio estuvo hasta el último momento perdido y el
idiota de Garci sólo se decidió a hablar cuando creyó ver a Otero, el antiguo capitán
de Diego Pérez
Que era Velasco disfrazado dijo Pedro sin contener la risa. La verdad,
Rodrigo, hay que admitir que fue una suerte que no reconocieran al buen Velasco.
Es cierto continué. De todos modos, las cosas no pasan porque sí. Estos
días he reflexionado en detalle sobre todo aquello. Y me he dado cuenta de que
fuimos guiados durante todo el camino. Era como si tuviéramos una especie de
revelación
¿Se da cuenta? dije a Rodrigo, aunque las palabras estuvieran
dirigidas al monarca.
Se daba cuenta. Se daban cuenta todos. Habíamos tenido una revelación. Lo que
para mí resultaba evidente debía de serlo también para ellos. Alfonso observaba la
escena con curiosidad. Continuaron interrogándome un poco más, pero el rey había
decidido alterar el rumbo de la velada.
¿Os gustaría jugar una partida de ajedrez? me preguntó a bocajarro.
Afirmé complacido:
Con mucho gusto.
Tras ello, levantó el índice derecho en una pequeña seña y dispusieron un tablero
de ajedrez en una mesa de campaña ligeramente apartada del grupo. Cuando
finalizaron de colocar las piezas, Alfonso se levantó para ocupar su sitio y el resto de
los invitados comprendieron que la tertulia había terminado para ellos. Se despidieron
en un instante.
Apenas dos minutos después, me encontraba cara a cara con el joven monarca
español. Al ver más de cerca las piezas y el tablero, quedé maravillado por la
exquisitez de su diseño. Alfonso lo percibió de inmediato y después de las jugadas de
apertura exclamó:
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Os gusta este tablero, ¿verdad? Os contaré una historia acerca de él. Pero no
penséis que es una leyenda o una parábola. Son hechos reales que ocurrieron hace no
demasiado tiempo. Apenas dos generaciones. Hay cuatro protagonistas en ella. Mi
tatarabuelo, el rey Alfonso VI de Castilla; Al Mutamid, rey de Sevilla y excelente
poeta; su visir y buen amigo, Ibn Ammar; y finalmente, el Cid, Rodrigo Díaz de
Vivar, el guerrero más famoso de la historia de Castilla.
Alfonso hablaba despacio y con cierta solemnidad. Tenía la voz sonora y potente,
y en apariencia su mirada estaba puesta en mis ojos, pero descubrí por su brillo que se
hallaba más allá de mi silueta.
Como os decía, Al Mutamid, el monarca sevillano, era un poeta inspirado y,
más que eso, el modelo perfecto de un caballero. Su matrimonio con una muchacha
de origen humilde que poseía dotes de poetisa se hizo famoso.
Continuad respondí con cortesía. ¿Qué sucedió?
Una tarde, cuando paseaba acompañado por su amigo insustituible Ibn Ammar
por la orilla del Guadalquivir, le propuso a éste el comienzo de un verso:
la brisa transforma al río
en una cota de malla
Pero antes de que Ibn Ammar tuviera ocasión de recoger y continuar el verso, una
muchacha del pueblo que pasaba en ese momento, lo continuó en el metro arábigo
exacto:
En efecto ¡qué armadura más bella
Si el hielo la dejara sólida!
Al oír estas palabras, Al Mutamid, admirado, se volvió hacia la poetisa y, como
era sumamente bella, envió a sus servidores para que se la trajeran. Al llegar a su
presencia, la muchacha se presentó como esclava de un tal Rumayk, cuyas mulas
conducía. El rey le preguntó si estaba casada; ella repuso que no. «Bien dijo él,
pagaré tu rescate y me casaré contigo». Así lo hizo, tenía talento, belleza y estaba
llena de ocurrencias y caprichos. Le fue leal durante toda la vida.
Miré al rey con embeleso. Este, a su vez, me observaba por el rabillo del ojo,
sonriendo para sí, como si hubiera ganado un tanto. Luego su afilado rostro volvió a
mostrarse solemne.
Pues bien, hace casi doscientos años, este gobernante singular se encontró
sitiado por el ejército de Alfonso VI, que había rodeado Sevilla y estaba presto a
conquistarla. Los sevillanos habían perdido todas las esperanzas, pero Ibn Ammar, el
visir al que Al Mutamid encomendaba las tareas más difíciles, salvó la situación
gracias a una estratagema. Había hecho fabricar un tablero de ajedrez de inaudita
perfección artística, con piezas de madera de ébano, áloe y sándalo, incrustadas de
oro. Cuando, en nombre de Al Mutamid, visitó cómo emisario el campamento de
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Alfonso VI, se llevó consigo ese juego de ajedrez. Fue recibido con todos los
honores, ya que el rey castellano había oído hablar mucho de él y le consideraba uno
de los hombres más capacitados de la Península. Ibn Ammar se las arregló para que
algunos cortesanos llegasen a ver su maravilloso juego de ajedrez, y éstos hablaron
de él al rey, que era un jugador apasionado. Así ocurrió que el visir enseñó al rey la
obra maravillosa y se mostró dispuesto a jugar con él una partida, si aceptaba la
siguiente condición: si perdía Ibn Ammar, el tablero y las piezas serían propiedad del
rey, mas si Alfonso perdía, tendría que acceder a cumplir una petición del visir. El
castellano, deseoso de conseguir el bello tablero, se puso pálido; no quería arriesgar
tanto. Sin embargo, algunos cortesanos, convenientemente sobornados por Ibn
Ammar, alentaron al rey: «Si ganas recibirás el juego de ajedrez más bello que jamás
haya poseído soberano alguno, y si pierdes y su petición es insolente, aquí nos tienes
a nosotros para dar una lección a los moros». De esta manera, mi antepasado fue
seducido para aceptar el envite; pero Ibn Arrimar, que era maestro en este arte, le dio
jaque mate.
Al pronunciar estas últimas palabras, el joven monarca español hizo un alto en su
relato. Mientras hablaba había mirado sin cesar hacia delante y, no obstante, tuve de
nuevo la sensación de que sus ojos estaban encima de mí. Era una mirada velada,
aunque no vaga, que parecía estar fija en un punto situado mucho más allá; mirada
aguda y tenaz; mirada ardiente e imantada de la que conseguía desprenderme cada
vez con mayor esfuerzo.
«Este hombre es un seductor nato», me dije. «Y además, lo sabe».
Cuando el rey, vencido continuó hablando don Alfonso, preguntó a Ibn
Ammar qué deseaba, éste solicitó que retirase su ejército de las fronteras del reino
sevillano. Alfonso VI se tragó su cólera y dijo, vuelto hacia su séquito: «Justamente
es lo que yo temía y vosotros me habéis inducido a ello». Pero no tuvo más remedio
que cumplir su palabra; los cortesanos sobornados le apoyaron en eso. Así, Sevilla
quedó salvada sin que se derramase una gota de sangre. Ahora ese famoso tablero
está ante vuestros ojos.
¡Qué bella historia! contesté. ¡Es increíble pensar que el resultado de un
asedio se resolvió mediante una partida de ajedrez! Y todavía más sorprendente la
inteligencia de Ibn Ammar, de quien había oído alabar sus poemas, tanto como la
nobleza de vuestro antepasado Alfonso VI, desistiendo de una batalla ganada por
haber empeñado su palabra.
Sin contestar, el monarca inició un movimiento atrevido con la torre. Contemplé
intranquilo el tablero. Por su parte, don Alfonso me observaba con expresión
distendida: debía de divertirle mi presencia. Mientras jugábamos traté de vigilar sus
ademanes, intentando resistirme a su capacidad seductora. Pero él estaba tranquilo,
llevaba una vida entrenándose y era un maestro en el arte de engatusar a las personas.
Me dejó que le sostuviera la mirada e incluso apartó la suya en dos o tres ocasiones,
hasta que, en un momento dado, levantó los ojos y se apoderó de los míos.
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Tenéis razón continuó al fin, satisfecho por mi elogiosa contestación.
Alfonso VI era un hombre de palabra. Mirad hasta qué punto. Como sin duda sabréis,
fue el monarca que conquistó Toledo a los mahometanos. De hecho, tomó el título de
imperator toletanus y reclamó para sí la herencia completa de los visigodos. Pues
bien, en las capitulaciones de Toledo convino respetar los derechos de la población
musulmana y, por ejemplo, permitió que siguiera en su poder la mezquita mayor.
Pero estaba edificada sobre la antigua catedral visigótica de Toledo y, cuando tuvo
que abandonar la ciudad para proseguir sus conquistas, la reina y el obispo de la
ciudad se confabularon y con el apoyo de unos pocos soldados tomaron posesión de
ella.
¿La reina traicionó la palabra del rey? pregunté incrédulo.
Así fue. Cuando la noticia llegó a oídos de Alfonso, regresó a Toledo
encolerizado. Mandó que le esperaran a las puertas de la ciudad y, tras reprocharles
amargamente haber quebrantado su compromiso, se dispuso a pasarlos a cuchillo.
Entonces salió de entre la multitud un jurista musulmán llamado Abu Walid y le rogó,
en nombre de sus correligionarios, que dejara la mezquita a los cristianos para no
suscitar odio contra los musulmanes, siempre y cuando se respetaran el resto de las
capitulaciones. Alfonso, agradecido por su actitud, mandó esculpir un retrato de ese
hombre en la catedral. Podéis verlo si queréis; mi padre, Fernando III, tenía gran
estima por aquel gesto y mandó colocar su busto en el coro. Dudo que haya una
estatua de un musulmán en otra catedral cristiana. ¡En fin!, ya veis si Alfonso VI
concedía valor a su palabra. Estuvo a punto de ajusticiar a su amada esposa y al
obispo por no respetarla.
Otra historia asombrosa. No conocía estas anécdotas. Veo que vuestro
antepasado era un gran hombre.
Lo era, lo fue. Su única desgracia fue ser el soberano del más famoso soldado
de la cristiandad, Rodrigo Díaz de Vivar, a quien los moros llamaban Mio Cide, mi
señor. Esa afortunada calamidad dijo, recreándose en la paradoja, ha disminuido
injustamente su fama. Estuvieron enfrentados durante todo el reinado, pero ambos
eran hombres de palabra, orgullosos y leales.
¡Claro! exclamé. ¡Ahora entiendo la causa del distanciamiento! ¿Cómo
podría perdonar un hombre como Alfonso VI, para quien la palabra dada era tan
importante, que un simple caballero la pusiera en cuestión y le hiciera jurar sobre la
Biblia no haber participado en la muerte de su hermano?
Exacto contestó el rey. Mi tatarabuelo no podía olvidar esa afrenta. Por
eso le desterró de Castilla. No obstante, a pesar del enfrentamiento, el Cid se
comportó con gran nobleza. Según la costumbre, habría tenido libertad para pasarse a
los enemigos de su señor. Pero no lo hizo. Aunque fue obligado a alejarse de su patria
junto a su mesnada, guardó siempre fidelidad a su rey natural.
Eran otros tiempos dije con voz resignada. Pero decidme, me habéis
intrigado: ¿qué fue del resto de los protagonistas de la primera historia? ¿Qué pasó
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con el rey de Sevilla, Al Mutamid, y su astuto visir, Ibn Ammar?
A Ibn Ammar el éxito le volvió insolente y empezó a actuar según su propio
albedrío. Aunque desde niño había sido el mejor y más querido amigo de su
soberano, acabó actuando contra él y al fin chocaron. Tanto, que tuvo que exilarse y
buscar refugio en la corte de Zaragoza. Al final murió a manos de su antiguo señor,
Al Mutamid.
¿Al Mutamid le mató?
Es una historia larga, pero sí, fue el mismo rey quien le degolló después de una
nueva traición. Arrancó del muro su hacha de combate, corrió a la cárcel en la que
estaba confinado Ibn Ammar y, cuando le tuvo frente a él, exclamó: «Estaba
dispuesto a perdonarte, pero te ha perdido la arrogancia». Dicho esto, levantó el
hacha y le partió el cráneo: «Ha hecho de Ibn Ammar una abubilla», observó
Rumaykiyya, la mujer de Al Mutamid, con buda cruel. Estaba vengada, pues Ibn
Ammar, en el exilio, había escrito un poema en el que ridiculizaba sin compasión sus
dotes de poetisa.
¿Y Al Mutamid? dije con fruición.
No tuvo un final mejor. Fue derrotado por sus propios correligionarios
musulmanes y por propia elección. Ante el avance de las tropas castellanas, llamó en
su ayuda a los almorávides. Pero no las tenía todas consigo. Su comentario ha pasado
a la historia: «Nadie me acusará de haber entregado Al-Andalus a los cristianos
No
quiero que se me maldiga desde todos los almimbares del Islam; si he de elegir,
prefiero apacentar los camellos de los almorávides a cuidar los cerdos de los
cristianos».
Sí, es una anécdota famosa argüí reconociendo la frase.
Al principio, su envite marchó perfectamente continuó el rey. Los
almorávides vinieron a la Península, derrotaron a los cristianos y regresaron a África.
Pero volvieron cuatro años más tarde, reclamados por las quejas de la población
andaluza, para conquistar Al-Andalus. Al Mutamid se les enfrentó, contando incluso
con la ayuda de su antiguo enemigo, Alfonso VI de Castilla, pero al fin fue vencido y
acabó con sus huesos en una cárcel del Alto Adas, donde murió. Hasta el último de
sus días siguió escribiendo bellos poemas; es más, sus versos mejor inspirados y
profundos los hizo en esta penosa situación. Aún recuerdo el fragmento que escribió
en su celda, recordando su vida:
Todo tiene su término fijado, y hasta
muere la muerte como mueren las cosas.
El destino tiene el color del camaleón,
hasta su estado fijo es mudadero.
Somos para su mano un juego de ajedrez;
quizá se pierde el rey por causa de un peón.
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Realmente hermoso reconocí. Aprovechando la coyuntura, remarqué: Y
con él, señor, si os parece, podemos volver a nuestra partida; por culpa de mis
continuas preguntas os la he hecho abandonar.
No importa contestó Alfonso con una sonrisa. Me gusta recordar estas
viejas historias. Además, con ellas quizá entendáis mejor que árabes y castellanos no
siempre hemos sido enemigos y que nuestra cultura, la de ambos, no sólo está
entremezclada, sino que debe seguir estándolo. Es más, toda mi política cultural
descansa en la base del aprovechamiento y estímulo de cualquier influencia
beneficiosa, árabe, judía o cristiana. ¿Qué más da? Mi parecer, a diferencia de otros
príncipes cristianos, se sustenta en el fomento de nuestras raíces y no, como me
proponen desde fuera, en su represión. ¿Qué opináis vos?
Coincido con vuestras apreciaciones, bien lo sabéis, señor contesté. Pero,
también sabréis que en Francia no piensan igual.
Vosotros no podéis comprenderlo. Los francos no habéis vivido la experiencia
de convivir durante siglos con los musulmanes. Los veis como infieles invasores,
pero para nosotros son tan españoles como cualquier otro. Y observad que no hago
distingos entre reinos y estoy hablando de España
Sí, ya había notado el matiz.
Es importante remachó el rey. Pero, a lo que vamos, pensad que el pueblo
islámico lleva viviendo más de seis generaciones en estas tierras. ¿Creéis acaso que
puedo decir a alguien cuyos abuelos y tatarabuelos nacieron aquí que no es español y
debe marcharse? ¿Creéis que puedo rechazar sus creencias y opiniones, cuando sé
que son razonables y están sustentadas en la experiencia? ¿Debo prohibir, acaso, este
juego, el ajedrez, porque sea árabe?
No, es claro que no alegué. Pero el ejemplo es útil a nuestra conversación;
no sé si sabréis que nuestro rey, Luis de Francia, ha prohibido taxativamente jugar
ajedrez a todos sus súbditos.
Algo había oído. No creáis que he puesto el ejemplo por casualidad. Pero es
una medida incongruente. Yo, por el contrario, pretendo difundirlo haciendo un
gesto con la mano, se me acercó amistosamente y dijo en un susurro: Os haré una
confidencia. Estoy empezando a preparar la redacción de un Libro del ajedrez, en el
cual se explicarán las reglas de este juego y otros afines a él, resaltando el
simbolismo del tablero, su significado como esquema del universo
¿Esquema del universo? contesté, intentando estimular al castellano.
¿No lo sabíais? preguntó extrañado el rey.
Bueno respondí. Sé que el tablero del ajedrez simboliza el mundo. Las
cuatro casillas centrales representan las cuatro fases básicas de todos los ciclos, las
épocas como las estaciones. También he oído que la alternancia de blanco y negro es
comparable al cambio del día y la noche, nacer y morir.
Hay más. La franja que rodea esas cuatro casillas interiores corresponde a la
órbita del sol, con los doce signos del zodíaco, y la de las casillas exteriores a las
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veintiocho casas de la luna. Además, todo el cuadrado del tablero, con sus ocho por
ocho casillas, plasma los movimientos cósmicos que se desarrollan en el tiempo
Es decir, el mundo corroboré. Y en ese esquema del universo las piezas
representan de forma unívoca dos ejércitos
Y con ello concluyó don Alfonso, el tablero se convierte en campo de
batalla y el juego adquiere ese carácter de espejo de príncipes que admiro tanto. Pues,
en efecto, ¿qué mejor educación que ésta, tanto para el príncipe como para el
caballero? Con este divertimiento, el jugador aprende a refrenar su pasión y a elegir
con cuidado.
Es cierto reconocí, hay que ser muy perspicaz ante el número
aparentemente ilimitado de posibilidades que se ofrecen ante cualquier jugada.
Como habéis podido comprobar en estos meses, la cautela es una virtud
inestimable dijo el rey. En el ajedrez es básica; cualquier elección equivocada
puede arrojarte en una dirección que te conducirá a campos de acción cada vez más
limitados.
Tal es la ley de la acción y del mundo.
Así es. De hecho, la libertad está íntimamente vinculada con el conocimiento
de esa ley, con la sabiduría.
Yo no entendía el verdadero alcance de sus palabras y contesté pensando
únicamente en la partida.
Claro que ésa es la teoría añadí sonriendo, o al menos el planteamiento del
juego
Alfonso me miró extrañado, sin comprender
Quiero decir precisé que esa posibilidad de elección existe mientras no
estés acorralado, como me encuentro yo ahora
Eso es muy cierto dijo Alfonso, riendo. Tan cierto que, lamentándolo
mucho, voy a daros muerte al rey
¿Jaque mate ya?
Sí, sólo faltan dos movimientos. Ved, cuando yo mueva el alfil y coma vuestro
peón dándoos jaque, no tendréis otra posibilidad que colocar la torre delante del rey,
pero dará igual, el visir puede acabar con ella sin obstáculo.
Sea reconocí con resignación, para añadir después con expresión socarrona
: ¡El rey ha muerto!
Alfonso se echó a reír complacido.
Vuestro sentido del humor os honra. Esa frase no es usual en mi presencia. Sin
embargo dijo arrugando sus ojillos, me imagino que vuestro comentario tiene
más alcance que esta obviedad
Sí contesté aliviado. Era un simple juego de palabras. No necesito deciros
que jaque mate deriva del árabe al-sah mat, o sea, el rey ha muerto.
No, no es preciso reconoció Alfonso. Sólo confirma lo que antes
mencionaba. Este es un juego real, y no sólo porque juguemos la pieza del rey, sino
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porque toda su concepción es una parábola de lo que podríamos llamar el arte real,
una parábola matemática en la cual se manifiesta la relación interna entre la acción
libremente escogida y el destino inevitable.
Por cierto, ya que mencionáis esa relación entre la libertad y el destino, me
gustaría preguntaros algo me atreví a proponer finalmente.
Ya imagino lo que deseas comentar contestó casi al instante el monarca
castellano, con un cierto tono de reproche. De hecho, te he venido hablando
indirectamente de ello. Pero antes de nada, permíteme que te trate con familiaridad.
Me has hecho el favor de un amigo y deseo hablar contigo como si lo fueras.
Supongo que querrás saber lo que espero de ti ahora.
Así es.
Antes quiero reiterarte otra vez sin testigos mi gratitud por el servicio que
has prestado a la Corona. También quiero agradecerte tu discreción, incluso la de esta
noche, cuando he querido plantear el tema directamente ante los demás. Supongo,
Raoul, que a estas alturas habrás comprendido los motivos que tenía para no poder
delatarme. Entiéndelo, tenía que hacerte llegar la misión sin que lo percibieras.
Guillermo me contó que, dada tu insistencia, no pudo evitar darte ciertos datos.
Luego Miguel de Miranmón te informó más en detalle. Era mejor así, que creyeras
que ibas averiguando todo por tus medios. Ni Teobaldo, ni Cárdenas, ni otros a los
que no has conocido iban a dejar de aprovechar cualquier resquicio, por pequeño que
fuera. Teníais razón reconocí, recordando hasta qué punto habían previsto todos los
detalles. Era mejor no dárselo.
El rey me sonrió abiertamente. Sus ojos se nublaron fugazmente pensando en
aquellos adversarios. Fue apenas un instante.
Pero no deseo hablar de política contigo. Todo ha salido bien y eso es lo que
importa.
Asentí con aparente tranquilidad. En realidad, estaba inquieto; no deseaba volver
de nuevo al tema de Santiago. Estaba esperando conocer mi futuro. El rey lo sabía y
parecía jugar conmigo. Al fin tomó la palabra:
Todavía no te he dicho para qué te he hecho venir a Toledo.
No tuve que contestar, mis ojos lo decían todo. Alfonso prosiguió:
Las circunstancias han cambiado mucho desde que escribí aquella carta al rey
Luis y la versión que te trasmitió Hugo de Conques no me parece muy exacta. A
pesar de ello, hay parte de verdad. Puede ser interesante tu parecer sobre ciertas
reformas que estoy emprendiendo. Quizá, con la información que te dieron, hayas
pensado que deberías redactarlo por escrito e incluso es probable que tengas hecha
una cierta composición de su estructura, ¿me equivoco?
No se equivocaba. Aun empezando a dudar de la quimera en la que me había
movido, le confirmé que así era. Incluso le dije que había pensado el orden de los
temas más interesantes a tratar.
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¿Ah, sí? contestó Alfonso, con un cierto deje irónico. Cuéntame, ¿qué
habías pensado?
Volví a sentirme como una de las piezas del tablero que tenía delante. Pero el
orgullo me impidió contenerme:
No lo tenía demasiado claro. Basándome en la hipótesis de Hugo de Conques,
podía hacerme una cierta composición de lugar. Pensé que mi opinión podría seros
interesante en muy pocos temas. Quizá en uno solo. Sé muy bien que tenéis a vuestro
servicio a algunos de los más importantes hombres de ciencia del continente. En
consecuencia, sería ridículo que yo fuera a comparar su trabajo con el que se hace en
otras ciudades. También estoy informado de los contactos que habéis tejido en todas
las cortes de Europa, por lo que debéis saber lo que se cuece en ellas, así que tampoco
os podría aportar mucho de ese lado. En consecuencia, deduje que el único encargo
posible debería girar en el terreno social. Quiero decir, que quizá querríais conocer
una cierta reflexión sobre la sociedad que estáis construyendo
Ya contestó divertido el rey. ¿Y cómo pensabas estructurarla?
Insisto en que no está definida. Debía haber sido esta entrevista la que diera las
pautas. Pero ya que queréis saber algo del esqueleto que había ideado, os diré algo.
Hice una pequeña pausa. Era consciente del atrevimiento. Pero el mismo rey
había dicho que me consideraba un amigo. Además, sentía la necesidad de
explicarme. Llevaba meses planeando ese trabajo de manera más o menos consciente
y, en cierto modo, organizándolo en mi mente. No me contuve; seguí hablando,
vertiendo las palabras como si hubieran estado congeladas dentro de mí durante
mucho tiempo y necesitara desahogarme. ¿Por qué no iba a hacerlo ahora?
No sé, he imaginado incluir temas como el problema de la lengua, que tanto os
importa, o el de los nuevos vínculos entre la tierra y la sociedad. Quizá estaría bien
reflejar la situación de los hombres nuevos, la caballería villana, los agricultores y
ganaderos, los artesanos y comerciantes e incluso los grandes mercaderes. Planteado
de esa manera, tendría que contener aspectos como el problema de la alimentación, la
vida en las ciudades, la contraposición entre el lujo y la pobreza
No es mal planteamiento, Raoul, no es mal planteamiento. Es más, te sugiero
que lo hagas. Será sin duda muy interesante. Pero, debes entenderlo añadió con un
especial énfasis de la voz, yo no te voy a encargar ese trabajo. Y una cosa te digo:
en caso de que lo escribas, por favor, manda hacer una copia para mí antes de
difundirlo a tus otros dueños.
Le miré con expresión de sorpresa.
Y otra más continuó. Yo de ti, me organizaría para hacerlo por encargo de
quienes te lo anticiparon. ¿No te parece más conveniente?
Mi asombro fue menguando conforme iba comprendiendo adonde quería ir a
parar el monarca.
No, querido amigo. No es eso lo que pretendo. Te he dicho antes que quería
tratarte como a un amigo y lo haré. Perdóname si ahora soy demasiado sincero, pero
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creo que me comprenderás. En primer lugar, como ya te he insinuado, no espero
ningún informe por escrito. Comprende con quién estás hablando y me evitarás darte
mayores explicaciones. ¿O te parecería lógico que un rey extranjero solicitara un
informe confidencial a un hombre enviado desde otro reino?
Abrí los brazos con gesto de embarazo.
Me has demostrado con creces tu valía continuó, pero tienes otros deberes
anteriores a los míos. ¿Acaso puedes creer que voy a desconocer eso? ¿Crees que
debo permitir que esa reflexión, como tú la llamas, sobre mi reino, sea leída por tus
superiores eclesiásticos y políticos? ¿Y que sea hecha por encargo mío?
Le miré con expresión avergonzada. Tuve que reconocer que no. Quizá fuera
precisamente esa actitud la que facilitó que pudiera enterarme del resto.
Quiero decirte la verdad continuó el rey. Quizá te parezca un poco simple,
pero así es la política y ése es mi oficio, como el tuyo es reflexionar. Claro que antes,
si me lo permites, te aclararé algo. Vengo observándote con atención toda la noche y
voy a atreverme a hacerte una sugerencia. Sé que tu intuición y capacidad de análisis
son muy encomiables, pero quizá por eso a veces se te escapan obviedades mucho
más elementales. Y la actual situación, aun siendo tan decisiva para esta parte de tu
vida, es una de ellas
Sentí resonar esas palabras en el cerebro como un mazazo. Yo mismo había
anotado con dolor esa incapacidad en relación con la intriga de Luca, Fabianne y
Arlette. Ahora bien, una cosa era que yo, tras una vida, pudiera detenerme a hacer
observaciones sobre eso y otra que alguien, aunque fuera señor de Castilla y León,
me hiciera un comentario tan explícito en nuestra primera conversación a solas. Pero
así estaban las cosas. Alfonso proseguía:
Ha sido todo mucho más sencillo, querido maestro. Hace un año, tu rey Luis
me pidió que le enviara a dos físicos de mi corte para prestarle ayuda en la
confección de nuevos astrolabios basados en las Tablas del Universo que se estaban
elaborando en Toledo. Cuando volvieron, Luis, en su carta de agradecimiento, me
habló de la importancia de vuestra Universidad parisina, enfatizando su alto nivel
teológico y jurídico. Pero él sabe que mi forma de entender el derecho es diferente a
la vuestra y que no estoy interesado en particular por la teología. Así que, cuando me
aconsejaron y yo decidí corresponderle, debía plantear el tema con una cierta
inteligencia. Por eso solicité al rey Luis un teólogo que hablara árabe y hubiera vivido
en otras cortes europeas.
Así que vine para devolver la petición anterior de mi rey Luis
contesté en
voz baja. Entonces, ¿se trataba únicamente de corresponder a una formalidad
diplomática?
Hombre dijo el rey. Algo más que eso pero, en esencia, es como dices.
Mira, Raoul, con franqueza, pensaba haberte utilizado para algún estudio de escasa
trascendencia y, una vez cumplido el trámite, hacerte retornar a tu patria; pero la
verdad, debo reconocer que nos viniste como anillo al dedo para el asunto de mi
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querido amigo Rodrigo. ¿Quién mejor que un extranjero, ajeno al problema, para
tratar de dilucidar el enigma? Sobre todo porque aquí todos creían en su culpabilidad.
Incluso yo, no vayas a pensar. El mismo Rodrigo la había reconocido. Pero, como
sabes, había puntos que no encajaban. Me interesaba que alguien pudiera ayudar a
esclarecer el caso. Y tú llegaste como caído del cielo. Por eso te utilizamos. Tu
verdadera misión ha sido la de Santiago.
No comprendo. Sin conocerme de antemano, ¿qué garantías teníais de que os
fuera a ser útil?
¿Quién dice que no te conocía de antemano? respondió Alfonso astutamente.
¿Y cómo?
Pero bueno, Raoul, me sorprendes contestó con tono de reprimenda.
¿Crees, acaso, que por estar la corte a muchas leguas de Santiago no he estado
informado de todo? ¿Crees que puede permitirse esos lujos el rey de un territorio
como el de Castilla y León? continuó de forma casi didáctica. Mira, en primer
lugar, has estado dos años trabajando en la corte de Federico II de Sicilia y he
recibido referencias tuyas a través de él. Es buen amigo mío y colaboramos en
muchas cuestiones. Luego, cuando te designaron en Saint Denis para venir aquí, me
informaron desde París de quién eras y qué capacidades tenías. Y después has pasado
varios tamices razonablemente finos. ¿O crees que las conversaciones con Guillermo
en Jaca o con tu querido Guillen de Monredón de San Juan de la Peña no tenían más
utilidad que la aparente? Por último, ¿no te informó don Nuño sobre mi agente en la
jurisdicción del señorío de la iglesia de Santiago?
¡Claro, don Andreo! me dije. ¡El pertiguero mayor de Galicia! No le había
conseguido conocer y sentía como una pesada losa no haber contado con su ayuda
para poder plantear de manera más adecuada la estrategia. No pude contenerme y
pregunté:
¿Por qué no pude conocer a don Andreo? Su consejo hubiera sido ser de gran
ayuda.
Ya lo pensé, no creas. Pero debía actuar así, el riesgo era muy elevado. Don
Andreo es demasiado conocido en ese territorio y su presencia a tu lado hubiera
delatado mi participación. ¿No te das cuenta de que, si te hubieran visto junto a él, se
hubiera revelado que yo estaba detrás de todo?
Era cierto. Asentí con tono contrito.
De todas formas, también era imposible por su mismo carácter.
Alfonso había cambiado el timbre, su voz era más ligera y desenfadada:
Andreo es un hombre muy religioso y un poco pejiguera. Él tenía instrucciones
precisas de no verte en persona. Todo lo que debiera comunicarse, tenía que hacerse a
través de Nuño. De hecho, antes de tu encuentro con Teobaldo Fortún, ya había
acordado con el obispo que no te pondrían obstáculos para que pudieras intervenir en
el juicio. Luego, si te soy sincero, estuve a punto de cambiar de opinión y llegué a
contemplar la posibilidad de que elaborarais juntos la táctica a seguir. Sobre todo,
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después del asesinato del adivino judío y ese italiano amigo tuyo.
¿Por qué no lo hicisteis?
Andreo me lo pidió formalmente. Le había asegurado al obispo compostelano
que no te conocía y no iba a conocerte, y no quería romper su palabra. Al final, el
mismo Juan García me convenció de que nuestras posibilidades de salvar a su
hermano Rodrigo eran muy escasas. No parecía servir de nada un encuentro con
Andreo. Sólo hubiera aportado confusión y un cierto peligro para mí; ya te he dicho
que no confiaba en el éxito de tu intervención. ¿Comprendes ahora por qué no le
conociste?
Lo entendía a la perfección. Durante unos instantes me encerré en un silencio
dolorido, asimilando la última información. Finalmente las piezas dispersas de ese
tablero habían encajado y ya estaba claro todo el desarrollo de la misión
compostelana. No obstante, continuaba con casi la misma incertidumbre que antes
sobre mi cometido actual. Había divagado sobre él con el rey, pero seguía sin saber
con exactitud su alcance. Alfonso me miraba con expresión apacible. Al verme
confundido, se echó hacia delante. Sus dedos arañaron mis brazos al asirme.
Maestro Hinault, tengo una deuda de gratitud contigo y voy a cumplirla. Nunca
habrías escuchado de mi boca estas palabras si estuvieras en Toledo para la embajada
que te indicaron en París. Si no hubiéramos decidido cambiar tus planes y te
encontraras aquí con el vago encargo que trasmití a tu rey Luis, no te diría esto. Pero
debo hacerlo. Ahora sabes que perseguíamos un fin justo a través de ti
y que te
manipulamos para alcanzar objetivos que desconocías. Es también justo hablarte con
sinceridad
Incliné la cabeza en silencio. Alfonso se echó atrás en su sillón y me miró un
momento; sus labios mantenían una sonrisa velada, como la luz del sol sobre el
campo arado, pero en sus ojos brillaba una señal de complicidad.
Si hubieras llegado a la corte desde París sin ninguna tarea previa, sólo me
habrías visto una vez en el Alcázar. Como te he dicho antes, con tu presencia
correspondía a la anterior petición de tu rey y para mí se hubiera tratado de una
cuestión diplomática.
¿Y cuál hubiera sido el encargo?
En nuestra entrevista habría ponderado tus conocimientos y experiencia, para
acabar por encargarte una misión de cierta trascendencia, pero ya te he dicho que iba
a ser sincero; una misión que hubiera podido resolver con mis propios colaboradores
sin mayores problemas
Pero ¿cuál? pregunté de nuevo.
Eres insistente, Raoul
En realidad no lo sé. Pensaba que, dados tus
antecedentes en filosofía y simbología, quizá hubieras podido traducir y redactar un
pequeño compendio de las frases más memorables de los sabios de la Antigüedad
sobre algún tema concreto. No lo tenía decidido: dialéctica, retórica o quizá sobre el
lenguaje artístico, asunto sobre el que, según me han informado, estás especialmente
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versado. Pero ¡vaya!, lo que quiero asegurarte es que habrías elaborado un trabajo
sobre una disciplina global, algo generalista
Traté de asimilar sus palabras.
Desengáñate continuó, jamás te hubiera permitido reflexionar sobre la
realidad del reino o cualquiera de los temas que con cierta ingenuidad me planteabas
antes. Nunca encargaría ese trabajo a alguien que no me diera cuentas exclusivamente
a mí. ¿Y al acabarlo? murmuré.
Cuando estuviera finalizado el ensayo, habría mandado hacer una copia y, tras
darte las gracias de manera ostensible, te hubiera despedido con una carta de
agradecimiento. De esa forma, el rey Luis se habría sentido correspondido y vuestros
obispos y ese curioso canciller que dirige vuestra Universidad habrían tenido ocasión
de seguir especulando. Y eso es todo. Como ves, los hechos son más sencillos de lo
que habías supuesto.
Alfonso dejó un pequeño espacio de tiempo para que asumiera por completo la
situación y pudiera ponerme al tanto de dónde estaba. Me anticipé:
Entonces, si las cosas están así, ¿qué queréis que haga ahora? Supongo que
querréis mantener el acuerdo con mi rey Luis. ¿Tendré entonces que redactar ese
compendio antológico?
No, ahora no es preciso. Si te lo he explicado ha sido para poder liberarte del
compromiso. Pero no te preocupes, será hecho por cualquiera de mis traductores y
cuando regreses a tu país, el trabajo pasará por tuyo. Después de tus servicios al
reino, no considero razonable obligarte a cumplir una formalidad diplomática. Claro
que siempre que ése sea tu deseo. Porque si quieres dedicarte unos meses al estudio,
pondré todos mis medios a tu disposición. En todo caso, ésa es tu opción. Tú
decidirás.
Y si no lo hago, ¿en qué emplearé el tiempo que justifique la redacción de esa
obra? ¡Bah, no te preocupes! Hay mucha tarea por delante. Hoy he querido conocerte
para hablar contigo y darte una explicación, y también para tratar de encauzar el final
de tu viaje por España. Conforme se ha ido desarrollando nuestra conversación, me
he decidido a contarte todo lo anterior, antes de tomar una precaución necesaria.
Hasta ahora no me ha importado, pero debo hacerlo ya. Mira me dijo después de
una pequeña pausa, tienes dos posibilidades. La primera, continuar con las
apariencias y cumplir el trabajo encomendado. La segunda, dejarte llevar
¿Dejarme llevar? repetí.
¿Sabes?, me gustaría conversar a menudo contigo, en noches como la de hoy o
parecidas. O poderte llamar a palacio para pedirte opinión sobre algún tema que me
preocupe. También quiero que me acompañes en algún viaje y poder charlar
tranquilamente
Pero perdonadme, señor, ¿de qué hablaríamos?
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¡Oh!, no lo sé. Hay muchas cosas que me preocupan. Estoy enfrascado en
demasiados proyectos. No te apures por eso, no faltarán ocasiones.
¿Creéis que puedo seros útil?
Mira, Raoul, te contaré un pequeño secreto que debe saber cualquier monarca.
Si se quiere hacer reformas, tomar decisiones, llevar la iniciativa
se debe recordar
que al final no hay reglas válidas. La única norma es terminar la operación con éxito.
Lo importante es lo siguiente: hay que arriesgarse a cometer errores. Nadie aprende
de sus aciertos, sino de sus equivocaciones. Para ser hábil en cualquier oficio es
necesario equivocarse. Así que ya me dirás si me es útil o no el consejo.
Le miré con admiración, reconociendo la sabiduría que encerraban esas palabras.
Era así, yo lo había aprendido también. He reflexionado muchas veces sobre lo
mismo llegando a parecida conclusión. Se aprende por intentos y fracasos y no por
intentos y aciertos. Los errores tienen al menos dos ventajas claras. Primero, nos
permiten desechar caminos; a partir de ellos, sabemos lo que no hay que hacer. Y
segundo, nos indican cuándo debemos cambiar de dirección, nos dan la oportunidad
de un nuevo planteamiento.
Alfonso X lo estaba expresando mucho mejor que mis torpes pensamientos:
La única diferencia entre el sabio y el necio consiste en que el sabio comete
errores mucho más graves e importantes. Es lógico, nadie confía las decisiones
verdaderamente cruciales al necio: sólo el sabio tiene la oportunidad de perder una
batalla o una guerra.
No pude proseguir mis especulaciones, el rey castellano seguía hablando:
Ya lo estás viendo, esta noche no voy a pedirte nada concreto. Sería, además de
innecesario, gratuito. Dependerá de las necesidades del momento. Y antes de que
contestes nada, la precaución que te anuncié. Debo rogarte con toda formalidad que
guardes secreto de esta conversación con cualquier otra persona.
¿No puedo hablarlo con nadie, ni siquiera con don Çag? respondí.
Çag o Çuleman no cuentan. Son mis consejeros y forman parte de mi entorno
más íntimo. Me refiero a todos los demás, tú sabes de quiénes hablo. Con ellos,
considera que me has oído en secreto de confesión porque no reconoceré haber dicho
estas palabras. Y ahora, tómate el tiempo que necesites para optar por uno u otro
camino. Ya me comunicarás tu decisión la próxima vez que nos veamos.
¿Cuándo será?
No temas, muy pronto. Y recuerda esto, si decides elegir la segunda opción,
deberás comprometerte y jurarme que aparentarás ante tus superiores eclesiásticos y
políticos haber estado realizando el encargo inicial, la pequeña antología de autores
clásicos. ¿Está claro?
La pregunta quedó en el aire suave y obsequiosamente. Una expresión
preocupada empezó a entreverse en mis ojos. Alfonso debió de decidir que me
sentaba bien y la dejó asentarse. Por su parte, estaba impasible de nuevo. En su rostro
moreno sólo se movían los pálidos ojos y la boca; el resto era una máscara de madera,
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una mueca indescifrable. Tras unos segundos, comenzó a incorporarse
Y ahora, si me perdonas, Raoul, debo retirarme. Llevamos mucho tiempo
conversando y mañana me espera una dura jornada. Dentro de dos o tres días te
pediré una contestación a través de don Çag y me darás tu respuesta. Hasta entonces,
¡que Dios te guarde, amigo!
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XIV. EL PATIO DE LOS LEONES. HOMO VIATOR
Finales de junio de 1258
De vuelta a casa de don Çag, iba aturdido. Aun comprendiendo la secuencia
lógica de todos los acontecimientos, no podía aceptar mi ingenuidad: «¿Cómo he
podido alimentar la esperanza de realizar un trabajo sobre la sociedad del país? me
decía. ¿Cómo he esperado que me confiara un estudio de esa envergadura?».
Avergonzado por esa estrechez de miras, traté de acompasarme a la nueva situación.
Mientras iba pensando en todo ello, me vino a mientes la leyenda de la hidra, el
monstruo mitológico de las siete cabezas. Me precio de ser un buen conocedor de la
mitología clásica y sé que si le cortan una, otras dos crecen en su lugar. Yo había
solucionado un problema y ahora la hidra tenía varias cabezas nuevas.
Al comentar con don Çag el desarrollo del encuentro con el rey le hablé de ello.
El almojarife respondió:
No os atormentéis, Raoul, seguramente erais consciente de que cada solución
engendraba dos o tres nuevas vías. Vuestro error es bastante común. Sólo os podéis
reprochar no haber examinado el mito hasta las últimas consecuencias, como otros
hacen.
Contraje el rostro con rigidez; bastante tenía con mis propios reproches. Don Çag
sonrió amablemente, antes de seguir hablando:
Debéis comprender que don Alfonso está obligado a contemplar estas
cuestiones con una perspectiva mucho más amplia que la nuestra. Os falta aprender
de él lo decisivo: al llegar a los niveles decisorios de la jerarquía, cuando se
engrandece el panorama, uno debe cambiar también los puntos de vista.
Ya veo manifesté con amargura. Mis premisas eran demasiado simplistas
para percibir la forma de ver las cosas de un rey.
Don Çag seguía manteniendo su media sonrisa.
En otras palabras, he sido sorprendido por candido, ¿no es así?
Yo no lo expresaría con tanta crudeza
contestó don Çag, dándome la razón
sin querer profundizar en la herida.
Esta conversación, mantenida al día siguiente de mi visita a la Huerta del Rey,
resonó durante bastante tiempo en mi cabeza. Acuciado por la dificultad para
vislumbrar los propósitos reales, sumido en la duda, abandoné mi único refugio
seguro: la escritura. Durante dos días me sentí alterado e incómodo por el ambiguo
porvenir. Por las mañanas permanecía en la cama hasta tarde con la sensación de estar
cubierto por una pátina. De alguna manera, me veía de forma abstracta y distante,
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como una figura en el aire, alguien que no está en ninguna parte, en ningún sitio
concreto y del que se puede prescindir sin el menor obstáculo. Era como una de esas
almas errantes que atravesaban los fondos de los beatos, innecesario para el rey
castellano y para los intereses de Francia.
A cada momento me cuestionaba el alcance de mi verdadero papel. Las premisas
habían saltado por los aires. Ingenuamente, creí poder anticiparme a los deseos del
monarca español, sin percibir no ya la imposibilidad de captar la diversidad de
influjos que convergían en su mente, sino el insignificante papel que me tenía
reservado. Una vez hube asumido mi verdadera condición, empecé a tranquilizarme.
A partir de ese punto todo se tornó más claro. De entrada, era ridículo cuestionar el
futuro. Mis deseos eran lo de menos. No me estaban planteando dos opciones: sólo
había una. Si el rey me pedía que actuase como consejero accidental, la respuesta no
tenía duda.
Don Çag, al corriente de todo, aguardó con paciencia mis palabras. Como buen
oriental, sabía que había que dejar madurar las brevas y esperar a que cayesen solas.
Tras dos jornadas de obstinado silencio, comenzó a apremiarme con suavidad. Para
entonces yo ya había comprendido todo. Al escuchar mi decisión de aceptar el
encargo real y mantener las apariencias de estar realizando un trabajo científico,
asintió levemente con la cabeza. Luego me indicó la conveniencia de trasladar mi
residencia para asegurar la discreción.
Se ha dispuesto una estancia para vos en la sede de la Escuela de Traductores
del Alficén dijo con lentitud. Allí podréis trabajar sin ser interrumpido por nadie.
Y cuando don Alfonso quiera veros, os haré llegar sus instrucciones de manera tal
que nadie pueda percibir vuestro doble cometido.
Una semana más tarde me encontraba instalado en mi nueva morada. Durante los
primeros días me entretuve dedicándome a conocer el sistema de trabajo de la famosa
Escuela. Había oído hablar de ella en los últimos veinte años y estaba particularmente
interesado en desentrañar aquel emporio de erudición. Tenía muchas razones. En
realidad, mi conocimiento de Aristóteles se fundamenta en las traducciones toledanas
de Gerardo de Cremona o Miguel Scotus. Y si puedo operar con el sistema numérico
árabe es por la difusión que Roberto de Chester hizo desde la corte castellana al
continente europeo. Incluso conocí en París a alguno de esos grandes traductores. Por
ejemplo, puedo evocar sin el menor esfuerzo la tarde en la que paseé junto a Daniel
de Morley por los alrededores de Saint Denis. Ese día me explicó la forma en que
había deslumbrado al obispo de Norwich disertando sobre astrología. Daniel era un
hombre ya mayor, algo cargado de hombros, pero trasmitía verdadero ardor al
ponderar la diferencia entre el saber anquilosado de París en comparación con
Toledo, donde estudiaban con estilo pedagógico a Platón y Aristóteles. Al explicar
cómo se había visto asediado de amigos deseosos de saber en detalle de mirabilibus
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et disciplinis toletanis, sus palabras destilaban el significado mismo de la palabra
entusiasmo, el Dios contigo, de su origen griego.
Por eso, me sorprendió comprobar que no trabajaban en ella los autores que la
habían hecho célebre en Europa. Ahora los traductores no eran mayoritariamente
extranjeros, sino hispanos, bien cristianos, como Álvaro de Oviedo, Garci Pérez, el
maestre Bernardo el Arábigo, Juan de Mesina y Buenaventura de Sena, o judíos como
Mosca el Menor o Isaac Ibn Cid, llamado Rabiçag. Pero lo decisivo era otro aspecto:
el empeño no estaba puesto en verter al latín traducciones de metafísica o teología,
sino en trasladar al castellano vernáculo obras de agricultura, astronomía, astrología,
mineralogía o alquimia. De hecho, hasta los rabinos hebreos llamaban al castellano
nuestra lengua, oponiéndola al latín, el lenguaje romano, impuro, eclesiástico
Con el paso de los días, me hice especialmente amigo de Rabiçag, quien
casualmente tenía su cuarto contiguo al mío.
Una tarde, mientras paseábamos, me explicó en detalle el sistema de trabajo:
Amigo Raoul, a nuestro rey Alfonso no le interesan las ciencias especulativas.
Él tiene la idea de convertir su corte en un centro de erudición similar a los de los
príncipes árabes. Esto explica la selección de los textos que hace traducir, prestando
particular atención a las ciencias cosmológicas.
Es verdad. Cuando estuve a su lado, disertando sobre el juego de ajedrez, me
explicó que ve su obra como arte regio.
Es un monarca muy especial manifestó Rabiçag. Es difícil expresarlo,
pero yo diría que quiere ejercer esta influencia por considerarse representante de la
ley cósmica en el prisma humano.
Sí, creo que os entiendo corroboré.
Me alegro afirmó complacido Rabigag. De acuerdo con este propósito,
Alfonso está componiendo en romance castellano la mayoría de las obras; quiere que
su pueblo pueda rivalizar en cultura con los moros. En otros tiempos hubiera sido
impensable redactar una obra científica en un idioma diferente del latín. Pero el
ejemplo del árabe, que es al mismo tiempo lengua científica y viva, le ha hecho
cambiar los criterios.
Y de esa forma continué, el árabe contribuye a la independización de las
vernáculas europeas, no sólo del castellano, sino de otras lenguas como el provenzal
o el toscano.
Así debería ser concluyó Rabiçag.
Durante las semanas posteriores anduve vagando entre las obras de cada taller.
Comprobé con asombro, por ejemplo, que nunca hubo, como suponía, una escuela
superior, sino múltiples pequeños colegios. En general, estaban compuestos por un
arabista y un romancista, ayudados por un glosador. Trabajaban despacio, con una
minuciosidad y un conjunto de documentación envidiables y su plan incluía todos los
textos conocidos, incluidos el Corán, el Talmud y la Cabala. Poco a poco me fui
incorporando a los equipos de trabajo. Aproximadamente un mes más tarde me
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concentré en un grupo que elaboraba una guía sobre movimientos celestes, calculados
sobre el meridiano de Toledo. Se basaba en unas observaciones astronómicas hechas
doscientos años antes por Abu Ibrahim b. Hahya al-Naqqas al-Zarqali, el Azarquiel
de los latinos. El trabajo prometía; en ese momento estaban tratando de establecer la
órbita no circular de Mercurio y acababan de terminar tres de sus más importantes
libros: Acabeo, La ochava esfera y Alcora.
No obstante, era consciente del paso del tiempo; los meses transcurrían sin recibir
noticias del rey.
El estudio comenzó a absorber mis energías. Durante los meses siguientes apenas
vi a don Alfonso en tres o cuatro ocasiones. Las primeras fueron recepciones de
palacio en las que pasé inadvertido; después fui llamado a una tertulia informal
similar a nuestro primer encuentro a solas, pero no pude intercambiar opiniones con
don Alfonso. El grupo festejaba el éxito de la reciente expedición militar a Tánger y
debatía sobre la política a medio plazo. Cuando tuve oportunidad de integrarme en la
conversación, comprobé que no estaba allí para cuestionar nada sino, en todo caso,
para asentir y celebrar los planes reales. Con todo, el monarca se dirigió a mí en una
ocasión, poniéndome al tanto de sus proyectos:
Antes de morir, prometí a mi padre, Fernando, proseguir la conquista en
territorio musulmán. Por eso, tras la incursión de la que habéis oído hablar, he
proyectado hacer una cruzada a África con todos mis medios. No lo sabíais, ¿verdad?
¿Y qué opina el Papa? le pregunté con cautela.
Alejandro IV apoya la idea de la cruzada. Cuento además con otros aliados,
como Hugo, duque de Borgoña; Guy, conde de Flandes; Enrique, duque de Lorena y
hasta con el vicario imperial, Ezzelino di Romano. Si todo sale bien, mi idea es ser
consagrado emperador después del triunfo.
En el transcurso de las jornadas sucesivas oí hablar a menudo de los preparativos
de esa cruzada; en Cádiz y el Puerto de Santa María se estaban construyendo
atarazanas y el monarca viajó a comprobar la marcha de las obras.
Confiando en no ser llamado a palacio, fui asumiendo paulatinamente mi posición
secundaria, mientras me integraba de forma cada vez más activa en el ambiente de la
Escuela de Traductores.
Una tarde, mientras atravesaba una plazuela, tuve la dicha de encontrarme con
Enrique. ¡Mi buen Enrique Haro, cuya sombra, ausente durante tanto tiempo, seguía
tan presente en mi memoria! Después nos vimos varias veces. Al llegar a Toledo le
sonrió la fortuna y pudo conseguir su sueño de trabajar como aparejador en la
catedral. Si bien tuvo algún percance con un colega flamenco llamado Gilíes, no fue
importante; contaba con el apoyo de Martín, su maestro, y todo parecía ir bien. Lo
decisivo, lo verdaderamente memorable era otro asunto. No había transcurrido un
mes desde que Enrique se reintegró a la obra cuando quiso el azar que se enamorara
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perdidamente de una muchacha judía. Según parece, la conoció por casualidad,
mientras paseaba por la judería. Después empezaron a verse en secreto, pero se
trataba de una relación imposible: la ley era clara, una cosa era tolerar a los judíos y
otra permitir un matrimonio mixto. Si para cualquiera hubiera supuesto un sinfín de
problemas, para Enrique, empleado del cabildo catedralicio, era sencillamente un
suicidio. La muchacha, de nombre Sara, era sobrina de un astrónomo con quien había
colaborado a menudo, Salomó Ibn Ezdra, y al conocerla, le tomé afecto de inmediato.
Una tarde caminé con ellos, debatiendo sus posibilidades. Estaban encantados,
trasmitían ese ardor intenso e ingenuo de las verdaderas parejas, pero también
aterrados: no podían ignorar las incógnitas de su futuro. Traté de consolarles con
escaso éxito. Después debo confesar que los fui olvidando. Sin embargo, hace pocos
días Salomó me dio la buena nueva de que habían optado por abandonar Toledo y
dirigirse a Granada, donde su enlace podía pasar desapercibido. Salomó estaba
satisfecho con su suerte. Al parecer, se iban integrando en la ciudad musulmana,
tenían una pequeña casa y Enrique había encontrado trabajo en las fortificaciones de
la muralla.
El tiempo iba pasando. De vez en cuando pensaba en mi prometido papel de
confidente y sonreía al comprobar cuan diferentes se estaban mostrando los hechos.
En el fondo casi me alegraba de haber medio desaparecido entre los múltiples
intereses del rey; había conseguido acompasarme con el espíritu de los astrónomos y
sabía que podía aportar muy poco a los planes de Alfonso X.
Por eso no estaba preparado para ser interrumpido con tanta brusquedad. Ocurrió
todo con gran rapidez.
Una mañana en la que había quedado para trabajar con Juan d'Aspa, recibí el
encargo urgente de dirigirme al Alcázar.
Corría el mes de mayo y llevaba nueve en Toledo. Ajeno a los acontecimientos
diplomáticos, me extrañó la llamada. Creyendo haber sido olvidado, me irritó tener
que hacer antesala con tantas personas. Poco a poco, fueron siendo llamados todos y
el saloncito quedó desierto. Los minutos transcurrían con lentitud y me aburría
mortalmente.
Eso no evitó que me sobresaltase al abrirse la puerta y anunciarse mi nombre.
Juan García estaba detrás de ella, indicándome con un ademán que pasara al salón:
Sentaos, por favor, maestro Hinault. El rey vendrá dentro de un momento.
Había otros tres hombres más en la estancia; a dos de ellos no los conocía de
antes, pero estaba también don Çag, con su sonrisa bondadosa grabada en la cara.
Álvaro y Fernán, salid un momento dijo Juan a los dos desconocidos.
Los hombres cumplieron la orden sin dilación, dejando tras ellos una estela fugaz.
Don Alfonso entró después. Venía con la cabeza baja, como si estuviera abstraído en
otros problemas más importantes. Al verme sonrió fugazmente y se acercó a un
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pequeño estrado barnizado en tono cobrizo sobre el que había una mesa de nogal. Al
llegar a ella, Alfonso buscó un legajo de papeles con sus dedos afilados, separó de él
un documento blanco y se volvió hacia mí:
¡Ah!, maestro Hinault. Me alegra veros de nuevo, he de comunicaros algo.
Asentí con suavidad, esperando sus instrucciones con una cierta sorpresa. El rey
había cambiado de expresión, los ojos eran fríos y la voz distante.
He decidido dar por finalizada vuestra estancia en nuestra corte. Podéis
regresar a París cuando deseéis, ya se ha comunicado así a vuestros superiores. Aquí
tenéis la orden de partida.
La recogí en silencio.
¿Pero
? No entiendo
Ni es necesario que lo hagáis me cortó Juan García, a su lado. Se os han
dado órdenes claras. Seguidlas. Es todo.
Desconcertado, no supe qué contestar. Durante unos instantes me sentí perdido y
dejé vagar la mirada por el salón. Afortunadamente, se encontraba al fondo mi viejo
amigo don Çag. Cuando encontré sus ojos, observé que me hacían señas para que
guardara silencio. De manera instintiva, me dejé guiar por ese signo. Sin embargo,
había algo que no podía eludir.
Entonces, la obra que estoy traduciendo
¿qué pasará? dije con lentitud al
monarca, tratando de imprimir a mi voz un tono de complicidad.
No os preocupéis por eso contestó Alfonso con rapidez. Ya la terminará
otra persona en vuestro lugar.
Luego me miró suspirando y evité encontrarme con sus ojos. Alterado por la
noticia y, más que eso, irritado con el comportamiento del rey, no podía centrarme.
Contemplé la sala bajo la penumbra intentando poner en orden mis ideas: creía venir
para una cuestión de trámite y, por contra, era despedido sin explicaciones, como un
lacayo.
No podía dar crédito a mis oídos. Mantuve la mirada al frente, como si estuviera
echando una ojeada al pequeño tapiz que adornaba el muro. La entrevista había
finalizado; me levanté, me abroché el mantón y salí despacio. Caminaba con aire
ausente, estaba confuso; en realidad, no tuve tiempo siquiera de sentirme traicionado
por el repentino cambio de criterio del rey. Don Çag se acercó a mi lado con premura.
Lamento esta desagradable sorpresa me dijo nada más llegar. Llevo
intentando localizaros desde ayer sin la menor fortuna. Quería preveniros, pero no
pude dar con vos. En todo caso, ya estáis al corriente de todo
No comprendo lo ocurrido
¿por qué ha cambiado el rey de opinión tan
radicalmente?, ¿por qué se desembaraza de mí sin la menor explicación?
Ahora lo entenderéis todo, Raoul; no os preocupéis. Aunque no os lo parezca,
habéis sido tratado con especial deferencia. Sin embargo, otra vez tenéis que aceptar
los avatares políticos. Lamento que vos tengáis que ser víctima de ellos
¡En fin!
El almojarife se llevó la mano derecha a la frente para limpiarse el sudor de la
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cara. Luego continuó:
Hace unos días, el 11 de mayo para ser exacto, Francia y Aragón han firmado
un pacto en Corbeil por el que se reconocen ayuda mutua. Como sabéis, Alfonso X
está enfrentado desde hace mucho tiempo con el aragonés Jaime I. Por desgracia,
desconocía los preparativos de este acuerdo y al enterarse se ha sentido traicionado
por vuestro monarca. En consecuencia, se han enfriado mucho las relaciones con
Francia. Su reacción ha sido fulminante. De momento, ha hecho despedir a todos los
representantes de la monarquía gala, obligándoles a abandonar las fronteras de
Castilla y León en el plazo de una semana. Sin embargo, con vos tenía una deuda de
gratitud y ha querido comunicároslo en persona. Pero es lo máximo que hará
¿Francia y Aragón aliadas contra Castilla? pregunté incrédulo.
Algo así. La política no es tan obvia. No se trata de un frente común contra
nosotros, pero, en la práctica, no podemos ignorar esa posibilidad.
Era una novedad importante. Sin embargo, yo no estaba interesado en las
consecuencias diplomáticas.
Ha dicho una semana de plazo, ¿verdad?
Sí.
¿Y no hay ninguna excepción?
Si os referís a hacerle cambiar de opinión, no. Lo siento, Raoul; no tenéis más
remedio que aceptar los hechos y dejaros conducir.
¡Una semana
!
No os desaniméis, si leéis el documento comprobaréis que vuestra salida no
está condicionada a fecha alguna.
¿Entonces
?
Bueno, eso quiere decir que os hace la merced de no expulsaros en los mismos
términos que a los demás. Si ellos tienen siete días para encontrarse fuera del reino,
vos contáis con un margen más amplio dijo don Çag con una desmayada sonrisa,
tan desmayada como los rayos del sol que iluminaban la calle.
¿Cuánto de amplio?
No mucho mayor. Tres o cuatro días más, quizá otra semana
Dejé marchar al almojarife y empecé a caminar sin rumbo fijo: había pasado la
hora de comer y ya no tenía hambre. Al bajar Zocodover atravesé la casa del Alficén
en la que vivía y me encaminé al puente de Alcántara.
Al final del mismo se encontraba una pequeña taberna que había visto muchas
veces y en la que no había estado nunca. Entré y me dieron una copa de vino caliente
mezclado con miel. En las mesas cercanas había soldados jugando a los dados; voces
altas e insolentes en medio de un griterío constante. La tabernera, pequeña y morena,
permanecía inmune al alboroto en la cocina. Estuve pocos minutos. Luego, empecé a
desandar el camino de vuelta. Pero no quería regresar aún a mi aposento. Pasé frente
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a una pequeña iglesia y me detuve, indeciso, dejándome envolver por la fresca
sombra del jardín. La puerta estaba entornada y la empujé; dentro no parecía haber
nadie. Era antigua y estaba desprovista de ornamentos. Llevado por la costumbre,
mojé los dedos en agua bendita e hice una genuflexión frente al altar. Luego eché a
andar por la nave central. Nunca había estado allí fuera de las horas de oficio y me
sorprendió ver tan vacía aquella nave. No se oía nada. Vi un cubo de madera lleno de
jabón junto a un pilar y una negruzca fila de humo que se elevaba de alguna vela;
debían de haberlas apagado hacía poco. Me quedé mirándolas atentamente, sintiendo
el humo perderse en el aire claro. Más tarde, oí un tenue rumor y me dirigí hacia una
banca en cuya esquina una mujer vieja desgranaba pecados al oído de un sacerdote,
mientras éste suspiraba con un ritmo lento y a veces contraía la cara. Continué la
marcha hasta sentarme en el muro. Empecé a orar de forma maquinal, sin conseguir
concentrarme: el encuentro con el monarca castellano todavía ocupaba mi mente. Me
veía como hundido, como si llevara sobre el cuello la rueda de molino de la parábola
bíblica, cayendo cada vez más hondo ante la mirada atónita de todos mis amigos y
compañeros.
No quiero exagerar; en realidad, más que abatido, mi verdadero sentimiento era
de cansancio. Bostecé en la oscuridad con hambre atrasada y, de pronto, me levanté
para dirigirme a mi casa del Alficén. Crucé el umbral y atravesé los corredores a
grandes zancadas hasta la puerta de mi cuarto. Al llegar frente a ella, me paré en seco
para desabrocharme la camisa y buscar el cordón del que colgaba la llave; tras darle
la vuelta en la pequeña cerradura, me encontré de nuevo sobre la alfombrilla de
esparto que había bajo mi catre. Contuve el aliento para escuchar los ruidos que
llegaban de alrededor. Con el oído alerta a cualquier zumbido de fuera, oí los pasos
de Rabiçag resonando en la habitación contigua, su lento arrastrar de pies y, más
adelante, el rumor del agua cayendo en la jofaina. Ese sonido familiar me tranquilizó.
Conocía bien los pasos de mi vecino y sabía hasta cómo rechinaba la puerta del
cuarto al abrirse. Rabiçag la abría despacio, sólo hasta un determinado punto,
aproximadamente la mitad de lo que podía hacerse, para acabar escurriéndose de lado
por la abertura, como si fuera un intruso. También noté que se extendía el
desagradable olor a caldo característico de esa hora. Pero, más allá de esas dos
sensaciones, el lento desplazar de pasos en la habitación de al lado y el olor áspero de
la comida, nada; silencio sepulcral allá abajo. Tenía una sensación de soledad
absoluta. Me dejé caer en la cama con la cabeza entre las manos.
¿Cómo me había podido ocurrir esto ahora, justo cuando había olvidado las
intrigas políticas y me encontraba tan a gusto colaborando con mis compañeros?
Sonreí interiormente. Ellos eran mis auténticos cofrades y no los altos clérigos,
los dignatarios de la corte o los nobles palaciegos. Aquél era mi terreno; en él podía
debatir con comodidad sobre las materias que me interesaban. Recordé con nostalgia
la tarde anterior, ahora tan distante. Había paseado con el judío Xossé Alfaquí y con
Bernardo el Arábigo por los alrededores del castillo de San Servando. Mientras
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evocaba el paseo, sentí las palabras como si hubieran sido pronunciadas hacía mucho
tiempo, las oí resonar muy lejos.
Los hechos se imponían. Era imposible prever ese cambio de circunstancias, pero
debía asumir la situación. Un poco más tranquilo, traté de actuar con lógica. Si así
estaban las cosas pensé, no estaría mal comentarlo con mis interlocutores de la
catedral. Sin embargo, sabía que allí me volverían a confirmar punto por punto lo
escuchado de boca de don Çag. Comencé a preparar mis pertenencias con desgana.
Empecé a sacar prendas del baúl y al poco me detuve: no tenía deseos de ordenar
nada. Las ropas quedaron desparramadas por toda la estancia. Me acerqué a la
ventana. La tarde empezaba a caer; fuera se habían encendido ya algunas antorchas y
lamparillas de aceite. A través del grueso cristal penetraba una luz amarillo-verdosa
iluminando la pared por encima de mi espalda y proyectando contra la puerta una
sombra delgaducha y gris.
Paulatinamente, fui adquiriendo conciencia de la situación. Ahora veía las
escenas que habían ocurrido unas horas antes con mucha más claridad, y también
empezaba a vislumbrar desde muy lejos, como si estuviese en el límite del mundo, en
otro espacio separado del nuestro por un inmenso abismo. Veía en él a alguien, que
sin duda era yo mismo, avanzando penosamente por el suelo desigual.
Durante toda mi vida he tenido un sueño recurrente que, paradójicamente, he
vivido tanto en vigilia como dormido. Voy caminando sobre el hielo, una capa muy
delgada que cubre la superficie del agua. No me importa, tengo la extraña seguridad
de ser protegido desde la orilla. Si se quiebra me digo, vendrán en mi ayuda. Esa
noche, al revivir aquellas imágenes, comprobé que por primera vez tenía dudas sobre
su estabilidad. Traté de consolarme. El hielo comienza a resquebrajarse en algunos
puntos, pero son lugares cercanos a la orilla, poco peligrosos. Podrá volverse a helar
con facilidad.
No obstante, las palabras del rey tan a destiempo, tan inoportunas habían
tenido el efecto de burbujas de calor sobre la capa de hielo por donde caminaba.
Tenía miedo de no poder seguir allí encima demasiado tiempo. Pensé: ¿lograré
ponerme a flote si algún día se hace un agujero en el hielo? ¿No me desmoronaré y
me volveré a hundir en el agua? Cerré los ojos, los volví a abrir, los volví a cerrar, los
abrí otra vez; la inseguridad no desaparecía. El sueño permanecía inmutable y, a pesar
de su permanencia, tampoco podía reconstruirlo como hubiera deseado.
Antes de apagar la vela oí llamar a la puerta quedamente. Los nudillos apenas
arañaron la madera, pero sentí la presencia de Rabiçag tras el marco. No quise
responder.
Está abierto. Si quieres pasar, empuja.
No tenía fuerzas para contestar. Cuando el hebreo se decidió a arrastrar la puerta,
me encontró sentado en la cama. Rabiçag no se atrevió a entrar más allá; se quedó
plantado, escuchándome decir con voz dura, tan dura que hasta me sorprendí yo
mismo:
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¿Qué quieres?
Venía a verte contestó Rabiçag, exhibiendo esa sonrisa suya que nunca
fallaba.
Luego se sentó a mi lado y le miré en silencio. Permanecimos mucho tiempo sin
decir una palabra. Tanto que, en un momento dado, estuve a punto de levantarme y
acercarme otra vez a la ventana. No lo hice. Sabía que si me incorporaba, comenzaría
a andar arriba y abajo y empezaría a hablar; de manera que me contuve, sin
comprender que mi compañero debía conocer mi estado de ánimo y era infinitamente
paciente. De hecho, un rato después, no pude estar quieto por más tiempo y me
levanté del catre. Descorazonado y nervioso, eché a andar por la habitación. De
pronto, me volví frente a la tranquila figura de Rabiçag. Mirándole a los ojos,
exclamé:
Ya sabrás que he sido despedido de Toledo.
Lo sabemos todos. No eres el único.
Más tarde, en la oscuridad, recé para conseguir aquel sueño de paz que tanto
deseaba y nunca había podido alcanzar. Durante el último año había tenido suerte,
pude dejarme llevar con la secreta esperanza de continuar con mi trabajo silencioso,
erudito y tranquilo, sin ser molestado por nadie.
Por la mañana me dirigí a la catedral para confirmar las órdenes recibidas. Todos
estaban al tanto. También me hicieron ver que no era preciso que regresara con
excesiva presteza. El rey quería verme fuera de la corte, pero sólo eso. Podía realizar
el viaje con tranquilidad. Al salir, doblaban las campanas con tañido grave y apacible
y pensé que las escuchaba por última vez.
Ese mismo día, mientras comentaba mis perspectivas con los compañeros,
Rabiçag me aconsejó tomármelo con calma y volver a París después de visitar
Granada, la ciudad que tanto anhelaba conocer.
Piénsalo bien, Raoul me dijo. Conozco a muchos hombres importantes de
Granada; puedo conseguirte una estancia muy provechosa. Además, desde Almería o
Málaga puedes viajar por mar hasta París y es difícil que tengas otra oportunidad
como ésta para vivir en una ciudad musulmana.
Al acostarme, la imagen del rey no me abandonó mientras estuve despierto.
Recorrí con ella todos los momentos que había pasado a su lado. La habitación estaba
oscura y no conseguía conciliar el sueño. Poco a poco, como si necesitaran despertar
despacio, fueron invadiendo mi memoria vagos recuerdos de tantos otros traslados.
Recorrí con la mente los distintos países en los que había estado trabajando: Francia,
Borgoña, Sicilia, Alemania y ahora, Castilla. Murmuré los nombres de las ciudades
que había visitado y pensé en mi villa de nacimiento, Rennes, con su tierra negra y
las tumbas de mis antepasados. Noté que el corazón me latía con intensidad. El
pasado y el presente resbalaban uno sobre otro, como si fueran discos que buscaran
un punto donde converger. De un lado, sentía un inmenso resentimiento por haber
sido obligado a dejar Toledo como si fuera un delincuente y, de otro, empezaba a
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sentir el gozo que siempre experimentaba ante un nuevo viaje.
«Tiene razón Rabiçag», pensé, «no puedo desaprovechar la ocasión de viajar a
Granada».
Tenía otro motivo.
En realidad, tengo dos. El primero es sencillo: quiero encontrar a Enrique Haro y
a su mujer Sara; me gustaría despedirme del hombre con el que atravesé la frontera
hispana y con quien compartí la travesía a Santiago de Compostela.
El otro es más profundo. Curiosamente, me lo proporcionaron los autores
indirectos de este largo relato que ahora sé inútil, don Çag y don Çuleman.
Ocurrió hace ya muchos meses, en mis primeras jornadas toledanas. Fue una
noche en que hablábamos de la corte y comparábamos el espíritu de Toledo con el de
otras ciudades. Deseo transcribirlo con un cierto detalle porque, en mi opinión,
ejemplifica la enseñanza más importante que debo retener de este viaje por tierras
hispanas.
No obstante, antes de comenzar, debo hacer una precisión. Soy consciente de mi
estado de ánimo, tan distinto del orgulloso aplomo con el que regresé de Santiago.
Además, he reflexionado a menudo sobre aquella conversación. Son palabras que
fueron pronunciadas hace muchas semanas, y están transformadas por la calidez del
recuerdo. Quiero decir que al verlas aisladas, desconectadas de los detalles anteriores
y posteriores, han perdido las fibras y envolturas del tiempo y, lo que es más
importante, han empezado a cobrar un nuevo sentido para mí, probablemente mucho
más hermoso. Tampoco ignoro que sus protagonistas han sufrido una metamorfosis
parecida y que, al hundirse lentamente en el océano de la memoria, mi corazón les ha
ido asignando, en cada nivel del descenso, un valor distinto. Dicho de otro modo: no
soy tan ingenuo como para ignorar la capacidad que tiene la nostalgia de distorsionar
los recuerdos.
Pero precisamente por ese valor, necesito aferrarme a un fruto palpable para
extraer de mi andadura algo más sólido que un fracaso cortesano. Y sobre todo, algo
menos efímero para lo que en última instancia me interesa y soy: un simple homo
viator.
La conversación fue larga. En un momento dado, don Çuleman nos dirigió las
siguientes palabras:
Como sabéis, amigos, he estado de viaje por Écija y Sevilla, donde poseo
algunos bienes arrendados. Pues bien, durante mi ruta, decidí acercarme a Granada a
visitar a un buen amigo, Ibn Nagriella, visir del gran rey de Granada Ibn Ahmar. Vive
en un suntuoso palacio en cuyo centro hay o había una maravillosa fuente con doce
leones. Deberíais verla, amigos, porque es realmente magnífica. Sus cabezas están
vueltas hacia el exterior y parecen montar guardia alrededor del surtidor central, pero
igualmente forman parte integrante de la fuente, puesto que el agua, recogida primero
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en una taza de mármol blanco, vuelve a salir por la boca de cada uno de los leones,
para caer luego a una alberca que la reparte por cuatro canales.
Pues bien, hace poco tiempo continuó con su narración, visitó su casa el
rey de Granada. Quedó tan encantado con la fuente que mi amigo decidió regalársela
como adorno para un palacio llamado Al-Hambra, que está construyendo en la colina
que rodea la ciudad, al lado de la Alcazaba. Días después, el rey, entusiasmado, le
dijo que tras pensarlo detenidamente había decidido convertir la fuente de los leones
en el centro de uno de los patios principales. Sin embargo, observad dijo,
dirigiéndose a mí que se trataba de un conjunto pleno de significados judíos.
¿Por qué? pregunté extrañado.
Primero, cada león lleva marcada en la frente la estrella de David, y después,
como no se le escapa a nadie, los doce leones, en conjunto, representan a las doce
tribus de Israel.
¿Y, a pesar de ello, el monarca musulmán va a hacer de ella el eje del patio
principal de su palacio?
Tratad de verlo de la forma del rey granadino contestó Çuleman. Intentad
penetrar en el significado esencial de la fuente y comprenderéis la clave del
problema. La inteligencia, la capacidad de asimilación de Muhammad Ibn Ahmar es
poco común. Para él, la fuente de los leones no simboliza la fe judía, sino el tronco
común de nuestras creencias.
Le miré incrédulo. Don Çuleman me detuvo con un gesto e inclinó la cabeza a un
lado, absorto en el recuerdo de aquellas esculturas, como si tratara de elegir
cuidadosamente sus palabras:
Permitidme describiros su estructura me dijo. Ya os he señalado que tanto
la taza como los leones actúan como surtidores. Pues bien, el agua, al caer,
desemboca en una pequeña alberca cuadrada, abierta a su vez a otros cuatro canales
que se dirigen hacia cada uno de los puntos cardinales. En consecuencia, ese agua
que surge en el centro mismo del patio tiene la misión de evocar una fuente mucho
más importante. La que, según nos dice el Corán, está en el centro del paraíso.
O la que menciona el libro del Génesis, en la Biblia recordé. El río que
salía del Edén se dividía en cuatro brazos: Pishon, Ghion, Tigris y Éufrates.
Es el texto común de las tres religiones acotó con inteligencia don Çag.
¿Lo vais viendo? exclamó Çuleman, dirigiéndose a ambos.
Pero ni mi rostro ni el de Çag debían delatar excesiva comprensión.
No me sorprenden vuestras dudas. También mi amigo quedó asombrado
cuando oyó decir al rey de Granada que no importaban los símbolos extraños al Islam
en la fuente, siempre que su función fuera aproximarnos a Alá. Y aún más, al
escucharle añadir que había proyectado el patio para reflejar el paraíso al que se nos
destina. En ese espacio mágico se evocaría a Dios, pero no se le recrearía, porque Él
no admite asociados en su obra creadora
Es una idea compleja reconocí.
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Ya os digo que Ibn Nagriella quedó tan desconcertado como vos por el
proyecto del rey granadino y tampoco supo entender el sentido total de sus palabras.
Sin embargo, cuando ha visto dibujado cómo será el patio de su palacio lo ha
comprendido todo. Lo más hermoso es que para su diseño se ha inspirado en otro
patio similar, el del palacio de Salomón, descrito en el Libro de los Reyes de la
Biblia. Según parece, el patio bíblico tuvo capiteles adornados con granadas y, en el
centro, una magnífica fuente, cuya taza, a causa de sus dimensiones, era comparada a
un mar de bronce. La taza reposaba sobre doce bueyes
Recuerdo ese episodio dije, intentando seguirle. Si no me equivoco, en el
libro sagrado se detalla que tres bueyes miraban al norte, tres a occidente, tres al sur,
tres a oriente; el mar se alzaba sobre ellos, y todos sus cuartos traseros estaban
vueltos hacia el interior.
Eso es dijo Çuleman. Pero el Libro de los Reyes contiene otras referencias
más concretas. Por ejemplo, recordad la forma del trono recubierto de oro puro hecho
en honor de la reina de Saba
¡Es verdad! contesté. También tenía doce leones.
Es normal que el proyecto del patio contenga evocaciones del palacio de
Salomón insistió don Çuleman, se trata del rey profeta convertido en príncipe
por excelencia en las leyendas judías y musulmanas.
Lo que decís acoté es indudable con respecto a las tradiciones judías, pero
me cuesta aceptar que tenga un significado igual para los árabes.
¿Por qué? preguntó Çuleman. Para los musulmanes es fundamental la
asociación entre el agua y los jardines. Y si recordáis los textos bíblicos, el Templo de
Jerusalén puede ser un símbolo perfecto para ellos
Bueno
sí, es razonable acepté en un murmullo.
Pues, con franqueza, yo no lo veo tan claro terció don Çag.
No es tan difícil, Çag. Piensa un poco en todo ello. Como sabes, se supone que
Salomón construyó un jardín de oro con reproducciones doradas de todos los árboles,
y que Dios obró el milagro de que cada árbol de oro produjera frutos con el mismo
sabor que los de los árboles auténticos. Por otro lado, cuando Salomón recibió a la
reina de Saba, creó un suelo de cristal tan parecido al agua que la reina se levantó la
túnica para andar sobre él, pensando que se trataba de un estanque.
Don Çag seguía con una expresión de duda.
En realidad continuó Çuleman, dando por sentada la cuestión, ni siquiera
son necesarias tantas disquisiciones porque, aunque os parezca increíble, la futura
fuente del palacio de la Al-Hambra está descrita desde hace casi doscientos años en
un poema de Ibn Gabirol, donde todo esto se cita con claridad. Esperad un momento
a ver si lo encuentro, si no me equivoco debo de tener una copia en el salón
Don Çuleman se levantó de su asiento y al cabo de unos instantes regresó con un
rollo que nos fue leyendo desde la entrada:
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Hay un copioso estanque que semeja
al mar de Salomón,
pero que no descansa sobre toros;
tal es el ademán de los leones,
que están sobre el brocal, cual si estuvieran
rugiendo los cachorros por la presa;
y como manantiales derraman sus entrañas
vertiendo por sus bocas caudales como ríos.
Y junto a los canales, hincadas, corzas huecas
para que el agua sea trasvasada
y rociar con ella en los parterres
las plantas y asperjar los juncos de aguas puras
y el huerto de los mirtos con ellas abrevarlo;
y siendo como nubes, salpican un ramaje
fragante, con aromas de esencias, cual si fuera
de mirras incensado.
Don Çag asintió silenciosamente mientras Çuleman tomaba de nuevo asiento
entre el grupo. Venía sonriendo con expresión maliciosa y, no bien se hubo
acomodado entre los almohadones, continuó:
Pero atended, Raoul, que ahora viene lo mejor. Fijaos hasta qué punto es sutil
el rey granadino, que este conjunto de ideas no le satisfacen por completo, y quiere
completar todavía más su obra. Para ello, va a encargar la realización material del
patio a un arquitecto cristiano
¿Cristiano? repetí.
Sí, cristiano. A Ibn Ahmar le interesa vuestro pensamiento y admira a los
príncipes castellanos; hace siete años, cuando murió Fernando III, mandó que velaran
su tumba cien caballeros granadinos con antorchas. Ahora veréis su proyecto, al
menos en palabras de mi amigo. Según parece, le gustaría disponer unas galerías
cubiertas rodeando la fuente, evocando dos imágenes aparentemente contrapuestas.
De un lado, el aspecto de los claustros de los monasterios cristianos y, de otro, las
primitivas casas de los árabes, es decir, las tiendas de lona del desierto. Y para ello
necesita a alguien que pueda sintetizar ambos mensajes.
¿Y lo ha encontrado? pregunté, como dudando que fuera posible hallar a un
maestro capaz de entender y saber dar forma a este conglomerado de ideas.
No lo sé reconoció Çuleman. Pero seguro que acaba por dar con él. Si ha
sido capaz de aglutinar todo estos pensamientos en un simple patio, no creo que tenga
dificultades para encontrar a quien sepa plasmarlas. De todas formas, a los efectos de
nuestra conversación, da igual. Lo importante es el concepto. Porque, y a eso quería
llegar, amigos, con su proyecto va a hacer aunar las tres religiones en un único canto
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al Altísimo.
Ésa fue aproximadamente la conversación. He querido reconstruirla porque su
enseñanza de tolerancia y aprovechamiento del legado de las tres religiones debe ser
el hecho que más huella ha dejado en mí. También es el privilegio, la enorme ventaja
de este reino al que don Alfonso se refería como España.
A la mañana siguiente de hablar con Rabiçag y de que éste me aconsejara viajar a
tierras granadinas, la bolsa estaba preparada. Dos días más tarde me puse en camino.
Como ya señalé, unas calenturas han motivado estas apresuradas líneas para tratar de
poner por escrito algo casi imposible, el tránsito de la soberbia a la templanza
Es
hora de concluir. En el silencio de la estancia se amontonan las historias. No soy
viejo, pero tengo una edad en la que el pasado empieza a ocupar un lugar importante
en mis pensamientos. Ha transcurrido casi un año desde que presencié los
acontecimientos anteriores y ahora, después de haberlos releído, siento que
ocurrieron hace diez. Pequeños sucesos que casi había expulsado de mi memoria, de
pronto, aparecen, ahí, revividos, nuevos, como si le hubieran pasado a otro y no a mí
mismo. Es hasta irritante la lejanía que adquieren las pequeñas cosas cuando se
multiplican las peripecias. Pero, al mismo tiempo, reconforta saber que esos pasos
fueron dados y que el papel ¡ah, el magnífico papel toledano! los mantiene casi
intactos. Don Çuleman sabrá entenderlos, darles su verdadero significado.
Poco a poco, al hilo de estos pliegos, me he ido restableciendo. Desde esta venta
desvencijada y sucia puedo notar de nuevo el flujo de las venas y los tendones: mi
cuerpo está otra vez en movimiento. A medida que me han obligado a renunciar a
todo lo que tenía por indudable se han ido apaciguando las fuerzas que hasta ahora
porfiaban en mi interior. Con ello no sólo me he tranquilizado, sino lo que es más
importante, vuelvo a renovarme. Es una sensación extraña: siento como si éstas
fueran de nuevo las jornadas posteriores a mi bautizo y me hubiera liberado de todas
mis obligaciones. Ni la Universidad de París; ni Luis, el rey de Francia; ni Alfonso, el
de Castilla, esperan nada de mí. Sin deberes para con nadie, constato con orgullo que
no persigo otro fin con esta última etapa que el enriquecimiento personal. Granada no
es sino otra meta de un peregrinaje permanente, un faro más para un homo viator
cuyo único placer estriba en el hecho mismo del tránsito. Y también constato con
orgullo que el odio con el que abandoné Toledo se está transmutando en gozo. Ese
gozo inquieto que te impide asentarte en cualquier sitio y preguntarte a cada instante
por el lugar de destino.
FIN
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